








Las piezas que componen las motos. 3. El piloto
El piloto no es el señor o señora que se sube en la moto para conducirla, que también, porque no forma parte de la moto en sí, incluso hay casos en que se mantienen encima de milagro. El piloto, digo, es esa cajita con tapa roja que se suele poner en la parte posterior de la moto, y que indica dónde acaba ésta. Ahora es de modernos ponerlo en un lado que no sea el de siempre, pero a todos los efectos al piloto eso le da exactamente igual.
El piloto antes era poco importante y más bien canijo (si, eso también les gusta a los modernos) y cumplía su función sin más, pese a no ser el más trabajador de todas las partes de la moto, ya que solo trabajaba por la noche. En esa época el piloto era feliz disfrutando de una vida plácida y cómoda, pero la oscuridad de su horario de trabajo y el aumento del número de vehículos con conductores ebrios hizo que los fallecimientos de pilotos por alcance culero creciesen espectacularmente, lo que hizo que tuviesen que asumir una nueva actividad: la de avisar a quienes venían por detrás de que la moto reducía su velocidad o iba a pararse del todo. El caso es que cuando notaban que la moto frenaba, se acojonaban tanto que se ponían colorados y eso avisaba a los de atrás de que tenían que frenar a su vez.
Podría pensarse que el piloto, al hacer esta función, es amigo de la moto en sí y por tanto de su propietario, pero nada más lejos de la realidad: el piloto es un ser envidioso y cegado por el rencor. Consciente de no dar tanta luz como el faro y de no ver más que la parte de la carretera que se abandona, el piloto ha ido generando un odio terrible que desemboca primero en pequeñas venganzas como no encenderse en la ITV y finalmente y de manera irremediable en iluminar la matrícula para que el resto de la moto pueda ser identificado y denunciado por la policía, porque queridos amigos, es importante que sepáis que vayáis donde vayáis, solos o acompañados, de curvas u de viaje, por cuidad o carretera, estáis dando la espalda a un pequeño ser ruin y chungo preocupado tan solo de dos cosas: salvarse a sí mismo y jorobar a los demás.
Vamos, como casi todo el mundo.
Rancapú.
Por el camino que llega al río bajaba una caravana grande, casi de las de circo, arrastrando tras de sí una tenue nube de polvo blanco, sorteando los baches que la lluvia dejó tras la última primavera. Alberto, el conductor, pensó que no hay nada más tonto que un charco sin agua, pero luego cayó en la cuenta de que un charco sin agua no es tal charco sino agujero, y que por tanto un agujero con agua es charco y no agujero y que allí delante tenía la casa amarilla que aquel hombre del pueblo le indicó con tan pocas palabras. Alberto era mecánico ambulante: recorría los lugares a que le requerían arreglando motos y, en época de vacas flacas, lo que fuese necesario, mas su mundo y su vocación estaba en estos aparatos de dos ruedas que le parecieron siempre mágicos porque sabía que de todos los artefactos eran los únicos a los que el hombre creó con alma, y que el alma de las motos herrumbrosas solo esperaba a que alguien frotase y le hiciese salir de su letargo.
Hacía ya dos meses que recibió la llamada de una mujer que quería restaurar una moto que perteneció a su padre, ya fallecido años atrás.
- ¿Y qué moto es? – preguntó él – porque deberé hacer acopio de piezas.
- Yo no entiendo de motos – dijo ella – pero en el depósito pone “Rancapú”.
- ¿Ranca qué?
- Rancapú; Ran-ca-pú.
- No conozco la marca. ¿Es extranjera?
- Creo que no, de pequeña recuerdo haber visto otras como estas. Es verde…
- ¿Podría enviarme una fotografía?
- Desde luego, no hay problema.
Y cuando recibió la foto identificó el modelo en un instante: era una de esas motos que sirvieron para todo. Estaba en un estado cosmético más que lamentable, llena de paja y óxido, de polvo y tierra pegada a la grasa y con algunas piezas irrecuperables, pero no parecía tener muchas complicaciones, de modo que calculó la fecha en que podría hacer el trabajo y llegó a un acuerdo con la mujer.
Y allí estaba ahora, con la caravana taller-vivienda al final del camino polvoriento que llevaba a la casa amarilla. Una mujer de entre treinta y cuarenta y tantos leía un libro a la sombra de una gran higuera. Paró la caravana y descendió de ella.
- Buenos días, ¿Begoña?
La mujer cerró el libro y le miró. Tenía unos ojos grandes y expresivos, y su sonrisa junto a toda ella le hicieron sentirse como en casa.
- ¿Alberto? – y sin esperar a que le contestase le alargó la mano – encantada…
- Buenos días. ¿Dónde puedo aparcar?
- Allí mismo – señaló hacia una construcción que podía ser un almacén de cualquier cosa – allí está la moto.
Aparcó junto a la puerta del cobertizo y bajó del vehículo.
- ¿Quiere verla?
- Por supuesto.
Ella se adelantó al cobertizo y encendió la luz. Dentro, entre multitud de cacharros y cajas, acertó a ver un tractor, viejo y detenido quién sabe cuándo. Junto a él estaba la moto, apoyada en la pared. Bajo la capa de polvo acertaba a verse en el depósito, escrito con letras negras, la marca que ella había dicho: Rancapú. Se acercaron.
- Pues a simple vista no parece que haya muchas pegas… ya veremos.
- Mi padre la cuidaba mucho.
- ¿Cuánto tiempo lleva parada?
- Uf… él murió hace veinte años… más o menos eso. ¿Es malo?
- Ni malo ni bueno, solo quiero hacerme una idea de lo que voy a encontrarme. En fin, voy a descargar el material. Calculo que en un mes o mes y medio puede estar terminada.
- Por mi estupendo.
- ¿Hay por aquí una toma de corriente?.
Una semana después, la moto estaba completamente desarmada y todo lo que había que pintar cubierto de imprimación. Alberto lograba mantener un equilibrio entre la prisa por acabar (a menos tiempo más trabajos) y la calidad que él quería dar a todas sus restauraciones; siempre pensaba que la moto era para él. Durante los primeros días había conversado mucho con ella, al ponerse la tarde, cuando podía verse revolotear a los insectos sobre un fondo naranja dejado por el sol que se va. Era maestra, casi un tópico, y divorciada de alguien cuyo recuerdo parecía doler solo con mencionarlo. Por lo demás, estaba de vacaciones hasta Septiembre, cuando tendría que volver a la ciudad y a los libros y a los alumnos y a los coches y a las personas y a las soledades y al humo y a las ausencias. Hasta entonces pasaría las vacaciones con su madre, a quien Alberto había visto una o dos veces, asomada a la ventana o saliendo de la casa, dando la sensación de que solo salía para coger aire antes de volver a entrar, como una tortuga o un delfín, a un medio que es el suyo pero no del todo.
- ¿Y porqué quieres restaurarla?
- Mi padre la tenía mucho cariño. Siempre decía que no tendría más moto que esta nunca, y el tiempo y la muerte estuvieron de acuerdo con él. Iba con ella a todas partes, y yo siempre he pensado que a veces a ninguna, solo a perderse un rato los dos. Le gustaba acompañar a las comitivas de los entierros y bajaba en ella con el motor apagado cuando seguía a la orquesta en las bodas y las fiestas, para no molestar. Mi padre era un hombre muy discreto. A lo mejor repararla es como recuperarle a él un poco.
- ¿Y de dónde viene lo de Rancapú?
- No lo se. Yo pensaba que era la marca de la moto. Debe ser el apodo que le puso.
Pasaban los días y Alberto, al mirarla, se sorprendía de cómo ella había hecho dulce una gran determinación. Era una mujer misteriosa y animada, meditabunda en ocasiones, solitaria las más pero curiosa y abierta al conocimiento. “¿Es posible que esto pueda usarse sin saber cómo funciona?” le había preguntado cuando vio todas las piezas del motor sobre la mesa, y a Alberto no le quedó sino contestar “pero funciona y se usa mejor cuando se sabe”, a lo que ella sonrió y se fue a la higuera con su libro, sus gafas y su pelo recogido en una coleta improvisada.
Y todo esto día tras día hacía el trabajo más agradable aún. Alberto llegó en tan dos semanas a la parte en que las piezas vuelven a su sitio poco a poco, empujadas las unas por las otras; esto siempre le ponía de buen humor.
- ¿Y cómo te dio por ser mecánico ambulante? – preguntó sentada en lo alto de la tapia, con las manos apoyadas junto a sus piernas, los pies colgando.
- Si te gusta la mecánica y los viajes, es lo mejor que puedes hacer. Monta un taller móvil y sal a ver por ahí qué es lo que te encuentras. Al principio lo hacía en casa, pero las motos que vienen o compras no tienen historia; las que arreglas donde están siempre te hablan de los caminos que recorrieron, ellas o sus dueños. Y al final es darles una oportunidad de volver a hacerlo. ¿Se te ocurre algo más inútil que una moto en un museo? A mi me gusta más ver estas joyas andando por ahí, que es para lo que nacieron. Tenerlas quietas es como cortarle las patas a un caballo para que no se mueva. Morirá de tristeza tarde o temprano. Nunca dejes que te corten las alas.
Ella estiró las piernas y se miró a los pies pareciendo perderse, aunque tras moverlos un poco sonrió y bajó de la tapia, camino de la casa. Alberto encogió los hombros y siguió con su labor. Pudo ver a la madre, asomada a la ventana, mirando fijamente la moto, mirando fijamente a Rancapú.
Y llegó el día final. Alberto estaba tan seguro de su trabajo que siempre recogía el material antes de arrancar la moto. Cogió el depósito y pasó las manos sobre él para sentir cuán suave era: frío y perfecto de forma, brillante y con ese tacto de la pintura nueva que no tiene la pintura vieja. Colocó el depósito en su sitio y guardó en la caravana la llave con que lo fijó. Echó en él uno o dos litros de gasolina y fue a la casa a buscar a Begoña. Cuando se acercaba a la puerta, le sorprendió ver a la madre que salía con ella. Begoña se la presentó.
- Encantado, señora.
La madre de Begoña se le antojó la síntesis de lo seguro y confortable: olía a guiso y hogaza de pan, a sábanas limpias y consejos sencillos… olía a algo que no pudo recordar cuánto tiempo hacía que perdió.
Llegaron junto a la moto. Estaba impecable, mejor aún que cuando seguía a los entierros, callada como cuando precedía a las bodas y a la banda, esperando.
- ¿Arranca?
- Vamos a ver…
Alberto abrió la llave de la gasolina. Cebó el carburador y limpió con un trapo las gotas de gasolina que cayeron. Subió a la moto y dio una patada suave, casi con veneración. Nada, el motor no arrancó.
- Rancapú – dijo la madre.
Begoña y Alberto se miraron y luego miraron a la madre. Tenía una gran sonrisa en el rostro. Alberto dio otra patada; Rancapú de nuevo la madre. Y a la tercera arrancó, expeliendo un humo que la luz volvía azul. La madre sonrió aún más. Begoña dio saltos de alegría, Alberto sintió una profunda satisfacción, y la moto abrió los ojos de nuevo, buscando los caminos.
Cuando al atardecer Alberto iba a subir a la caravana para marcharse, Begoña le dio un beso de despedida y un gracias profundo y emotivo, lo mismo que la madre. Pero no podía irse aún, no hasta que lo supiese.
- Señora, disculpe, pero ¿podría contestarme a una pregunta?
-Pregunte, pues.
- ¿Porqué llamaron a la moto Rancapú?
La señora sonrió y pareció desaparecer antes de contestar.
- Esta moto arrancaba muy mal. Y todos los días mi marido, cuando había dado varias patadas, la miraba fijamente y decía : ¡Arranca, puta!. Cuando llevaba quince o veinte patadas, entre suspiros, se convertía en ¡Rancapú!. Y con el paso del tiempo, ya solo decía “Rancapú” desde el primer intento. Incluso lo pinto en el depósito. Esa es la historia, si es que eso es una historia.
Al girar la llave en el contacto de la caravana, Alberto vio que las luces del tablero se encendieron como siempre, que las agujas de los instrumentos se movieron como siempre, pero antes de girar la llave del todo, sin saber porqué, exclamo: “Rancapú”, y el motor se puso en marcha suavemente, camino de otra moto, camino de otra historia.
Ya quisiera, ya...Ferxo escribió:![]()
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mas, massssss, massssssssssssssssss danos mas.
Manu, déjate de empresas y dedícate a escribir![]()
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Buen regalo, hermano!!Microtaller escribió:Muchas gracias amigo.
Voy a hacer una excepción a mi timidez innata y te voy a poner aquí uno de los relatos de mi primer libro, dedicado a tí especialmente.