UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXI)
Los turcos eran el problema. Y de los gordos. Una de las grandes paradojas de los siglos XVI y XVII en la fascinante historia de Europa fue que mientras a los pobres moros españoles del reino de Granada, que se dedicaban a trabajar y no se metían con nadie, los Reyes Católicos les habían hecho del todo la puñeta en 1492, expulsándolos a África, los turcos, que eran agresivos y peligrosos que te rilas, se paseaban por Europa oriental como Pedro por su casa y nadie se ponía de acuerdo para romperles el espinazo. Los pactos secretos de Francisco I de Francia con Solimán el Magnífico (animando el gabacho a los piratas otomanos a asolar las costas españolas para reventar a su odiado Carlos V de España y Alemania) son una muestra de por dónde iban los tiros. Las cruzadas contra el Islam ya eran pretérito pluscuamperfecto: en la Europa cristiana, alterada por las tensiones religiosas y nacionales, cada uno iba a su negocio y los grandes acuerdos parecían imposibles. Los cada vez más definidos estados modernos se hallaban ocupados en consolidarse y trazar límites con sus vecinos, y sus monarcas ejercían ya un poder interior casi absoluto, que ni hartos de Jumilla habrían soñado sus abuelos. Entraba además en juego un elemento casi nuevo: el capitalismo en su sentido actual. Los monarcas, desde el primero al último, comprendían que lo de acudir al parlamento para que les aprobaran impuestos y recursos encabronaba a la peña, y a menudo les decían que te subsidie Rita la Cantaora, chaval. Anda y vete por ahí. Sin embargo, los banqueros soltaban la viruta muy a gusto (a cambio de privilegios, claro), sin que hubiera que rendir cuentas a nadie. Así, amparado por las monarquías, el capital europeo se puso tan gordo y lustroso como choto de dos madres. La palabra santa era dinero, y quien disponía de él dormía tranquilo. Todo eso, lógicamente, trajo consigo una nueva e inevitable libertad intelectual, con el desarrollo potente de las artes, las ciencias y las letras que habían fraguado en el Renacimiento. En ese registro de modernidad fueron ejemplares los Países Bajos, prósperos por su industria de paños y comercio internacional, unidos entonces en un solo espacio político (bajo la monarquía española, lo que traería problemas en un futuro inmediato), precedente de lo que hoy conocemos como Bélgica y Holanda. Las ciudades de Brujas y Amberes eran puertos internacionales de mucho tronío, con una potente burguesía local que estaba superpodrida de pasta, y sus barcos mercantes empezaban a moverse por el ancho mundo al socaire de los grandes descubrimientos de españoles y portugueses. En cuanto al imperio austríaco, en ese momento vinculado al español con Carlos V y luego (cuando Carlos abdicó en su hijo Felipe) por estrechos lazos de familia, era entonces la gran potencia indiscutible de Europa central. Habría sido ése, ojo al dato, un momento óptimo para dar en los morros a la amenaza turca y al Islam que seguía dando por saco desde Levante; pero los trajines domésticos y la falta de unidad europea hacían imposible tan deseable firmeza. Y fue una lástima, de la que todavía hoy sufre Europa las consecuencias. En los siglos XV y XVI la invasión turca fue la mayor desgracia que desde el fin del imperio romano afligió a Europa (eso fue Henri Pirenne quien lo dijo); y los pueblos que cayeron bajo su dominio, búlgaros, serbios, rumanos, albaneses y griegos, se vieron sumidos en un despotismo, crueldad y barbarie propia y ajena (la despiadada manera turca de hacer entonces las cosas) que no cesaron hasta el siglo XIX, con serios coletazos en el XX que incluyeron, hasta ayer mismo, las guerras de los Balcanes. Tiene mala sombra constatar que mientras los pueblos germanos que en otro tiempo habían invadido el imperio romano (todos más brutos que un sushi de panceta) acabaron adquiriendo virtudes y costumbres de los pueblos conquistados, cristianismo incluido, los turcos hicieron justo lo contrario. Los súbditos forzosos de su enorme imperio no les interesaron nunca un carajo excepto como chusma a explotar en todos los terrenos: laboral, militar, sexual y cuantos etcéteras quieran añadir ustedes. Durante cinco siglos, vivir bajo el yugo turco (casi nadie de allí se convirtió al Islam, salvo parte de los albaneses) fue una verdadera pesadilla, y cualquier insurgencia se resolvía con matanzas que ponen los pelos de punta. Para darle de hostias a la Sublime Puerta y expulsarla de Europa habría hecho falta una coalición de potencias occidentales como las que luego se formarían contra la Francia de Napoleón, contra la Alemania del Káiser y contra la de Hitler. Pero no hubo ganas, ni huevos.
[Continuará].
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Los turcos eran el problema. Y de los gordos. Una de las grandes paradojas de los siglos XVI y XVII en la fascinante historia de Europa fue que mientras a los pobres moros españoles del reino de Granada, que se dedicaban a trabajar y no se metían con nadie, los Reyes Católicos les habían hecho del todo la puñeta en 1492, expulsándolos a África, los turcos, que eran agresivos y peligrosos que te rilas, se paseaban por Europa oriental como Pedro por su casa y nadie se ponía de acuerdo para romperles el espinazo. Los pactos secretos de Francisco I de Francia con Solimán el Magnífico (animando el gabacho a los piratas otomanos a asolar las costas españolas para reventar a su odiado Carlos V de España y Alemania) son una muestra de por dónde iban los tiros. Las cruzadas contra el Islam ya eran pretérito pluscuamperfecto: en la Europa cristiana, alterada por las tensiones religiosas y nacionales, cada uno iba a su negocio y los grandes acuerdos parecían imposibles. Los cada vez más definidos estados modernos se hallaban ocupados en consolidarse y trazar límites con sus vecinos, y sus monarcas ejercían ya un poder interior casi absoluto, que ni hartos de Jumilla habrían soñado sus abuelos. Entraba además en juego un elemento casi nuevo: el capitalismo en su sentido actual. Los monarcas, desde el primero al último, comprendían que lo de acudir al parlamento para que les aprobaran impuestos y recursos encabronaba a la peña, y a menudo les decían que te subsidie Rita la Cantaora, chaval. Anda y vete por ahí. Sin embargo, los banqueros soltaban la viruta muy a gusto (a cambio de privilegios, claro), sin que hubiera que rendir cuentas a nadie. Así, amparado por las monarquías, el capital europeo se puso tan gordo y lustroso como choto de dos madres. La palabra santa era dinero, y quien disponía de él dormía tranquilo. Todo eso, lógicamente, trajo consigo una nueva e inevitable libertad intelectual, con el desarrollo potente de las artes, las ciencias y las letras que habían fraguado en el Renacimiento. En ese registro de modernidad fueron ejemplares los Países Bajos, prósperos por su industria de paños y comercio internacional, unidos entonces en un solo espacio político (bajo la monarquía española, lo que traería problemas en un futuro inmediato), precedente de lo que hoy conocemos como Bélgica y Holanda. Las ciudades de Brujas y Amberes eran puertos internacionales de mucho tronío, con una potente burguesía local que estaba superpodrida de pasta, y sus barcos mercantes empezaban a moverse por el ancho mundo al socaire de los grandes descubrimientos de españoles y portugueses. En cuanto al imperio austríaco, en ese momento vinculado al español con Carlos V y luego (cuando Carlos abdicó en su hijo Felipe) por estrechos lazos de familia, era entonces la gran potencia indiscutible de Europa central. Habría sido ése, ojo al dato, un momento óptimo para dar en los morros a la amenaza turca y al Islam que seguía dando por saco desde Levante; pero los trajines domésticos y la falta de unidad europea hacían imposible tan deseable firmeza. Y fue una lástima, de la que todavía hoy sufre Europa las consecuencias. En los siglos XV y XVI la invasión turca fue la mayor desgracia que desde el fin del imperio romano afligió a Europa (eso fue Henri Pirenne quien lo dijo); y los pueblos que cayeron bajo su dominio, búlgaros, serbios, rumanos, albaneses y griegos, se vieron sumidos en un despotismo, crueldad y barbarie propia y ajena (la despiadada manera turca de hacer entonces las cosas) que no cesaron hasta el siglo XIX, con serios coletazos en el XX que incluyeron, hasta ayer mismo, las guerras de los Balcanes. Tiene mala sombra constatar que mientras los pueblos germanos que en otro tiempo habían invadido el imperio romano (todos más brutos que un sushi de panceta) acabaron adquiriendo virtudes y costumbres de los pueblos conquistados, cristianismo incluido, los turcos hicieron justo lo contrario. Los súbditos forzosos de su enorme imperio no les interesaron nunca un carajo excepto como chusma a explotar en todos los terrenos: laboral, militar, sexual y cuantos etcéteras quieran añadir ustedes. Durante cinco siglos, vivir bajo el yugo turco (casi nadie de allí se convirtió al Islam, salvo parte de los albaneses) fue una verdadera pesadilla, y cualquier insurgencia se resolvía con matanzas que ponen los pelos de punta. Para darle de hostias a la Sublime Puerta y expulsarla de Europa habría hecho falta una coalición de potencias occidentales como las que luego se formarían contra la Francia de Napoleón, contra la Alemania del Káiser y contra la de Hitler. Pero no hubo ganas, ni huevos.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXII)
Cuando Carlos V se quitó de en medio jubilándose, a su hijo Felipe, segundo de España, le cayó encima una herencia descomunal y envenenada: además de la península ibérica (completa, pues por su madre heredó el trono de Portugal, que fue español durante sesenta años) y de Nápoles, Milán, Borgoña, los Países Bajos y los territorios de América y el Pacífico; con lo que eso del imperio donde no se ponía el sol no tuvo nada de metáfora. Pero es que, para mejor capar el cochino, sus tíos, primos y parientes gobernaban el vasto imperio de Austria; así que entre las dos ramas de la familia Ausburgo tenían a Europa bien agarrada por el pescuezo. Imaginen la mala leche con que Francia e Inglaterra, todavía frágiles, amenazadas y tragando bilis, contemplaban el asunto. No es de extrañar que una y otra aprovecharan la inestabilidad de la Reforma y la Contrarreforma para conchabarse con los protestantes y con quien hiciera falta, currándose la vida; y lo cierto es que acabaron haciéndolo bastante bien. El mayor problema al que tuvo que enfrentarse Felipe II fue el de los Países Bajos, o sea, Flandes (el de los tercios y el capitán Alatriste): conflicto en el que ideología, religión y nacionalismo iban juntos y revueltos. Los flamencos no querían vivir sometidos a una potencia extranjera, y eran muy dueños de no querer. Además, la mitad eran protestantes; así que empezaron los disturbios y el dar por saco. Fiel seguidor de la política de su padre, religioso, prudente, culto, trabajador, convencido de que su misión era conservar la unidad del imperio y ser guardián de la fe católica, Felipe II fue maltratado por sus detractores (sobre todo por sus enemigos de entonces, que tenían papel e imprentas), presentado como un gobernante cruel, fanático, cerrado al influjo exterior. Pero eso es una mentira guarra. Felipe sólo fue un hombre de su tiempo con una enorme responsabilidad encima, que lo hizo lo mejor que pudo en una Europa endiabladamente difícil. Su mayor error histórico, en mi opinión, fue que en vez de olvidarse del maldito y levantisco Flandes, trasladar la capital del imperio a Lisboa, construir muchos barcos y dedicarse a ser potencia atlántica y americana (el Portugal heredado de su madre incluía la India y el África portuguesas, las Molucas y Brasil), se enredó en la sucia sangría de los Países Bajos, que tanto iba a durar y de la que el imperio español acabaría saliendo hecho polvo, o a punto de caramelo para estarlo. La cosa no tuvo marcha atrás cuando el ejército del duque de Alba emprendió allí una represión implacable, los tercios saquearon Amberes por la cara, los flamencos pidieron ayuda a Inglaterra, se armó la de Dios es Cristo, y al final (solución parcial, porque las guerras flamencas seguirían en el siguiente siglo) las provincias del sur, católicas de toda la vida (actual Bélgica), siguieron unidas a España mientras las siete provincias del norte, protestantes de nuevo cuño, se convirtieron en el estado independiente que hoy conocemos como Holanda. La factura gorda, todo hay que decirlo, la pagó Castilla, de donde salieron la mayor parte de los soldados y el dinero (Aragón, Cataluña y Valencia tenían sus fueros, así que no soltaban un puto maravedí) hasta el extremo de que hubo quien protestó porque España en general y Castilla en particular se comieran todos los marrones en la defensa del catolicismo mundial, vía impuestos y carne de cañón (A la guerra me lleva mi necesidad, cantaba el mancebo de El Quijote), mientras otras naciones católicas, incluidos los papas de Roma, que temían a España y la odiaban con toda su alma, pasaban del asunto o procuraban que Felipe no triunfara demasiado. Si los rebeldes contrarios a la fe santa quieren ir al infierno, que vayan, que ése es problema suyo y no nuestro, llegó a decirse en las cortes hispanas en 1593. El caso es que, una vez liberada del dominio español, la Holanda salida de aquel pifostio se disparó en lo económico y cultural hasta convertirse en primera potencia comercial de Europa. La Compañía de las Indias Orientales, creada a principios del XVII por comerciantes interesados en las riquezas de Asia, consiguió un imperio ultramarino propio que incluiría Ceilán, Java y Ciudad del Cabo. Pero no todo fue comercio, porque con su defensa de la libertad intelectual (a diferencia de los españoles y de otros, ellos podían estudiar en universidades extranjeras), Holanda contribuyó a la cultura y el pensamiento político de su tiempo. Hugo Grocio, por ejemplo, con su tratado De iure belli ac pacis (tan importante como el De legibus del español Francisco Suárez), fue uno de los padres del Derecho internacional moderno. En la Europa que alboreaba, la vieja idea de una comunidad cristiano-política se había ido al carajo, y los estados nacionales eran ya una realidad indiscutible.
[Continuará].
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Cuando Carlos V se quitó de en medio jubilándose, a su hijo Felipe, segundo de España, le cayó encima una herencia descomunal y envenenada: además de la península ibérica (completa, pues por su madre heredó el trono de Portugal, que fue español durante sesenta años) y de Nápoles, Milán, Borgoña, los Países Bajos y los territorios de América y el Pacífico; con lo que eso del imperio donde no se ponía el sol no tuvo nada de metáfora. Pero es que, para mejor capar el cochino, sus tíos, primos y parientes gobernaban el vasto imperio de Austria; así que entre las dos ramas de la familia Ausburgo tenían a Europa bien agarrada por el pescuezo. Imaginen la mala leche con que Francia e Inglaterra, todavía frágiles, amenazadas y tragando bilis, contemplaban el asunto. No es de extrañar que una y otra aprovecharan la inestabilidad de la Reforma y la Contrarreforma para conchabarse con los protestantes y con quien hiciera falta, currándose la vida; y lo cierto es que acabaron haciéndolo bastante bien. El mayor problema al que tuvo que enfrentarse Felipe II fue el de los Países Bajos, o sea, Flandes (el de los tercios y el capitán Alatriste): conflicto en el que ideología, religión y nacionalismo iban juntos y revueltos. Los flamencos no querían vivir sometidos a una potencia extranjera, y eran muy dueños de no querer. Además, la mitad eran protestantes; así que empezaron los disturbios y el dar por saco. Fiel seguidor de la política de su padre, religioso, prudente, culto, trabajador, convencido de que su misión era conservar la unidad del imperio y ser guardián de la fe católica, Felipe II fue maltratado por sus detractores (sobre todo por sus enemigos de entonces, que tenían papel e imprentas), presentado como un gobernante cruel, fanático, cerrado al influjo exterior. Pero eso es una mentira guarra. Felipe sólo fue un hombre de su tiempo con una enorme responsabilidad encima, que lo hizo lo mejor que pudo en una Europa endiabladamente difícil. Su mayor error histórico, en mi opinión, fue que en vez de olvidarse del maldito y levantisco Flandes, trasladar la capital del imperio a Lisboa, construir muchos barcos y dedicarse a ser potencia atlántica y americana (el Portugal heredado de su madre incluía la India y el África portuguesas, las Molucas y Brasil), se enredó en la sucia sangría de los Países Bajos, que tanto iba a durar y de la que el imperio español acabaría saliendo hecho polvo, o a punto de caramelo para estarlo. La cosa no tuvo marcha atrás cuando el ejército del duque de Alba emprendió allí una represión implacable, los tercios saquearon Amberes por la cara, los flamencos pidieron ayuda a Inglaterra, se armó la de Dios es Cristo, y al final (solución parcial, porque las guerras flamencas seguirían en el siguiente siglo) las provincias del sur, católicas de toda la vida (actual Bélgica), siguieron unidas a España mientras las siete provincias del norte, protestantes de nuevo cuño, se convirtieron en el estado independiente que hoy conocemos como Holanda. La factura gorda, todo hay que decirlo, la pagó Castilla, de donde salieron la mayor parte de los soldados y el dinero (Aragón, Cataluña y Valencia tenían sus fueros, así que no soltaban un puto maravedí) hasta el extremo de que hubo quien protestó porque España en general y Castilla en particular se comieran todos los marrones en la defensa del catolicismo mundial, vía impuestos y carne de cañón (A la guerra me lleva mi necesidad, cantaba el mancebo de El Quijote), mientras otras naciones católicas, incluidos los papas de Roma, que temían a España y la odiaban con toda su alma, pasaban del asunto o procuraban que Felipe no triunfara demasiado. Si los rebeldes contrarios a la fe santa quieren ir al infierno, que vayan, que ése es problema suyo y no nuestro, llegó a decirse en las cortes hispanas en 1593. El caso es que, una vez liberada del dominio español, la Holanda salida de aquel pifostio se disparó en lo económico y cultural hasta convertirse en primera potencia comercial de Europa. La Compañía de las Indias Orientales, creada a principios del XVII por comerciantes interesados en las riquezas de Asia, consiguió un imperio ultramarino propio que incluiría Ceilán, Java y Ciudad del Cabo. Pero no todo fue comercio, porque con su defensa de la libertad intelectual (a diferencia de los españoles y de otros, ellos podían estudiar en universidades extranjeras), Holanda contribuyó a la cultura y el pensamiento político de su tiempo. Hugo Grocio, por ejemplo, con su tratado De iure belli ac pacis (tan importante como el De legibus del español Francisco Suárez), fue uno de los padres del Derecho internacional moderno. En la Europa que alboreaba, la vieja idea de una comunidad cristiano-política se había ido al carajo, y los estados nacionales eran ya una realidad indiscutible.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXIII)
La última cruzada de la cristiandad contra el Islam (por llamarla de alguna forma, ya que cada uno iba a lo suyo) fue la campaña de Lepanto. Calculen ustedes lo que desde entonces ha llovido. Por aquella época los turcos se habían apoderado de Túnez y de Chipre e iban de chulos de playa por el Mediterráneo, que ellos y sus compadres los corsarios berberiscos dominaban casi por completo. Así que, mosqueados por el panorama, España, la Roma del papa de turno y Venecia se pusieron de acuerdo para pararles los pies, o los remos. Entre las tres potencias católicas juntaron 300 barcos, sobre todo galeras, llenos de marineros y soldados (entre ellos, un joven español llamado Miguel de Cervantes), y el 7 de octubre de 1571, en el golfo de Lepanto, dieron a los turcos las suyas y las del pulpo, mandando al paraíso de Mahoma, a disfrutar de las huríes prometidas por el profeta, a unos 30.000 fulanos con turbante. Aquella fue la final de copa más espléndida de la historia naval europea, y desde ese momento los turcos anduvieron más suaves y dieron menos por saco en un mar que ya era, de nuevo, más nostrum que suyum. Sin embargo, aparte de frenar a los otomanos, aquel exitazo no tuvo especiales consecuencias positivas para Occidente, porque no se supo o no se quiso aprovechar. Lepanto fue un derroche medio inútil, ya que al papa y a los venecianos, que mordían con la boquita cerrada, les preocupaba que España y su entonces poderoso imperio triunfaran en exceso; así que se desmarcaron rápido de la coalición. A la media hora de la batalla, Venecia (cuyo comercio marítimo estaba muy afectado por la guerra, y eso era tocarle lo más sagrado) firmaba con los turcos un tratado de paz tan desfavorable que unos y otros podían haberse ahorrado la batalla, los muertos y el pifostio (y Cervantes el brazo que le estropearon allí). Al final salió lo comido por lo servido y la cosa quedó en tablas: la Sublime Puerta, preocupada por sus conflictos con Persia, aflojó la presión sobre Europa; mientras que la España de Felipe II, con la sangre y el dinero puestos en Flandes, dedicó la mayor parte de sus esfuerzos, como escribió John Elliott, a un enemigo que estaba empezando a mostrarse todavía más peligroso que el Islam: la pugna entre el católico sur y el norte protestante. Además, Lepanto tuvo una consecuencia negativa para los viejos países mediterráneos, aunque positiva para los nuevos cabroncetes del norte; porque, al atenuarse un poco la amenaza islámica, crecientes potencias navales como Holanda e Inglaterra (y también los navegantes hanseáticos de más arriba) se animaron a pasar a este lado del estrecho de Gibraltar, por la cara, practicando una hábil especialidad suya, a medio camino entre el comercio y la piratería. Eso cambiaría el paisaje económico de la Europa del sur. La itálica Toscana, con su floreciente puerto de Livorno, fue hacia arriba y Venecia (a esas alturas más esclerótica que Joe Biden), acosada por corsarios ingleses, neerlandeses, españoles, florentinos, malteses y adriáticos, fue cuesta abajo en su rodada, perdiendo la influencia de antaño. Hubo mucho trajín de mercancías, comercio y dinero que benefició a los viejos países mediterráneos; pero la pauta de Europa ya no la marcaban ellos, cada vez más subordinados a los competidores guiris y con el imperio español malgastando energías y recursos en romperse los cuernos en la Europa de arriba. A finales del siglo XVI y principios del XVII, el antiguo mar de los griegos y los romanos, el del vino tinto, el mármol, los dioses y el aceite de oliva, se transformó en lago anglo-holandés. Eso tuvo una importancia enorme: fluyeron de un lado a otro el dinero, la cultura y las ideas. Como siempre ocurre entre conquistadores y conquistados, los rubios se sintieron cada vez más fascinados por el sol, la pizza y la paella, decidieron que de allí no los despegaban ni con agua caliente, y ahí siguen: Gibraltar, Benidorm, tirarse a la piscina desde los balcones de Ibiza, etcétera. La colonización guiri del Mediterráneo trajo al sur muchas novedades, aunque no la más deseable. Situando la actividad mercantil y la prosperidad comercial por encima de la ortodoxia religiosa, bendecida por un Dios práctico y moderno para su tiempo, cuajaba en algunos lugares de la Europa norteña una nueva clase dirigente cuya principal virtud (al menos, guardando las apariencias) era la seriedad política, económica y social: gente destacada por su respeto a las leyes, amor al trabajo, ejemplaridad moral, integridad y prestigio. Ciudadanos libres, en fin, elegidos entre sus iguales. Para lo bueno y lo malo (calculen ustedes mismos lo bueno y lo malo), dos Europas estaban en camino. Y una tenía más futuro que la otra.
[Continuará].
https://www.zendalibros.com/perez-rever ... opa-lxiii/
La última cruzada de la cristiandad contra el Islam (por llamarla de alguna forma, ya que cada uno iba a lo suyo) fue la campaña de Lepanto. Calculen ustedes lo que desde entonces ha llovido. Por aquella época los turcos se habían apoderado de Túnez y de Chipre e iban de chulos de playa por el Mediterráneo, que ellos y sus compadres los corsarios berberiscos dominaban casi por completo. Así que, mosqueados por el panorama, España, la Roma del papa de turno y Venecia se pusieron de acuerdo para pararles los pies, o los remos. Entre las tres potencias católicas juntaron 300 barcos, sobre todo galeras, llenos de marineros y soldados (entre ellos, un joven español llamado Miguel de Cervantes), y el 7 de octubre de 1571, en el golfo de Lepanto, dieron a los turcos las suyas y las del pulpo, mandando al paraíso de Mahoma, a disfrutar de las huríes prometidas por el profeta, a unos 30.000 fulanos con turbante. Aquella fue la final de copa más espléndida de la historia naval europea, y desde ese momento los turcos anduvieron más suaves y dieron menos por saco en un mar que ya era, de nuevo, más nostrum que suyum. Sin embargo, aparte de frenar a los otomanos, aquel exitazo no tuvo especiales consecuencias positivas para Occidente, porque no se supo o no se quiso aprovechar. Lepanto fue un derroche medio inútil, ya que al papa y a los venecianos, que mordían con la boquita cerrada, les preocupaba que España y su entonces poderoso imperio triunfaran en exceso; así que se desmarcaron rápido de la coalición. A la media hora de la batalla, Venecia (cuyo comercio marítimo estaba muy afectado por la guerra, y eso era tocarle lo más sagrado) firmaba con los turcos un tratado de paz tan desfavorable que unos y otros podían haberse ahorrado la batalla, los muertos y el pifostio (y Cervantes el brazo que le estropearon allí). Al final salió lo comido por lo servido y la cosa quedó en tablas: la Sublime Puerta, preocupada por sus conflictos con Persia, aflojó la presión sobre Europa; mientras que la España de Felipe II, con la sangre y el dinero puestos en Flandes, dedicó la mayor parte de sus esfuerzos, como escribió John Elliott, a un enemigo que estaba empezando a mostrarse todavía más peligroso que el Islam: la pugna entre el católico sur y el norte protestante. Además, Lepanto tuvo una consecuencia negativa para los viejos países mediterráneos, aunque positiva para los nuevos cabroncetes del norte; porque, al atenuarse un poco la amenaza islámica, crecientes potencias navales como Holanda e Inglaterra (y también los navegantes hanseáticos de más arriba) se animaron a pasar a este lado del estrecho de Gibraltar, por la cara, practicando una hábil especialidad suya, a medio camino entre el comercio y la piratería. Eso cambiaría el paisaje económico de la Europa del sur. La itálica Toscana, con su floreciente puerto de Livorno, fue hacia arriba y Venecia (a esas alturas más esclerótica que Joe Biden), acosada por corsarios ingleses, neerlandeses, españoles, florentinos, malteses y adriáticos, fue cuesta abajo en su rodada, perdiendo la influencia de antaño. Hubo mucho trajín de mercancías, comercio y dinero que benefició a los viejos países mediterráneos; pero la pauta de Europa ya no la marcaban ellos, cada vez más subordinados a los competidores guiris y con el imperio español malgastando energías y recursos en romperse los cuernos en la Europa de arriba. A finales del siglo XVI y principios del XVII, el antiguo mar de los griegos y los romanos, el del vino tinto, el mármol, los dioses y el aceite de oliva, se transformó en lago anglo-holandés. Eso tuvo una importancia enorme: fluyeron de un lado a otro el dinero, la cultura y las ideas. Como siempre ocurre entre conquistadores y conquistados, los rubios se sintieron cada vez más fascinados por el sol, la pizza y la paella, decidieron que de allí no los despegaban ni con agua caliente, y ahí siguen: Gibraltar, Benidorm, tirarse a la piscina desde los balcones de Ibiza, etcétera. La colonización guiri del Mediterráneo trajo al sur muchas novedades, aunque no la más deseable. Situando la actividad mercantil y la prosperidad comercial por encima de la ortodoxia religiosa, bendecida por un Dios práctico y moderno para su tiempo, cuajaba en algunos lugares de la Europa norteña una nueva clase dirigente cuya principal virtud (al menos, guardando las apariencias) era la seriedad política, económica y social: gente destacada por su respeto a las leyes, amor al trabajo, ejemplaridad moral, integridad y prestigio. Ciudadanos libres, en fin, elegidos entre sus iguales. Para lo bueno y lo malo (calculen ustedes mismos lo bueno y lo malo), dos Europas estaban en camino. Y una tenía más futuro que la otra.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXIV)
Las chicas de antes, para su desdicha y la de Europa en general, no eran como las de ahora. Con raras excepciones (Hipatia de Alejandría, Safo de Lesbos, Juana de Arco y pocas más), desde las humildes campesinas hasta las damas de alta cuna, lo que se imponía era la sumisión al padre, hermano o esposo, labores del hogar, observancia religiosa y mantenerse lejos de las ciencias, las artes y las letras que, según sus piadosos confesores, hija mía, os trastornan la cabeza. Ni siquiera se les suponía capacidad intelectual comparable a la de los varones. Qué va a saber de eso una tía, era la idea. Como mucho, a las pijas burguesas, nobles y tal, o sea, a las afortunadas, se les concedían diversiones menores: música, lecturas adecuadas para su sexo y poco más. Así fue durante mucho tiempo, hasta que desde el siglo XV el Renacimiento empezó a cambiar algo las cosas. A partir de entonces los azares de la Historia situaron a mujeres en lugares destacados, y su presencia y personalidad acabaron influyendo mucho. Tal fue el caso de Isabel de Castilla, que cambió no sólo el futuro de España sino también el universal; y además de ella (la más brillante y con más huevos de su tiempo) hubo otras señoras notables en lo de cambiar la seda por el percal: la italiana Catalina de Médicis, que fue reina de Francia (magistralmente interpretada por Virna Lisi en la peli La reina Margot); María Estuardo, infeliz reina de Escocia (la noveló Walter Scott y la encarnó en el cine Katharine Hepburn); María Tudor (que dio nombre al Bloody Mary) y su hermanastra Isabel, aquella pelirroja solterona (le dieron rostro y voz actrices como Bette Davis, Glenda Jackson y Cate Blanchett) que acabó siendo reina de Inglaterra y pesadilla perpetua del monarca español Felipe II. Pero no sólo hubo reinas, claro. Si las mencionamos a todas, nos dan aquí las uvas. La veneciana Cristina de Pizán, por ejemplo (primera escritora profesional de la historia, cinco siglos antes de Ágatha Christie), acabó instalada en Francia, donde escribió una novela titulada La Ciudad de las Damas, soberbia respuesta intelectual a la famosa afirmación hecha en el Roman de la Rose por Jean de Meung: Todas son, fueron o serán putas por acción o intención. En España, entonces en la cumbre del mundo, salieron varias de rompe y rasga; pero es ineludible mencionar a tres: una fue Beatriz Galindo, alias La Latina, humanista y filántropa; y las otras dos, religiosas: Isabel de Villena (en su Vita Christi es el propio Jesucristo quien defiende a las mujeres) y Teresa de Cartagena (La arboleda de los enfermos fue un libro tan bueno que los hombres de su época no creían que lo hubiese escrito una mujer). Esas mujeres, como otras en España y fuera de ella, desbrozaron el camino para las que vendrían después, como santa Teresa de Jesús o María de Zayas, la mexicana sor Juana Inés de la Cruz o, ya en el siglo XVIII, la francesa Madame de La Fayette con su deliciosa novela La princesa de Clèves. Etcétera, etcétera. De todas formas, ya que hablamos de libros y antes hemos hablado de reinas, sería delito de lesa historia no mencionar a la también española Catalina de Aragón, primera y luego repudiada esposa del rey inglés Enrique VIII. Hija de Isabel y Fernando, los reyes católicos, creció a la sombra de su espléndida madre y se tomó muy en serio el trono de Inglaterra, derrotando a los escoceses en la famosa batalla del año 1513 cuando su legítimo (que luego la repudió, el hijoputa), se hallaba en el extranjero. Catalina cuidó mucho la educación de Mary o María, su hija anglohispana, y para ello encargó a Luis Vives, humanista español de campanillas (entre lo máximo de su época, todo un figura) un libro titulado La educación de una mujer cristiana. Aquella respetable reina Catalina, que era una señora y no una lagarta intrigante como su sucesora en el lecho regio, Ana Bolena (aquélla a la que después afeitó en seco el verdugo de Londres), no sólo se ocupó de la formación intelectual de su hija María, sino que fue entusiasta patrocinadora, siguiendo la tradición real inglesa, del Colegio de la Reina de Cambridge y del Colegio Saint John. Con todo y con ello, tanto en Inglaterra como en Francia, España, Italia y el resto de Europa, en el siglo XVI las mujeres seguían apartadas del núcleo duro de las ciencias, las artes y las letras, y se les prohibía el acceso a las universidades. Eso no iba a ser obstáculo, sin embargo, para que una reina sin título universitario ni nada que se pareciera (incluida una absoluta falta de escrúpulos heredada de su papi Enrique), mucho menos culta pero más lista que otros y que otras, se convirtiera en la más importante y poderosa de su tiempo, transformando a Inglaterra en gran potencia. Me refiero, claro, a Isabel I de Inglaterra. Y de ella hablaremos en el próximo capítulo.
[Continuará].
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Las chicas de antes, para su desdicha y la de Europa en general, no eran como las de ahora. Con raras excepciones (Hipatia de Alejandría, Safo de Lesbos, Juana de Arco y pocas más), desde las humildes campesinas hasta las damas de alta cuna, lo que se imponía era la sumisión al padre, hermano o esposo, labores del hogar, observancia religiosa y mantenerse lejos de las ciencias, las artes y las letras que, según sus piadosos confesores, hija mía, os trastornan la cabeza. Ni siquiera se les suponía capacidad intelectual comparable a la de los varones. Qué va a saber de eso una tía, era la idea. Como mucho, a las pijas burguesas, nobles y tal, o sea, a las afortunadas, se les concedían diversiones menores: música, lecturas adecuadas para su sexo y poco más. Así fue durante mucho tiempo, hasta que desde el siglo XV el Renacimiento empezó a cambiar algo las cosas. A partir de entonces los azares de la Historia situaron a mujeres en lugares destacados, y su presencia y personalidad acabaron influyendo mucho. Tal fue el caso de Isabel de Castilla, que cambió no sólo el futuro de España sino también el universal; y además de ella (la más brillante y con más huevos de su tiempo) hubo otras señoras notables en lo de cambiar la seda por el percal: la italiana Catalina de Médicis, que fue reina de Francia (magistralmente interpretada por Virna Lisi en la peli La reina Margot); María Estuardo, infeliz reina de Escocia (la noveló Walter Scott y la encarnó en el cine Katharine Hepburn); María Tudor (que dio nombre al Bloody Mary) y su hermanastra Isabel, aquella pelirroja solterona (le dieron rostro y voz actrices como Bette Davis, Glenda Jackson y Cate Blanchett) que acabó siendo reina de Inglaterra y pesadilla perpetua del monarca español Felipe II. Pero no sólo hubo reinas, claro. Si las mencionamos a todas, nos dan aquí las uvas. La veneciana Cristina de Pizán, por ejemplo (primera escritora profesional de la historia, cinco siglos antes de Ágatha Christie), acabó instalada en Francia, donde escribió una novela titulada La Ciudad de las Damas, soberbia respuesta intelectual a la famosa afirmación hecha en el Roman de la Rose por Jean de Meung: Todas son, fueron o serán putas por acción o intención. En España, entonces en la cumbre del mundo, salieron varias de rompe y rasga; pero es ineludible mencionar a tres: una fue Beatriz Galindo, alias La Latina, humanista y filántropa; y las otras dos, religiosas: Isabel de Villena (en su Vita Christi es el propio Jesucristo quien defiende a las mujeres) y Teresa de Cartagena (La arboleda de los enfermos fue un libro tan bueno que los hombres de su época no creían que lo hubiese escrito una mujer). Esas mujeres, como otras en España y fuera de ella, desbrozaron el camino para las que vendrían después, como santa Teresa de Jesús o María de Zayas, la mexicana sor Juana Inés de la Cruz o, ya en el siglo XVIII, la francesa Madame de La Fayette con su deliciosa novela La princesa de Clèves. Etcétera, etcétera. De todas formas, ya que hablamos de libros y antes hemos hablado de reinas, sería delito de lesa historia no mencionar a la también española Catalina de Aragón, primera y luego repudiada esposa del rey inglés Enrique VIII. Hija de Isabel y Fernando, los reyes católicos, creció a la sombra de su espléndida madre y se tomó muy en serio el trono de Inglaterra, derrotando a los escoceses en la famosa batalla del año 1513 cuando su legítimo (que luego la repudió, el hijoputa), se hallaba en el extranjero. Catalina cuidó mucho la educación de Mary o María, su hija anglohispana, y para ello encargó a Luis Vives, humanista español de campanillas (entre lo máximo de su época, todo un figura) un libro titulado La educación de una mujer cristiana. Aquella respetable reina Catalina, que era una señora y no una lagarta intrigante como su sucesora en el lecho regio, Ana Bolena (aquélla a la que después afeitó en seco el verdugo de Londres), no sólo se ocupó de la formación intelectual de su hija María, sino que fue entusiasta patrocinadora, siguiendo la tradición real inglesa, del Colegio de la Reina de Cambridge y del Colegio Saint John. Con todo y con ello, tanto en Inglaterra como en Francia, España, Italia y el resto de Europa, en el siglo XVI las mujeres seguían apartadas del núcleo duro de las ciencias, las artes y las letras, y se les prohibía el acceso a las universidades. Eso no iba a ser obstáculo, sin embargo, para que una reina sin título universitario ni nada que se pareciera (incluida una absoluta falta de escrúpulos heredada de su papi Enrique), mucho menos culta pero más lista que otros y que otras, se convirtiera en la más importante y poderosa de su tiempo, transformando a Inglaterra en gran potencia. Me refiero, claro, a Isabel I de Inglaterra. Y de ella hablaremos en el próximo capítulo.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXV)
Elizabeth Tudor, o sea Isabel I, alias la Reina Virgen (no se tomen ustedes muy en serio el epíteto), fue la señora más interesante del siglo XVI, como Isabel de Castilla lo había sido del XV. Llegó aquella guiri (pelirroja era, la muchacha) a reinar un poco por casualidad, porque era hija de Enrique VIII, el decapitador de esposas, hermana del rey Eduardo VI, muerto a los 15 años, y hermanastra de María Tudor, la reina católica que se había ganado el apodo de María la Sanguinaria y el odio ciudadano por su feroz represión de la religión anglicana (Bloody Mary, de ahí viene el nombre del cóctel). Pero el caso es que reinó al fin, y nada menos que durante 45 tacos de almanaque (1558-1603) en los que, además de convertir de nuevo a Inglaterra en gran potencia, hizo minuciosamente la puñeta al español Felipe II y sus dominios imperiales, para quien se convirtió en un grano allí donde la espalda pierde su honesto nombre. Y encima, para más recochineo, reinó sobre una nación próspera, de una razonable educación dentro de lo que cabe en esa época, que vivió un siglo de oro cultural bajo la sombra benéfica del dramaturgo William Shakespeare, al que los escolares británicos siguen hoy estudiando (a diferencia de España, donde a su coetáneo Cervantes, el otro gran genio de su tiempo, se le oculta y se le olvida). En realidad, todo el prestigio de la monarquía inglesa a partir de Isabel I se acabó basando en su hostilidad, primero disimulada y luego abierta, hacia el enorme imperio español de entonces. Fría, dura, cabrona, cruel cuando convenía, hizo cuanto pudo por ayudar a los protestantes europeos en su lucha contra España, porque así minaba el enorme poder de ésta; y lo hizo con sagacidad, eficacia y una absoluta falta de escrúpulos (la misma con que hizo ejecutar a su prisionera María Estuardo, desventurada reina de Escocia), potenciando con suma inteligencia y pulso firme la navegación, el comercio y la creación de un imperio colonial propio. El obstáculo natural para todo eso era España, que con un territorio tan extenso, ocupada en el Mediterráneo con los turcos, en Europa con el berenjenal de Flandes, con América al otro lado del Atlántico y con el Pacífico en el quinto carajo, no tenía arroz para tanto pollo. Así que a finales del siglo XVI empezó la guerra de verdad, ya sin disimulo. Las dos circunnavegaciones del mundo hechas por Francis Drake constituyeron, según el historiador John Elliott, una prueba de que el imperio español no estaba a prueba de corsarios. Y realmente no lo estaba. En 1584, otro marino y pirata, Walter Raleigh, fundó en América la primera colonia inglesa. Y en los años siguientes, con el apoyo de Isabel I, que también era mujer de negocios y trincaba de los beneficios, Drake (héroe nacional para los ingleses, para los españoles un hijo de la gran puta) atacó los puertos de Vigo, Cádiz y Santiago de Cuba, inaugurando así dos largos siglos de piratería oficial británica (y holandesa, de rebote) a costa del imperio español. Al fin, harto de agacharse a coger el jabón en la ducha, Felipe II decidió que aquello sólo se arreglaba coordinando una invasión de Inglaterra con levantamientos católicos en Irlanda y Escocia, y se puso a ello: 65 navíos, 11.000 tripulantes, 19.000 soldados; la Armada mal llamada (por los ingleses, en plan de cachondeo) Invencible. Pero todo se fue al diablo para España, porque el asunto estuvo mal concebido y pésimamente ejecutado; y el mal tiempo, con temporales y tal, acabó dando la puntilla. Aquel desastre dejó a los de aquí cortos de barcos y tripulantes cualificados; aunque, como Felipe estaba podrido de pasta con el oro y la plata americanos, la recuperación fue rápida y las consecuencias materiales no llegaron a ser demasiado graves. El daño fue, sobre todo, político y psicológico, pues el prestigio de España en el mar quedó por los suelos y el de Inglaterra se puso por las nubes, hasta el punto de que Isabel I, aplaudida por los enemigos del imperio hispano, que eran casi todos, goteaba agua de limón. Todo se resume en la carta que el francés La Noue escribió a su amigo inglés Walsingham: Los españoles querían apoderarse de Flandes a través de Inglaterra, y ahora os corresponde a vosotros apoderaros de España a través de América. Al salvaros vosotros nos salvaréis a los demás. Y hasta el papa Sixto V, que aprobaba de boquilla el afán español por restaurar el catolicismo en Inglaterra y Europa, se alegró en privado de que a Felipe II le rompieran los cuernos. No lo tragaba, el pontífice, angustiado por la idea de que se mantuviera como líder todopoderoso de la cristiandad. Así que, al enterarse del fracaso de la Armada, Su Santidad aplaudió hasta con las orejas.
[Continuará].
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Elizabeth Tudor, o sea Isabel I, alias la Reina Virgen (no se tomen ustedes muy en serio el epíteto), fue la señora más interesante del siglo XVI, como Isabel de Castilla lo había sido del XV. Llegó aquella guiri (pelirroja era, la muchacha) a reinar un poco por casualidad, porque era hija de Enrique VIII, el decapitador de esposas, hermana del rey Eduardo VI, muerto a los 15 años, y hermanastra de María Tudor, la reina católica que se había ganado el apodo de María la Sanguinaria y el odio ciudadano por su feroz represión de la religión anglicana (Bloody Mary, de ahí viene el nombre del cóctel). Pero el caso es que reinó al fin, y nada menos que durante 45 tacos de almanaque (1558-1603) en los que, además de convertir de nuevo a Inglaterra en gran potencia, hizo minuciosamente la puñeta al español Felipe II y sus dominios imperiales, para quien se convirtió en un grano allí donde la espalda pierde su honesto nombre. Y encima, para más recochineo, reinó sobre una nación próspera, de una razonable educación dentro de lo que cabe en esa época, que vivió un siglo de oro cultural bajo la sombra benéfica del dramaturgo William Shakespeare, al que los escolares británicos siguen hoy estudiando (a diferencia de España, donde a su coetáneo Cervantes, el otro gran genio de su tiempo, se le oculta y se le olvida). En realidad, todo el prestigio de la monarquía inglesa a partir de Isabel I se acabó basando en su hostilidad, primero disimulada y luego abierta, hacia el enorme imperio español de entonces. Fría, dura, cabrona, cruel cuando convenía, hizo cuanto pudo por ayudar a los protestantes europeos en su lucha contra España, porque así minaba el enorme poder de ésta; y lo hizo con sagacidad, eficacia y una absoluta falta de escrúpulos (la misma con que hizo ejecutar a su prisionera María Estuardo, desventurada reina de Escocia), potenciando con suma inteligencia y pulso firme la navegación, el comercio y la creación de un imperio colonial propio. El obstáculo natural para todo eso era España, que con un territorio tan extenso, ocupada en el Mediterráneo con los turcos, en Europa con el berenjenal de Flandes, con América al otro lado del Atlántico y con el Pacífico en el quinto carajo, no tenía arroz para tanto pollo. Así que a finales del siglo XVI empezó la guerra de verdad, ya sin disimulo. Las dos circunnavegaciones del mundo hechas por Francis Drake constituyeron, según el historiador John Elliott, una prueba de que el imperio español no estaba a prueba de corsarios. Y realmente no lo estaba. En 1584, otro marino y pirata, Walter Raleigh, fundó en América la primera colonia inglesa. Y en los años siguientes, con el apoyo de Isabel I, que también era mujer de negocios y trincaba de los beneficios, Drake (héroe nacional para los ingleses, para los españoles un hijo de la gran puta) atacó los puertos de Vigo, Cádiz y Santiago de Cuba, inaugurando así dos largos siglos de piratería oficial británica (y holandesa, de rebote) a costa del imperio español. Al fin, harto de agacharse a coger el jabón en la ducha, Felipe II decidió que aquello sólo se arreglaba coordinando una invasión de Inglaterra con levantamientos católicos en Irlanda y Escocia, y se puso a ello: 65 navíos, 11.000 tripulantes, 19.000 soldados; la Armada mal llamada (por los ingleses, en plan de cachondeo) Invencible. Pero todo se fue al diablo para España, porque el asunto estuvo mal concebido y pésimamente ejecutado; y el mal tiempo, con temporales y tal, acabó dando la puntilla. Aquel desastre dejó a los de aquí cortos de barcos y tripulantes cualificados; aunque, como Felipe estaba podrido de pasta con el oro y la plata americanos, la recuperación fue rápida y las consecuencias materiales no llegaron a ser demasiado graves. El daño fue, sobre todo, político y psicológico, pues el prestigio de España en el mar quedó por los suelos y el de Inglaterra se puso por las nubes, hasta el punto de que Isabel I, aplaudida por los enemigos del imperio hispano, que eran casi todos, goteaba agua de limón. Todo se resume en la carta que el francés La Noue escribió a su amigo inglés Walsingham: Los españoles querían apoderarse de Flandes a través de Inglaterra, y ahora os corresponde a vosotros apoderaros de España a través de América. Al salvaros vosotros nos salvaréis a los demás. Y hasta el papa Sixto V, que aprobaba de boquilla el afán español por restaurar el catolicismo en Inglaterra y Europa, se alegró en privado de que a Felipe II le rompieran los cuernos. No lo tragaba, el pontífice, angustiado por la idea de que se mantuviera como líder todopoderoso de la cristiandad. Así que, al enterarse del fracaso de la Armada, Su Santidad aplaudió hasta con las orejas.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXVI)
Los primeros nacionalismos europeos serios, en el sentido moderno de la palabra, habían cuajado en el siglo XVI en España, Inglaterra y los Países Bajos; y la prolongada mano de hostias que se dieron Felipe II e Isabel I contribuyó mucho a eso. La unidad religiosa bajo uno y otra (católico el zorro español, anglicana la zorra inglesa, ambos proclamándose elegidos por Dios) contribuyó a la solidez interna de ambos estados; pero eso fue al precio de mucha sangre, mucha carne asada y mucha mano dura. Por su parte, situada entre unos y otros y con sus propios intereses europeos, en Francia se intentaba lo mismo pero en plan quiero y no puedo, pues allí todavía no estaba resuelta la murga religiosa (católicos contra hugonotes y viceversa) y había graves conflictos relacionados con el asunto. Lo mismo, más o menos, ocurría en todo el continente, y todas esas tensiones tuvieron costes muy altos. Entre nacionalismo y religión (que todavía hoy, parece mentira, siguen destruyendo la concordia entre los seres humanos) aprovechados por gentes fanáticas, estúpidas o perversas, aquel tiempo turbulento no fue cómodo para la razón y la inteligencia, sino todo lo contrario. La más noble (y rara) nacionalidad, ajena a las fronteras y fraguada en el siglo anterior, el del Renacimiento, fue la de los humanistas: la de la cultura y la inteligencia. Una cofradía internacional cuya lingua franca era el latín, pero también el griego y el hebreo, y cuyos principios de fraternidad y respeto al pensamiento ajeno quedaban por encima de fronteras, religiones y nacionalismos. Sin embargo, esa independencia pagó muy altos precios. Lo mismo que el orden social y el político, el mundo intelectual de Europa sufrió horrores, aplastado por las bestias pardas o los canallas sutiles que desde un bando u otro pretendían, como nunca dejan de hacerlo, el monopolio de la Verdad con Mayúscula. En todas partes cocieron habas, naturalmente: Felipe II, el nuestro, prohibió a los estudiantes viajar a universidades extranjeras (a excepción de tres controladas por España o por el papa), para evitar que se contagiasen de doctrinas perniciosas; a Giordano Bruno lo hicieron churrasco por hereje en una plaza pública italiana; al gabacho Pierre Ramus le dieron matarile en la matanza de San Bartolomé; a fray Luis de León lo enchiqueró la Inquisición, y a Michel de Montaigne (mi favorito con Cervantes y Shakespeare, la Santísima Trinidad de las letras en esa época) no le pasó nada porque, escéptico, horaciano y sabio, al oler la chamusquina tuvo la prudencia de retirarse a su torre y, escribiendo sus formidables Ensayos, indagar sobre sí mismo, que eso apenas molestaba a nadie. Y hasta el rey francés Enrique IV (del que hablaremos con más detalle en el próximo episodio), hugonote convertido al catolicismo por razones políticas, que empezó a idear un proyecto de Union Européenne basado en el respeto a la diversidad religiosa, resultó asesinado por un fanático que lo puso de puñaladas hasta las cejas. Y, bueno. Ya que hablamos de religión, intelecto y cultura, no podemos obviar el nacimiento y ascenso de una orden religiosa que, con sus luces y sombras, fue decisiva en el paisaje intelectual europeo. Me refiero a los jesuitas: polémicos soldados de Cristo, fundados por el español Ignacio de Loyola para combatir las ideas heterodoxas, paladines de la Contrarreforma católica, su brillantez, sus métodos educativos, su asombrosa actividad científico-viajera y su búsqueda del poder les abonaron prestigio internacional y también odio mortal, incluso entre sus correligionarios (los dominicos estuvieron entre sus más notorios enemigos). Ellos introdujeron la geografía y las matemáticas en sus escuelas, trabajaron la psicología de los alumnos, reivindicaron la autoridad de la filosofía de Aristóteles frente a Platón (Pimienta de todas las herejías, Platón es peligroso justamente porque al principio no lo es), multiplicaron sus colegios en toda Europa y la América hispano-portuguesa, accedieron a la intimidad de reyes y poderosos, y durante los dos siglos siguientes fueron influyente perejil de todas las salsas (hasta el papa de ahora es jesuita, calculen lo que dio de sí el invento). La nueva orden se puso de moda y se infiltró con mucho garbo en Roma, donde el papa Sixto V, que como Toscana y Venecia esperaba que entre Inglaterra y la cada vez más fuerte Francia le aliviaran la dominación española (Felipe II tenía a Italia férreamente agarrada por el pescuezo), había reorganizado los Estados Pontificios concentrando en sus manos la suma autoridad católica, que ya era hora después de tanto sobresalto. Creando, además, un cuerpo diplomático vaticano que acabaría siendo el más eficaz del mundo; y que ahí donde lo ven, con sus cardenales, nuncios, obispos y tal, cinco siglos y pico después lo sigue siendo.
[Continuará].
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Los primeros nacionalismos europeos serios, en el sentido moderno de la palabra, habían cuajado en el siglo XVI en España, Inglaterra y los Países Bajos; y la prolongada mano de hostias que se dieron Felipe II e Isabel I contribuyó mucho a eso. La unidad religiosa bajo uno y otra (católico el zorro español, anglicana la zorra inglesa, ambos proclamándose elegidos por Dios) contribuyó a la solidez interna de ambos estados; pero eso fue al precio de mucha sangre, mucha carne asada y mucha mano dura. Por su parte, situada entre unos y otros y con sus propios intereses europeos, en Francia se intentaba lo mismo pero en plan quiero y no puedo, pues allí todavía no estaba resuelta la murga religiosa (católicos contra hugonotes y viceversa) y había graves conflictos relacionados con el asunto. Lo mismo, más o menos, ocurría en todo el continente, y todas esas tensiones tuvieron costes muy altos. Entre nacionalismo y religión (que todavía hoy, parece mentira, siguen destruyendo la concordia entre los seres humanos) aprovechados por gentes fanáticas, estúpidas o perversas, aquel tiempo turbulento no fue cómodo para la razón y la inteligencia, sino todo lo contrario. La más noble (y rara) nacionalidad, ajena a las fronteras y fraguada en el siglo anterior, el del Renacimiento, fue la de los humanistas: la de la cultura y la inteligencia. Una cofradía internacional cuya lingua franca era el latín, pero también el griego y el hebreo, y cuyos principios de fraternidad y respeto al pensamiento ajeno quedaban por encima de fronteras, religiones y nacionalismos. Sin embargo, esa independencia pagó muy altos precios. Lo mismo que el orden social y el político, el mundo intelectual de Europa sufrió horrores, aplastado por las bestias pardas o los canallas sutiles que desde un bando u otro pretendían, como nunca dejan de hacerlo, el monopolio de la Verdad con Mayúscula. En todas partes cocieron habas, naturalmente: Felipe II, el nuestro, prohibió a los estudiantes viajar a universidades extranjeras (a excepción de tres controladas por España o por el papa), para evitar que se contagiasen de doctrinas perniciosas; a Giordano Bruno lo hicieron churrasco por hereje en una plaza pública italiana; al gabacho Pierre Ramus le dieron matarile en la matanza de San Bartolomé; a fray Luis de León lo enchiqueró la Inquisición, y a Michel de Montaigne (mi favorito con Cervantes y Shakespeare, la Santísima Trinidad de las letras en esa época) no le pasó nada porque, escéptico, horaciano y sabio, al oler la chamusquina tuvo la prudencia de retirarse a su torre y, escribiendo sus formidables Ensayos, indagar sobre sí mismo, que eso apenas molestaba a nadie. Y hasta el rey francés Enrique IV (del que hablaremos con más detalle en el próximo episodio), hugonote convertido al catolicismo por razones políticas, que empezó a idear un proyecto de Union Européenne basado en el respeto a la diversidad religiosa, resultó asesinado por un fanático que lo puso de puñaladas hasta las cejas. Y, bueno. Ya que hablamos de religión, intelecto y cultura, no podemos obviar el nacimiento y ascenso de una orden religiosa que, con sus luces y sombras, fue decisiva en el paisaje intelectual europeo. Me refiero a los jesuitas: polémicos soldados de Cristo, fundados por el español Ignacio de Loyola para combatir las ideas heterodoxas, paladines de la Contrarreforma católica, su brillantez, sus métodos educativos, su asombrosa actividad científico-viajera y su búsqueda del poder les abonaron prestigio internacional y también odio mortal, incluso entre sus correligionarios (los dominicos estuvieron entre sus más notorios enemigos). Ellos introdujeron la geografía y las matemáticas en sus escuelas, trabajaron la psicología de los alumnos, reivindicaron la autoridad de la filosofía de Aristóteles frente a Platón (Pimienta de todas las herejías, Platón es peligroso justamente porque al principio no lo es), multiplicaron sus colegios en toda Europa y la América hispano-portuguesa, accedieron a la intimidad de reyes y poderosos, y durante los dos siglos siguientes fueron influyente perejil de todas las salsas (hasta el papa de ahora es jesuita, calculen lo que dio de sí el invento). La nueva orden se puso de moda y se infiltró con mucho garbo en Roma, donde el papa Sixto V, que como Toscana y Venecia esperaba que entre Inglaterra y la cada vez más fuerte Francia le aliviaran la dominación española (Felipe II tenía a Italia férreamente agarrada por el pescuezo), había reorganizado los Estados Pontificios concentrando en sus manos la suma autoridad católica, que ya era hora después de tanto sobresalto. Creando, además, un cuerpo diplomático vaticano que acabaría siendo el más eficaz del mundo; y que ahí donde lo ven, con sus cardenales, nuncios, obispos y tal, cinco siglos y pico después lo sigue siendo.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXVII)
Aunque las guerras y otras puñetas del siglo XVI (que sobre todo fueron religiosas) no modificaron demasiado el paisaje territorial de la Europa Occidental, ya más o menos definido como lo conocemos ahora (excepto la secesión de los Países Bajos, la presencia de España en Italia y el mediosiglo largo de anexión de Portugal), en el norte y el este continentales sí se estaban produciendo cambios importantes, porque tres potencias locales apretaban fuerte para cortar el bacalao en aquellas poco soleadas tierras. Una era la católica y tridentina Polonia, que durante una temporada fue el chulo de barrio de esos parajes, hasta que empezó a perder territorios a causa de las dentelladas que le daban sus vecinas y rivales, las pujantes Suecia (luterana) y Rusia (iglesia bizantino-ortodoxa), cada vez más poderosas y con más ganas de zamparse el mundo próximo. En Rusia, Iván IV, alias Iván el Terrible, aunque por el oeste no llegó todavía demasiado lejos (los mordiscos a Polonia vendrían más tarde), por el otro lado emprendió la conquista de Siberia y puso los pavos a la sombra a los tártaros de Kazán, Astracán, el bajo Volga y el Caspio; aunque lo más comentado de lo suyo fue la estiba que repartió entre la aristocracia tradicional (los boyardos), sustituyéndola por otra nobleza más dócil (los oprichnik), a la que a cambio de apoyo concedió tierras y un férreo dominio sobre los campesinos que duraría trescientos y pico años, hasta que la Revolución de 1917 (la Historia siempre pasa factura) los hizo a todos, incluido el zar del momento, picadillo bolchevique. En cuanto a la rubia y escandinava Suecia, a finales del XVI estaba a punto de volverse árbitro indiscutible del Báltico y de la Europa septentrional. Regidos por la dinastía Vasa, los suecos empujaban sin complejos en todas direcciones, acojonando a sus vecinas Dinamarca, Noruega, Polonia y Rusia, a las que acabaron dando leña hasta en el carnet de identidad. El rey Carlos IX inauguró en 1604 el nuevo siglo por todo lo alto, su hijo Gustavo Adolfo II mantuvo la buena racha, y su interesantísima hija Cristina, que según el historiador Mommsen era mujer de carácter masculino y de excelsas dotes intelectuales y morales (Greta Garbo la interpretó en el cine), acabaría convirtiendo a Suecia en gran potencia política y militar, antes de abdicar en 1654 para convertirse al catolicismo y retirarse a morir en Roma. Tal era, en líneas generales, el panorama de la Europa nórdica y oriental en los albores del siglo XVII; que también iba a ser, para no perder la costumbre, una centuria movida, interesante y sangrienta. Y si el papel de España había sido fundamental hasta entonces (y aún lo sería durante mucho tiempo), el nuevo período histórico terminó por llevar a Francia a lo más alto de su historia. Tras una larga temporada de conflictos internos con vaivén de reyes incapaces y nobles insolentes y ambiciosos, emputecido todo por el conflicto entre católicos y calvinistas hugonotes que acabó en guerra de religión interior, el país había vivido una jornada de horror en la llamada Noche de San Bartolomé (vean la peli La reina Margot o lean la novela de Dumas), organizada por la reina regente Catalina de Médicis, que fue una señora de armas tomar: como su hijo Carlos IX era un poco indeciso y mierdecilla y los hugonotes le discutían el poder e influían en él, la señora (nacida en Italia, escuela política de Maquiavelo) decidió cortar por lo sano: 20.000 protestantes, que se dice pronto, con su jefe el prestigioso almirante Coligny, fueron masacrados en agosto de 1572 (massacre es una palabra gabacha) con un baño de sangre iniciado en París por los agentes de la reina y completado en provincias por el populacho, encantado de mojar pan en tan divertida salsa. El papa de Roma, que también iba a lo suyo, no vio con mal ojo la carnicería, pues una Francia protestante habría sido para el catolicismo un serio problema. Y la suerte acabó por echar una mano: casi con el siglo se extinguió la dinastía francesa reinante, sin descendencia, y la corona quedó a tiro de piedra de un chaval joven, guaperas, ligón, hábil, bien aconsejado y más listo que los ratones colorados. A la gente le caía simpático y era muy querido y popular. Se llamaba Enrique de Navarra (Enrique el Bearnés para Alejandro Dumas) y era de religión hugonote, o sea, protestante. De la Noche de San Bartolomé se había escapado por los pelos; y ahora, en la extraña tómbola de la vida y la política, le tocaba ser rey de Francia, siempre y cuando se convirtiese al catolicismo, que era condición sine qua non para acceder al trono. Así que adivinen ustedes lo que hizo, o sea. Ni lo pensó. Y fue entonces cuando, chico práctico como era, pronunció una frase que todos aplaudieron y el tiempo haría inmortal: París bien vale una misa.
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Aunque las guerras y otras puñetas del siglo XVI (que sobre todo fueron religiosas) no modificaron demasiado el paisaje territorial de la Europa Occidental, ya más o menos definido como lo conocemos ahora (excepto la secesión de los Países Bajos, la presencia de España en Italia y el mediosiglo largo de anexión de Portugal), en el norte y el este continentales sí se estaban produciendo cambios importantes, porque tres potencias locales apretaban fuerte para cortar el bacalao en aquellas poco soleadas tierras. Una era la católica y tridentina Polonia, que durante una temporada fue el chulo de barrio de esos parajes, hasta que empezó a perder territorios a causa de las dentelladas que le daban sus vecinas y rivales, las pujantes Suecia (luterana) y Rusia (iglesia bizantino-ortodoxa), cada vez más poderosas y con más ganas de zamparse el mundo próximo. En Rusia, Iván IV, alias Iván el Terrible, aunque por el oeste no llegó todavía demasiado lejos (los mordiscos a Polonia vendrían más tarde), por el otro lado emprendió la conquista de Siberia y puso los pavos a la sombra a los tártaros de Kazán, Astracán, el bajo Volga y el Caspio; aunque lo más comentado de lo suyo fue la estiba que repartió entre la aristocracia tradicional (los boyardos), sustituyéndola por otra nobleza más dócil (los oprichnik), a la que a cambio de apoyo concedió tierras y un férreo dominio sobre los campesinos que duraría trescientos y pico años, hasta que la Revolución de 1917 (la Historia siempre pasa factura) los hizo a todos, incluido el zar del momento, picadillo bolchevique. En cuanto a la rubia y escandinava Suecia, a finales del XVI estaba a punto de volverse árbitro indiscutible del Báltico y de la Europa septentrional. Regidos por la dinastía Vasa, los suecos empujaban sin complejos en todas direcciones, acojonando a sus vecinas Dinamarca, Noruega, Polonia y Rusia, a las que acabaron dando leña hasta en el carnet de identidad. El rey Carlos IX inauguró en 1604 el nuevo siglo por todo lo alto, su hijo Gustavo Adolfo II mantuvo la buena racha, y su interesantísima hija Cristina, que según el historiador Mommsen era mujer de carácter masculino y de excelsas dotes intelectuales y morales (Greta Garbo la interpretó en el cine), acabaría convirtiendo a Suecia en gran potencia política y militar, antes de abdicar en 1654 para convertirse al catolicismo y retirarse a morir en Roma. Tal era, en líneas generales, el panorama de la Europa nórdica y oriental en los albores del siglo XVII; que también iba a ser, para no perder la costumbre, una centuria movida, interesante y sangrienta. Y si el papel de España había sido fundamental hasta entonces (y aún lo sería durante mucho tiempo), el nuevo período histórico terminó por llevar a Francia a lo más alto de su historia. Tras una larga temporada de conflictos internos con vaivén de reyes incapaces y nobles insolentes y ambiciosos, emputecido todo por el conflicto entre católicos y calvinistas hugonotes que acabó en guerra de religión interior, el país había vivido una jornada de horror en la llamada Noche de San Bartolomé (vean la peli La reina Margot o lean la novela de Dumas), organizada por la reina regente Catalina de Médicis, que fue una señora de armas tomar: como su hijo Carlos IX era un poco indeciso y mierdecilla y los hugonotes le discutían el poder e influían en él, la señora (nacida en Italia, escuela política de Maquiavelo) decidió cortar por lo sano: 20.000 protestantes, que se dice pronto, con su jefe el prestigioso almirante Coligny, fueron masacrados en agosto de 1572 (massacre es una palabra gabacha) con un baño de sangre iniciado en París por los agentes de la reina y completado en provincias por el populacho, encantado de mojar pan en tan divertida salsa. El papa de Roma, que también iba a lo suyo, no vio con mal ojo la carnicería, pues una Francia protestante habría sido para el catolicismo un serio problema. Y la suerte acabó por echar una mano: casi con el siglo se extinguió la dinastía francesa reinante, sin descendencia, y la corona quedó a tiro de piedra de un chaval joven, guaperas, ligón, hábil, bien aconsejado y más listo que los ratones colorados. A la gente le caía simpático y era muy querido y popular. Se llamaba Enrique de Navarra (Enrique el Bearnés para Alejandro Dumas) y era de religión hugonote, o sea, protestante. De la Noche de San Bartolomé se había escapado por los pelos; y ahora, en la extraña tómbola de la vida y la política, le tocaba ser rey de Francia, siempre y cuando se convirtiese al catolicismo, que era condición sine qua non para acceder al trono. Así que adivinen ustedes lo que hizo, o sea. Ni lo pensó. Y fue entonces cuando, chico práctico como era, pronunció una frase que todos aplaudieron y el tiempo haría inmortal: París bien vale una misa.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXVIII)
El siglo XVII, que en Europa iba a ser de aquí te espero, empezó suave, con una tregua pacífica (lo de pacífica es relativo, como todo) que se prolongó durante dos décadas hasta pegar el petardazo con la Guerra de los Treinta Años. Aun así, como digo, esa temporada no fue pacífica para todo el mundo. En España, que seguía inquieta por la unidad religiosa y la amenaza turca en el Mediterráneo, trescientos mil moriscos fueron expulsados por Felipe III, hijo del segundo Felipe, en uno de los episodios más desgarradores (y mira que hubo) de la historia de España. En cuanto a la Francia de Enrique IV, aquel hábil hugonote recauchutado en católico, iba para arriba mientras metía mano en Suiza para que los tercios hispanos encontrasen dificultades en recorrer el Camino Español, ruta que unía las posesiones del norte de Italia con el Tirol y Alemania. El concepto de nación estaba de moda, y en cada país, más o menos, se asentaba una moderna conciencia de sí mismo. El nubarrón gordo se veía venir: una guerra entre Francia y España era sólo cuestión de tiempo, ahora que el gran Felipe II había palmado sin poder derrotar a la Inglaterra de Isabel I y se había roto los cuernos cuando, queriendo devolver a la obediencia las provincias holandesas rebeldes, se comió allí arriba una castaña como el sombrero de un picador. Castilla, que corría con casi todos los gastos, estaba exhausta, y España en general, aunque todavía quedaba cuerda para rato, empezaba a ir cuesta abajo en su rodada, como dice el tango. El hombre adecuado para darle matarile acababa de aparecer en Francia, donde un fulano llamado Ravaillac se había cargado a puñaladas a Enrique IV (del que hay una estupenda biografía novelada de Heinrich Mann, hermano del otro Mann). El caso es que Luis XIII, hijo y sucesor del Bearnés, resultó ser un pichafloja de poco fuste (casado con Ana de Austria, por cierto, princesa española); pero tuvo a su lado a un fulano providencial para la patria gabacha. Su consejero, el cardenal Richelieu, era un fulano fuera de serie, el más grande estadista de su tiempo: cabeza increíble, lógica política implacable y mano de hierro (si leen o han leído Los tres mosqueteros me ahorran detalles), y con todo eso y muchas cosas más iba a conducir a Francia al rango de mayor potencia europea. En posesión de una clara visión del mundo de su tiempo, Richelieu supo advertir la oportunidad y se lanzó a ella con cálculo e inteligencia. El chispazo surgió en Bohemia en 1618, con un estallido de violencia contra la política católica de los Ausburgo, primos de los monarcas españoles. A partir de ahí se montó un pifostio de veinte pares de cojones que sacudió Europa durante tres décadas donde se mezclaron guerra, religión, nacionalismo, epidemias, devastación, hambre y todo cuanto podamos imaginar: los jinetes del Apocalipsis, que esta vez fueron más de cuatro, recorriendo Europa a galope tendido (tecleen Callot en Google y verán estampas bonitas). El caso es que, de un modo u otro, todos mojaron pan en aquella sangrienta salsa: Francia y España (la católica Francia aliada sin complejos con los protestantes, porque allí cada cual iba a lo suyo), pero también Austria, Países Bajos, Alemania, Suecia y Dinamarca, amén de tropas italianas, suizas, inglesas y chotos de veinte madres. La mundial, vamos: llovieron chuzos de punta. Y para más recochineo y regocijo general, España, convertida en principal pagador de la fiesta, tuvo que hacer frente a serios problemas interiores: conspiraciones de la nobleza desleal, guerra de secesión del Portugal que había heredado Felipe II de su madre (zafarrancho ganado al fin por los portugueses), y guerra de secesión de Cataluña, terminada por agotamiento cuando los insurrectos catalanes, que se habían puesto bajo la protección de Francia, descubrieron que los franceses eran más hijos de puta que los españoles. El caso es que, entre pitos y flautas, la Paz de Westfalia (1648) y la Paz de los Pirineos (1659) pusieron término a aquel prolongado disparate. Europa entró en un período de equilibro con naciones más o menos definidas en plan moderno y se alcanzó un razonable statu quo entre católicos y protestantes: Suecia se asentó como poderoso estado del norte; la republicana Holanda consolidó su posición mercantil y ultramarina; España, con reyes mediocres como Felipe III y Felipe IV, perdió mucha de su vieja influencia, y Francia, vencedora indiscutible del negocio, quedó a punto de nieve para convertirse en la gran potencia europea que iba a ser durante los dos siguientes siglos. En cuanto a Inglaterra (se van a reír ustedes), a esas alturas ya le habían cortado la cabeza a su rey. Pero eso, que tiene su morbo y su cosita, lo veremos en el próximo capítulo.
[Continuará].
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El siglo XVII, que en Europa iba a ser de aquí te espero, empezó suave, con una tregua pacífica (lo de pacífica es relativo, como todo) que se prolongó durante dos décadas hasta pegar el petardazo con la Guerra de los Treinta Años. Aun así, como digo, esa temporada no fue pacífica para todo el mundo. En España, que seguía inquieta por la unidad religiosa y la amenaza turca en el Mediterráneo, trescientos mil moriscos fueron expulsados por Felipe III, hijo del segundo Felipe, en uno de los episodios más desgarradores (y mira que hubo) de la historia de España. En cuanto a la Francia de Enrique IV, aquel hábil hugonote recauchutado en católico, iba para arriba mientras metía mano en Suiza para que los tercios hispanos encontrasen dificultades en recorrer el Camino Español, ruta que unía las posesiones del norte de Italia con el Tirol y Alemania. El concepto de nación estaba de moda, y en cada país, más o menos, se asentaba una moderna conciencia de sí mismo. El nubarrón gordo se veía venir: una guerra entre Francia y España era sólo cuestión de tiempo, ahora que el gran Felipe II había palmado sin poder derrotar a la Inglaterra de Isabel I y se había roto los cuernos cuando, queriendo devolver a la obediencia las provincias holandesas rebeldes, se comió allí arriba una castaña como el sombrero de un picador. Castilla, que corría con casi todos los gastos, estaba exhausta, y España en general, aunque todavía quedaba cuerda para rato, empezaba a ir cuesta abajo en su rodada, como dice el tango. El hombre adecuado para darle matarile acababa de aparecer en Francia, donde un fulano llamado Ravaillac se había cargado a puñaladas a Enrique IV (del que hay una estupenda biografía novelada de Heinrich Mann, hermano del otro Mann). El caso es que Luis XIII, hijo y sucesor del Bearnés, resultó ser un pichafloja de poco fuste (casado con Ana de Austria, por cierto, princesa española); pero tuvo a su lado a un fulano providencial para la patria gabacha. Su consejero, el cardenal Richelieu, era un fulano fuera de serie, el más grande estadista de su tiempo: cabeza increíble, lógica política implacable y mano de hierro (si leen o han leído Los tres mosqueteros me ahorran detalles), y con todo eso y muchas cosas más iba a conducir a Francia al rango de mayor potencia europea. En posesión de una clara visión del mundo de su tiempo, Richelieu supo advertir la oportunidad y se lanzó a ella con cálculo e inteligencia. El chispazo surgió en Bohemia en 1618, con un estallido de violencia contra la política católica de los Ausburgo, primos de los monarcas españoles. A partir de ahí se montó un pifostio de veinte pares de cojones que sacudió Europa durante tres décadas donde se mezclaron guerra, religión, nacionalismo, epidemias, devastación, hambre y todo cuanto podamos imaginar: los jinetes del Apocalipsis, que esta vez fueron más de cuatro, recorriendo Europa a galope tendido (tecleen Callot en Google y verán estampas bonitas). El caso es que, de un modo u otro, todos mojaron pan en aquella sangrienta salsa: Francia y España (la católica Francia aliada sin complejos con los protestantes, porque allí cada cual iba a lo suyo), pero también Austria, Países Bajos, Alemania, Suecia y Dinamarca, amén de tropas italianas, suizas, inglesas y chotos de veinte madres. La mundial, vamos: llovieron chuzos de punta. Y para más recochineo y regocijo general, España, convertida en principal pagador de la fiesta, tuvo que hacer frente a serios problemas interiores: conspiraciones de la nobleza desleal, guerra de secesión del Portugal que había heredado Felipe II de su madre (zafarrancho ganado al fin por los portugueses), y guerra de secesión de Cataluña, terminada por agotamiento cuando los insurrectos catalanes, que se habían puesto bajo la protección de Francia, descubrieron que los franceses eran más hijos de puta que los españoles. El caso es que, entre pitos y flautas, la Paz de Westfalia (1648) y la Paz de los Pirineos (1659) pusieron término a aquel prolongado disparate. Europa entró en un período de equilibro con naciones más o menos definidas en plan moderno y se alcanzó un razonable statu quo entre católicos y protestantes: Suecia se asentó como poderoso estado del norte; la republicana Holanda consolidó su posición mercantil y ultramarina; España, con reyes mediocres como Felipe III y Felipe IV, perdió mucha de su vieja influencia, y Francia, vencedora indiscutible del negocio, quedó a punto de nieve para convertirse en la gran potencia europea que iba a ser durante los dos siguientes siglos. En cuanto a Inglaterra (se van a reír ustedes), a esas alturas ya le habían cortado la cabeza a su rey. Pero eso, que tiene su morbo y su cosita, lo veremos en el próximo capítulo.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXIX)
Lo de Inglaterra iba a ser de traca, marcando un antes y un después en la historia de las monarquías modernas. A la pobre María Estuardo, reina de Escocia, después de comerse más cárcel que el conde de Montecristo, la había hecho afeitar en seco Isabel I de Inglaterra; que pese a su falta de escrúpulos y su bajeza moral (perfectamente compatibles con su grandeza monárquica) era enemiga política, pero al fin y al cabo, reina. Sin embargo, con Carlos I, nieto de la Estuardo, la cosa anduvo por un registro más popular. Por decirlo así, más de ahora. Al morir Isabel sin descendencia, el trono (paradojas de la vida) había ido a parar al hijo de la ejecutada reina escocesa, un tal Jacobo I, que se vio monarca de Inglaterra, Escocia e Irlanda, pero que como rey no tenía ni media hostia. En cambio, su hijo Carlos (el que de joven fue a España con el duque de Buckingham y se las vio con el capitán Alatriste) era más personaje: elegante, autoritario, poco respetuoso con el Parlamento e inclinado a hacer lo que le salía de la punta del cetro, dio vidilla a los antes perseguidos católicos. Y así, entre pitos y flautas, se puso en contra a media Inglaterra, incluidos los protestantes radicales (llamados puritanos), muchos de los cuales emigraron a la América del Norte por esa época (y allí siguen, imponiéndonos lo que consideran, o no, políticamente correcto). Durante once años Carlos gobernó echándole un pulso a los representantes populares, a los que ninguneaba; y tanto encabronó a la peña que le reventó en las manos. Tras intentar un golpe de Estado monárquico, tuvo que largarse de Londres mientras estallaba una guerra civil entre partidarios de la monarquía absoluta y partidarios del Parlamento. Se diferenciaban incluso, unos y otros, en la manera de vestir y el corte de pelo: elegantes y con cabello largo los carlistones, sobrios y de pelo corto (cabezas redondas, los llamaban) los puritanos. De estos últimos destacó un jefe llamado Oliverio Cromwell, que además de religioso hasta nivel meapilas era presuntamente honrado y virtuoso (así lo vendía la propaganda, aunque en tales cosas conviene no fiarse de nadie), y para colmo resultó buen jefe militar. En la batalla de Marston Moor, cantando salmos y tal, imaginen ustedes el cuadro, los puritanos vencieron al ejército monárquico. Eso y lo que vino luego lo cuenta de maravilla Alejandro Dumas en Veinte años después (continuación de Los tres mosqueteros). Y lo que vino fue que, reunida una pequeña parte del Parlamento, manipulada por el virtuoso Cromwell, sentenció a muerte a Carlos I, al que se le cortó la cabeza (Remember!) ya casi mediado el siglo, en 1649. Después de aquello Inglaterra se convirtió en una república que en realidad fue dictadura de Cromwell, quien gobernó durante once años por la cara tras hacerse proclamar Lord Protector del país. A efectos políticos formales, lo que hicieron los de allí fue cambiar un rey por otro; pero en cuanto a los hechos, aquella republicana Inglaterra gobernada por puritanos se dedicó, Biblia en mano y con mucho éxito, a lo colonial y lo mercantil a costa de España, a la que puteó cuanto pudo, y de Holanda, a la que derrotó y desplazó como potencia marítima. Lo del simple cambio de papeles se puso de manifiesto a la muerte del amigo Oliverio, porque el gobierno de la nación fue heredado por su hijo de la manera más desvergonzadamente monárquica imaginable. Pero Cromwellito Junior resultó ser un mierdecilla que no valía ni para llevarle el botijo a su padre, así que duró un cuarto de hora, los ingleses se vieron huérfanos de líder, y en una de las tragárselas dobladas más clamorosas de su historia devolvieron el trono a la familia Estuardo; o sea, al hijo del rey decapitado, que por otra parte tampoco era un chaval como para tirar cohetes. Carlos II (así se llamó el muy pelanas) se pasó el reinado divirtiéndose a base de juerga y coyunda; aunque entre una cosa y otra tuvo tiempo para ajustar cuentas con los matadores de su papi, persiguiendo y condenando a los que pudo pillar. Y hasta hizo sacar de la tumba el fiambre del viejo Cromwell para cortarle la cabeza a lo que quedaba de aquella putrefacta mojama. Pero, bueno. Lo importante, lo que hay que retener de esa época, es que, gracias primero a Isabel I y luego a Oliverio Cromwell, la gran Inglaterra que venía de camino estuvo cada vez más a punto de caramelo. A ellos dos se debió, sobre todo, un rasgo característico que durante mucho tiempo (y todavía hoy colea) iba a ser propio de los británicos: una arrogante hipocresía típicamente anglosajona, basada en la convicción de pertenecer a un pueblo escogido por Dios, al que éste, en su infinita simpatía insular, situó por encima de las razas inferiores.
[Continuará].
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Lo de Inglaterra iba a ser de traca, marcando un antes y un después en la historia de las monarquías modernas. A la pobre María Estuardo, reina de Escocia, después de comerse más cárcel que el conde de Montecristo, la había hecho afeitar en seco Isabel I de Inglaterra; que pese a su falta de escrúpulos y su bajeza moral (perfectamente compatibles con su grandeza monárquica) era enemiga política, pero al fin y al cabo, reina. Sin embargo, con Carlos I, nieto de la Estuardo, la cosa anduvo por un registro más popular. Por decirlo así, más de ahora. Al morir Isabel sin descendencia, el trono (paradojas de la vida) había ido a parar al hijo de la ejecutada reina escocesa, un tal Jacobo I, que se vio monarca de Inglaterra, Escocia e Irlanda, pero que como rey no tenía ni media hostia. En cambio, su hijo Carlos (el que de joven fue a España con el duque de Buckingham y se las vio con el capitán Alatriste) era más personaje: elegante, autoritario, poco respetuoso con el Parlamento e inclinado a hacer lo que le salía de la punta del cetro, dio vidilla a los antes perseguidos católicos. Y así, entre pitos y flautas, se puso en contra a media Inglaterra, incluidos los protestantes radicales (llamados puritanos), muchos de los cuales emigraron a la América del Norte por esa época (y allí siguen, imponiéndonos lo que consideran, o no, políticamente correcto). Durante once años Carlos gobernó echándole un pulso a los representantes populares, a los que ninguneaba; y tanto encabronó a la peña que le reventó en las manos. Tras intentar un golpe de Estado monárquico, tuvo que largarse de Londres mientras estallaba una guerra civil entre partidarios de la monarquía absoluta y partidarios del Parlamento. Se diferenciaban incluso, unos y otros, en la manera de vestir y el corte de pelo: elegantes y con cabello largo los carlistones, sobrios y de pelo corto (cabezas redondas, los llamaban) los puritanos. De estos últimos destacó un jefe llamado Oliverio Cromwell, que además de religioso hasta nivel meapilas era presuntamente honrado y virtuoso (así lo vendía la propaganda, aunque en tales cosas conviene no fiarse de nadie), y para colmo resultó buen jefe militar. En la batalla de Marston Moor, cantando salmos y tal, imaginen ustedes el cuadro, los puritanos vencieron al ejército monárquico. Eso y lo que vino luego lo cuenta de maravilla Alejandro Dumas en Veinte años después (continuación de Los tres mosqueteros). Y lo que vino fue que, reunida una pequeña parte del Parlamento, manipulada por el virtuoso Cromwell, sentenció a muerte a Carlos I, al que se le cortó la cabeza (Remember!) ya casi mediado el siglo, en 1649. Después de aquello Inglaterra se convirtió en una república que en realidad fue dictadura de Cromwell, quien gobernó durante once años por la cara tras hacerse proclamar Lord Protector del país. A efectos políticos formales, lo que hicieron los de allí fue cambiar un rey por otro; pero en cuanto a los hechos, aquella republicana Inglaterra gobernada por puritanos se dedicó, Biblia en mano y con mucho éxito, a lo colonial y lo mercantil a costa de España, a la que puteó cuanto pudo, y de Holanda, a la que derrotó y desplazó como potencia marítima. Lo del simple cambio de papeles se puso de manifiesto a la muerte del amigo Oliverio, porque el gobierno de la nación fue heredado por su hijo de la manera más desvergonzadamente monárquica imaginable. Pero Cromwellito Junior resultó ser un mierdecilla que no valía ni para llevarle el botijo a su padre, así que duró un cuarto de hora, los ingleses se vieron huérfanos de líder, y en una de las tragárselas dobladas más clamorosas de su historia devolvieron el trono a la familia Estuardo; o sea, al hijo del rey decapitado, que por otra parte tampoco era un chaval como para tirar cohetes. Carlos II (así se llamó el muy pelanas) se pasó el reinado divirtiéndose a base de juerga y coyunda; aunque entre una cosa y otra tuvo tiempo para ajustar cuentas con los matadores de su papi, persiguiendo y condenando a los que pudo pillar. Y hasta hizo sacar de la tumba el fiambre del viejo Cromwell para cortarle la cabeza a lo que quedaba de aquella putrefacta mojama. Pero, bueno. Lo importante, lo que hay que retener de esa época, es que, gracias primero a Isabel I y luego a Oliverio Cromwell, la gran Inglaterra que venía de camino estuvo cada vez más a punto de caramelo. A ellos dos se debió, sobre todo, un rasgo característico que durante mucho tiempo (y todavía hoy colea) iba a ser propio de los británicos: una arrogante hipocresía típicamente anglosajona, basada en la convicción de pertenecer a un pueblo escogido por Dios, al que éste, en su infinita simpatía insular, situó por encima de las razas inferiores.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXX)
El siglo XVII europeo fue a un tiempo fértil y sangriento. Fértil en lo que se refiere a ideas políticas, comercio y cultura; y sangriento porque una guerra atroz, la llamada de los Treinta Años, asoló el continente. Éste es el siglo de los soldados, escribió en 1640 el guerrero y literato italiano Fulvio Testi, y no le faltaba razón al fulano. Sin embargo, aunque dicho en frío suene raro, ese tiempo de crisis general, la guerra y el desorden que lo impregnaron todo fueron también (cosa frecuente en la historia de la Humanidad) un estímulo cultural y de progreso, pues además de convertirse en argumento para la literatura, la música y el arte, alumbraron ideas políticas y sociales nuevas, así como grandes avances científicos y técnicos. Y qué quieren que les diga. No hay mal que por bien no venga, y tales son las paradojas de la Historia. Naturalmente, en cuanto al conflicto bélico en sí, las consecuencias en las zonas afectadas fueron de espanto: crisis económica y estragos sociales, epidemias, hambre y cuanto se nos ocurra imaginar. De eso hablaremos con detalle en otro episodio; pues lo que interesa ahora, para centrar el siglo, es que el absolutismo (o sea, el poder total de los reyes) se iba a ver reforzado en casi todas partes, aunque con un par de excepciones significativas, aunque no idénticas, que al final acabarían llevándose el gato al agua: Inglaterra y los Países Bajos. Hacia allí se había desplazado el desarrollo del comercio y la riqueza de la Europa Occidental, y los puertos del canal de la Mancha y el mar del Norte mojaban la oreja a los del Mediterráneo. Se advierte ahí, cuando te fijas bien, una importante vinculación entre el desarrollo del capitalismo moderno (moderno para esa época, claro) y el desarrollo de nuevas ideas políticas. Como señala Jean Touchard (uno de mis historiadores favoritos, o tal vez el que más), en España, Italia e incluso en Alemania, las doctrinas políticas apenas dieron lugar a novedades, conservando la impronta de la Reforma o de la Contrarreforma. Dicho de otra manera, que aquellos países donde la Iglesia Católica había perdido fuelle para frenar las ideas nuevas (mercaderes expulsados del templo, mala fama del préstamo con interés y otros lastres tradicionales) progresaron más y con mayor rapidez que los anclados en la escolástica y en gastar su energía intelectual discutiendo sobre si el Purgatorio era un lugar sólido, líquido o gaseoso. No es casualidad que las más importantes obras de pensamiento político de entonces, las más decisivas, avanzadas e influyentes (Hobbes, Locke, Spinoza, Grocio) se parieran en Inglaterra y los Países Bajos, quedando reservada a España una mayor relevancia en arte y literatura (Velázquez, Murillo, Quevedo, Lope, Calderón, imitadísimos en toda Europa) y a Francia, aparte arte y letras, que también las tuvo, cierta originalidad en ciencia y filosofía (Racine, Corneille, Descartes, Molière). El caso es que las burguesías más avanzadas, las que daban riqueza a los países y de comer a la peña, se zambullían sin reservas en la doctrina mercantilista, convencidas de que la fuerza y el prestigio de un país no residían en la providencia divina (los papas y la Inquisición les quedaban muy lejos), sino en las reservas de oro y plata procedentes de ultramar; que aunque eran traídas de América por España, una hábil política económica exenta de prejuicios (neerlandeses e ingleses fundaban compañías de navegación y vendían productos incluso a los enemigos), hacía posible que esos metales preciosos acabaran en los depósitos bancarios de Londres o de Ámsterdam. Se tejía así una red internacional de armadores navales y negociantes que no estaban oprimidos y desangrados a impuestos por el Estado, sino vinculados a él por los mismos intereses: prosperidad y viruta a cambio de libertad, respaldo oficial y seguridad jurídica, concepción laica de la naturaleza, derecho separado de la religión y política alejada de la teología. O sea, auténtica y práctica tela marinera. Todo eso, claro, iba a tener consecuencias: respeto al pensamiento independiente, refuerzo de la unidad nacional e influencia decisiva de una burguesía con maneras, digna en cuanto a forma y espíritu, que acabaría disputando a los monarcas el ejercicio del poder absoluto. Y esa modernidad comercial, cobijada bajo las nuevas ideas políticas y sociales, se vería reforzada por la revolución científica, en un siglo que, aunque empezó fatal en términos generales, acabó siendo el de Kepler, Galileo, Torricelli, Pascal y Harvey, entre muchos otros nombres ilustres. Y, por supuesto, gran siglo de Isaac Newton, el más influyente científico de la historia, que al publicar en 1687 sus Principia Mathematica revolucionó una visión del mundo que se había mantenido casi inmutable desde Aristóteles y Tolomeo.
[Continuará].
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El siglo XVII europeo fue a un tiempo fértil y sangriento. Fértil en lo que se refiere a ideas políticas, comercio y cultura; y sangriento porque una guerra atroz, la llamada de los Treinta Años, asoló el continente. Éste es el siglo de los soldados, escribió en 1640 el guerrero y literato italiano Fulvio Testi, y no le faltaba razón al fulano. Sin embargo, aunque dicho en frío suene raro, ese tiempo de crisis general, la guerra y el desorden que lo impregnaron todo fueron también (cosa frecuente en la historia de la Humanidad) un estímulo cultural y de progreso, pues además de convertirse en argumento para la literatura, la música y el arte, alumbraron ideas políticas y sociales nuevas, así como grandes avances científicos y técnicos. Y qué quieren que les diga. No hay mal que por bien no venga, y tales son las paradojas de la Historia. Naturalmente, en cuanto al conflicto bélico en sí, las consecuencias en las zonas afectadas fueron de espanto: crisis económica y estragos sociales, epidemias, hambre y cuanto se nos ocurra imaginar. De eso hablaremos con detalle en otro episodio; pues lo que interesa ahora, para centrar el siglo, es que el absolutismo (o sea, el poder total de los reyes) se iba a ver reforzado en casi todas partes, aunque con un par de excepciones significativas, aunque no idénticas, que al final acabarían llevándose el gato al agua: Inglaterra y los Países Bajos. Hacia allí se había desplazado el desarrollo del comercio y la riqueza de la Europa Occidental, y los puertos del canal de la Mancha y el mar del Norte mojaban la oreja a los del Mediterráneo. Se advierte ahí, cuando te fijas bien, una importante vinculación entre el desarrollo del capitalismo moderno (moderno para esa época, claro) y el desarrollo de nuevas ideas políticas. Como señala Jean Touchard (uno de mis historiadores favoritos, o tal vez el que más), en España, Italia e incluso en Alemania, las doctrinas políticas apenas dieron lugar a novedades, conservando la impronta de la Reforma o de la Contrarreforma. Dicho de otra manera, que aquellos países donde la Iglesia Católica había perdido fuelle para frenar las ideas nuevas (mercaderes expulsados del templo, mala fama del préstamo con interés y otros lastres tradicionales) progresaron más y con mayor rapidez que los anclados en la escolástica y en gastar su energía intelectual discutiendo sobre si el Purgatorio era un lugar sólido, líquido o gaseoso. No es casualidad que las más importantes obras de pensamiento político de entonces, las más decisivas, avanzadas e influyentes (Hobbes, Locke, Spinoza, Grocio) se parieran en Inglaterra y los Países Bajos, quedando reservada a España una mayor relevancia en arte y literatura (Velázquez, Murillo, Quevedo, Lope, Calderón, imitadísimos en toda Europa) y a Francia, aparte arte y letras, que también las tuvo, cierta originalidad en ciencia y filosofía (Racine, Corneille, Descartes, Molière). El caso es que las burguesías más avanzadas, las que daban riqueza a los países y de comer a la peña, se zambullían sin reservas en la doctrina mercantilista, convencidas de que la fuerza y el prestigio de un país no residían en la providencia divina (los papas y la Inquisición les quedaban muy lejos), sino en las reservas de oro y plata procedentes de ultramar; que aunque eran traídas de América por España, una hábil política económica exenta de prejuicios (neerlandeses e ingleses fundaban compañías de navegación y vendían productos incluso a los enemigos), hacía posible que esos metales preciosos acabaran en los depósitos bancarios de Londres o de Ámsterdam. Se tejía así una red internacional de armadores navales y negociantes que no estaban oprimidos y desangrados a impuestos por el Estado, sino vinculados a él por los mismos intereses: prosperidad y viruta a cambio de libertad, respaldo oficial y seguridad jurídica, concepción laica de la naturaleza, derecho separado de la religión y política alejada de la teología. O sea, auténtica y práctica tela marinera. Todo eso, claro, iba a tener consecuencias: respeto al pensamiento independiente, refuerzo de la unidad nacional e influencia decisiva de una burguesía con maneras, digna en cuanto a forma y espíritu, que acabaría disputando a los monarcas el ejercicio del poder absoluto. Y esa modernidad comercial, cobijada bajo las nuevas ideas políticas y sociales, se vería reforzada por la revolución científica, en un siglo que, aunque empezó fatal en términos generales, acabó siendo el de Kepler, Galileo, Torricelli, Pascal y Harvey, entre muchos otros nombres ilustres. Y, por supuesto, gran siglo de Isaac Newton, el más influyente científico de la historia, que al publicar en 1687 sus Principia Mathematica revolucionó una visión del mundo que se había mantenido casi inmutable desde Aristóteles y Tolomeo.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXI)
En la guerra de los Treinta Años entró España como gran potencia mundial y salió hecha una piltrafa. Tales son las peripecias de la Historia. A principios del siglo XVII, ni protestantes ni católicos conseguían llevarse el gato al agua; y aquel tira y afloja político y religioso, tras un período de relativa calma por agotamiento de todos, pegó un chispazo gordo. Entre el poderoso imperio español y el no menos poderoso austríaco, gobernados ambos por la familia Habsburgo (todos eran sobrinos, primos y tal, y se llevaban de cine), tenían a la Europa protestante muy acojonada; así que luteranos y calvinistas se conchabaron para defenderse en la llamada Unión Evangélica, apoyada por la ya independiente Holanda. Frente a ellos, los católicos fieles a Roma formaron la Santa Liga Alemana, que contó con el respaldo de España. Los imperiales ejercían un absolutismo centralista exagerado, y los otros querían soberanía más repartida y que cada perro se lamiera libremente su órgano; y claro, conciliar eso era difícil. El carajal tenía que estallar tarde o temprano, y estalló en Bohemia cuando los nobles checos (cabreados por un asunto de violación de libertades y chulería imperial) arrojaron por las ventanas, literalmente, o sea, a la puta calle, a los representantes del emperador de Austria. El episodio pasó a la historia bajo el bonito nombre de Defenestración de Praga (1618) y fue el pistoletazo de salida para una de las peores guerras que viviría Europa, en la que se acabaron metiendo Francia, Suecia y Dinamarca (hasta Inglaterra anduvo de refilón, en los ratos libres que le dejaban su guerra civil y el genocidio de Cromwell contra los católicos en Irlanda). Fue ése el tiempo europeo que el historiador Bartolomé Benassar llama décadas de hierro: las correrías de soldados contra la población civil, los saqueos y la huida de los campesinos causaron una devastación económica y un retroceso demográfico que hizo escribir al general bávaro Johann von Werth (1637) eso de llevé a mis soldados a través de un territorio desierto, donde miles de seres humanos habían muerto; y a la abadesa de Port Royal, Angélica Arnauld, lo de todos se han refugiado en los bosques, fallecieron de hambre o fueron asesinados por los soldados. Y es que aquello fue un crudelísimo desastre: los frentes militares se multiplicaron y hubo ciudades, como Magdeburgo, saqueadas siete veces en treinta años. De todos los territorios afectados, Alemania pagó la factura más alta, asolada por ejércitos imperiales, daneses, suecos, franceses y holandeses, aparte de los propios; y desde Colonia hasta Fráncfort no quedó una sola ciudad, pueblo o castillo que no fuesen asaltados e incendiados (lo cuenta muy bien Grimmelshausen en su novela Simplicius Simplicissimus). Semejante pifostio había dejado de ser religioso (en ese aspecto estaba todo el pescado vendido) para convertirse en político y militar. Del lado imperial, los veteranos tercios de infantería española, reforzados con valones e italianos, se batieron el cobre, eficaces como solían, en las batallas de La Montaña Blanca y Nördlingen, entre otras, y posaron para Diego Velázquez en La rendición de Breda. La primera fase de la guerra resultó favorable a los imperiales; pero la segunda, con la Francia de Richelieu dirigiendo una fuerte coalición anti-Habsburgo que incluyó a Suecia, modificaría mucho el paisaje. En 1643 los tercios españoles fueron derrotados en Rocroi (donde palmó el capitán Alatriste) y el rey Felipe IV tuvo que desviar su atención y esfuerzo no sólo a la hostilidad de Francia, sino también a la secesión de Portugal, a la guerra de Cataluña y a graves revueltas en las posesiones hispanas de Nápoles y Palermo. Agobiada España en tantos frentes, acabó por pedir cuartel. En 1648, con la paz de Münster, aceptó la independencia de los Países Bajos; y en 1659 firmó otra paz definitiva con los borbones gabachos. La guerra de los Treinta Años había terminado once años antes con otro acuerdo, el de Westfalia: Suecia se convertía en indiscutible macarra del Báltico, la Holanda mercantil y republicana engordaba como cochino bien capado, católicos, luteranos y calvinistas obtenían un statu quo razonable, y los estados alemanes independientes (eran 350 más o menos) pudieron confederarse unos con otros, si querían, haciendo sonoras pedorretas a un imperio austríaco que carecía de poder real sobre ellos. En cuanto a la maltrecha España, tras haberse desangrado en Flandes y aledaños, entraba en un período de miseria y decadencia que aún conocería peores horas, mientras la Francia del joven rey Luis XIV (a quien la inteligencia política de los cardenales Richelieu y Mazarino había llevado al triunfo y la gloria) se desayunaba como gran potencia continental, en una Europa a la que ya no reconocía ni la madre que la parió.
[Continuará].
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En la guerra de los Treinta Años entró España como gran potencia mundial y salió hecha una piltrafa. Tales son las peripecias de la Historia. A principios del siglo XVII, ni protestantes ni católicos conseguían llevarse el gato al agua; y aquel tira y afloja político y religioso, tras un período de relativa calma por agotamiento de todos, pegó un chispazo gordo. Entre el poderoso imperio español y el no menos poderoso austríaco, gobernados ambos por la familia Habsburgo (todos eran sobrinos, primos y tal, y se llevaban de cine), tenían a la Europa protestante muy acojonada; así que luteranos y calvinistas se conchabaron para defenderse en la llamada Unión Evangélica, apoyada por la ya independiente Holanda. Frente a ellos, los católicos fieles a Roma formaron la Santa Liga Alemana, que contó con el respaldo de España. Los imperiales ejercían un absolutismo centralista exagerado, y los otros querían soberanía más repartida y que cada perro se lamiera libremente su órgano; y claro, conciliar eso era difícil. El carajal tenía que estallar tarde o temprano, y estalló en Bohemia cuando los nobles checos (cabreados por un asunto de violación de libertades y chulería imperial) arrojaron por las ventanas, literalmente, o sea, a la puta calle, a los representantes del emperador de Austria. El episodio pasó a la historia bajo el bonito nombre de Defenestración de Praga (1618) y fue el pistoletazo de salida para una de las peores guerras que viviría Europa, en la que se acabaron metiendo Francia, Suecia y Dinamarca (hasta Inglaterra anduvo de refilón, en los ratos libres que le dejaban su guerra civil y el genocidio de Cromwell contra los católicos en Irlanda). Fue ése el tiempo europeo que el historiador Bartolomé Benassar llama décadas de hierro: las correrías de soldados contra la población civil, los saqueos y la huida de los campesinos causaron una devastación económica y un retroceso demográfico que hizo escribir al general bávaro Johann von Werth (1637) eso de llevé a mis soldados a través de un territorio desierto, donde miles de seres humanos habían muerto; y a la abadesa de Port Royal, Angélica Arnauld, lo de todos se han refugiado en los bosques, fallecieron de hambre o fueron asesinados por los soldados. Y es que aquello fue un crudelísimo desastre: los frentes militares se multiplicaron y hubo ciudades, como Magdeburgo, saqueadas siete veces en treinta años. De todos los territorios afectados, Alemania pagó la factura más alta, asolada por ejércitos imperiales, daneses, suecos, franceses y holandeses, aparte de los propios; y desde Colonia hasta Fráncfort no quedó una sola ciudad, pueblo o castillo que no fuesen asaltados e incendiados (lo cuenta muy bien Grimmelshausen en su novela Simplicius Simplicissimus). Semejante pifostio había dejado de ser religioso (en ese aspecto estaba todo el pescado vendido) para convertirse en político y militar. Del lado imperial, los veteranos tercios de infantería española, reforzados con valones e italianos, se batieron el cobre, eficaces como solían, en las batallas de La Montaña Blanca y Nördlingen, entre otras, y posaron para Diego Velázquez en La rendición de Breda. La primera fase de la guerra resultó favorable a los imperiales; pero la segunda, con la Francia de Richelieu dirigiendo una fuerte coalición anti-Habsburgo que incluyó a Suecia, modificaría mucho el paisaje. En 1643 los tercios españoles fueron derrotados en Rocroi (donde palmó el capitán Alatriste) y el rey Felipe IV tuvo que desviar su atención y esfuerzo no sólo a la hostilidad de Francia, sino también a la secesión de Portugal, a la guerra de Cataluña y a graves revueltas en las posesiones hispanas de Nápoles y Palermo. Agobiada España en tantos frentes, acabó por pedir cuartel. En 1648, con la paz de Münster, aceptó la independencia de los Países Bajos; y en 1659 firmó otra paz definitiva con los borbones gabachos. La guerra de los Treinta Años había terminado once años antes con otro acuerdo, el de Westfalia: Suecia se convertía en indiscutible macarra del Báltico, la Holanda mercantil y republicana engordaba como cochino bien capado, católicos, luteranos y calvinistas obtenían un statu quo razonable, y los estados alemanes independientes (eran 350 más o menos) pudieron confederarse unos con otros, si querían, haciendo sonoras pedorretas a un imperio austríaco que carecía de poder real sobre ellos. En cuanto a la maltrecha España, tras haberse desangrado en Flandes y aledaños, entraba en un período de miseria y decadencia que aún conocería peores horas, mientras la Francia del joven rey Luis XIV (a quien la inteligencia política de los cardenales Richelieu y Mazarino había llevado al triunfo y la gloria) se desayunaba como gran potencia continental, en una Europa a la que ya no reconocía ni la madre que la parió.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXII)
La España del siglo XVII no fue el mejor lugar del mundo. La expulsión de los moriscos (que muchos creían necesaria para la unidad religiosa y para alejar el peligro de su complicidad con los corsarios musulmanes) emputeció aún más el paisaje, haciendo desaparecer la poca industria manual que nos quedaba, excepto en algunas zonas de Galicia y la cornisa cantábrica. También, de paso, lo puso aún más fácil a la leyenda negra de los españoles crueles, fanáticos, arrogantes y sin nada que aportar al mundo, alentada por los enemigos a los que la todavía gran potencia internacional tocaba el trigémino. Pero esa imagen era falsa, porque España, pese a las limitaciones impuestas por la Contrarreforma, seguía influyendo en el pensamiento intelectual de Europa. La ciencia y la cultura griega y oriental habían sido traducidas aquí de textos árabes y hebreos, el mecenazgo de la monarquía alumbraba obras artísticas inmortales, la actividad de las universidades se extendía a América, los jesuitas combinaban con eficacia ciencia, política y religión, los escritos de los navegantes españoles eran solicitadísimos por sus competidores ingleses y holandeses, las tácticas de los tercios revolucionaban el arte militar, y el Quijote de Cervantes era un pelotazo internacional. Incluso el matrimonio del gabacho Luis XIII con Ana de Austria había puesto lo hispano de moda en las simbólicas portadas del Hola de la época, con vestidos, maneras y costumbres cispirenaicas. Sin embargo, pese a eso y más, los propios indígenas hicimos cuanto pudimos por confirmar la mala reputación pregonada por los innumerables cabroncetes enemigos. Exhausta de guerras y esfuerzos, España se apagaba (Yace aquella virtud desaliñada / que fue, si rica menos, más temida / en vanidad y sueño sepultada, escribió amargo y genial Francisco de Quevedo). Mientras la monarquía y la nobleza vivían en un lujo basado en la corrupción y en acribillar a impuestos a quien trabajaba y tenía un maravedí en el bolsillo, el pueblo casi ocioso, rezando en el interior de las iglesias o mendigando a la puerta de ellas, se buscaba la vida como podía, y al Estado se lo consideraba única fuente de riqueza de la que todos esperaban sacar algo sin contribuir con su trabajo, como señaló el historiador Eduardo Ibarra. Sin embargo, España siempre tuvo algo de paradoja tragicómica, y en este caso no sería menos. El empobrecimiento y la decadencia social tuvieron como consecuencia (y ahí está la guasa del asunto) un esplendor asombroso: un Siglo de Oro (entre 1580, con las primeras obras de Lope de Vega, y 1681, con la muerte de Calderón de la Barca) que acabó por influir muchísimo en la cultura de Europa. Como el trabajo manual se consideraba en España deshonroso y la Inquisición entorpecía la ciencia y la filosofía política, la inteligencia española se centró en la observación de la vida cotidiana y la sátira social, alumbrando creaciones extraordinarias. El maltratado hidalgo cervantino había desbrozado el camino; y tras él, desgarrados, ocurrentes y sarcásticos, se lanzaron los mayores ingenios de aquel tiempo. El héroe popular ya no era el paladín andante de los libros de caballerías, sino el antihéroe desencantado y pícaro que vivía de engañar al prójimo, en novelas geniales como el Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache, Marcos de Obregón, el Buscón de Quevedo y otras escritas por peña de singular talento, cuya lectura permite penetrar hasta el hueso, con exactitud y precisión documental, el momento y las gentes. Ninguna sociedad se retrató nunca como los españoles de entonces a sí mismos. Las letras llevaron a los libros lo que realmente había en la calle: el estudiante pícaro, el hidalgo pobre, el cura, el mendigo, la mujer audaz, la beata, los criados desleales, el ladrón sin escrúpulos, el soldado fanfarrón o el espadachín a sueldo (de todo eso nació el capitán Alatriste). Los mismos personajes protagonizaron un relumbrar del género teatral que no tiene igual en la historia de la cultura europea: las tramas y recursos de Lope, Tirso, Calderón y tantos otros, traducidos a todas las lenguas cultas, llenaron de público entusiasta los teatros y fueron imitados por los más destacados autores guiris (Corneille y Molière se los apropiaron por la cara), hasta el punto de que Alejandro Dumas (con Los tres mosqueteros), Rostand (Cyrano de Bergerac) y otros compadres del plumífero oficio basarían luego sus obras en la tradición de los espadachines teatrales y novelescos españoles, del mismo modo que la novela viajera y picaresca hispana influyó en narradores anglosajones como Smollett, Sterne, Fielding y Dickens. O sea, vamos. Decadencia, sí; para qué negarlo. Pero según y cómo, oigan. Y no tanto como nos cuentan.
[Continuará].
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La España del siglo XVII no fue el mejor lugar del mundo. La expulsión de los moriscos (que muchos creían necesaria para la unidad religiosa y para alejar el peligro de su complicidad con los corsarios musulmanes) emputeció aún más el paisaje, haciendo desaparecer la poca industria manual que nos quedaba, excepto en algunas zonas de Galicia y la cornisa cantábrica. También, de paso, lo puso aún más fácil a la leyenda negra de los españoles crueles, fanáticos, arrogantes y sin nada que aportar al mundo, alentada por los enemigos a los que la todavía gran potencia internacional tocaba el trigémino. Pero esa imagen era falsa, porque España, pese a las limitaciones impuestas por la Contrarreforma, seguía influyendo en el pensamiento intelectual de Europa. La ciencia y la cultura griega y oriental habían sido traducidas aquí de textos árabes y hebreos, el mecenazgo de la monarquía alumbraba obras artísticas inmortales, la actividad de las universidades se extendía a América, los jesuitas combinaban con eficacia ciencia, política y religión, los escritos de los navegantes españoles eran solicitadísimos por sus competidores ingleses y holandeses, las tácticas de los tercios revolucionaban el arte militar, y el Quijote de Cervantes era un pelotazo internacional. Incluso el matrimonio del gabacho Luis XIII con Ana de Austria había puesto lo hispano de moda en las simbólicas portadas del Hola de la época, con vestidos, maneras y costumbres cispirenaicas. Sin embargo, pese a eso y más, los propios indígenas hicimos cuanto pudimos por confirmar la mala reputación pregonada por los innumerables cabroncetes enemigos. Exhausta de guerras y esfuerzos, España se apagaba (Yace aquella virtud desaliñada / que fue, si rica menos, más temida / en vanidad y sueño sepultada, escribió amargo y genial Francisco de Quevedo). Mientras la monarquía y la nobleza vivían en un lujo basado en la corrupción y en acribillar a impuestos a quien trabajaba y tenía un maravedí en el bolsillo, el pueblo casi ocioso, rezando en el interior de las iglesias o mendigando a la puerta de ellas, se buscaba la vida como podía, y al Estado se lo consideraba única fuente de riqueza de la que todos esperaban sacar algo sin contribuir con su trabajo, como señaló el historiador Eduardo Ibarra. Sin embargo, España siempre tuvo algo de paradoja tragicómica, y en este caso no sería menos. El empobrecimiento y la decadencia social tuvieron como consecuencia (y ahí está la guasa del asunto) un esplendor asombroso: un Siglo de Oro (entre 1580, con las primeras obras de Lope de Vega, y 1681, con la muerte de Calderón de la Barca) que acabó por influir muchísimo en la cultura de Europa. Como el trabajo manual se consideraba en España deshonroso y la Inquisición entorpecía la ciencia y la filosofía política, la inteligencia española se centró en la observación de la vida cotidiana y la sátira social, alumbrando creaciones extraordinarias. El maltratado hidalgo cervantino había desbrozado el camino; y tras él, desgarrados, ocurrentes y sarcásticos, se lanzaron los mayores ingenios de aquel tiempo. El héroe popular ya no era el paladín andante de los libros de caballerías, sino el antihéroe desencantado y pícaro que vivía de engañar al prójimo, en novelas geniales como el Lazarillo de Tormes, Guzmán de Alfarache, Marcos de Obregón, el Buscón de Quevedo y otras escritas por peña de singular talento, cuya lectura permite penetrar hasta el hueso, con exactitud y precisión documental, el momento y las gentes. Ninguna sociedad se retrató nunca como los españoles de entonces a sí mismos. Las letras llevaron a los libros lo que realmente había en la calle: el estudiante pícaro, el hidalgo pobre, el cura, el mendigo, la mujer audaz, la beata, los criados desleales, el ladrón sin escrúpulos, el soldado fanfarrón o el espadachín a sueldo (de todo eso nació el capitán Alatriste). Los mismos personajes protagonizaron un relumbrar del género teatral que no tiene igual en la historia de la cultura europea: las tramas y recursos de Lope, Tirso, Calderón y tantos otros, traducidos a todas las lenguas cultas, llenaron de público entusiasta los teatros y fueron imitados por los más destacados autores guiris (Corneille y Molière se los apropiaron por la cara), hasta el punto de que Alejandro Dumas (con Los tres mosqueteros), Rostand (Cyrano de Bergerac) y otros compadres del plumífero oficio basarían luego sus obras en la tradición de los espadachines teatrales y novelescos españoles, del mismo modo que la novela viajera y picaresca hispana influyó en narradores anglosajones como Smollett, Sterne, Fielding y Dickens. O sea, vamos. Decadencia, sí; para qué negarlo. Pero según y cómo, oigan. Y no tanto como nos cuentan.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXIII)
Si el siglo anterior había sido español, el XVII lo fue francés. En él se consolidó la Francia que durante casi dos centurias iba a marcar la política y el estilo de Europa, con una reafirmación de la monarquía por derecho divino y un predominio (excepto en Inglaterra, inevitablemente parlamentaria) de las ideas absolutistas. Y si eso tuvo un nombre, fue el de Luis XIV. La idea, desarrollada por pensadores como Jean Bodin y algún otro, era antigua, pero se vio renovada con una modernidad abrumadora: el rey era Francia y Francia era una nación, luego la voluntad de la nación era la del rey, o más bien era el rey quien encarnaba la voluntad de la nación. La France c’est moi, como la Lulú del perfume. Más claro, agua. Y al que ponga pegas, le mando mis ejércitos o lo meto en la Bastilla. Huérfano desde muy niño (1643), criado en la regencia de su madre española (Ana de Austria, la de Los tres mosqueteros) y el primer ministro-cardenal Mazarino (el de Veinte años después), y con una formación más pragmática que libresca, al subir Luis al trono supo someterlo todo a su voluntad: la política, la guerra, la economía, el arte y las letras. El chaval no era un prodigio de inteligencia, o eso dicen los que saben; pero tenía ojo de lince y supo rodearse de buenos colaboradores. A la muerte de Mazarino rechazó tener a otro primer ministro, encargándose él de todo, con ministros elegidos entre la alta burguesía y sujetos a su voluntad, consejo de Estado e intendentes provinciales que actuaban bajo su control directo. Y además puso a un genio en materia de finanzas (el ministro Colbert) a cargo de la economía nacional: manufacturas, tarifas aduaneras, red de transporte para mercancías y fundación de compañías comerciales y coloniales. Aquello disparó la prosperidad y la viruta entró a chorros en las arcas reales y en las particulares, con toda la peña feliz como una perdiz. En materia religiosa, tampoco Luis se cortó ni al afeitarse: para conseguir la unidad que por entonces todo gobernante ambicionaba, se lo puso difícil a los protestantes franceses, forzando a 250.000 hugonotes a hacer las maletas rumbo a Suiza, Holanda, Alemania e Inglaterra. Y para controlar todavía mejor la cosa interna, se sacó de la manga el asombroso invento de Versalles, que convirtió a su corte en pasmo de Europa. Y lo que hizo, el tío, fue construir una superhipermegalujosa residencia oficial para toda la corte, alejando a los nobles (siempre peligrosos en sus vanidades y ambiciones) de las posesiones provinciales para tenerlos allí controlados, convertidos en cortesanos fieles, comiendo de su mano y haciéndole todo el día la pelota. La etiqueta real, los privilegios de la corte y demás farfolla versallesca se convirtieron incluso en leyes estatales que acabaron siendo imitadísimas en las demás cortes europeas. Cada monarca (hasta los más bestias, que eran unos cuantos) quiso tener su Versalles, y todo empezó a hacerse al gusto francés, hasta el punto de que parlar gabacho se convirtió en signo de distinción internacional. A causa de eso, la influyente corte francesa jugó un papel fundamental en la difusión del arte y la cultura en Prusia, en Rusia, en Austria y en Suecia (con el tiempo, ya veremos por qué, también en España). La Academia, creada en 1635 para cuidar y perfeccionar el idioma, alumbró hacia finales de siglo un excelente diccionario de la lengua franchute; y el propio rey, para fomentar las artes y las letras (y hacerlas parte de su gloria personal, el muy pirata), pensionó a arquitectos, pintores y autores teatrales de postín como Molière, Racine y Corneille, que besaban el suelo por donde el monarca pisaba (excluyo aquí un fácil juego de palabras con el francés pisser). Pero no todo fue cultura, claro. El áspero mundo seguía su camino y nada excluyó la guerra, que seguía siendo el método habitual para resolver asuntos internacionales. Decidido a dotar a Francia de fronteras seguras al norte y el este (la famosa marcha hacia el Rhin), y eso en detrimento del imperio alemán y de la Bélgica todavía española, Luis XIV se metió en serios desparrames bélicos, alguno de los cuales no le salió tan chachi como calculaba. Austria e Inglaterra, que lo miraban de reojo, promovieron exitosas coaliciones contra el hegemonismo francés; y poco a poco los ingleses, con una inteligente política naval, fueron comiéndole a Francia la tostada en el mar del mismo modo que ya se la comían a España, bosquejando la gran potencia marítima que serían en el siglo XVIII. Y, bueno. El otro gran pifostio bélico en el que se metió Luis XIV ya con cierta edad, muy extenso y complicado, fue el que se produjo en 1700 por la sucesión al trono de aquel rey Carlos II, último de los Austrias, con el que a los españoles nos bendijo Dios. Pero de ese conflicto, que acabó siendo una verdadera guerra general europea, hablaremos en otro episodio. Creo.
[Continuará].
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Si el siglo anterior había sido español, el XVII lo fue francés. En él se consolidó la Francia que durante casi dos centurias iba a marcar la política y el estilo de Europa, con una reafirmación de la monarquía por derecho divino y un predominio (excepto en Inglaterra, inevitablemente parlamentaria) de las ideas absolutistas. Y si eso tuvo un nombre, fue el de Luis XIV. La idea, desarrollada por pensadores como Jean Bodin y algún otro, era antigua, pero se vio renovada con una modernidad abrumadora: el rey era Francia y Francia era una nación, luego la voluntad de la nación era la del rey, o más bien era el rey quien encarnaba la voluntad de la nación. La France c’est moi, como la Lulú del perfume. Más claro, agua. Y al que ponga pegas, le mando mis ejércitos o lo meto en la Bastilla. Huérfano desde muy niño (1643), criado en la regencia de su madre española (Ana de Austria, la de Los tres mosqueteros) y el primer ministro-cardenal Mazarino (el de Veinte años después), y con una formación más pragmática que libresca, al subir Luis al trono supo someterlo todo a su voluntad: la política, la guerra, la economía, el arte y las letras. El chaval no era un prodigio de inteligencia, o eso dicen los que saben; pero tenía ojo de lince y supo rodearse de buenos colaboradores. A la muerte de Mazarino rechazó tener a otro primer ministro, encargándose él de todo, con ministros elegidos entre la alta burguesía y sujetos a su voluntad, consejo de Estado e intendentes provinciales que actuaban bajo su control directo. Y además puso a un genio en materia de finanzas (el ministro Colbert) a cargo de la economía nacional: manufacturas, tarifas aduaneras, red de transporte para mercancías y fundación de compañías comerciales y coloniales. Aquello disparó la prosperidad y la viruta entró a chorros en las arcas reales y en las particulares, con toda la peña feliz como una perdiz. En materia religiosa, tampoco Luis se cortó ni al afeitarse: para conseguir la unidad que por entonces todo gobernante ambicionaba, se lo puso difícil a los protestantes franceses, forzando a 250.000 hugonotes a hacer las maletas rumbo a Suiza, Holanda, Alemania e Inglaterra. Y para controlar todavía mejor la cosa interna, se sacó de la manga el asombroso invento de Versalles, que convirtió a su corte en pasmo de Europa. Y lo que hizo, el tío, fue construir una superhipermegalujosa residencia oficial para toda la corte, alejando a los nobles (siempre peligrosos en sus vanidades y ambiciones) de las posesiones provinciales para tenerlos allí controlados, convertidos en cortesanos fieles, comiendo de su mano y haciéndole todo el día la pelota. La etiqueta real, los privilegios de la corte y demás farfolla versallesca se convirtieron incluso en leyes estatales que acabaron siendo imitadísimas en las demás cortes europeas. Cada monarca (hasta los más bestias, que eran unos cuantos) quiso tener su Versalles, y todo empezó a hacerse al gusto francés, hasta el punto de que parlar gabacho se convirtió en signo de distinción internacional. A causa de eso, la influyente corte francesa jugó un papel fundamental en la difusión del arte y la cultura en Prusia, en Rusia, en Austria y en Suecia (con el tiempo, ya veremos por qué, también en España). La Academia, creada en 1635 para cuidar y perfeccionar el idioma, alumbró hacia finales de siglo un excelente diccionario de la lengua franchute; y el propio rey, para fomentar las artes y las letras (y hacerlas parte de su gloria personal, el muy pirata), pensionó a arquitectos, pintores y autores teatrales de postín como Molière, Racine y Corneille, que besaban el suelo por donde el monarca pisaba (excluyo aquí un fácil juego de palabras con el francés pisser). Pero no todo fue cultura, claro. El áspero mundo seguía su camino y nada excluyó la guerra, que seguía siendo el método habitual para resolver asuntos internacionales. Decidido a dotar a Francia de fronteras seguras al norte y el este (la famosa marcha hacia el Rhin), y eso en detrimento del imperio alemán y de la Bélgica todavía española, Luis XIV se metió en serios desparrames bélicos, alguno de los cuales no le salió tan chachi como calculaba. Austria e Inglaterra, que lo miraban de reojo, promovieron exitosas coaliciones contra el hegemonismo francés; y poco a poco los ingleses, con una inteligente política naval, fueron comiéndole a Francia la tostada en el mar del mismo modo que ya se la comían a España, bosquejando la gran potencia marítima que serían en el siglo XVIII. Y, bueno. El otro gran pifostio bélico en el que se metió Luis XIV ya con cierta edad, muy extenso y complicado, fue el que se produjo en 1700 por la sucesión al trono de aquel rey Carlos II, último de los Austrias, con el que a los españoles nos bendijo Dios. Pero de ese conflicto, que acabó siendo una verdadera guerra general europea, hablaremos en otro episodio. Creo.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXIV)
El siglo XVII quedaba ya casi atrás, relegado como los anteriores a las páginas de la siempre tormentosa historia europea; aunque antes de bajar la persiana iba a dejar importantes novedades en el paisaje. Había sido sobre todo un siglo español (que se mueran los envidiosos y los feos) y también francés: gabachos y españoles fuimos estrellas principales del espectáculo, unos yendo para arriba (ellos) y otros para abajo (nosotros). Pero hubo más escenarios y personajes no menos interesantes. Inglaterra, por ejemplo, donde tras el mutis de la familia Cromwell habían regresado al trono los Estuardo (Carlos II, Jacobo II), fue en lo europeo a remolque de Francia, sobre todo al principio, como llevándole el botijo. Pero tuvo verdaderos momentos de gloria en otros aspectos. En lo colonial, intensificó su presencia en los nuevos territorios de Norteamérica, donde les jugó la del chino a los holandeses, echándolos de allí a base de derrotas navales y patadas en sus partes nobles (la Nueva Ámsterdam neerlandesa se convirtió en Nueva York, por ejemplo). Pero la transformación decisiva tuvo lugar en el propio sistema político inglés: la política absolutista de los monarcas se vio arrinconada por el Parlamento, que en 1679 votó la ley del Habeas corpus (ningún inglés podía ir a prisión sin mandato de un juez, ni estar detenido 24 horas sin someterse a juicio), y algo más tarde, cuando la revolución de 1688 cambió sin derramamiento de sangre a los católicos Estuardo por la protestante y holandesa casa de Orange (Guillermo III, y luego su cuñada y sucesora la reina Ana), la Inglaterra parlamentaria se afianzó como baluarte de modernidad política frente al despotismo monárquico a la francesa (un avance importante para los tiempos que corrían), y la Declaración de derechos, votada por el Parlamento y aceptada por el rey, consolidó el constitucionalismo inglés y fraguó la idea de un Estado jurídico de mutuo respeto entre la nación y el monarca. Eso incluía dos puntos que eran la madre del cordero: en adelante sería el Parlamento quien fijase los impuestos (se acabó que los reyes los trincasen por la cara) y sus miembros gozarían de libertad de elección y de palabra (por aquel entonces se formaron los dos grandes partidos que todavía hoy cortan el bacalao, los whigs y los tories). En cuanto al resto de Europa, las cosas también registraban cambios notables. En Alemania, los múltiples principados territoriales se ponían poco a poco de acuerdo para conseguir más peso internacional: aliándose unas veces con Francia y otras con Suecia, Polonia o el imperio austríaco, el elector Federico Guillermo de Brandeburgo empezó a conformar una Prusia cada vez más fuerte, más influyente, que acabaría convirtiéndose, con el tiempo y una caña, en núcleo político de la futura Gran Alemania que tantos dolores de cabeza acabaría causando a Europa y al mundo. Mientras tanto, algo más arriba y a mano derecha, la todavía formidable Suecia, gran potencia militar nórdica, veía cuestionada su hegemonía porque prusianos, daneses, holandeses y rusos, mosqueados con su poderío, procuraban hacerle la puñeta; así que las guerras se sucedieron en aquella parte del mundo. En cuanto al este europeo y las orillas mediterráneas orientales, los sucesos más notables fueron el comienzo ya en serio de la expansión territorial de Rusia y las últimas jugadas de ajedrez de una Turquía que no era lo que había sido: la conquista de Creta fue su última ofensiva militar afortunada, pero el intento de avanzar hacia el corazón de Europa con el ataque a Austria y el asedio de Viena resultó un desastre. De poco sirvió que la Francia de Luis XIV recurriese al viejo truco del almendruco de los tiempos de Francisco I (aliarse con los turcos para fastidiar a los austríacos, como antes lo habían intentado con los españoles). El intento francoturco de que Austria se debilitara luchando en dos frentes simultáneos no salió bien: Rusia, Polonia y Venecia se aliaron con Austria, coaligados contra la Sublime Puerta en una guerra que acabó con el siglo (1699), de la que los turcos salieron (aunque todavía aguantarían el órdago una larga temporada) con el cochino bastante mal capado. De ese modo Rusia consiguió una salida al mar Negro, Polonia recuperó parte de Ucrania, Venecia recobró la costa de Dalmacia, y el imperio austríaco, cada vez más vitaminado, más fuerte y más chuleta, convertido en la gran potencia centroeuropea, se zampó toda Hungría, Eslovenia, Croacia y Transilvania. Estableciéndose en esas tierras, por cierto, unas fronteras étnico-religiosas que aún darían mucho que hablar y que sangrar trescientos años después, a finales del siglo XX, con las guerras de los Balcanes.
[Continuará].
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El siglo XVII quedaba ya casi atrás, relegado como los anteriores a las páginas de la siempre tormentosa historia europea; aunque antes de bajar la persiana iba a dejar importantes novedades en el paisaje. Había sido sobre todo un siglo español (que se mueran los envidiosos y los feos) y también francés: gabachos y españoles fuimos estrellas principales del espectáculo, unos yendo para arriba (ellos) y otros para abajo (nosotros). Pero hubo más escenarios y personajes no menos interesantes. Inglaterra, por ejemplo, donde tras el mutis de la familia Cromwell habían regresado al trono los Estuardo (Carlos II, Jacobo II), fue en lo europeo a remolque de Francia, sobre todo al principio, como llevándole el botijo. Pero tuvo verdaderos momentos de gloria en otros aspectos. En lo colonial, intensificó su presencia en los nuevos territorios de Norteamérica, donde les jugó la del chino a los holandeses, echándolos de allí a base de derrotas navales y patadas en sus partes nobles (la Nueva Ámsterdam neerlandesa se convirtió en Nueva York, por ejemplo). Pero la transformación decisiva tuvo lugar en el propio sistema político inglés: la política absolutista de los monarcas se vio arrinconada por el Parlamento, que en 1679 votó la ley del Habeas corpus (ningún inglés podía ir a prisión sin mandato de un juez, ni estar detenido 24 horas sin someterse a juicio), y algo más tarde, cuando la revolución de 1688 cambió sin derramamiento de sangre a los católicos Estuardo por la protestante y holandesa casa de Orange (Guillermo III, y luego su cuñada y sucesora la reina Ana), la Inglaterra parlamentaria se afianzó como baluarte de modernidad política frente al despotismo monárquico a la francesa (un avance importante para los tiempos que corrían), y la Declaración de derechos, votada por el Parlamento y aceptada por el rey, consolidó el constitucionalismo inglés y fraguó la idea de un Estado jurídico de mutuo respeto entre la nación y el monarca. Eso incluía dos puntos que eran la madre del cordero: en adelante sería el Parlamento quien fijase los impuestos (se acabó que los reyes los trincasen por la cara) y sus miembros gozarían de libertad de elección y de palabra (por aquel entonces se formaron los dos grandes partidos que todavía hoy cortan el bacalao, los whigs y los tories). En cuanto al resto de Europa, las cosas también registraban cambios notables. En Alemania, los múltiples principados territoriales se ponían poco a poco de acuerdo para conseguir más peso internacional: aliándose unas veces con Francia y otras con Suecia, Polonia o el imperio austríaco, el elector Federico Guillermo de Brandeburgo empezó a conformar una Prusia cada vez más fuerte, más influyente, que acabaría convirtiéndose, con el tiempo y una caña, en núcleo político de la futura Gran Alemania que tantos dolores de cabeza acabaría causando a Europa y al mundo. Mientras tanto, algo más arriba y a mano derecha, la todavía formidable Suecia, gran potencia militar nórdica, veía cuestionada su hegemonía porque prusianos, daneses, holandeses y rusos, mosqueados con su poderío, procuraban hacerle la puñeta; así que las guerras se sucedieron en aquella parte del mundo. En cuanto al este europeo y las orillas mediterráneas orientales, los sucesos más notables fueron el comienzo ya en serio de la expansión territorial de Rusia y las últimas jugadas de ajedrez de una Turquía que no era lo que había sido: la conquista de Creta fue su última ofensiva militar afortunada, pero el intento de avanzar hacia el corazón de Europa con el ataque a Austria y el asedio de Viena resultó un desastre. De poco sirvió que la Francia de Luis XIV recurriese al viejo truco del almendruco de los tiempos de Francisco I (aliarse con los turcos para fastidiar a los austríacos, como antes lo habían intentado con los españoles). El intento francoturco de que Austria se debilitara luchando en dos frentes simultáneos no salió bien: Rusia, Polonia y Venecia se aliaron con Austria, coaligados contra la Sublime Puerta en una guerra que acabó con el siglo (1699), de la que los turcos salieron (aunque todavía aguantarían el órdago una larga temporada) con el cochino bastante mal capado. De ese modo Rusia consiguió una salida al mar Negro, Polonia recuperó parte de Ucrania, Venecia recobró la costa de Dalmacia, y el imperio austríaco, cada vez más vitaminado, más fuerte y más chuleta, convertido en la gran potencia centroeuropea, se zampó toda Hungría, Eslovenia, Croacia y Transilvania. Estableciéndose en esas tierras, por cierto, unas fronteras étnico-religiosas que aún darían mucho que hablar y que sangrar trescientos años después, a finales del siglo XX, con las guerras de los Balcanes.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXV)
En el amanecer de un siglo XVIII que iba a dar mucho de sí en los libros de Historia, aquella enorme España de los Austrias, la heredera del ilustre emperador Carlos V y del férreo Felipe II, se había ido por completo al carajo. De oca a oca y tiro porque me toca, cada vez más cuesta abajo, caía al fin en el pozo del tablero: un rey, Carlos II, degenerado, imbécil e incapaz, literalmente una desgracia nacional, manipulado por un jesuita, por una reina extranjera que apenas sabía hablar español y por un cardenal comprado por Francia que en menos de una hora, sentado junto a la cabecera del monarca agonizante, consiguió que éste cambiara su testamento, apartando al que por viejos pactos de familia parecía destinado a ser heredero de la corona y por tanto nuevo rey de España, el archiduque Carlos de Austria (hijo del emperador Leopoldo I), en beneficio de Felipe de Anjou (nieto del francés Luis XIV). Aquello fue un terremoto político que sacudió Europa y lió un carajal de tamaño XL que duró doce años y se acabó llamando Guerra de Sucesión Española, pero que en realidad se combatió en muchos escenarios, por tierra y por mar (por aire todavía no, y disculpen la gilipollez, porque aún no se habían inventado los dirigibles ni los aviones). La primera en jurar en arameo con el enjuague borbónico fue Inglaterra, ya que una Francia y España unidas eran más de lo que podía soportar como enemigo, tanto en sus costas como en las aguas y colonias de América. Le ponía la mosca detrás de la oreja. Así que moviendo alianzas y tropas, dispuestos a hacerse la puñeta unos a otros, en Europa se formaron dos bandos: uno apoyaba al pretendiente austríaco y otro al gabacho (o sea, Habsburgos o Borbones). Entre los primeros estaban Inglaterra, Holanda y algún otro; entre los segundos, un par de príncipes alemanes y el duque de Saboya. Fue entonces (1704) cuando Inglaterra, aprovechándose del caos reinante, se apoderó de Gibraltar (y ahí sigue, sin soltarlo hasta ahora). Al principio las cosas le fueron bien a la alianza pro-austríaca, que le rompió los cuernos a Luis XIV en varias batallas (Oudenarde y Malplaquet, entre otras). Y tenían al abuelo a punto de caramelo para pedir la paz cuando se pasaron de listos enviando tropas a España, para echar de allí al pretendiente don Felipe, que se defendía como gato panza arriba (batallas de Almansa, Brihuega y Villaviciosa). Eso cabreó mucho a su abuelo, que reavivó la guerra, esta vez con mayor fortuna. En Austria había un emperador nuevo, Carlos VI (Leopoldo I había muerto, y también su sucesor, José I), y de éste ingleses y holandeses se fiaban menos que de los antecesores; así que sin contar mucho con él negociaron una paz con Francia que fraguó en el famoso Tratado de Utrecht (1714), por el que el nieto de Luis XIV era aceptado como rey de España y de sus territorios ultramarinos a cambio de renunciar a cualquier derecho de sucesión al trono franchute. Fue así como, con el que a partir de entonces sería llamado Felipe V (el número VI es el que tenemos ahora), en España se instaló para un rato largo la dinastía de la casa de Borbón; que, con vicisitudes varias en los siguientes tres siglos, reina todavía. Para cerrar la boca a los austríacos después de haberles hecho tragarse el sapo se les dio una compensación (seguro que lo adivinan ustedes) a costa de posesiones españolas, que no era ninguna tontería: Bélgica, Cerdeña, Milán y Nápoles. Sicilia la trincó el duque de Saboya, Holanda se quedó con varios establecimientos coloniales e Inglaterra con importantes territorios de América, además de Gibraltar y Menorca. Lo de Utrecht quedó ratificado poco después por la llamada Paz de Rastatt; y aunque Francia se había dejado muchos pelos en la gatera militar y mucha influencia por los suelos, todos quedaron más o menos contentos, felices como perdices o con cara de estarlo. Menos la pobre España, claro, tras haber sufrido la guerra en el mar, en América, en Europa y en su propio territorio (el carajal en Cataluña, que apostó por el archiduque Carlos y le salió el cochino mal capado, fue de órdago), después de que les quemaran los muebles, se les fumaran el tabaco, se pitorrearan en su cara y les diera por saco todo el mundo, los españoles pagaban ahora a su costa, con territorios y prestigio, los gastos de la fiesta ajena. En realidad la única potencia que salía gran vencedora de aquel enorme desparrame era Inglaterra, crecida en el mar, muy arrogante y chula ella, siempre dispuesta a calentar todo conflicto que desestabilizara a Europa, con un imperio colonial cada vez más poderoso y una marina mercante y de guerra que la convertían en dueña cada vez menos discutida de los mares. Ya saben ustedes: Rule Britannia sobre las olas, y todo eso.
[Continuará].
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En el amanecer de un siglo XVIII que iba a dar mucho de sí en los libros de Historia, aquella enorme España de los Austrias, la heredera del ilustre emperador Carlos V y del férreo Felipe II, se había ido por completo al carajo. De oca a oca y tiro porque me toca, cada vez más cuesta abajo, caía al fin en el pozo del tablero: un rey, Carlos II, degenerado, imbécil e incapaz, literalmente una desgracia nacional, manipulado por un jesuita, por una reina extranjera que apenas sabía hablar español y por un cardenal comprado por Francia que en menos de una hora, sentado junto a la cabecera del monarca agonizante, consiguió que éste cambiara su testamento, apartando al que por viejos pactos de familia parecía destinado a ser heredero de la corona y por tanto nuevo rey de España, el archiduque Carlos de Austria (hijo del emperador Leopoldo I), en beneficio de Felipe de Anjou (nieto del francés Luis XIV). Aquello fue un terremoto político que sacudió Europa y lió un carajal de tamaño XL que duró doce años y se acabó llamando Guerra de Sucesión Española, pero que en realidad se combatió en muchos escenarios, por tierra y por mar (por aire todavía no, y disculpen la gilipollez, porque aún no se habían inventado los dirigibles ni los aviones). La primera en jurar en arameo con el enjuague borbónico fue Inglaterra, ya que una Francia y España unidas eran más de lo que podía soportar como enemigo, tanto en sus costas como en las aguas y colonias de América. Le ponía la mosca detrás de la oreja. Así que moviendo alianzas y tropas, dispuestos a hacerse la puñeta unos a otros, en Europa se formaron dos bandos: uno apoyaba al pretendiente austríaco y otro al gabacho (o sea, Habsburgos o Borbones). Entre los primeros estaban Inglaterra, Holanda y algún otro; entre los segundos, un par de príncipes alemanes y el duque de Saboya. Fue entonces (1704) cuando Inglaterra, aprovechándose del caos reinante, se apoderó de Gibraltar (y ahí sigue, sin soltarlo hasta ahora). Al principio las cosas le fueron bien a la alianza pro-austríaca, que le rompió los cuernos a Luis XIV en varias batallas (Oudenarde y Malplaquet, entre otras). Y tenían al abuelo a punto de caramelo para pedir la paz cuando se pasaron de listos enviando tropas a España, para echar de allí al pretendiente don Felipe, que se defendía como gato panza arriba (batallas de Almansa, Brihuega y Villaviciosa). Eso cabreó mucho a su abuelo, que reavivó la guerra, esta vez con mayor fortuna. En Austria había un emperador nuevo, Carlos VI (Leopoldo I había muerto, y también su sucesor, José I), y de éste ingleses y holandeses se fiaban menos que de los antecesores; así que sin contar mucho con él negociaron una paz con Francia que fraguó en el famoso Tratado de Utrecht (1714), por el que el nieto de Luis XIV era aceptado como rey de España y de sus territorios ultramarinos a cambio de renunciar a cualquier derecho de sucesión al trono franchute. Fue así como, con el que a partir de entonces sería llamado Felipe V (el número VI es el que tenemos ahora), en España se instaló para un rato largo la dinastía de la casa de Borbón; que, con vicisitudes varias en los siguientes tres siglos, reina todavía. Para cerrar la boca a los austríacos después de haberles hecho tragarse el sapo se les dio una compensación (seguro que lo adivinan ustedes) a costa de posesiones españolas, que no era ninguna tontería: Bélgica, Cerdeña, Milán y Nápoles. Sicilia la trincó el duque de Saboya, Holanda se quedó con varios establecimientos coloniales e Inglaterra con importantes territorios de América, además de Gibraltar y Menorca. Lo de Utrecht quedó ratificado poco después por la llamada Paz de Rastatt; y aunque Francia se había dejado muchos pelos en la gatera militar y mucha influencia por los suelos, todos quedaron más o menos contentos, felices como perdices o con cara de estarlo. Menos la pobre España, claro, tras haber sufrido la guerra en el mar, en América, en Europa y en su propio territorio (el carajal en Cataluña, que apostó por el archiduque Carlos y le salió el cochino mal capado, fue de órdago), después de que les quemaran los muebles, se les fumaran el tabaco, se pitorrearan en su cara y les diera por saco todo el mundo, los españoles pagaban ahora a su costa, con territorios y prestigio, los gastos de la fiesta ajena. En realidad la única potencia que salía gran vencedora de aquel enorme desparrame era Inglaterra, crecida en el mar, muy arrogante y chula ella, siempre dispuesta a calentar todo conflicto que desestabilizara a Europa, con un imperio colonial cada vez más poderoso y una marina mercante y de guerra que la convertían en dueña cada vez menos discutida de los mares. Ya saben ustedes: Rule Britannia sobre las olas, y todo eso.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXVI)
Casi al mismo tiempo que se libraba la Guerra de Sucesión española, en el norte de Europa tenía lugar otro desparrame bélico de campanillas en el que, después de muchos dimes y diretes, la hegemonía militar de Suecia, muy notable desde el siglo anterior, se fue yendo al carajo más pronto que deprisa. El rey sueco Carlos XII era un tipo arrojado, ambicioso y genial: un soldado nato que llegó a batirse con todo cristo, al principio con bastante éxito, hasta que se le acabaron los recursos, las energías y la suerte; y tras ver aniquilado a su ejército ante los rusos en Poltawa (1709) sin tirar la toalla por eso (era un monarca que los tenía bien puestos), palmó doce años después, acosado por todos, como un valiente, peleando ante la ciudad noruega de Fredrikshald, en un tiempo en que aún había reyes capaces de morir en un campo de batalla y no como los mantequitas blandas que hubo luego. Aquella guerra nórdica dio lugar a un importante cambio de influencias, pues el poderío sueco cedió paso a la nueva Rusia, que otro rey excepcional, Pedro I el Grande (enconado rival del infeliz Carlos XII), ponía en pie por esas fechas. Aquel joven zar ruso, formado en Holanda, Inglaterra y Francia, un guaperas culto, ilustrado, admirador de las nuevas ideas de progreso que empezaban a asentarse en Europa Occidental, quiso modernizar y engrandecer su país y se puso a la faena con fervor y tesón: fundó una nueva capital (San Petersburgo), construyó una flota impresionante, reformó el ejército, dictó leyes modernas, abrió escuelas y establecimientos benéficos, e hizo cuanto pudo por acercar la lejana y todavía bárbara Rusia a la Europa Occidental que tanto admiraba, incluso en asuntos religiosos: se cepilló el rancio patriarcado de Moscú y puso los pavos a la sombra a la Iglesia rusa (ortodoxa) para evitar que le tocara demasiado las narices en asuntos de modernidad. También llevó a cabo este zar una política de expansión territorial destinada a conseguir puertos en el Báltico y el Mar Negro (salidas marítimas naturales al Atlántico y el Mediterráneo), y eso lo enfrentó no sólo a Suecia, como hemos visto, sino también a Turquía y Polonia, que acabaron pagando el pato en el negocio. Pedro el Grande murió en 1725 antes de ver realizado su proyecto, pero lo continuó su viuda Catalina (una chica aldeana de origen humilde, como en los cuentos de hadas), que no hizo mala gestión del asunto. Y más tarde, ya a partir de 1762, otra Catalina, esta vez llamada la Grande (la zarina Catalina II), formada en el espíritu de la Ilustración francesa y europea, continuó con mucho acierto aquella europeización y expansión territorial de Rusia. Una expansión, por cierto, que le hizo considerablemente la puñeta a la pobre Polonia, víctima principal de esa larga marcha eslava hacia el oeste. Por estar donde estaba, o sea, entre Rusia, Prusia y Austria, Polonia estorbaba a todos; así que entre las tres potencias se repartieron la totalidad del Estado polaco (con la complicidad pasiva de la aristocracia rural, que se limitó a cambiar de monarca sin perder privilegios). Sólo más tarde despertaría, a causa de tanta humillación y tanto dar por saco, el sentimiento nacionalista polaco anti-alemán y anti-ruso característico de aquella Polonia trágica, atormentada por unos y otros, cuyas desgracias iban a prolongarse hasta finales del siglo XX. Y ahora que lo pienso, eso me recuerda que no podemos cerrar este episodio sin hablar de Prusia: un pequeño país alemán a quien su gobernante, Federico II (el principal tocapelotas de Europa en el siglo XVIII), hizo poderoso y temible. Era este Federico un rey absolutista al estilo de la época pero culto, ilustrado (detestaba la lengua alemana, que consideraba propia de brutos, y prefería hablar y escribir en francés) y sinceramente atento al bienestar de su pueblo; pero también, cara y cruz de una misma moneda, un militarote de armas tomar: soldado duro y sin escrúpulos en relaciones internacionales, que combatió con todos sus vecinos con buenas o malas artes según la necesidad de cada momento (atacaba sin declaración previa de guerra y otras guarrerías por el estilo). Y lo hizo especialmente contra Austria, su más próximo rival, durante la llamada Guerra de Sucesión austríaca (entre 1740 y 1748), que al estilo de la de Sucesión española enfrentó a casi todas las potencias, Inglaterra incluida, a favor y en contra de la reina María Teresa de Austria, y que tuvo una segunda edición en la Guerra de los Siete Años (1756-1763); cuyas consecuencias internacionales y ultramarinas, todavía más importantes que la guerra en sí, definirían de forma decisiva el paisaje europeo y mundial para el siguiente siglo, América, Asia y océanos incluidos. Pero de todo eso hablaremos, supongo, en el siguiente capítulo.
[Continuará].
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Casi al mismo tiempo que se libraba la Guerra de Sucesión española, en el norte de Europa tenía lugar otro desparrame bélico de campanillas en el que, después de muchos dimes y diretes, la hegemonía militar de Suecia, muy notable desde el siglo anterior, se fue yendo al carajo más pronto que deprisa. El rey sueco Carlos XII era un tipo arrojado, ambicioso y genial: un soldado nato que llegó a batirse con todo cristo, al principio con bastante éxito, hasta que se le acabaron los recursos, las energías y la suerte; y tras ver aniquilado a su ejército ante los rusos en Poltawa (1709) sin tirar la toalla por eso (era un monarca que los tenía bien puestos), palmó doce años después, acosado por todos, como un valiente, peleando ante la ciudad noruega de Fredrikshald, en un tiempo en que aún había reyes capaces de morir en un campo de batalla y no como los mantequitas blandas que hubo luego. Aquella guerra nórdica dio lugar a un importante cambio de influencias, pues el poderío sueco cedió paso a la nueva Rusia, que otro rey excepcional, Pedro I el Grande (enconado rival del infeliz Carlos XII), ponía en pie por esas fechas. Aquel joven zar ruso, formado en Holanda, Inglaterra y Francia, un guaperas culto, ilustrado, admirador de las nuevas ideas de progreso que empezaban a asentarse en Europa Occidental, quiso modernizar y engrandecer su país y se puso a la faena con fervor y tesón: fundó una nueva capital (San Petersburgo), construyó una flota impresionante, reformó el ejército, dictó leyes modernas, abrió escuelas y establecimientos benéficos, e hizo cuanto pudo por acercar la lejana y todavía bárbara Rusia a la Europa Occidental que tanto admiraba, incluso en asuntos religiosos: se cepilló el rancio patriarcado de Moscú y puso los pavos a la sombra a la Iglesia rusa (ortodoxa) para evitar que le tocara demasiado las narices en asuntos de modernidad. También llevó a cabo este zar una política de expansión territorial destinada a conseguir puertos en el Báltico y el Mar Negro (salidas marítimas naturales al Atlántico y el Mediterráneo), y eso lo enfrentó no sólo a Suecia, como hemos visto, sino también a Turquía y Polonia, que acabaron pagando el pato en el negocio. Pedro el Grande murió en 1725 antes de ver realizado su proyecto, pero lo continuó su viuda Catalina (una chica aldeana de origen humilde, como en los cuentos de hadas), que no hizo mala gestión del asunto. Y más tarde, ya a partir de 1762, otra Catalina, esta vez llamada la Grande (la zarina Catalina II), formada en el espíritu de la Ilustración francesa y europea, continuó con mucho acierto aquella europeización y expansión territorial de Rusia. Una expansión, por cierto, que le hizo considerablemente la puñeta a la pobre Polonia, víctima principal de esa larga marcha eslava hacia el oeste. Por estar donde estaba, o sea, entre Rusia, Prusia y Austria, Polonia estorbaba a todos; así que entre las tres potencias se repartieron la totalidad del Estado polaco (con la complicidad pasiva de la aristocracia rural, que se limitó a cambiar de monarca sin perder privilegios). Sólo más tarde despertaría, a causa de tanta humillación y tanto dar por saco, el sentimiento nacionalista polaco anti-alemán y anti-ruso característico de aquella Polonia trágica, atormentada por unos y otros, cuyas desgracias iban a prolongarse hasta finales del siglo XX. Y ahora que lo pienso, eso me recuerda que no podemos cerrar este episodio sin hablar de Prusia: un pequeño país alemán a quien su gobernante, Federico II (el principal tocapelotas de Europa en el siglo XVIII), hizo poderoso y temible. Era este Federico un rey absolutista al estilo de la época pero culto, ilustrado (detestaba la lengua alemana, que consideraba propia de brutos, y prefería hablar y escribir en francés) y sinceramente atento al bienestar de su pueblo; pero también, cara y cruz de una misma moneda, un militarote de armas tomar: soldado duro y sin escrúpulos en relaciones internacionales, que combatió con todos sus vecinos con buenas o malas artes según la necesidad de cada momento (atacaba sin declaración previa de guerra y otras guarrerías por el estilo). Y lo hizo especialmente contra Austria, su más próximo rival, durante la llamada Guerra de Sucesión austríaca (entre 1740 y 1748), que al estilo de la de Sucesión española enfrentó a casi todas las potencias, Inglaterra incluida, a favor y en contra de la reina María Teresa de Austria, y que tuvo una segunda edición en la Guerra de los Siete Años (1756-1763); cuyas consecuencias internacionales y ultramarinas, todavía más importantes que la guerra en sí, definirían de forma decisiva el paisaje europeo y mundial para el siguiente siglo, América, Asia y océanos incluidos. Pero de todo eso hablaremos, supongo, en el siguiente capítulo.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXVII)
Si en poderío internacional y en lo de mojar la oreja a todos el siglo XVII había sido francés, el XVIII fue inglés. Y el mar y los territorios coloniales tuvieron mucho que ver con eso. La Guerra de los Siete Años no se libró sólo en territorio continental europeo. Entre 1756 y 1763, y ya desde un poco antes, los intereses de Francia e Inglaterra se encontraban enfrentados tanto en América como en la India. La guerra en Europa calentó mucho el panorama y dio pretextos, sucediéndose las batallas navales y terrestres en los territorios coloniales, que eran proveedores de materias primas y otras riquezas; así que unos y otros, peleando como gatos panza arriba, defendían su parte del pastel y ambicionaban la ajena. La España ahora gobernada por los Borbones, que con la poderosa inercia del pasado aún seguía siendo algo en el mundo, le llevaba el botijo a Francia, secundándola tanto en las victorias, que fueron algunas, como en los desastres, que no fueron pocos, y en los que a menudo pagó ella la factura (aunque a veces nos apuntamos grandes éxitos parciales, como cuando Blas de Lezo le rompió los cuernos al comodoro Vernon en el intento inglés de tomar por la cara Cartagena de Indias). El caso, de todas formas, es que esa guerra ultramarina la fue ganando poco a poco Inglaterra, cuya marina mercante y de guerra alcanzó en este tiempo una fuerza y un prestigio asombrosos. Al empezar el último tercio del siglo, el Canadá (antes francés) ya era casi completamente británico; y el rey gabacho Luis XV (un pringado abúlico al que todo se la traía floja salvo el pampaneo de Versalles y calzarse a sus caprichosas amantes), mediante la Paz de París (1768) había cedido a los ingleses amplios territorios en América del Norte (los situados en la orilla izquierda del río Mississipi) y algunos enclaves africanos (la pardilla España, que se había metido en la guerra como aliada de Francia, perdió la Florida, Menorca y pudo conservar Filipinas de puro milagro). El otro plato fuerte que se zamparon los de Londres (Pitt el Joven fue el gobernante que impulsó esa expansión colonial británica) fue la renuncia francesa, qué remedio, a mantenerse en la India, donde se había establecido con mucho poderío y desvergüenza la empresa mercantil llamada Compañía de las Indias Orientales; y como también había arrebatado Ceilán a los holandeses, Inglaterra se hizo en Asia con un imperio de doscientos millones de habitantes, que se dice pronto. Así, entre pitos y flautas, o sea, entre América y la India, convertida Gran Bretaña en chulo casi indiscutible de los mares, saqueando cuanto podía de todo y de todos, nación pirata, arrogante y depredadora sin escrúpulos de lo ajeno, se hizo la más importante potencia colonial del mundo. Pero hay que reconocer, las cosas como son, que los de allí se lo curraron con mucho arte, consiguiéndolo todo a pulso con aventureros intrépidos, soldados aguerridos, marinos competentes y una visión comercial extraordinaria, facilitada por la impresionante transformación económico-social que a partir de 1760 modernizó el país y alcanzó a modernizar el mundo. Aquella primera Revolución Industrial (así la denominó la Historia), que también llegó a la agricultura, fue posible gracias a inventos como el telar mecánico, la máquina de vapor, la máquina de hilar y muchas otras novedades geniales que permitieron a los ingleses adelantarse a todos, amigos y enemigos, en materia de industria y comercio, situando a Gran Bretaña en la cumbre de la más avanzada economía capitalista; simbolizada en la publicación (1776) de la importante obra de Adam Smith La riqueza de las naciones, donde la madre del cordero era el concepto llamado utilitarismo: nación consciente de su supremacía económica, más preocupación por la eficacia y el bienestar que por las luchas políticas, gobiernos moderados que favorecieran el desarrollo del comercio y no sangrasen a impuestos a la peña, armonía entre el interés individual y el interés general, seguridad jurídica, respeto a la propiedad y todo eso. Y en especial, considerar que la verdadera riqueza de un pueblo era el trabajo nacional. Un tiempo nuevo rompía aguas en la vieja Europa. No en vano la palabra optimismo surgió y se escribió por primera vez en Inglaterra hacia 1740. Y también la expresión ciudadano del mundo (ésta en Francia) aparece por esa época, cuando Montesquieu escribe: Aun sabiendo que algo es útil para mi patria, no me atrevería a recomendarlo si fuera ruinoso para otro país… De ese modo, Revolución Industrial inglesa e Ilustración francesa coincidieron para alumbrar un tiempo nuevo. Y los cambios que una y otra iban a imponer en Europa serían extraordinarios.
[Continuará].
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Si en poderío internacional y en lo de mojar la oreja a todos el siglo XVII había sido francés, el XVIII fue inglés. Y el mar y los territorios coloniales tuvieron mucho que ver con eso. La Guerra de los Siete Años no se libró sólo en territorio continental europeo. Entre 1756 y 1763, y ya desde un poco antes, los intereses de Francia e Inglaterra se encontraban enfrentados tanto en América como en la India. La guerra en Europa calentó mucho el panorama y dio pretextos, sucediéndose las batallas navales y terrestres en los territorios coloniales, que eran proveedores de materias primas y otras riquezas; así que unos y otros, peleando como gatos panza arriba, defendían su parte del pastel y ambicionaban la ajena. La España ahora gobernada por los Borbones, que con la poderosa inercia del pasado aún seguía siendo algo en el mundo, le llevaba el botijo a Francia, secundándola tanto en las victorias, que fueron algunas, como en los desastres, que no fueron pocos, y en los que a menudo pagó ella la factura (aunque a veces nos apuntamos grandes éxitos parciales, como cuando Blas de Lezo le rompió los cuernos al comodoro Vernon en el intento inglés de tomar por la cara Cartagena de Indias). El caso, de todas formas, es que esa guerra ultramarina la fue ganando poco a poco Inglaterra, cuya marina mercante y de guerra alcanzó en este tiempo una fuerza y un prestigio asombrosos. Al empezar el último tercio del siglo, el Canadá (antes francés) ya era casi completamente británico; y el rey gabacho Luis XV (un pringado abúlico al que todo se la traía floja salvo el pampaneo de Versalles y calzarse a sus caprichosas amantes), mediante la Paz de París (1768) había cedido a los ingleses amplios territorios en América del Norte (los situados en la orilla izquierda del río Mississipi) y algunos enclaves africanos (la pardilla España, que se había metido en la guerra como aliada de Francia, perdió la Florida, Menorca y pudo conservar Filipinas de puro milagro). El otro plato fuerte que se zamparon los de Londres (Pitt el Joven fue el gobernante que impulsó esa expansión colonial británica) fue la renuncia francesa, qué remedio, a mantenerse en la India, donde se había establecido con mucho poderío y desvergüenza la empresa mercantil llamada Compañía de las Indias Orientales; y como también había arrebatado Ceilán a los holandeses, Inglaterra se hizo en Asia con un imperio de doscientos millones de habitantes, que se dice pronto. Así, entre pitos y flautas, o sea, entre América y la India, convertida Gran Bretaña en chulo casi indiscutible de los mares, saqueando cuanto podía de todo y de todos, nación pirata, arrogante y depredadora sin escrúpulos de lo ajeno, se hizo la más importante potencia colonial del mundo. Pero hay que reconocer, las cosas como son, que los de allí se lo curraron con mucho arte, consiguiéndolo todo a pulso con aventureros intrépidos, soldados aguerridos, marinos competentes y una visión comercial extraordinaria, facilitada por la impresionante transformación económico-social que a partir de 1760 modernizó el país y alcanzó a modernizar el mundo. Aquella primera Revolución Industrial (así la denominó la Historia), que también llegó a la agricultura, fue posible gracias a inventos como el telar mecánico, la máquina de vapor, la máquina de hilar y muchas otras novedades geniales que permitieron a los ingleses adelantarse a todos, amigos y enemigos, en materia de industria y comercio, situando a Gran Bretaña en la cumbre de la más avanzada economía capitalista; simbolizada en la publicación (1776) de la importante obra de Adam Smith La riqueza de las naciones, donde la madre del cordero era el concepto llamado utilitarismo: nación consciente de su supremacía económica, más preocupación por la eficacia y el bienestar que por las luchas políticas, gobiernos moderados que favorecieran el desarrollo del comercio y no sangrasen a impuestos a la peña, armonía entre el interés individual y el interés general, seguridad jurídica, respeto a la propiedad y todo eso. Y en especial, considerar que la verdadera riqueza de un pueblo era el trabajo nacional. Un tiempo nuevo rompía aguas en la vieja Europa. No en vano la palabra optimismo surgió y se escribió por primera vez en Inglaterra hacia 1740. Y también la expresión ciudadano del mundo (ésta en Francia) aparece por esa época, cuando Montesquieu escribe: Aun sabiendo que algo es útil para mi patria, no me atrevería a recomendarlo si fuera ruinoso para otro país… De ese modo, Revolución Industrial inglesa e Ilustración francesa coincidieron para alumbrar un tiempo nuevo. Y los cambios que una y otra iban a imponer en Europa serían extraordinarios.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXVIII)
Junto a la Revolución Industrial, y en cierto modo vinculada a ella, la palabra Ilustración fue el ábrete sésamo del XVIII. Con ella se explica casi todo lo que en ese siglo fascinante ocurrió, y también mucho de lo bueno y malo que iba a ocurrir. Las nuevas ideas filosóficas y físico-naturales, desarrolladas al principio en Francia e Inglaterra, acabarían sumergiendo a Europa en un baño de modernidad y esperanza, a cuyo término —tragedias históricas incluidas— ya no la reconocería ni la madre que la parió. Quien salió peor parada, aparte el fin del carácter sagrado de las monarquías por la gracia de Dios, fue la Iglesia católica, a la que Voltaire y otros combativos filósofos (mi admirado barón Holbach, por ejemplo), situando la experiencia y la razón por encima del dogma, patearon concienzudamente la entrepierna. Entre los ilustrados, la ciencia sustituyó a la religión. En cuanto a los reyes, al principio la gente todavía creía en ellos, en plan paternal y todo eso, y los filósofos de la modernidad no los atacaron a fondo (hubo absolutistas ilustrados como Federico de Prusia, Catalina de Rusia y María Teresa y José de Austria), exigiéndoles sólo que respetaran las leyes y las libertades ciudadanas. Fue luego, poco a poco, avanzado el siglo, cuando se fue emputeciendo el ambiente y llegaron las grandes sacudidas, revoluciones y guillotinas varias. Al principio, sin embargo, todo era optimismo y buen rollito. La influencia de Newton (la claridad y concisión con que su genio había expuesto las leyes físicas) aumentó en esta época, y a su benéfica sombra surgieron ideas nuevas y extraordinarias. Poder, economía, sociedad, incluso la guerra, todo era recomendable hacerlo y ejercerlo conforme a la Razón: Voltaire con sus acerbas e inteligentes críticas al mundo viejo; Bayle con su Diccionario crítico; Rousseau con su atractivo e influyente concepto del buen salvaje; Locke con su opinión de que la única certeza absoluta estaba en las matemáticas y en la ética; Diderot y D’Alembert con la monumental Enciclopedia o Diccionario Razonado de Ciencias, Artes y Oficios (casi todos los filósofos, Voltaire incluido, participaron en ella); Montesquieu con el desprecio de la tiranía y el despotismo y con el ideal de moderación contenido en su Espíritu de las leyes (libertad política y ciudadana garantizada por un equilibrio entre poder ejecutivo, legislativo y judicial que tres siglos después está siendo destruido en todas partes). Ellos y muchos otros desmontaron con inteligencia las desigualdades sociales, los privilegios aristocráticos y la intolerancia religiosa, y reivindicaron, como fundamento de las naciones prósperas, la educación escolar y la libertad de producción y comercio sin más obstáculos que las leyes y el sentido común (sobre eso escribí una novela titulada Hombres buenos, así que los remito a ella). No todo, por supuesto, eran florecitas y cascabeles: Europa, América y el mundo seguían sacudidos por injusticias, inquisiciones, conflictos armados y miserias como la explotación colonial, la esclavitud y la trata de negros; y a veces todo eso también se hacía en nombre del progreso. Aun así, el espíritu de las Luces, la nueva fe en el ser humano, la creencia en que el mundo podía cambiar para mejor (eso, en efecto, acabó por ocurrir) mediante la educación y la cultura, no conoció fronteras, difundido mediante los periódicos, los libros (impresos en Holanda e Inglaterra para esquivar la censura), las sociedades científicas, las academias, las logias masónicas y los salones ilustrados: institución esta típicamente francesa, que tuvo mucha influencia y en la que las gabachas cultas del XVIII (inteligentes megapijas de clase alta con prestigio social y viruta para gastar) jugaron un papel decisivo, reuniendo en sus salones a filósofos, científicos, artistas y hombres de letras, que allí podían comer y beber por la cara mientras discutían y exponían, sin riesgo de ir a la cárcel cuando iban demasiado lejos, las más avanzadas ideas del momento. A esos salones ilustrados acudían (imagínense el nivel de la peña), Diderot, Buffon, Rousseau, Hume, Montesquieu, Holbach, Benjamin Franklin y tantos otros. Patrocinar con tacto y elegancia aquellas tertulias (compárenlas con lo que ahora llamamos tertulias) fue un arte en el que brillaron la duquesa de Aiguillon, la marquesa de Deffand, la Pompadour, madame de Tencin o madame Geoffrin (que invitaba a artistas los lunes y a literatos los miércoles), de la que no me resisto a contar una deliciosa anécdota. Uno de los habituales del salón solía sentarse siempre en el mismo lugar, al extremo de la mesa, escuchando las conversaciones pero sin abrir nunca la boca. Una tarde dejó de asistir, y al preguntar por él uno de los invitados respondió la dueña de la casa, imperturbable: «Ah, sí. Ése era mi marido, ¿sabe?… Acaba de fallecer».
[Continuará].
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Junto a la Revolución Industrial, y en cierto modo vinculada a ella, la palabra Ilustración fue el ábrete sésamo del XVIII. Con ella se explica casi todo lo que en ese siglo fascinante ocurrió, y también mucho de lo bueno y malo que iba a ocurrir. Las nuevas ideas filosóficas y físico-naturales, desarrolladas al principio en Francia e Inglaterra, acabarían sumergiendo a Europa en un baño de modernidad y esperanza, a cuyo término —tragedias históricas incluidas— ya no la reconocería ni la madre que la parió. Quien salió peor parada, aparte el fin del carácter sagrado de las monarquías por la gracia de Dios, fue la Iglesia católica, a la que Voltaire y otros combativos filósofos (mi admirado barón Holbach, por ejemplo), situando la experiencia y la razón por encima del dogma, patearon concienzudamente la entrepierna. Entre los ilustrados, la ciencia sustituyó a la religión. En cuanto a los reyes, al principio la gente todavía creía en ellos, en plan paternal y todo eso, y los filósofos de la modernidad no los atacaron a fondo (hubo absolutistas ilustrados como Federico de Prusia, Catalina de Rusia y María Teresa y José de Austria), exigiéndoles sólo que respetaran las leyes y las libertades ciudadanas. Fue luego, poco a poco, avanzado el siglo, cuando se fue emputeciendo el ambiente y llegaron las grandes sacudidas, revoluciones y guillotinas varias. Al principio, sin embargo, todo era optimismo y buen rollito. La influencia de Newton (la claridad y concisión con que su genio había expuesto las leyes físicas) aumentó en esta época, y a su benéfica sombra surgieron ideas nuevas y extraordinarias. Poder, economía, sociedad, incluso la guerra, todo era recomendable hacerlo y ejercerlo conforme a la Razón: Voltaire con sus acerbas e inteligentes críticas al mundo viejo; Bayle con su Diccionario crítico; Rousseau con su atractivo e influyente concepto del buen salvaje; Locke con su opinión de que la única certeza absoluta estaba en las matemáticas y en la ética; Diderot y D’Alembert con la monumental Enciclopedia o Diccionario Razonado de Ciencias, Artes y Oficios (casi todos los filósofos, Voltaire incluido, participaron en ella); Montesquieu con el desprecio de la tiranía y el despotismo y con el ideal de moderación contenido en su Espíritu de las leyes (libertad política y ciudadana garantizada por un equilibrio entre poder ejecutivo, legislativo y judicial que tres siglos después está siendo destruido en todas partes). Ellos y muchos otros desmontaron con inteligencia las desigualdades sociales, los privilegios aristocráticos y la intolerancia religiosa, y reivindicaron, como fundamento de las naciones prósperas, la educación escolar y la libertad de producción y comercio sin más obstáculos que las leyes y el sentido común (sobre eso escribí una novela titulada Hombres buenos, así que los remito a ella). No todo, por supuesto, eran florecitas y cascabeles: Europa, América y el mundo seguían sacudidos por injusticias, inquisiciones, conflictos armados y miserias como la explotación colonial, la esclavitud y la trata de negros; y a veces todo eso también se hacía en nombre del progreso. Aun así, el espíritu de las Luces, la nueva fe en el ser humano, la creencia en que el mundo podía cambiar para mejor (eso, en efecto, acabó por ocurrir) mediante la educación y la cultura, no conoció fronteras, difundido mediante los periódicos, los libros (impresos en Holanda e Inglaterra para esquivar la censura), las sociedades científicas, las academias, las logias masónicas y los salones ilustrados: institución esta típicamente francesa, que tuvo mucha influencia y en la que las gabachas cultas del XVIII (inteligentes megapijas de clase alta con prestigio social y viruta para gastar) jugaron un papel decisivo, reuniendo en sus salones a filósofos, científicos, artistas y hombres de letras, que allí podían comer y beber por la cara mientras discutían y exponían, sin riesgo de ir a la cárcel cuando iban demasiado lejos, las más avanzadas ideas del momento. A esos salones ilustrados acudían (imagínense el nivel de la peña), Diderot, Buffon, Rousseau, Hume, Montesquieu, Holbach, Benjamin Franklin y tantos otros. Patrocinar con tacto y elegancia aquellas tertulias (compárenlas con lo que ahora llamamos tertulias) fue un arte en el que brillaron la duquesa de Aiguillon, la marquesa de Deffand, la Pompadour, madame de Tencin o madame Geoffrin (que invitaba a artistas los lunes y a literatos los miércoles), de la que no me resisto a contar una deliciosa anécdota. Uno de los habituales del salón solía sentarse siempre en el mismo lugar, al extremo de la mesa, escuchando las conversaciones pero sin abrir nunca la boca. Una tarde dejó de asistir, y al preguntar por él uno de los invitados respondió la dueña de la casa, imperturbable: «Ah, sí. Ése era mi marido, ¿sabe?… Acaba de fallecer».
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXIX)
o ocurrió en Europa, pero de ella provino. Me refiero a la secesión de las trece colonias británicas de América del Norte (las trece barras que siguen estando hoy en la bandera gringa) y a la guerra contra la metrópoli que acabó en la Declaración de Independencia el 4 de julio de 1776. Las trece eran británicas, como digo, aunque algunas habían sido fundadas por emigrantes holandeses, suecos e incluso alemanes, y allí vivían colonos de toda condición y pelaje, mezclados protestantes, puritanos, católicos, cuáqueros y cuantas versiones del asunto religioso podamos imaginar. Esa gente empujaba hacia el oeste, comerciando con los indios o puteándolos según las circunstancias, poblando, cultivando campos, talando bosques y construyendo ciudades. No tenían ni la riqueza ni la cultura de las posesiones españolas de México o Perú, pero sí juventud, empuje y ganas de buscarse la vida. Inglaterra se hallaba lejos, a 6.000 kilómetros de distancia, lo que les daba una más que razonable autonomía. El pifostio vino, como siempre, por cuestiones de dinero: presión fiscal, impuestos sobre papel timbrado y sobre el té, granjeros cabreados, disturbios callejeros y otros etcéteras. En Londres, donde reinaba Jorge III, no lo vieron venir («Esos paletos se dispersan con cuatro escopetazos», dijeron los muy primaveras), y cuando vino en serio ya no hubo quien pacificara la cosa. Al principio las trece colonias no estaban unidas y cada perro se lamía su órgano, pero pronto comprendieron que juntas podían poner a Londres los pavos a la sombra. Así que con el Congreso de Filadelfia (1775) empezó la guerra, y los de allí pasaron de ser colonos británicos a rebeldes norteamericanos (les recomiendo El patriota, con Mel Gibson; pero sobre todo, una peli estupenda de John Ford, Corazones indomables, que cuenta muy bien el ambiente). Por supuesto, al ver a Gran Bretaña metida en problemas, sus tradicionales enemigos europeos, goteándoles el colmillo, aprovecharon la ocasión para dar por saco cuanto pudieron; y los norteamericanos (dirigidos entre otros por George Washington) recibieron el apoyo de Francia, España y Holanda, que declararon la guerra a Inglaterra. Desbordada ésta, aunque el almirante Rodney se cepilló a la escuadra gabacha en la batalla naval de Los Santos y Gibraltar se mantuvo británico pese a un duro asedio hispano-francés, las derrotas terrestres en suelo americano pusieron a los ingleses contra las cuerdas; y en la batalla de Yorktown los patriotas yanquis dieron a los casacas rojas las suyas y las del pulpo. Así que con la Paz de Versalles (1783) Inglaterra concedió beneficios coloniales a Francia y España, y se tragó, en crudo y sin cocer, el sapo de la independencia de los Estados Unidos de una América independiente y republicana (América será la nación predominante en nuestra época, anunció profético Wilkes en el parlamento de Londres). Y oído al parche, señoras y señores; porque de la nueva nación iban a salir interesantes novedades políticas que influirían en el futuro de Europa. Lo de una república no era del todo nuevo, pues Holanda lo era desde su independencia de España en 1581; pero pese a lo que creen muchos pardillos, las palabras república y democracia no siempre van juntas. Y aquélla, la holandesa (más bien aristocrática y corporativa), no era ni de lejos tan democrática como la norteamericana. En los flamantes Estados Unidos, tan variopintos como extensos, y a diferencia de Europa, las fuerzas reaccionarias (Iglesia, aristocracia y otras hierbas) no estaban lo bastante unidas como para frenar la modernidad política, y eso marcó un puntazo. La nueva Constitución asumió con entusiasmo los equilibrios que Locke y Montesquieu habían planteado en sus escritos, y quedó garantizada la independencia de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Con lo que se dio la curiosa paradoja de que Norteamérica, nación de europeos independizados, fundamentó sus principios en ideas nacidas de Europa, pero que la propia Europa era todavía incapaz de aplicar. Con un detalle importante, de postre: como el nuevo país era una confederación de antiguas colonias convertidas en estados, se vio con mucha inteligencia la necesidad de que la autonomía de cada territorio se viera compensada (o controlada) por un poder centralizado y fuerte que, aun respetando escrupulosamente derechos y libertades, evitara que aquello se convirtiera (ahórrenme señalar, que me da la risa) en un comedero de patos en manos de oportunistas, majaras y sinvergüenzas. Por eso, y para rematar la paradoja, los presidentes de los Estados Unidos acabaron teniendo, ante un siglo XIX que ya rompía aguas, poderes más amplios y eficaces que muchos monarcas europeos.
[Continuará].
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o ocurrió en Europa, pero de ella provino. Me refiero a la secesión de las trece colonias británicas de América del Norte (las trece barras que siguen estando hoy en la bandera gringa) y a la guerra contra la metrópoli que acabó en la Declaración de Independencia el 4 de julio de 1776. Las trece eran británicas, como digo, aunque algunas habían sido fundadas por emigrantes holandeses, suecos e incluso alemanes, y allí vivían colonos de toda condición y pelaje, mezclados protestantes, puritanos, católicos, cuáqueros y cuantas versiones del asunto religioso podamos imaginar. Esa gente empujaba hacia el oeste, comerciando con los indios o puteándolos según las circunstancias, poblando, cultivando campos, talando bosques y construyendo ciudades. No tenían ni la riqueza ni la cultura de las posesiones españolas de México o Perú, pero sí juventud, empuje y ganas de buscarse la vida. Inglaterra se hallaba lejos, a 6.000 kilómetros de distancia, lo que les daba una más que razonable autonomía. El pifostio vino, como siempre, por cuestiones de dinero: presión fiscal, impuestos sobre papel timbrado y sobre el té, granjeros cabreados, disturbios callejeros y otros etcéteras. En Londres, donde reinaba Jorge III, no lo vieron venir («Esos paletos se dispersan con cuatro escopetazos», dijeron los muy primaveras), y cuando vino en serio ya no hubo quien pacificara la cosa. Al principio las trece colonias no estaban unidas y cada perro se lamía su órgano, pero pronto comprendieron que juntas podían poner a Londres los pavos a la sombra. Así que con el Congreso de Filadelfia (1775) empezó la guerra, y los de allí pasaron de ser colonos británicos a rebeldes norteamericanos (les recomiendo El patriota, con Mel Gibson; pero sobre todo, una peli estupenda de John Ford, Corazones indomables, que cuenta muy bien el ambiente). Por supuesto, al ver a Gran Bretaña metida en problemas, sus tradicionales enemigos europeos, goteándoles el colmillo, aprovecharon la ocasión para dar por saco cuanto pudieron; y los norteamericanos (dirigidos entre otros por George Washington) recibieron el apoyo de Francia, España y Holanda, que declararon la guerra a Inglaterra. Desbordada ésta, aunque el almirante Rodney se cepilló a la escuadra gabacha en la batalla naval de Los Santos y Gibraltar se mantuvo británico pese a un duro asedio hispano-francés, las derrotas terrestres en suelo americano pusieron a los ingleses contra las cuerdas; y en la batalla de Yorktown los patriotas yanquis dieron a los casacas rojas las suyas y las del pulpo. Así que con la Paz de Versalles (1783) Inglaterra concedió beneficios coloniales a Francia y España, y se tragó, en crudo y sin cocer, el sapo de la independencia de los Estados Unidos de una América independiente y republicana (América será la nación predominante en nuestra época, anunció profético Wilkes en el parlamento de Londres). Y oído al parche, señoras y señores; porque de la nueva nación iban a salir interesantes novedades políticas que influirían en el futuro de Europa. Lo de una república no era del todo nuevo, pues Holanda lo era desde su independencia de España en 1581; pero pese a lo que creen muchos pardillos, las palabras república y democracia no siempre van juntas. Y aquélla, la holandesa (más bien aristocrática y corporativa), no era ni de lejos tan democrática como la norteamericana. En los flamantes Estados Unidos, tan variopintos como extensos, y a diferencia de Europa, las fuerzas reaccionarias (Iglesia, aristocracia y otras hierbas) no estaban lo bastante unidas como para frenar la modernidad política, y eso marcó un puntazo. La nueva Constitución asumió con entusiasmo los equilibrios que Locke y Montesquieu habían planteado en sus escritos, y quedó garantizada la independencia de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial. Con lo que se dio la curiosa paradoja de que Norteamérica, nación de europeos independizados, fundamentó sus principios en ideas nacidas de Europa, pero que la propia Europa era todavía incapaz de aplicar. Con un detalle importante, de postre: como el nuevo país era una confederación de antiguas colonias convertidas en estados, se vio con mucha inteligencia la necesidad de que la autonomía de cada territorio se viera compensada (o controlada) por un poder centralizado y fuerte que, aun respetando escrupulosamente derechos y libertades, evitara que aquello se convirtiera (ahórrenme señalar, que me da la risa) en un comedero de patos en manos de oportunistas, majaras y sinvergüenzas. Por eso, y para rematar la paradoja, los presidentes de los Estados Unidos acabaron teniendo, ante un siglo XIX que ya rompía aguas, poderes más amplios y eficaces que muchos monarcas europeos.
[Continuará].
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXX)
La Revolución Americana fue un acontecimiento que cambió el paisaje al otro lado del Atlántico; pero la Revolución Francesa y sus consecuencias cambiarían para siempre la historia de Europa y del mundo. A finales del siglo XVIII ese cambio estaba a punto de nieve. Todo empezó como empiezan tales cosas: poquito a poco y sin que la peña fuera consciente de la pajarraca que se estaba liando. El pueblo francés (los más desfavorecidos, los de abajo) estaba hasta la línea de flotación de que reyes, cortesanos y aristócratas se pegaran la gran vida a costa de su trabajo, sus impuestos y su hambre. El rey se llamaba Luis XVI y no era mala persona, pero no tenía media hostia en materia de inteligencia política ni de la otra. Y tampoco su legítima (la austríaca María Antonieta, lean la excelente biografía que escribió Stefan Zweig), que era una pija redomada y un poquito gilipollas, fue de las que ayudan en eso. La crisis era social, política, económica y financiera, y para buscar soluciones y calmar los ánimos, el rey convocó en París (1789) los llamados Estados Generales, una asamblea a la que acudieron seiscientos representantes de toda Francia clasificados en tres estamentos: la Nobleza, el Clero y el Tercer Estado (aunque más que pueblo humilde éste era clase media, artesanos, comerciantes, abogados y gente así). La idea inicial fue convertir Francia en una monarquía constitucional al estilo de Inglaterra; pero a partir de ahí, entre vivos debates que la gente y la prensa seguían con pasión, las cosas se fueron liando: el 14 de julio de ese mismo año, el pueblo de París (esta vez el pueblo de verdad) asaltó la prisión real de la Bastilla (las cabezas de los guardias, clavadas en picas, fueron paseadas por las calles), y en las zonas rurales los campesinos cabreados empezaron a incendiar los castillos de la nobleza y a hacer picadillo a sus propietarios cuando podían echarles el guante. La abolición de los derechos señoriales y privilegios aristocráticos, que en la práctica suponía el final del Ancien Régime, no logró rebajar la calentura: al rey y a quienes lo apoyaban las cosas se les iban de las manos. Así que los nobles, oliendo la chamusquina, empezaron a quitarse de en medio y a emigrar. La Asamblea Nacional aprobó la histórica Declaración de los Derechos del Hombre, que habría de tener una repercusión universal y que hoy (aunque muy remendada y maltrecha) todavía colea. Y entonces, Luis XVI y su familia, hasta entonces más o menos tolerados porque tragaban con cuanto les daban a tragar, cometieron el mayor error de sus torpes vidas: intentaron tomar las de Villadiego para huir de Francia, en una fuga secreta que terminó cuando los identificaron y apresaron por el camino (hay una película titulada La noche de Varennes que lo cuenta muy bien). A partir de ahí las cosas se precipitaron. La familia real quedó recluida en Versalles, se declaró la guerra a Austria y Prusia, que conchabadas con los aristócratas emigrados no paraban de tocar las pelotas, y la Asamblea declaró a la Patria en peligro, llamando a una movilización general que fue secundada con entusiasmo por todo hijo de vecino. Millares de voluntarios acudieron de todas las provincias y fueron a la guerra (al principio con más denuedo que fortuna, hasta que la batalla de Valmy detuvo la invasión extranjera) a los compases del Canto del Ejército del Rhin: un himno compuesto durante una noche de copas por un fulano llamado Rouget de Lisle, que al ser adoptado por los voluntarios de Marsella se hizo popular y acabó llamándose La Marsellesa. Y que hoy, para orgullo de los franceses y envidia de algunos españoles entre los que me cuento, es el himno nacional francés (que, por ejemplo, se canta en los estadios de fútbol después de un atentado terrorista). En cuanto a la familia real gabacha, la guerra no hizo sino ponérselo más crudo todavía. Al grito de «pan, queremos pan», una muchedumbre armada, hambrienta y furiosa, asaltó el palacio de Versalles, se cepilló a los guardias suizos que lo defendían y se llevó presos al rey, su señora y sus niños. En septiembre de 1792, la Asamblea proclamó la República Francesa, y tras encendidos debates a favor y en contra se votó la condena a muerte del rey. De ese modo fatal, en enero de 1793 Luis XVI subió al cadalso para ser guillotinado y su cabeza mostrada al pueblo (a María Antonieta también la afeitaron en seco un poco después). Y las cosas como son: aquel rey incompetente, apático y falto de carácter, que tan mal lo había hecho a lo largo de su imbécil vida, supo morir con serenidad y valor, sin descomponerse cuando le pusieron el cuello bajo la cuchilla. Haciendo válido, tal vez, lo que dijo no recuerdo qué italiano, Petrarca o uno de ésos: Ch’un bel morir tutta la vita onora.
[Continuará].
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La Revolución Americana fue un acontecimiento que cambió el paisaje al otro lado del Atlántico; pero la Revolución Francesa y sus consecuencias cambiarían para siempre la historia de Europa y del mundo. A finales del siglo XVIII ese cambio estaba a punto de nieve. Todo empezó como empiezan tales cosas: poquito a poco y sin que la peña fuera consciente de la pajarraca que se estaba liando. El pueblo francés (los más desfavorecidos, los de abajo) estaba hasta la línea de flotación de que reyes, cortesanos y aristócratas se pegaran la gran vida a costa de su trabajo, sus impuestos y su hambre. El rey se llamaba Luis XVI y no era mala persona, pero no tenía media hostia en materia de inteligencia política ni de la otra. Y tampoco su legítima (la austríaca María Antonieta, lean la excelente biografía que escribió Stefan Zweig), que era una pija redomada y un poquito gilipollas, fue de las que ayudan en eso. La crisis era social, política, económica y financiera, y para buscar soluciones y calmar los ánimos, el rey convocó en París (1789) los llamados Estados Generales, una asamblea a la que acudieron seiscientos representantes de toda Francia clasificados en tres estamentos: la Nobleza, el Clero y el Tercer Estado (aunque más que pueblo humilde éste era clase media, artesanos, comerciantes, abogados y gente así). La idea inicial fue convertir Francia en una monarquía constitucional al estilo de Inglaterra; pero a partir de ahí, entre vivos debates que la gente y la prensa seguían con pasión, las cosas se fueron liando: el 14 de julio de ese mismo año, el pueblo de París (esta vez el pueblo de verdad) asaltó la prisión real de la Bastilla (las cabezas de los guardias, clavadas en picas, fueron paseadas por las calles), y en las zonas rurales los campesinos cabreados empezaron a incendiar los castillos de la nobleza y a hacer picadillo a sus propietarios cuando podían echarles el guante. La abolición de los derechos señoriales y privilegios aristocráticos, que en la práctica suponía el final del Ancien Régime, no logró rebajar la calentura: al rey y a quienes lo apoyaban las cosas se les iban de las manos. Así que los nobles, oliendo la chamusquina, empezaron a quitarse de en medio y a emigrar. La Asamblea Nacional aprobó la histórica Declaración de los Derechos del Hombre, que habría de tener una repercusión universal y que hoy (aunque muy remendada y maltrecha) todavía colea. Y entonces, Luis XVI y su familia, hasta entonces más o menos tolerados porque tragaban con cuanto les daban a tragar, cometieron el mayor error de sus torpes vidas: intentaron tomar las de Villadiego para huir de Francia, en una fuga secreta que terminó cuando los identificaron y apresaron por el camino (hay una película titulada La noche de Varennes que lo cuenta muy bien). A partir de ahí las cosas se precipitaron. La familia real quedó recluida en Versalles, se declaró la guerra a Austria y Prusia, que conchabadas con los aristócratas emigrados no paraban de tocar las pelotas, y la Asamblea declaró a la Patria en peligro, llamando a una movilización general que fue secundada con entusiasmo por todo hijo de vecino. Millares de voluntarios acudieron de todas las provincias y fueron a la guerra (al principio con más denuedo que fortuna, hasta que la batalla de Valmy detuvo la invasión extranjera) a los compases del Canto del Ejército del Rhin: un himno compuesto durante una noche de copas por un fulano llamado Rouget de Lisle, que al ser adoptado por los voluntarios de Marsella se hizo popular y acabó llamándose La Marsellesa. Y que hoy, para orgullo de los franceses y envidia de algunos españoles entre los que me cuento, es el himno nacional francés (que, por ejemplo, se canta en los estadios de fútbol después de un atentado terrorista). En cuanto a la familia real gabacha, la guerra no hizo sino ponérselo más crudo todavía. Al grito de «pan, queremos pan», una muchedumbre armada, hambrienta y furiosa, asaltó el palacio de Versalles, se cepilló a los guardias suizos que lo defendían y se llevó presos al rey, su señora y sus niños. En septiembre de 1792, la Asamblea proclamó la República Francesa, y tras encendidos debates a favor y en contra se votó la condena a muerte del rey. De ese modo fatal, en enero de 1793 Luis XVI subió al cadalso para ser guillotinado y su cabeza mostrada al pueblo (a María Antonieta también la afeitaron en seco un poco después). Y las cosas como son: aquel rey incompetente, apático y falto de carácter, que tan mal lo había hecho a lo largo de su imbécil vida, supo morir con serenidad y valor, sin descomponerse cuando le pusieron el cuello bajo la cuchilla. Haciendo válido, tal vez, lo que dijo no recuerdo qué italiano, Petrarca o uno de ésos: Ch’un bel morir tutta la vita onora.
[Continuará].
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