En aquél entonces el trial no era lo de ahora. Tenía menos de circo y más de simplicidad, y por eso las motos podían ser utilizadas para otros fines aparte del para que fueron creadas específicamente. Eso para un adolescente era vital en aquella época. Podías correr un trial clandestino por la mañana y llevar a la novia a la discoteca por la tarde, todo con el mismo vehículo. Los triales eran un desafío de habilidad diferente a la de ahora. Para empezar, las zonas eran “non stop”; es decir: si te parabas te penalizaban, de modo que cuando entrabas en ellas todo empezaba a suceder muy deprisa y en ocasiones no podías elegir el camino mejor entre las piedras o ceñirte lo suficiente a un giro cerrado, por lo que acababas haciendo un “fiasco” o en el mejor de los casos poniendo uno o varios “pies”.
Y luego estaban las excursiones, que en mi caso hacía con alguno del grupo de “los mayores” que ya iban armados con Sherpas 350 Manuel Soler o Cotas 348 Malcom Rathmell que superaban con mucho a mi pobre OSSA, algo que yo suplía a base de entusiasmo.
Grandes momentos aquellos.
Con esa moto pasaron tres años magníficos, en el transcurso de los cuales la pobre fue recibiendo herida tras herida hasta que empecé a compaginar la carrera con el trabajo (lo que me tenía ocupado desde las seis de la mañana hasta las once de la noche) y posiblemente por la novedad, prefería usar el coche cuando mi padre me lo dejaba, lo que hizo que la OSSA quedase relegada en el garaje y fuese cogiendo mugre poco a poco.
La ventaja fue que, como no molestaba, no la vendí y así fueron pasando los años. Y allí estaba junto a mi montesita de 50, quiero pensar que pasándose confidencias y reviviendo viejas historias. Durante esos años empecé a trabajar, me casé y tuve a mi hija mientras continuaba mejorando quizás profesionalmente y seguro como persona, y también teniendo otras motos mucho más modernas y rápidas, pero que entraron y salieron de mi vida una tras otra hasta que mi madre decidió vender la casa y tuve que vaciar el garaje una mañana de primavera.
Y allí estaban ellas: esperando un día mejor.
De verdad que es difícil expresar la sensación de cuando me senté en la OSSA: era como si de repente el tiempo no hubiese pasado, era como si la hubiese parado la tarde anterior… solo que ya no había triales clandestinos, la discoteca estaba cerrada y de mi novia de aquélla época solo quedaba mi hija y un divorcio ya polvoriento. Pero la sensación persistía y eso me dio alas: ¿por qué no restaurarla? Ya tenía otras motos restauradas, pero ninguna de ellas había sido mía, y eso la hacía enormemente especial. De modo que, como no cabía en el “Microtaller”, opté por desmontarla y comenzar el proceso. Y entonces, posiblemente por las circunstancias y seguramente por mi forma de actuar, la cosa quedó de nuevo parada unos años más en los que multitud de acontecimientos me zarandearon de aquí para allá, pero ¿a quién no le pasa esto? Y hace poco me armé de valor y reabrí el proyecto: vendí tres motos para financiarlo y por fin, poco a poco, la restauración comenzó a ver la luz de mano de mi buen amigo de Motos Luis, porque yo no tengo tiempo de meterme en un berenjenal de esa magnitud y él es un experto en la marca.
Dentro de un mes estará terminada y las ganas de volver a arrancarla me están volviendo loco. Y cuando vaya a San Adrián a recogerla me veo sacándola del taller y sentándome en ella tras haberla arrancado. Volveré a oírla y sentirla, y volverán a mí el tacto de sus frenos, el del puño del gas, la dureza de su embrague y esa visión de todo lo que puede venir en cuanto metas primera y pongas rumbo a algo divertido. Y sé que se me escapará una lágrima que no intentaré ocultar, convencido como estoy que quien no siente no merece la pena, y de que yo nunca estaré en ese grupo.
Brindo por ti, querida amiga, y por los años que nos quedan de volver a disfrutar.
P.S. La foto del estado actual no es muy buena, pero de momento es la única que tengo.
