EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO
- Antonio1968
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO
Im-presionante
Con el tiempo un verdadero motero conoce la diferencia entre saber el camino y respetar el camino. ...
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO
No dudo que para ti sea un capítulo largo, porque te tiene que dar un montón de curro, pero para nosotros se nos hace muyyyy corto!!!!pate escribió:Hoy.......capítulo largo.....
Gracias a todos por el seguimiento.
Un saludo.
Grande “rompetechos” Clemente
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- Triumphero novato
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO
Madre mia, he visto esta noticia:
https://www.europapress.es/internaciona ... 22917.html
Y no he podido evitar acordarme del bueno de Clemente. ¿No seguirá por allí no?
https://www.europapress.es/internaciona ... 22917.html
Y no he podido evitar acordarme del bueno de Clemente. ¿No seguirá por allí no?
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO
Si hay que ir, se vá.....!
He rodado en el Jarama, subido Stelvio, buceado en el Thistlegorm y con tiburones, y ahora......
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- Triumphero Maestro
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO
CAPÍTULO DECIMONOVENO
“We are the World”
Habrían transcurrido unas dos horas desde que Clemente decidió tomarse un descanso en aquel refugio tan bien dotado. Despertó de la siesta con un ligero sabor amargo en el paladar. Sin duda el buen vino patrio que encontró en la bodega del refugio tenía algo que ver. La botella se encontraba tirada en el suelo y había vertido un pequeño reguero de caldo derramado.
Clemente lo miró fijamente y le pareció que formaba un dibujo similar a la silueta de Bahamontes escalando los Pirineos. Le hizo gracia la comparación y le animo a levantarse. De la pequeña ventana donde antes observó la cara de pánico del propietario intentando entrar, ahora la visión era aún más aterradora.
Decenas de bomberos, médicos y militares se afanaban en terminar de atender a los heridos, de cubrir los cadáveres y de intentar poner orden en el panorama desolador que se extendía por los alrededores.
El infortunio se había cebado con el bosque adyacente que comenzó a arder al extenderse el incendio de las carpas y de los camiones publicitarios. Para colmo de males, un helicóptero antiincendios había recolectado agua de la laguna, que al estar impregnada del keroseno que no había ardido, sirvió de acelerador de las llamas al ser vertida con la buena intención de extinguir el fuego.
El voraz incendio amenazaba al pueblo y los vecinos que no estaban hospitalizados y que aún podían prestar sus servicios, intentaban denodadamente combatir las llamas. Consiguieron su objetivo, no sin esfuerzo, pero no pudieron evitar envenenarse al beber el agua que provenía de la ahora insalubre laguna.
Semanas mas adelante el pueblo prosperó del modo más inesperado. Un numeroso grupo de Otorrinolaringólogos, especialistas en afecciones del oído, se había instalado en él, lo que provocó una demanda de viviendas y la consiguiente contratación de mano de obra y de puestos de trabajo. Las listas de espera se multiplicaron y era tal la demanda de sus servicios, que comenzaron a proliferar ofertas de tres por dos o el regalo de una aspiradora.
Bufetes de abogados instalaron despachos en el pueblo. Contrataron ayudantes e investigadores. Todos los cotillas fueron contratados e incluso un párroco corrupto, reveló todos los secretos de confesión a cambio de un buen viaje a Tailandia. Se podía determinar que lo peor del ser humano se arremolinaba alrededor de la desgracia ajena para poder beneficiarse.
Por si esto fuera poco, al menos dos batallones del Ejercito se desplazaron a las inmediaciones para reconstruir el lugar y levantar un monumento conmemorativo de la desgracia. Supuso esto un florecimiento de los bares del pueblo y la apertura de varios casinos y un burdel para atender la demanda de los reclutas.
Pero Clemente que observaba desde la ventana tomó la decisión correcta de salir del refugio antinuclear cuando nadie le viera y evitarse así preguntas incómodas. Se dirigía cautamente hacia la salida donde pudo ver, no sin dificultad, como el bueno de Harold estaba esposado dentro de un coche con las siglas del F.B.I.. No parecía estar pasando un buen momento, se le veía abatido y con numerosos golpes en la cara.
No lejos de allí, reconoció al hombre que quiso entrar a perturbar su placida estancia en el refugio. Tampoco tenía buena cara. Estaba sentado sobre los restos de una nevera de un stand de Pepsi-Cola. Parecía tener la mirada perdida, le faltaba un zapato y toda la pernera del pantalón del mismo lado, la camiseta estaba hecha jirones y dejaba ver magulladuras y raspazos por todo el cuerpo. Formaba parte también de las docenas de personas que habían perdido la capacidad de oír de manera permanente. Tampoco atravesaba su mejor momento, teniendo en cuenta que, con la salvedad del refugio que usó Clemente, el resto, valorado en medio millón de dólares, había sido pasto de las llamas y se encontraba completamente devastado.
Clemente pasó rozando a un grupo de enfermeras que sollozaban víctimas del atroz espectáculo del que eran testigos. Al verse sorprendido por una de ellas, en un acto reflejo le cogió la mano y se la palmeó dos o tres veces, a modo de consuelo. Las chicas agradecieron el gesto y al ver a Clemente mutilado, que a buen seguro venía de socorrer a la gente, de ayudar en lo posible, de prestar su servicio y experiencia en combate, tal y como atestiguaba la tarjeta que colgaba de su cuello, se conmovieron y llevaron sus manos al pecho en un claro homenaje a otro de lo héroes anónimos de la gran nación americana.
Ya estaba en las inmediaciones del aparcamiento de las motos. Las vistas eran de lo más desolador. Coches, camionetas y toda suerte de vehículos estaban esparcidos sin ton ni son en lo que antes fue un parking modélico. Los desesperados intentos de huida habían culminado en un despropósito mayúsculo. Atascos, peleas por intentar abandonar antes el recinto, accidentes, colisiones provocadas adrede, tiroteos producto del pánico y de que se había corrido el bulo de una invasión rusa, y también delincuentes profesionales que habían hecho su agosto particular aprovechando el miedo, con asesinatos y ajustes de cuentas entre bandas rivales.
Su moto se encontraba tirada en el suelo. Afortunadamente había caído sobre uno de los perros policía que al huir alocadamente chocó con la máquina a toda velocidad partiéndose el cuello y sirviendo en su último jadeo de colchón amortiguador de la Harley Davidson..
La puso en pie, buscó con la vista el casco que había rodado por el suelo e intentó poner el motor en movimiento. Los carburadores estaban anegados al estar la moto tirada y no daban síntomas de querer colaborar en poner el motor en marcha. Quedaba el recurso del empujón, pero el terreno no invitaba a que eso fuese a ser una tarea sencilla.
De nuevo tuvo la suerte que acompaña a todo buen hombre. Un recién llegado grupo de cadetes de una academia de soldados, de apenas dieciséis años, fueron su salvación al prestarse todos a empujar la moto por el descampado. En un par de intentonas de veinte metros de esfuerzo, la moto comenzó a toser y demarró con energía. Clemente les agradeció con un gesto su esfuerzo y los muchachos respondieron con un saludo militar.
Minutos más tarde, ya recorría la carretera rumbo norte. Durante muchas millas se veían ambulancias, camiones de bomberos de otros condados que acudían a prestar ayuda, controles de policía aleatorios, que al ver la tarjeta de Clemente, le abrían paso prioritario, coches del F.B.I., y un sinfín de personal de socorro. Incluso los habitantes de los pueblos que atravesaba sacaban bocadillos y bebidas frescas para obsequiar a los voluntarios.
Se centró en conducir. Poco a poco su mente se tranquilizó y volvió a la rutina. Su cuerpo se encargaba de los movimientos coordinados para el manejo de la moto, y su mente divagaba en pensamientos hondos y profundos. Por ejemplo estuvo un rato pensando en hacerse unas fotos y mandarlas a casa y al motoclub “Tumba más o a la tumba”. Encontraría el modo de hacerlo. Se entretuvo largo rato en recordar nombres que le hubiesen llamado la atención en algún momento de su existencia, y llegó a la conclusión de que el más llamativo era uno que vio en un pueblo de Granada llamado Las Gabias. Al recorrer sus alrededores observó con detenimiento un inmenso recinto fabril donde muchos camiones Pegaso y Barreiros, entraban y salían cargados de tierra y piedras. Multitud de trabajadores cumplían con su cometido, todos manchados de barro y tierra. En la puerta de entrada colgaba un enorme cartel que decía “Minas de Estroncio”, y pensó en lo afortunado que era el tal Estroncio, y que si algún día tenía un hijo lo llamaría así, porque sin lugar a dudas sería un tipo rico y afortunado.
Cuando uno viaja en moto, puede parecer que todo lo que ocurre es lúdico y carece de relevancia. Este tipo de pensamientos u otros del estilo “hoy me caduca el Ocaso”, o “tengo que plantar las tomateras”, o “quiero cambiar el inodoro por otro de color crema pa disimular la roña”, son en realidad un importante empuje de las experiencias vitales de los moteros y sin lugar a dudas contribuyen a su bienestar y por ende, a conseguir un mundo mejor y más justo. Facilitan la evolución humana y el progreso. De haber existido motos en aquella época, seguro que Newton no hubiera necesitado ninguna manzana, ni Darwin hubiera tenido que observar a monos para desarrollar sus teorías que tanto progreso habían regalado al ser humano. Lo hubieran hecho a bordo de una moto. El primero de ellos en el momento de caerse por un barranco, y el segundo observando las conductas de los componentes de un grupo de moteros, donde el mejor dotado, el más preparado llega siempre el primero, y donde el más torpe o el que peor forma física tiene, o quien no puede permitirse más que un botijo con ruedas, llega siempre rezagado. Gravedad y evolución; evolución y gravedad.
Llegaba ya la hora de terminar la productiva jornada. Gracias a dios pudo descansar un rato en aquel extraño cobijo, pero el día había sido largo y excitante. Ahora buscaría en las inmediaciones del siguiente pueblo, un bonito lugar donde plantar la tienda de campaña, hacer un fuego, y calentar la lata de alubias que había puesto en uno de sus bolsillos antes de salir del refugio.
Pasaban los kilómetros y no llegaba el siguiente pueblo. La necesidad de buscar la siguiente población venía dada por la creencia de que cerca de una, se sentiría más seguro y protegido. Ni rastro de un lugar habitado. A lo lejos vio un hermoso prado, que culminaba en unos arbolitos a la vera de un río. Aquel era el lugar adecuado para acampar.
Llegó con la moto al sitio ideal. La hierba era tupida y el suelo completamente llano. Podía dejar la moto bajo un árbol, y había unas piedras que resguardarían el fuego. Recogió leña y la amontonó cerca del semicírculo que construyó con ellas.
Ahora tocaba deshacer el equipaje, hacer el fuego, cosa chupada después de años de paellas en Peñarara, calentar la comida y montar la tienda. Fácil.
Desempaquetar sus pertenencias fue sencillo, el fuego apenas le ocupó cinco minutos y ya ardía con vigor. Con algo más de dificultad consiguió abrir el “abrefácil” de la lata de judías, cortándose en la mano, y la acercó al calor del fuego. Usó unos cubiertos de plástico que compró el día anterior en una parada a repostar y se zampó el contenido lentamente. Ahora se imaginaba vestido de cowboy después de una larga travesía por parajes desiertos comiendo las judías antes de dormir y levantarse astutamente justo cuando un piel roja iría a propinarle un hachazo en la cabeza. Se imaginaba disparando el Colt a bocajarro y matando de un certero disparo al salvaje asesino.
-Jejejejeje-.reía visionando la escena con su sombrero de vaquero de color negro y un pañuelo anudado al cuello, como el vaquero joven que salía en Bonanza.
Ya el día estaba oscureciéndose de manera notable. Con la tripa llena, el silencio del entorno, solamente roto por el rugido de algún avión esporádico, tocaba montar la tienda y echarse a dormir.
Sacó de la funda los elementos para montarla. Allí dispuestos en el suelo habían un trozo de loneta grande, la tienda propiamente dicha, varios palitos metálicos que se debían montar unos con otros, unas cuerdas, unos clavos largos y nada más. Iba a ser una tarea sencilla. Comenzó a montar el puzzle. Media hora más tarde, las piezas seguían sin encajar, estaba perdiendo la paciencia y la luz ya escaseaba. Estaba agotado y la noche era cálida. Durmió al raso.
XXXXX
Al Manzini estaba desconcertado. Las informaciones que le llegaban del ataque al estamento militar parecían indicar que era su sospechoso el que las había podido provocar, pero según sus investigaciones, que movilizaban ya a más de sesenta agentes de élite, el sospechoso había abandonado el Motel en dirección sur. Así lo atestiguaban las cámaras de tráfico de la zona. Sus pesquisas indicaban que se dirigía hacia New Orleáns, pero de nuevo aquel individuo les había burlado y no había rastro de él.
Repasó mentalmente sus actuaciones criminales. Primero atentó contra la población civil, provocando un accidente aéreo, más adelante destruyó un Motel, en clara provocación al turismo. Intentó incendiar un centro hospitalario, desatando el pánico y atentando contra el inmejorable cuadro asistencial médico de la nación, el juez Bronston sufrió en sus carnes el atentado contra el poder judicial, también detonó conflictos raciales violentos, e incluso fue capaz de iniciar una cruenta disputa entre los movimientos pacifistas que seguían a día de hoy con peleas y conflictos. Y ahora, en el ataque mejor planificado, ponía en tela de juicio la soberanía militar y su inquebrantable servicio a la comunidad.
Las últimas informaciones que le llegaban al respecto indicaban que un prestigioso bufete de abogados de Boston, a petición popular, iniciaba una querella criminal contra el Ejercito por envenenamiento masivo del agua destinada al consumo humano y por atentado a la fauna y flora del condado.
Al Manzini, contaba los días que le quedaban para jubilarse y se había jurado que resolvería el caso a tiempo. Tenía que hacerlo. Era su obligación, la seguridad de su país estaba en entredicho. Sabía a quien buscar, sabía su nombre, tenía a dos cómplices encerrados y aunque los interrogatorios no iban de la manera deseada ya que eran dos tipos estrafalarios y que usaban argumentos banales y contaban historias propias de los necios, encontraría el modo de hacerles confesar. A pesar de que ya dos agentes habían pedido la baja por enfermedad al no poder soportar a los reclusos, encontraría el modo, ¡vaya que si!.
XXXXX
En la Clínica Palo Alto, cerca de San Francisco, el doctor Rashid Abdul Buttuk, se había sometido a la séptima intervención quirúrgica a manos de su equipo. Seguía un innovador tratamiento de pigmentación que pretendía aclararle la dermis. No estaba satisfecho con el tono de piel de su ascendencia asiática, e imitando a Michael Jackson, del cual se rumoreaba que estaba aclarándose el color para parecer blanco, pasaba con asiduidad por el quirófano para conseguir un aspecto más caucásico.
El doctor era un hombre ya entrado en años. Como todo buen cirujano estético que se precie, solía someterse a todo tipo de intervención reparadora. Estiramientos, supresión de bolsas de los ojos, inyecciones reafirmantes, y ahora el blanqueamiento. Como resultado se podía observar un individuo que parecía construido a retales. Cuellos y manos terriblemente arrugadas, que daban paso a un rostro con cara de bebé, coronada por una mata de pelo trasplantado que no tenían correspondencia.
Sólo tenía que esperar unas horas para poder observar el resultado de la intervención. Cuando despertó de la anestesia, aún en estado de duermevela, tarareaba una canción que se había puesto de moda ese año.....”we are the world, we are de children......”. Sin duda, Michael Jackson había dejado huella.
“We are the World”
Habrían transcurrido unas dos horas desde que Clemente decidió tomarse un descanso en aquel refugio tan bien dotado. Despertó de la siesta con un ligero sabor amargo en el paladar. Sin duda el buen vino patrio que encontró en la bodega del refugio tenía algo que ver. La botella se encontraba tirada en el suelo y había vertido un pequeño reguero de caldo derramado.
Clemente lo miró fijamente y le pareció que formaba un dibujo similar a la silueta de Bahamontes escalando los Pirineos. Le hizo gracia la comparación y le animo a levantarse. De la pequeña ventana donde antes observó la cara de pánico del propietario intentando entrar, ahora la visión era aún más aterradora.
Decenas de bomberos, médicos y militares se afanaban en terminar de atender a los heridos, de cubrir los cadáveres y de intentar poner orden en el panorama desolador que se extendía por los alrededores.
El infortunio se había cebado con el bosque adyacente que comenzó a arder al extenderse el incendio de las carpas y de los camiones publicitarios. Para colmo de males, un helicóptero antiincendios había recolectado agua de la laguna, que al estar impregnada del keroseno que no había ardido, sirvió de acelerador de las llamas al ser vertida con la buena intención de extinguir el fuego.
El voraz incendio amenazaba al pueblo y los vecinos que no estaban hospitalizados y que aún podían prestar sus servicios, intentaban denodadamente combatir las llamas. Consiguieron su objetivo, no sin esfuerzo, pero no pudieron evitar envenenarse al beber el agua que provenía de la ahora insalubre laguna.
Semanas mas adelante el pueblo prosperó del modo más inesperado. Un numeroso grupo de Otorrinolaringólogos, especialistas en afecciones del oído, se había instalado en él, lo que provocó una demanda de viviendas y la consiguiente contratación de mano de obra y de puestos de trabajo. Las listas de espera se multiplicaron y era tal la demanda de sus servicios, que comenzaron a proliferar ofertas de tres por dos o el regalo de una aspiradora.
Bufetes de abogados instalaron despachos en el pueblo. Contrataron ayudantes e investigadores. Todos los cotillas fueron contratados e incluso un párroco corrupto, reveló todos los secretos de confesión a cambio de un buen viaje a Tailandia. Se podía determinar que lo peor del ser humano se arremolinaba alrededor de la desgracia ajena para poder beneficiarse.
Por si esto fuera poco, al menos dos batallones del Ejercito se desplazaron a las inmediaciones para reconstruir el lugar y levantar un monumento conmemorativo de la desgracia. Supuso esto un florecimiento de los bares del pueblo y la apertura de varios casinos y un burdel para atender la demanda de los reclutas.
Pero Clemente que observaba desde la ventana tomó la decisión correcta de salir del refugio antinuclear cuando nadie le viera y evitarse así preguntas incómodas. Se dirigía cautamente hacia la salida donde pudo ver, no sin dificultad, como el bueno de Harold estaba esposado dentro de un coche con las siglas del F.B.I.. No parecía estar pasando un buen momento, se le veía abatido y con numerosos golpes en la cara.
No lejos de allí, reconoció al hombre que quiso entrar a perturbar su placida estancia en el refugio. Tampoco tenía buena cara. Estaba sentado sobre los restos de una nevera de un stand de Pepsi-Cola. Parecía tener la mirada perdida, le faltaba un zapato y toda la pernera del pantalón del mismo lado, la camiseta estaba hecha jirones y dejaba ver magulladuras y raspazos por todo el cuerpo. Formaba parte también de las docenas de personas que habían perdido la capacidad de oír de manera permanente. Tampoco atravesaba su mejor momento, teniendo en cuenta que, con la salvedad del refugio que usó Clemente, el resto, valorado en medio millón de dólares, había sido pasto de las llamas y se encontraba completamente devastado.
Clemente pasó rozando a un grupo de enfermeras que sollozaban víctimas del atroz espectáculo del que eran testigos. Al verse sorprendido por una de ellas, en un acto reflejo le cogió la mano y se la palmeó dos o tres veces, a modo de consuelo. Las chicas agradecieron el gesto y al ver a Clemente mutilado, que a buen seguro venía de socorrer a la gente, de ayudar en lo posible, de prestar su servicio y experiencia en combate, tal y como atestiguaba la tarjeta que colgaba de su cuello, se conmovieron y llevaron sus manos al pecho en un claro homenaje a otro de lo héroes anónimos de la gran nación americana.
Ya estaba en las inmediaciones del aparcamiento de las motos. Las vistas eran de lo más desolador. Coches, camionetas y toda suerte de vehículos estaban esparcidos sin ton ni son en lo que antes fue un parking modélico. Los desesperados intentos de huida habían culminado en un despropósito mayúsculo. Atascos, peleas por intentar abandonar antes el recinto, accidentes, colisiones provocadas adrede, tiroteos producto del pánico y de que se había corrido el bulo de una invasión rusa, y también delincuentes profesionales que habían hecho su agosto particular aprovechando el miedo, con asesinatos y ajustes de cuentas entre bandas rivales.
Su moto se encontraba tirada en el suelo. Afortunadamente había caído sobre uno de los perros policía que al huir alocadamente chocó con la máquina a toda velocidad partiéndose el cuello y sirviendo en su último jadeo de colchón amortiguador de la Harley Davidson..
La puso en pie, buscó con la vista el casco que había rodado por el suelo e intentó poner el motor en movimiento. Los carburadores estaban anegados al estar la moto tirada y no daban síntomas de querer colaborar en poner el motor en marcha. Quedaba el recurso del empujón, pero el terreno no invitaba a que eso fuese a ser una tarea sencilla.
De nuevo tuvo la suerte que acompaña a todo buen hombre. Un recién llegado grupo de cadetes de una academia de soldados, de apenas dieciséis años, fueron su salvación al prestarse todos a empujar la moto por el descampado. En un par de intentonas de veinte metros de esfuerzo, la moto comenzó a toser y demarró con energía. Clemente les agradeció con un gesto su esfuerzo y los muchachos respondieron con un saludo militar.
Minutos más tarde, ya recorría la carretera rumbo norte. Durante muchas millas se veían ambulancias, camiones de bomberos de otros condados que acudían a prestar ayuda, controles de policía aleatorios, que al ver la tarjeta de Clemente, le abrían paso prioritario, coches del F.B.I., y un sinfín de personal de socorro. Incluso los habitantes de los pueblos que atravesaba sacaban bocadillos y bebidas frescas para obsequiar a los voluntarios.
Se centró en conducir. Poco a poco su mente se tranquilizó y volvió a la rutina. Su cuerpo se encargaba de los movimientos coordinados para el manejo de la moto, y su mente divagaba en pensamientos hondos y profundos. Por ejemplo estuvo un rato pensando en hacerse unas fotos y mandarlas a casa y al motoclub “Tumba más o a la tumba”. Encontraría el modo de hacerlo. Se entretuvo largo rato en recordar nombres que le hubiesen llamado la atención en algún momento de su existencia, y llegó a la conclusión de que el más llamativo era uno que vio en un pueblo de Granada llamado Las Gabias. Al recorrer sus alrededores observó con detenimiento un inmenso recinto fabril donde muchos camiones Pegaso y Barreiros, entraban y salían cargados de tierra y piedras. Multitud de trabajadores cumplían con su cometido, todos manchados de barro y tierra. En la puerta de entrada colgaba un enorme cartel que decía “Minas de Estroncio”, y pensó en lo afortunado que era el tal Estroncio, y que si algún día tenía un hijo lo llamaría así, porque sin lugar a dudas sería un tipo rico y afortunado.
Cuando uno viaja en moto, puede parecer que todo lo que ocurre es lúdico y carece de relevancia. Este tipo de pensamientos u otros del estilo “hoy me caduca el Ocaso”, o “tengo que plantar las tomateras”, o “quiero cambiar el inodoro por otro de color crema pa disimular la roña”, son en realidad un importante empuje de las experiencias vitales de los moteros y sin lugar a dudas contribuyen a su bienestar y por ende, a conseguir un mundo mejor y más justo. Facilitan la evolución humana y el progreso. De haber existido motos en aquella época, seguro que Newton no hubiera necesitado ninguna manzana, ni Darwin hubiera tenido que observar a monos para desarrollar sus teorías que tanto progreso habían regalado al ser humano. Lo hubieran hecho a bordo de una moto. El primero de ellos en el momento de caerse por un barranco, y el segundo observando las conductas de los componentes de un grupo de moteros, donde el mejor dotado, el más preparado llega siempre el primero, y donde el más torpe o el que peor forma física tiene, o quien no puede permitirse más que un botijo con ruedas, llega siempre rezagado. Gravedad y evolución; evolución y gravedad.
Llegaba ya la hora de terminar la productiva jornada. Gracias a dios pudo descansar un rato en aquel extraño cobijo, pero el día había sido largo y excitante. Ahora buscaría en las inmediaciones del siguiente pueblo, un bonito lugar donde plantar la tienda de campaña, hacer un fuego, y calentar la lata de alubias que había puesto en uno de sus bolsillos antes de salir del refugio.
Pasaban los kilómetros y no llegaba el siguiente pueblo. La necesidad de buscar la siguiente población venía dada por la creencia de que cerca de una, se sentiría más seguro y protegido. Ni rastro de un lugar habitado. A lo lejos vio un hermoso prado, que culminaba en unos arbolitos a la vera de un río. Aquel era el lugar adecuado para acampar.
Llegó con la moto al sitio ideal. La hierba era tupida y el suelo completamente llano. Podía dejar la moto bajo un árbol, y había unas piedras que resguardarían el fuego. Recogió leña y la amontonó cerca del semicírculo que construyó con ellas.
Ahora tocaba deshacer el equipaje, hacer el fuego, cosa chupada después de años de paellas en Peñarara, calentar la comida y montar la tienda. Fácil.
Desempaquetar sus pertenencias fue sencillo, el fuego apenas le ocupó cinco minutos y ya ardía con vigor. Con algo más de dificultad consiguió abrir el “abrefácil” de la lata de judías, cortándose en la mano, y la acercó al calor del fuego. Usó unos cubiertos de plástico que compró el día anterior en una parada a repostar y se zampó el contenido lentamente. Ahora se imaginaba vestido de cowboy después de una larga travesía por parajes desiertos comiendo las judías antes de dormir y levantarse astutamente justo cuando un piel roja iría a propinarle un hachazo en la cabeza. Se imaginaba disparando el Colt a bocajarro y matando de un certero disparo al salvaje asesino.
-Jejejejeje-.reía visionando la escena con su sombrero de vaquero de color negro y un pañuelo anudado al cuello, como el vaquero joven que salía en Bonanza.
Ya el día estaba oscureciéndose de manera notable. Con la tripa llena, el silencio del entorno, solamente roto por el rugido de algún avión esporádico, tocaba montar la tienda y echarse a dormir.
Sacó de la funda los elementos para montarla. Allí dispuestos en el suelo habían un trozo de loneta grande, la tienda propiamente dicha, varios palitos metálicos que se debían montar unos con otros, unas cuerdas, unos clavos largos y nada más. Iba a ser una tarea sencilla. Comenzó a montar el puzzle. Media hora más tarde, las piezas seguían sin encajar, estaba perdiendo la paciencia y la luz ya escaseaba. Estaba agotado y la noche era cálida. Durmió al raso.
XXXXX
Al Manzini estaba desconcertado. Las informaciones que le llegaban del ataque al estamento militar parecían indicar que era su sospechoso el que las había podido provocar, pero según sus investigaciones, que movilizaban ya a más de sesenta agentes de élite, el sospechoso había abandonado el Motel en dirección sur. Así lo atestiguaban las cámaras de tráfico de la zona. Sus pesquisas indicaban que se dirigía hacia New Orleáns, pero de nuevo aquel individuo les había burlado y no había rastro de él.
Repasó mentalmente sus actuaciones criminales. Primero atentó contra la población civil, provocando un accidente aéreo, más adelante destruyó un Motel, en clara provocación al turismo. Intentó incendiar un centro hospitalario, desatando el pánico y atentando contra el inmejorable cuadro asistencial médico de la nación, el juez Bronston sufrió en sus carnes el atentado contra el poder judicial, también detonó conflictos raciales violentos, e incluso fue capaz de iniciar una cruenta disputa entre los movimientos pacifistas que seguían a día de hoy con peleas y conflictos. Y ahora, en el ataque mejor planificado, ponía en tela de juicio la soberanía militar y su inquebrantable servicio a la comunidad.
Las últimas informaciones que le llegaban al respecto indicaban que un prestigioso bufete de abogados de Boston, a petición popular, iniciaba una querella criminal contra el Ejercito por envenenamiento masivo del agua destinada al consumo humano y por atentado a la fauna y flora del condado.
Al Manzini, contaba los días que le quedaban para jubilarse y se había jurado que resolvería el caso a tiempo. Tenía que hacerlo. Era su obligación, la seguridad de su país estaba en entredicho. Sabía a quien buscar, sabía su nombre, tenía a dos cómplices encerrados y aunque los interrogatorios no iban de la manera deseada ya que eran dos tipos estrafalarios y que usaban argumentos banales y contaban historias propias de los necios, encontraría el modo de hacerles confesar. A pesar de que ya dos agentes habían pedido la baja por enfermedad al no poder soportar a los reclusos, encontraría el modo, ¡vaya que si!.
XXXXX
En la Clínica Palo Alto, cerca de San Francisco, el doctor Rashid Abdul Buttuk, se había sometido a la séptima intervención quirúrgica a manos de su equipo. Seguía un innovador tratamiento de pigmentación que pretendía aclararle la dermis. No estaba satisfecho con el tono de piel de su ascendencia asiática, e imitando a Michael Jackson, del cual se rumoreaba que estaba aclarándose el color para parecer blanco, pasaba con asiduidad por el quirófano para conseguir un aspecto más caucásico.
El doctor era un hombre ya entrado en años. Como todo buen cirujano estético que se precie, solía someterse a todo tipo de intervención reparadora. Estiramientos, supresión de bolsas de los ojos, inyecciones reafirmantes, y ahora el blanqueamiento. Como resultado se podía observar un individuo que parecía construido a retales. Cuellos y manos terriblemente arrugadas, que daban paso a un rostro con cara de bebé, coronada por una mata de pelo trasplantado que no tenían correspondencia.
Sólo tenía que esperar unas horas para poder observar el resultado de la intervención. Cuando despertó de la anestesia, aún en estado de duermevela, tarareaba una canción que se había puesto de moda ese año.....”we are the world, we are de children......”. Sin duda, Michael Jackson había dejado huella.
Era tan bello el instante, que para detenerlo, sólo quedaba una opción.......el silencio.
- Antonio1968
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO
Que pasada
Con el tiempo un verdadero motero conoce la diferencia entre saber el camino y respetar el camino. ...
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO
CAPÍTULO VIGÉSIMO
"Felices sueños."
Dormir una noche a cielo abierto, puede suponer para una persona no habituada una especie de tortura china. Hacerlo además sin un colchón, o una simple esterilla que amortigüe el contacto con el suelo, añade un sufrimiento adicional.
No era el caso de Clemente. Tener una fisonomía privilegiada, o eso le decía Pepi, y el hecho cierto de haber dormido la mona en multitud de ocasiones, tirado en el suelo, en una cuneta o entre la acera y un coche, curtían a una persona en el difícil arte de amanecer sin secuelas tras una experiencia semejante.
Cuando se levantó, lo primero que hizo fue sacar una lagartija que se había acomodado dentro de su camiseta, se estiró fuertemente, notó un crujido en el omoplato, que le causaría una molestia que perduraría varios días, chasqueo la lengua y se fue a mear.
La moto tenía una levísima capa de rocío que brillaba con los rayos del sol. La hacía aún más bonita y especial. De no ser por el manillar tan alto y alejado, si tuviera un asiento más cómodo, con algo menos de vibraciones el motor, unas suspensiones decentes y cuatro tonterías más, sería una moto perfecta. No obstante la moto estaba dando muestras de una solidez encomiable.
Se apresuró en recoger el equipaje para poder acercarse a un bar a desayunar. Las tripas le reclamaban algo sólido con sonoros ruidos. Volvió a recordar que sus visitas a una letrina, no eran todo lo frecuentes que un cuerpo sano demanda. Era el peaje a pagar por el mero hecho de salir de la rutina. Sin duda la carencia en la ingesta de unos buenos boquerones en vinagre, unos altramuces y unas olivas, también influían en su regularidad. Pero decidió no darle importancia, aunque no pudo evitar recordar el espectáculo dantesco que dejó en el retrete de aquel tugurio.
Cuando tuvo que volver a recoger las piezas de la tienda de campaña, la cosa se complicó del mismo modo en que se complicó el intento de armarla. Por una extraña ley no escrita, cualquier objeto que se desembala de una caja, varia su tamaño y disposición y es imposible volver a colocarlo en su estado original. Eso formaba parte de uno de los enigmas de la humanidad, y la ciencia debería investigar el fenómeno. Desconocía si alguna universidad británica ya había obtenido fondos para su estudio, y es que las universidades británicas eran especialistas en estudios absurdos e inútiles y de lo más extravagantes, donde dilapidar fondos públicos detraídos de ayudas sociales o destinados a causas más nobles, como la sanidad.
Se esforzó de un modo inaudito en conseguir que más o menos las piezas cupieran en la funda. A decir verdad varios de los soportes de la tienda, las varillas desmontables, que no había conseguido montar y que ahora era incapaz de desarmar, sobresalían de manera clara del saco. Pero se sentía débil y mareado, necesitaba comer algo de manera urgente, y es que apreciaba un vacío en el estómago, máxime cuando aliviaba los gases producto de la cena a base de judías en lata, que urgía solventar.
Se enfundó la cazadora vaquera, se colocó el “I will never die” y encendió la moto. Comenzó a petardear el motor, pero de una manera extraña. No iba todo lo redondo que debiera. Desde que el maldito perro había tirado la moto al suelo, ya notó que “algo” no estaba en su sitio. Lo corroboraba además otra de las leyes que forman parte de la filosofía motera. Cuando vas pensando lo bien que marcha la moto, lo fina que va, o cuando te sientes afortunado por no haber pinchado una rueda desde el pleistoceno, en el periodo de tiempo que va desde el mismo instante que lo piensas a dos o tres jornadas, la moto se para o revientas de manera súbita el neumático trasero. Es así, y todo buen motero debería saberlo. También suele pasar cuando viajas y casi ya toca repostar, dices “en el siguiente surtidor, paro”, y es entonces cuando las gasolineras dejan de aparecer, y eso que has estado saturado de ver surtidores cada diez kilómetros desde que arrancaste en casa. Son leyes inexplicables, que pueden ser confirmadas por cada usuario de moto.
Curiosamente le costó más esfuerzo llegar a la carretera desde su lugar de acampada que el que le costó hacer el camino a la inversa, quizás fuese otra ley a estudiar. Una vez en marcha aceleró con entusiasmo. Tenía una larga jornada de moto por delante, con un sol radiante, con las carreteras solitarias plagadas de bellos paisajes y la suave brisa acariciando la cara.
A decir verdad, para cuando Clemente llegó a un lugar para repostar y desayunar, el sol no brillaba con tanto entusiasmo, la carretera por la que circulaba estaba cortada por desprendimientos y el desvío era obligatorio a la highway. Por si esto fuera baladí, un viento moderado comenzaba a azotar la zona. Sin duda un leve cambio climatológico, que afortunadamente no había padecido desde que llegó al país.
El dinner tenía una cabina de teléfonos. Llamaría a casa y esta vez si, con suficientes monedas para no tener que interrumpir ninguna noticia relevante. Pidió un desayuno a su estilo, señalando sin saber en la carta y añadiendo cosas que señalaba de las mesas vecinas. Así que para su desgracia le sirvieron té con limón, unas tiras de carne seca y ahumada acompañadas de col fermentada, y unas tortitas con jarabe de arce que había señalado de la mesa contigua. Por no quedar como un imbécil, no dijo nada y los huevos fritos con tocino y patatas, acompañados de una buena cerveza que le apetecían, los dejaría para otro momento.
Fue a la cabina, sacó del bolsillo la chuleta de cómo establecer la llamada, sacó un puñado enorme de monedas y para su sorpresa el terminal funcionaba con un contador de pasos y después se abonaba en caja.
Estableció contacto a la primera con su domicilio, pero no fue la Pepi quien descolgó, fue Nancy, que le informó de que su esposa, había acudido a formalizar la apertura del nuevo bar que era inminente.
-Hola. Soy Clemente. ¿Cómo está el amor de mi vida?- dijo cuando oyó que descolgaban el auricular.
-¡¡¡¡Hola Clemy¡¡¡¡, soy Nancy, tu querida esposa no está. Ha ido a terminar con los trámites de apertura del Cuarto Oscuro. Volverá tarde. Llámale mañana.....bueno.....llámale cuando quieras “darling”, aquí el que manda eres tu....-dijo la chica.
-¿Y tu que tal estás?....
-Muy, muy bien. Todo marcha de maravilla. Tu mujer me mima. La quiero mucho, muchísimo, es como mi hermana, bueno....más que mi hermana....y por cierto, me ha dejado unos cuantos recados para darte, por si llamabas cuando ella no estuviera. Toma nota, tengo el teléfono de un contacto de la clínica Palo Alto, para que llames y avises de la fecha de tu llegada. Es un chico que habla español, un tal Florencio, debe ser un psicólogo argentino que trabaja allí para los casos difíciles, y que espera tu llamada. Él será quien te guíe y haga de portavoz.....toma nota del número.....
-Espera-dijo Clemente- que aquí hay boli- y tomó nota en el brazo del número, para luego pasarlo a un papel.
Tras una breve conversación con Nancy, donde le puso al corriente de chismes y novedades, y él solo asintió, Clemente se dirigió a su mesa donde le esperaba su pedido. Para su sorpresa el té con limón le templó el estómago, la carne seca y ahumada le gustó y la col la dejó como llegó en el plato. Las tortitas con sirope le resultaron muy dulces y le obligaron a beber un vaso de agua. Temiendo lo peor de tal locura, también se sorprendió de lo bien que le sentó el liquido elemento.
Chasqueó de nuevo la boca mientras de una máquina expendedora, sacaba varios paquetes de carne seca, para comer en emergencias, ya que ocupaba poco, era nutritiva y además tardaba años en caducar, unas golosinas llamadas Bounty, que eran de coco, y tres cervezas para la noche, donde ya pensaba ponerlas a refrescar en el río, mientras montaba el campamento en un prado de yerba ondeante bajo el abrigo de un roble centenario en el bucólico momento del ocaso solar.
De nuevo en ruta, el desvio que le llevó a la carretera principal estaba saturado de vehículos, presagio de una carretera atestada de camiones suicidas, de locos temerarios al volante, de poca fluidez, de multitud de policías ávidos de multar o si eres negro de multarte y darte una paliza, las típicas cosas que sucede en un país que no descansa nunca.
A los diez minutos de estar sumergido en el tráfico, Clemente ya formaba parte del escenario. Circulaba por el carril central, o eso creía él, en una carretera de cuatro carriles. Las matemáticas aplicadas a determinadas cosas, no eran su fuerte, pero en cambio era capaz de calcular con precisión alemana, cuanta cantidad de lúpulo llevaba una determinada cerveza, o la cantidad de nitrógeno, o la temperatura del brebaje con un error máximo de 0,005 grados.
Curiosamente siempre circulaba con los mismos coches y camionetas rodeándole. De pronto le rebasaba un Subaru con un mocoso sacándole la lengua, y la cabo de diez minutos, lo pasaba él sacándole la lengua al crío y se quedaba rezagado, y entonces le pasaba el camión de la FedExpress que luego rebasaría a tpda velocidad. De vez en cuando si que adelantaba un Camaro, o un Firebird y no volvía a verlos, a no ser que estuvieran estrellados contra un poste, o siendo multados por una patrulla de carretera.
Allí metido, en la vorágine del progreso, no estaba cómodo. Se apreciaba la carretera comarcal, “la suya”, sin tráfico, tan sólo algún camión enorme que transportaba tierra, o alguna excavadora de color amarillo, que sin duda intentaban restablecer la circulación.
Extrañamente no le molestaba la cazadora, a estas alturas del día ya solía circular en mangas de camisa, o mejor dicho en mangas de camiseta, pero el día era más fresco. Las nubes de color gris, o gris oscuro, presagiaban una jornada de tiempo revuelto, pero según su experiencia, nada preocupante. Con viajar a Gran Bretaña una vez en la vida, uno llegaba a comprender lo que es un clima infame, propio de un país de bárbaros, un clima variable capaz de abrasarte de calor y nevar dos horas más tarde, y que sin lugar a dudas había influido en generar unos habitantes peculiares y con un notable trastorno estético, capaces de crear criaturas excelsas como un Rolls Royce, o maltratar un asado de cerdo haciendo una salsa de menta para acompañar. Así que por muy caprichoso que fuese el clima allí donde estaba, no había motivos para la angustia.
El aire se tornaba mas insistente, a rachas casi violento. Dejaba a ratos unas gotas gruesas de lluvia, pero simbólicas. De hecho, no llegó a descargar una tormenta, aunque Clemente se había detenido en el arcén para rebuscar su impermeable color morado y tenerlo a mano para cuando comenzara la lluvia. Y eso es otra ley motera. Nunca encuentras lo que buscas en el equipaje cuando lo necesitas, y si te anticipas a buscar algo que creerás necesario, nunca lo usarás.
No muchas millas más adelante, las salidas para buscar la carretera secundaria, ya no estaban vetadas. De nuevo se abrió ante él la posibilidad de circular disfrutando del paisaje, de la buena gente y de la tranquilidad. Tomó la salida siguiente que desembocaba en un nudo de carreteras incomprensible. Motard experto, observó de lejos la dirección que quería tomar, se anticipó eligiendo el carril conveniente pensando “si me pongo aquí, luego pasó debajo de la autopista, y entonces me colocó a la izquierda y ya estoy en la buena dirección.....”. En el sexto intento, tras tomar dos veces la dirección opuesta a la imaginada, circulando en dirección prohibida un buen trecho, pasando sobre una isleta y saltándose un stop, estaba donde quería estar. Dirección noroeste en busca de un lugar donde reposar en la lejanía, con un horizonte de varias horas de disfrute motero, sabiendo que allí le aguardaba otra noche bajo las estrellas, tal y como se debieron sentir los colonos siglos atrás.
La moto comenzó a fallar. Quizás el horizonte soñado, la noche estrellada y todo lo demás tuviera que esperar a mejor ocasión. De pronto la moto funcionaba perfectamente, cuando de pronto se ponía a estornudar y a lanzar fogonazos por uno de los escapes. Rateaba unos segundos y volvía a estar todo en orden. Es en estos momentos cuando la templanza se hace más necesaria. Tras ingerir las tres cervezas calientes que llevaba, empezó a trazar un plan de actuación. Buscar un pueblo cercano, encontrar un taller, reparar la moto, volver a comprar cervezas, ir a cagar y continuar el viaje.
El concepto cercano, en un país del tamaño de un continente, proporcionalmente deshabitado comparado con Europa, en determinadas regiones, se tornaba un tanto indefinido.
Dos horas habían pasado y todavía no había rastro de vida en lo que alcanzaba la vista. La moto iba cada vez peor y aminoró la marcha. Al poco le sobrepasaron dos vetustas furgonetas haciendo sonar le claxón y saludando los viajeros amablemente. Eran hombres y mujeres de pelo largo y largas barbas. Ellos, no ellas, ellas sin barba. Las furgonetas eran una GMC y una Volkswagen pintadas con enormes flores, símbolos de la paz, que Clemente confundió con la estrella de Mercedes, palomas y cielos estrellados de vivos colores. Se perdieron en le horizonte en pocos minutos.
Cerca de las cinco de la tarde, la moto aguantaba a duras penas en movimiento, y fue en ese instante cuando pudo ver un blanco campanario a lo lejos. Era un pueblo, un pueblo de un tamaño más que importante. Las afueras estaban llenas de pequeños hoteles y por donde pasaba, veía gente que regresaba de caminar por el bosque, ya que todos iban con mochilas y prendas de montaña. Un enclave turístico, para su suerte, ya que era presagio de tener taller y licorerías donde surtir sus provisiones.
Apenas hubo recorrido medio kilómetro observó con alegría un taller donde había expuestas varias motos, cortacéspedes, pequeños tractores, y algún viejo coche con el cartel de estar en venta. Dos señores ataviados con monos de mecánico estaban echando el cierre al establecimiento, en el preciso momento en que Clemente hizo aparición.
El fino oído de uno de los mecánicos le hizo volver la cabeza. Aunque se disponían a concluir la jornada no pudo resistir la tentación de analizar el sospechoso ruido de la moto de un tipo que acababa de llegar. Sin genero de dudas le fallaba el encendido.
Clemente se acercó hacia ellos y con el “jelou” habitual les explicó lo que le pasaba. Como quiera que aquellos hombres no entendían más que el idioma extranjero, hubo de utilizar la mímica para hacerse entender. Señaló la moto y luego el pulgar para abajo. Siguió con un “bffffff, pot, pot, pot, pot,chinki,chanca, poto,pot,pot, bfffff” mientras con la palma extendida la hacía oscilar en un movimiento pendular.
-La moto mal.........-dijo despacio y alto para que le comprendieran.
A buen seguro que no necesitaban comprender nada, ya sabían que había que sustituir el encendido, que no tenían repuesto y que hasta mañana por la tarde no estaría la moto reparada. También sabían que la factura sería más abultada que la que cobrarían a un vecino, pero no demasiado, no fuese a se que aquel extraño individuo fuese algún criminal perturbado, o peor aún, un taxista de vacaciones.
En cuanto Clemente soltó un “¡¡mierda¡¡”, hicieron llamar a un muchacho que vivía en la casa de al lado. Era el hijo de un dominicano que la D.E.A. había detenido en el pueblo cuando transportaba media tonelada de hachis en un remolque, y que había obligado a su mujer e hijos a quedarse en el pueblo hasta poder reunir el dinero necesario para volver a su casa. De eso hacía ya cuatro años, así que los señores del taller ya estaban habituados a palabras del tipo “mierda” o “vaya a chingar” o “carajo de niños”, y supieron a quien buscar para traducir.
Mano de santo. El chico que soltó la lengua en cuanto Clemente soltó la billetera y le largó cinco dólares le informó de todo lo necesario. Podría ir en la moto, aunque fallara, a las afueras en dirección este. Allí encontraría un lugar donde acampar, junto a multitud de montañeros, encontraría cerca un supermercado, podría montar la tienda, y regresar la día siguiente a colocar el maldito encendido al taller. Perdería un día, pero quizás no fuera mala idea descansar un poco.
Cuando llegó al lugar de acampada, la verdad es que no estaba muy concurrido. Él ignoraba que habían advertido de fuertes vendavales en la zona, y los turistas habían optado por alojarse en algún refugio mas consistente que un pedazo de tela sujeto por unas finas varillas que no casaban entre si.
Encontró el lugar apropiado. No lejos de un riachuelo, al abrigo de un pequeño terraplén, con la sombra de un enorme árbol cerca, y con la suerte de estar en un lugar discreto y alejado de la vista de la carretera. Cuando ya llegó allí, observó con cierta sorpresa que justo a su lado, veinte metros más adelante, estaban las dos furgonetas de los tardo hippies que le habían adelantado. Siguió adelante con su plan de instalarse allí, para no parecer maleducado.
Quitó el equipaje de la moto, preparó la disposición de los enseres, y antes de montar la tienda caminó hasta el supermercado para comprar cerveza, un par de latas de judías, unas bolsas de patatas, un paquete de donuts y jabón para el aseo. Había decidido darse un baño y aprovechar a lavar la ropa.
Cuando regresó al vivac, recolectó la leña para el fuego, las piedras de protección, y cuando se disponía a montar la tienda de campaña, uno de los hombres de las furgos, le saludó amablemente. Al poco las cuatro mujeres y los dos hombres estaban con Clemente ofreciéndole ayuda para motar el tinglado, acercándole unas manzanas, una botella de tequila. Eran dos hombres, uno de ellos de cincuenta años, alto, de pelo cano y larga barba, el otro era un chico más joven, con un sobrepeso espectacular que apenas podía caminar, y calculando el peso por comparación con su Pepi en los buenos tiempos, cuando era una mujer fornida y deseable al máximo, el chico debería pesar cerca de 180 kilos.
Las muchachas eran bastante más jóvenes, rozando la treintena, todas de pelo largo, alguna de ellas ya canoso, recogido con unas cintas, vestían ropa de colores vivos, pantalones muy amplios, faldas largas y vaporosas, y no paraban de reír. Ese tipo de risa que se asocia al consumo de los cigarritos que fumaron en Peñarara. Una de ellas puso la radio de la GMC, y estaba sonando una canción que se había popularizado en los últimos tiempos, Paquito el Chocolatero. Inmediatamente dos de ellas cogieron por los hombros a Clemente que no dudó en comenzar el baile que tanto conocía. La botella de tequila empezó a circular y algún cigarro también.
Clemente se acercó a por sus cervezas, y a por la comida que guardaba para convidar a sus nuevos amigos. Para cuando se acercó de nuevo, las chicas se bañaban desnudas en el río y el hombre mayor se tiro de cabeza al mismo también sin ropa. El obeso que apenas podía caminar no estaba dispuesto a morir ahogado por no poder moverse, así que se encargaba de la música y de liar cigarros. También preparaba comida, la suya y la de Clemente, en unas bandejas de plexiglás. Ponía a todo volumen la canción de Janis Joplin “Piece of my hearth”cuando una de las chicas, la que más delgada estaba, una mujer poco agraciada a su entender, de ojos verdes , nariz puntiaguda, blancos dientes, cara pecosa, con unos pechos turgentes y de un tamaño considerable, pero sin el exceso de peso que tanto provocaba a Clemente, le cogió a este y le arrastró hacia el agua.
Dando muestras de aplomó, Clemente detuvo a la chica en el empeño de lanzarle al agua. Antes debía quitarse la ropa, ya que no quería que se le encogiera, o que destiñera. Cuando hubo terminado la faena, y tras dos golpes de la botella de tequila, y dos largas caladas, ya estaba dispuesto para las aguadillas.
Pasaron los minutos en alegres juegos fluviales. Dos de las mujeres se fueron con el hombre a una de las furgonetas, riendo y saltando. Al poco se oyeron ruidos que daban idea de lo que estaba pasando en el interior del vehículo. El muchacho obeso, aprovechando las rachas de aire que no habían cesado en todo el día, volaba una cometa, ajeno voluntariamente al disfrute de sus compañeros de viaje.
Clemente que cogía por el hombro a las otras dos chicas, se enterneció con el gordo. Comprendía la frustración de ser diferente, de no poder realizar las mismas actividades que una persona mas convencional y soltó a las mujeres y fue con él para darle conversación.
Tuvo la precaución de ponerse algo de ropa. En concreto los calzoncillos que por error se colocó al revés, lo cual le daba un aspecto grotesco. Las chicas ahora bailaban al son del “let me sunshine.......let me sunshine.....”. Ya con el chico le alcanzó una bolsa de patatas con el único fin de empatizar. Este agradeció el gesto lo cual motivo que la cometa quedara enganchada en las ramas del árbol que cobijaba la moto de Clemente.
Dio dos tirones, y lejos de soltarse, pareció liarse con más fuerza a la rama. El muchacho ni corto ni perezoso se acercó al árbol y comenzó a trepar por él. Resoplaba y sudaba por el esfuerzo. Había conseguido escalar unos 50 cm y ya estaba agotado. Clemente le decía que se bajara de allí, que daba igual una cometa, pero el chico seguía empeñado en demostrar que no era tan diferente. Sobre todo se lo quería demostrar a una de las mujeres, a la más bajita de todas ellas, una de rasgos chinos, pero era su secreto.
-Baja de ahí, coño. Que te vas a escoñar- dijo Clemente sin que el chico comprendiera nada.
-¿Te quieres bajar ya?-empezó a preocuparse al observar como la rama donde estaba, que era una de las más robustas, comenzaba a doblarse de un modo ostensible.
Y en ese preciso instante, la rama se quebró y el chico cayó desde un metro de altura al suelo. No es que fuese una altura considerable, ni mucho menos, cualquier portero de fútbol se lanzaba al suelo de más altura, pero dadas las dimensiones y la tara del hombre, el golpe le pasó factura.
Permaneció inmóvil en el suelo. Las dos chicas acudieron a socorrerle y una de ellas salió a por un botiquín a la furgoneta. Minutos más tarde le chico seguía quejándose vivamente rodeado por todos sus amigos, ya vestidos, y por Clemente. El analgésico que le habían suministrado parecía no hacer efecto. Por propia experiencia, sabía que dada la envergadura del individuo, hubiera sido mejor un calmante de caballo, o en su defecto la caja entera de pastillas, y entonces recordó que guardaba las pastillas de su amigo inglés en algún lugar de su equipaje.
Vestido con el slip al revés acudió a revolver el macuto donde creía haberlas guardado, y cuando ya daba por perdida la idea, las encontró dentro de uno de los zapatos de vestir, tapadas con los calcetines sucios para que nadie sintiera la tentación de mirar allí en caso de registro.
Un trago de tequila y una de sus pastillas obraron milagros. Al poco el chico ya había trepado con agilidad felina a la copa del inmenso árbol. Estuvo a punto de caer dos veces al partir las frágiles ramas, pero cuando eso sucedía, como si fuese un orangután de Borneo encontraba en la caída otro lugar donde sujetarse, y así para asombro de todos los presentes. Media hora más tarde corría como un loco por las inmediaciones volando la cometa que había reparado con unas tiritas del botiquín. Lo hacía acompañado por la chica que le gustaba, a la cual cogía y lanzaba al vuelo con una fuerza inusitada en alguien que entraba en paro cardíaco si subía diez escalones sin reposar. Aquellas pastillas de Clemente eran sin lugar a dudas milagrosas, y aunque él lo desconocía, las usaban en los zoos para reanimar a los elefantes cuando estos caían enfermos. Aunque su amigo le había encontrado un uso alternativo, animar las fiestas.
La noche siguió en pleno apogeo. Cenaron lo que buenamente pillaron, y bebieron todo lo que tenían. Sacaron sus amigos una cachimba y fumaron algún tipo de opiáceo que les dejo a todos un tanto groguis. Excepto al gordo, que ahora se dedicaba a nadar por el río a una velocidad endiablada, llevando a sus espaldas al chica china que se había tocado con una gorra de marinero, y que le daba azotes cariñosos al grito de ¡¡hurra Mobby Dick¡¡.
Ya de madrugada unos fueron a dormir a las furgonetas y Clemente se dirigió a su tienda. Para su sorpresa, había olvidado montarla, así que como la noche no invitaba a dormir al raso, y el aire molesto seguía sin amainar, se introdujo en la tela de la tienda, dejando a un lado todos los herrajes. Quizás mañana armaría el tinglado, hoy no.
A lo lejos se oía la voz del chico obeso que gritaba sin parar mientras corría de un lado para otro de la lejana calle. Al día siguiente fue encontrado a 15 kilómetros de allí tirado en una cuneta y completamente deshidratado.
Comenzaba a conciliar el sueño dentro de la tienda sin montar, cuando alguien abrió desde el exterior la cremallera de la misma. Vio aparecer unos ojos verdes, unos dientes blancos, unas pecas graciosas y una nariz puntiaguda. Clemente le cogió del brazo y tiró de ella.
Felices sueños.
"Felices sueños."
Dormir una noche a cielo abierto, puede suponer para una persona no habituada una especie de tortura china. Hacerlo además sin un colchón, o una simple esterilla que amortigüe el contacto con el suelo, añade un sufrimiento adicional.
No era el caso de Clemente. Tener una fisonomía privilegiada, o eso le decía Pepi, y el hecho cierto de haber dormido la mona en multitud de ocasiones, tirado en el suelo, en una cuneta o entre la acera y un coche, curtían a una persona en el difícil arte de amanecer sin secuelas tras una experiencia semejante.
Cuando se levantó, lo primero que hizo fue sacar una lagartija que se había acomodado dentro de su camiseta, se estiró fuertemente, notó un crujido en el omoplato, que le causaría una molestia que perduraría varios días, chasqueo la lengua y se fue a mear.
La moto tenía una levísima capa de rocío que brillaba con los rayos del sol. La hacía aún más bonita y especial. De no ser por el manillar tan alto y alejado, si tuviera un asiento más cómodo, con algo menos de vibraciones el motor, unas suspensiones decentes y cuatro tonterías más, sería una moto perfecta. No obstante la moto estaba dando muestras de una solidez encomiable.
Se apresuró en recoger el equipaje para poder acercarse a un bar a desayunar. Las tripas le reclamaban algo sólido con sonoros ruidos. Volvió a recordar que sus visitas a una letrina, no eran todo lo frecuentes que un cuerpo sano demanda. Era el peaje a pagar por el mero hecho de salir de la rutina. Sin duda la carencia en la ingesta de unos buenos boquerones en vinagre, unos altramuces y unas olivas, también influían en su regularidad. Pero decidió no darle importancia, aunque no pudo evitar recordar el espectáculo dantesco que dejó en el retrete de aquel tugurio.
Cuando tuvo que volver a recoger las piezas de la tienda de campaña, la cosa se complicó del mismo modo en que se complicó el intento de armarla. Por una extraña ley no escrita, cualquier objeto que se desembala de una caja, varia su tamaño y disposición y es imposible volver a colocarlo en su estado original. Eso formaba parte de uno de los enigmas de la humanidad, y la ciencia debería investigar el fenómeno. Desconocía si alguna universidad británica ya había obtenido fondos para su estudio, y es que las universidades británicas eran especialistas en estudios absurdos e inútiles y de lo más extravagantes, donde dilapidar fondos públicos detraídos de ayudas sociales o destinados a causas más nobles, como la sanidad.
Se esforzó de un modo inaudito en conseguir que más o menos las piezas cupieran en la funda. A decir verdad varios de los soportes de la tienda, las varillas desmontables, que no había conseguido montar y que ahora era incapaz de desarmar, sobresalían de manera clara del saco. Pero se sentía débil y mareado, necesitaba comer algo de manera urgente, y es que apreciaba un vacío en el estómago, máxime cuando aliviaba los gases producto de la cena a base de judías en lata, que urgía solventar.
Se enfundó la cazadora vaquera, se colocó el “I will never die” y encendió la moto. Comenzó a petardear el motor, pero de una manera extraña. No iba todo lo redondo que debiera. Desde que el maldito perro había tirado la moto al suelo, ya notó que “algo” no estaba en su sitio. Lo corroboraba además otra de las leyes que forman parte de la filosofía motera. Cuando vas pensando lo bien que marcha la moto, lo fina que va, o cuando te sientes afortunado por no haber pinchado una rueda desde el pleistoceno, en el periodo de tiempo que va desde el mismo instante que lo piensas a dos o tres jornadas, la moto se para o revientas de manera súbita el neumático trasero. Es así, y todo buen motero debería saberlo. También suele pasar cuando viajas y casi ya toca repostar, dices “en el siguiente surtidor, paro”, y es entonces cuando las gasolineras dejan de aparecer, y eso que has estado saturado de ver surtidores cada diez kilómetros desde que arrancaste en casa. Son leyes inexplicables, que pueden ser confirmadas por cada usuario de moto.
Curiosamente le costó más esfuerzo llegar a la carretera desde su lugar de acampada que el que le costó hacer el camino a la inversa, quizás fuese otra ley a estudiar. Una vez en marcha aceleró con entusiasmo. Tenía una larga jornada de moto por delante, con un sol radiante, con las carreteras solitarias plagadas de bellos paisajes y la suave brisa acariciando la cara.
A decir verdad, para cuando Clemente llegó a un lugar para repostar y desayunar, el sol no brillaba con tanto entusiasmo, la carretera por la que circulaba estaba cortada por desprendimientos y el desvío era obligatorio a la highway. Por si esto fuera baladí, un viento moderado comenzaba a azotar la zona. Sin duda un leve cambio climatológico, que afortunadamente no había padecido desde que llegó al país.
El dinner tenía una cabina de teléfonos. Llamaría a casa y esta vez si, con suficientes monedas para no tener que interrumpir ninguna noticia relevante. Pidió un desayuno a su estilo, señalando sin saber en la carta y añadiendo cosas que señalaba de las mesas vecinas. Así que para su desgracia le sirvieron té con limón, unas tiras de carne seca y ahumada acompañadas de col fermentada, y unas tortitas con jarabe de arce que había señalado de la mesa contigua. Por no quedar como un imbécil, no dijo nada y los huevos fritos con tocino y patatas, acompañados de una buena cerveza que le apetecían, los dejaría para otro momento.
Fue a la cabina, sacó del bolsillo la chuleta de cómo establecer la llamada, sacó un puñado enorme de monedas y para su sorpresa el terminal funcionaba con un contador de pasos y después se abonaba en caja.
Estableció contacto a la primera con su domicilio, pero no fue la Pepi quien descolgó, fue Nancy, que le informó de que su esposa, había acudido a formalizar la apertura del nuevo bar que era inminente.
-Hola. Soy Clemente. ¿Cómo está el amor de mi vida?- dijo cuando oyó que descolgaban el auricular.
-¡¡¡¡Hola Clemy¡¡¡¡, soy Nancy, tu querida esposa no está. Ha ido a terminar con los trámites de apertura del Cuarto Oscuro. Volverá tarde. Llámale mañana.....bueno.....llámale cuando quieras “darling”, aquí el que manda eres tu....-dijo la chica.
-¿Y tu que tal estás?....
-Muy, muy bien. Todo marcha de maravilla. Tu mujer me mima. La quiero mucho, muchísimo, es como mi hermana, bueno....más que mi hermana....y por cierto, me ha dejado unos cuantos recados para darte, por si llamabas cuando ella no estuviera. Toma nota, tengo el teléfono de un contacto de la clínica Palo Alto, para que llames y avises de la fecha de tu llegada. Es un chico que habla español, un tal Florencio, debe ser un psicólogo argentino que trabaja allí para los casos difíciles, y que espera tu llamada. Él será quien te guíe y haga de portavoz.....toma nota del número.....
-Espera-dijo Clemente- que aquí hay boli- y tomó nota en el brazo del número, para luego pasarlo a un papel.
Tras una breve conversación con Nancy, donde le puso al corriente de chismes y novedades, y él solo asintió, Clemente se dirigió a su mesa donde le esperaba su pedido. Para su sorpresa el té con limón le templó el estómago, la carne seca y ahumada le gustó y la col la dejó como llegó en el plato. Las tortitas con sirope le resultaron muy dulces y le obligaron a beber un vaso de agua. Temiendo lo peor de tal locura, también se sorprendió de lo bien que le sentó el liquido elemento.
Chasqueó de nuevo la boca mientras de una máquina expendedora, sacaba varios paquetes de carne seca, para comer en emergencias, ya que ocupaba poco, era nutritiva y además tardaba años en caducar, unas golosinas llamadas Bounty, que eran de coco, y tres cervezas para la noche, donde ya pensaba ponerlas a refrescar en el río, mientras montaba el campamento en un prado de yerba ondeante bajo el abrigo de un roble centenario en el bucólico momento del ocaso solar.
De nuevo en ruta, el desvio que le llevó a la carretera principal estaba saturado de vehículos, presagio de una carretera atestada de camiones suicidas, de locos temerarios al volante, de poca fluidez, de multitud de policías ávidos de multar o si eres negro de multarte y darte una paliza, las típicas cosas que sucede en un país que no descansa nunca.
A los diez minutos de estar sumergido en el tráfico, Clemente ya formaba parte del escenario. Circulaba por el carril central, o eso creía él, en una carretera de cuatro carriles. Las matemáticas aplicadas a determinadas cosas, no eran su fuerte, pero en cambio era capaz de calcular con precisión alemana, cuanta cantidad de lúpulo llevaba una determinada cerveza, o la cantidad de nitrógeno, o la temperatura del brebaje con un error máximo de 0,005 grados.
Curiosamente siempre circulaba con los mismos coches y camionetas rodeándole. De pronto le rebasaba un Subaru con un mocoso sacándole la lengua, y la cabo de diez minutos, lo pasaba él sacándole la lengua al crío y se quedaba rezagado, y entonces le pasaba el camión de la FedExpress que luego rebasaría a tpda velocidad. De vez en cuando si que adelantaba un Camaro, o un Firebird y no volvía a verlos, a no ser que estuvieran estrellados contra un poste, o siendo multados por una patrulla de carretera.
Allí metido, en la vorágine del progreso, no estaba cómodo. Se apreciaba la carretera comarcal, “la suya”, sin tráfico, tan sólo algún camión enorme que transportaba tierra, o alguna excavadora de color amarillo, que sin duda intentaban restablecer la circulación.
Extrañamente no le molestaba la cazadora, a estas alturas del día ya solía circular en mangas de camisa, o mejor dicho en mangas de camiseta, pero el día era más fresco. Las nubes de color gris, o gris oscuro, presagiaban una jornada de tiempo revuelto, pero según su experiencia, nada preocupante. Con viajar a Gran Bretaña una vez en la vida, uno llegaba a comprender lo que es un clima infame, propio de un país de bárbaros, un clima variable capaz de abrasarte de calor y nevar dos horas más tarde, y que sin lugar a dudas había influido en generar unos habitantes peculiares y con un notable trastorno estético, capaces de crear criaturas excelsas como un Rolls Royce, o maltratar un asado de cerdo haciendo una salsa de menta para acompañar. Así que por muy caprichoso que fuese el clima allí donde estaba, no había motivos para la angustia.
El aire se tornaba mas insistente, a rachas casi violento. Dejaba a ratos unas gotas gruesas de lluvia, pero simbólicas. De hecho, no llegó a descargar una tormenta, aunque Clemente se había detenido en el arcén para rebuscar su impermeable color morado y tenerlo a mano para cuando comenzara la lluvia. Y eso es otra ley motera. Nunca encuentras lo que buscas en el equipaje cuando lo necesitas, y si te anticipas a buscar algo que creerás necesario, nunca lo usarás.
No muchas millas más adelante, las salidas para buscar la carretera secundaria, ya no estaban vetadas. De nuevo se abrió ante él la posibilidad de circular disfrutando del paisaje, de la buena gente y de la tranquilidad. Tomó la salida siguiente que desembocaba en un nudo de carreteras incomprensible. Motard experto, observó de lejos la dirección que quería tomar, se anticipó eligiendo el carril conveniente pensando “si me pongo aquí, luego pasó debajo de la autopista, y entonces me colocó a la izquierda y ya estoy en la buena dirección.....”. En el sexto intento, tras tomar dos veces la dirección opuesta a la imaginada, circulando en dirección prohibida un buen trecho, pasando sobre una isleta y saltándose un stop, estaba donde quería estar. Dirección noroeste en busca de un lugar donde reposar en la lejanía, con un horizonte de varias horas de disfrute motero, sabiendo que allí le aguardaba otra noche bajo las estrellas, tal y como se debieron sentir los colonos siglos atrás.
La moto comenzó a fallar. Quizás el horizonte soñado, la noche estrellada y todo lo demás tuviera que esperar a mejor ocasión. De pronto la moto funcionaba perfectamente, cuando de pronto se ponía a estornudar y a lanzar fogonazos por uno de los escapes. Rateaba unos segundos y volvía a estar todo en orden. Es en estos momentos cuando la templanza se hace más necesaria. Tras ingerir las tres cervezas calientes que llevaba, empezó a trazar un plan de actuación. Buscar un pueblo cercano, encontrar un taller, reparar la moto, volver a comprar cervezas, ir a cagar y continuar el viaje.
El concepto cercano, en un país del tamaño de un continente, proporcionalmente deshabitado comparado con Europa, en determinadas regiones, se tornaba un tanto indefinido.
Dos horas habían pasado y todavía no había rastro de vida en lo que alcanzaba la vista. La moto iba cada vez peor y aminoró la marcha. Al poco le sobrepasaron dos vetustas furgonetas haciendo sonar le claxón y saludando los viajeros amablemente. Eran hombres y mujeres de pelo largo y largas barbas. Ellos, no ellas, ellas sin barba. Las furgonetas eran una GMC y una Volkswagen pintadas con enormes flores, símbolos de la paz, que Clemente confundió con la estrella de Mercedes, palomas y cielos estrellados de vivos colores. Se perdieron en le horizonte en pocos minutos.
Cerca de las cinco de la tarde, la moto aguantaba a duras penas en movimiento, y fue en ese instante cuando pudo ver un blanco campanario a lo lejos. Era un pueblo, un pueblo de un tamaño más que importante. Las afueras estaban llenas de pequeños hoteles y por donde pasaba, veía gente que regresaba de caminar por el bosque, ya que todos iban con mochilas y prendas de montaña. Un enclave turístico, para su suerte, ya que era presagio de tener taller y licorerías donde surtir sus provisiones.
Apenas hubo recorrido medio kilómetro observó con alegría un taller donde había expuestas varias motos, cortacéspedes, pequeños tractores, y algún viejo coche con el cartel de estar en venta. Dos señores ataviados con monos de mecánico estaban echando el cierre al establecimiento, en el preciso momento en que Clemente hizo aparición.
El fino oído de uno de los mecánicos le hizo volver la cabeza. Aunque se disponían a concluir la jornada no pudo resistir la tentación de analizar el sospechoso ruido de la moto de un tipo que acababa de llegar. Sin genero de dudas le fallaba el encendido.
Clemente se acercó hacia ellos y con el “jelou” habitual les explicó lo que le pasaba. Como quiera que aquellos hombres no entendían más que el idioma extranjero, hubo de utilizar la mímica para hacerse entender. Señaló la moto y luego el pulgar para abajo. Siguió con un “bffffff, pot, pot, pot, pot,chinki,chanca, poto,pot,pot, bfffff” mientras con la palma extendida la hacía oscilar en un movimiento pendular.
-La moto mal.........-dijo despacio y alto para que le comprendieran.
A buen seguro que no necesitaban comprender nada, ya sabían que había que sustituir el encendido, que no tenían repuesto y que hasta mañana por la tarde no estaría la moto reparada. También sabían que la factura sería más abultada que la que cobrarían a un vecino, pero no demasiado, no fuese a se que aquel extraño individuo fuese algún criminal perturbado, o peor aún, un taxista de vacaciones.
En cuanto Clemente soltó un “¡¡mierda¡¡”, hicieron llamar a un muchacho que vivía en la casa de al lado. Era el hijo de un dominicano que la D.E.A. había detenido en el pueblo cuando transportaba media tonelada de hachis en un remolque, y que había obligado a su mujer e hijos a quedarse en el pueblo hasta poder reunir el dinero necesario para volver a su casa. De eso hacía ya cuatro años, así que los señores del taller ya estaban habituados a palabras del tipo “mierda” o “vaya a chingar” o “carajo de niños”, y supieron a quien buscar para traducir.
Mano de santo. El chico que soltó la lengua en cuanto Clemente soltó la billetera y le largó cinco dólares le informó de todo lo necesario. Podría ir en la moto, aunque fallara, a las afueras en dirección este. Allí encontraría un lugar donde acampar, junto a multitud de montañeros, encontraría cerca un supermercado, podría montar la tienda, y regresar la día siguiente a colocar el maldito encendido al taller. Perdería un día, pero quizás no fuera mala idea descansar un poco.
Cuando llegó al lugar de acampada, la verdad es que no estaba muy concurrido. Él ignoraba que habían advertido de fuertes vendavales en la zona, y los turistas habían optado por alojarse en algún refugio mas consistente que un pedazo de tela sujeto por unas finas varillas que no casaban entre si.
Encontró el lugar apropiado. No lejos de un riachuelo, al abrigo de un pequeño terraplén, con la sombra de un enorme árbol cerca, y con la suerte de estar en un lugar discreto y alejado de la vista de la carretera. Cuando ya llegó allí, observó con cierta sorpresa que justo a su lado, veinte metros más adelante, estaban las dos furgonetas de los tardo hippies que le habían adelantado. Siguió adelante con su plan de instalarse allí, para no parecer maleducado.
Quitó el equipaje de la moto, preparó la disposición de los enseres, y antes de montar la tienda caminó hasta el supermercado para comprar cerveza, un par de latas de judías, unas bolsas de patatas, un paquete de donuts y jabón para el aseo. Había decidido darse un baño y aprovechar a lavar la ropa.
Cuando regresó al vivac, recolectó la leña para el fuego, las piedras de protección, y cuando se disponía a montar la tienda de campaña, uno de los hombres de las furgos, le saludó amablemente. Al poco las cuatro mujeres y los dos hombres estaban con Clemente ofreciéndole ayuda para motar el tinglado, acercándole unas manzanas, una botella de tequila. Eran dos hombres, uno de ellos de cincuenta años, alto, de pelo cano y larga barba, el otro era un chico más joven, con un sobrepeso espectacular que apenas podía caminar, y calculando el peso por comparación con su Pepi en los buenos tiempos, cuando era una mujer fornida y deseable al máximo, el chico debería pesar cerca de 180 kilos.
Las muchachas eran bastante más jóvenes, rozando la treintena, todas de pelo largo, alguna de ellas ya canoso, recogido con unas cintas, vestían ropa de colores vivos, pantalones muy amplios, faldas largas y vaporosas, y no paraban de reír. Ese tipo de risa que se asocia al consumo de los cigarritos que fumaron en Peñarara. Una de ellas puso la radio de la GMC, y estaba sonando una canción que se había popularizado en los últimos tiempos, Paquito el Chocolatero. Inmediatamente dos de ellas cogieron por los hombros a Clemente que no dudó en comenzar el baile que tanto conocía. La botella de tequila empezó a circular y algún cigarro también.
Clemente se acercó a por sus cervezas, y a por la comida que guardaba para convidar a sus nuevos amigos. Para cuando se acercó de nuevo, las chicas se bañaban desnudas en el río y el hombre mayor se tiro de cabeza al mismo también sin ropa. El obeso que apenas podía caminar no estaba dispuesto a morir ahogado por no poder moverse, así que se encargaba de la música y de liar cigarros. También preparaba comida, la suya y la de Clemente, en unas bandejas de plexiglás. Ponía a todo volumen la canción de Janis Joplin “Piece of my hearth”cuando una de las chicas, la que más delgada estaba, una mujer poco agraciada a su entender, de ojos verdes , nariz puntiaguda, blancos dientes, cara pecosa, con unos pechos turgentes y de un tamaño considerable, pero sin el exceso de peso que tanto provocaba a Clemente, le cogió a este y le arrastró hacia el agua.
Dando muestras de aplomó, Clemente detuvo a la chica en el empeño de lanzarle al agua. Antes debía quitarse la ropa, ya que no quería que se le encogiera, o que destiñera. Cuando hubo terminado la faena, y tras dos golpes de la botella de tequila, y dos largas caladas, ya estaba dispuesto para las aguadillas.
Pasaron los minutos en alegres juegos fluviales. Dos de las mujeres se fueron con el hombre a una de las furgonetas, riendo y saltando. Al poco se oyeron ruidos que daban idea de lo que estaba pasando en el interior del vehículo. El muchacho obeso, aprovechando las rachas de aire que no habían cesado en todo el día, volaba una cometa, ajeno voluntariamente al disfrute de sus compañeros de viaje.
Clemente que cogía por el hombro a las otras dos chicas, se enterneció con el gordo. Comprendía la frustración de ser diferente, de no poder realizar las mismas actividades que una persona mas convencional y soltó a las mujeres y fue con él para darle conversación.
Tuvo la precaución de ponerse algo de ropa. En concreto los calzoncillos que por error se colocó al revés, lo cual le daba un aspecto grotesco. Las chicas ahora bailaban al son del “let me sunshine.......let me sunshine.....”. Ya con el chico le alcanzó una bolsa de patatas con el único fin de empatizar. Este agradeció el gesto lo cual motivo que la cometa quedara enganchada en las ramas del árbol que cobijaba la moto de Clemente.
Dio dos tirones, y lejos de soltarse, pareció liarse con más fuerza a la rama. El muchacho ni corto ni perezoso se acercó al árbol y comenzó a trepar por él. Resoplaba y sudaba por el esfuerzo. Había conseguido escalar unos 50 cm y ya estaba agotado. Clemente le decía que se bajara de allí, que daba igual una cometa, pero el chico seguía empeñado en demostrar que no era tan diferente. Sobre todo se lo quería demostrar a una de las mujeres, a la más bajita de todas ellas, una de rasgos chinos, pero era su secreto.
-Baja de ahí, coño. Que te vas a escoñar- dijo Clemente sin que el chico comprendiera nada.
-¿Te quieres bajar ya?-empezó a preocuparse al observar como la rama donde estaba, que era una de las más robustas, comenzaba a doblarse de un modo ostensible.
Y en ese preciso instante, la rama se quebró y el chico cayó desde un metro de altura al suelo. No es que fuese una altura considerable, ni mucho menos, cualquier portero de fútbol se lanzaba al suelo de más altura, pero dadas las dimensiones y la tara del hombre, el golpe le pasó factura.
Permaneció inmóvil en el suelo. Las dos chicas acudieron a socorrerle y una de ellas salió a por un botiquín a la furgoneta. Minutos más tarde le chico seguía quejándose vivamente rodeado por todos sus amigos, ya vestidos, y por Clemente. El analgésico que le habían suministrado parecía no hacer efecto. Por propia experiencia, sabía que dada la envergadura del individuo, hubiera sido mejor un calmante de caballo, o en su defecto la caja entera de pastillas, y entonces recordó que guardaba las pastillas de su amigo inglés en algún lugar de su equipaje.
Vestido con el slip al revés acudió a revolver el macuto donde creía haberlas guardado, y cuando ya daba por perdida la idea, las encontró dentro de uno de los zapatos de vestir, tapadas con los calcetines sucios para que nadie sintiera la tentación de mirar allí en caso de registro.
Un trago de tequila y una de sus pastillas obraron milagros. Al poco el chico ya había trepado con agilidad felina a la copa del inmenso árbol. Estuvo a punto de caer dos veces al partir las frágiles ramas, pero cuando eso sucedía, como si fuese un orangután de Borneo encontraba en la caída otro lugar donde sujetarse, y así para asombro de todos los presentes. Media hora más tarde corría como un loco por las inmediaciones volando la cometa que había reparado con unas tiritas del botiquín. Lo hacía acompañado por la chica que le gustaba, a la cual cogía y lanzaba al vuelo con una fuerza inusitada en alguien que entraba en paro cardíaco si subía diez escalones sin reposar. Aquellas pastillas de Clemente eran sin lugar a dudas milagrosas, y aunque él lo desconocía, las usaban en los zoos para reanimar a los elefantes cuando estos caían enfermos. Aunque su amigo le había encontrado un uso alternativo, animar las fiestas.
La noche siguió en pleno apogeo. Cenaron lo que buenamente pillaron, y bebieron todo lo que tenían. Sacaron sus amigos una cachimba y fumaron algún tipo de opiáceo que les dejo a todos un tanto groguis. Excepto al gordo, que ahora se dedicaba a nadar por el río a una velocidad endiablada, llevando a sus espaldas al chica china que se había tocado con una gorra de marinero, y que le daba azotes cariñosos al grito de ¡¡hurra Mobby Dick¡¡.
Ya de madrugada unos fueron a dormir a las furgonetas y Clemente se dirigió a su tienda. Para su sorpresa, había olvidado montarla, así que como la noche no invitaba a dormir al raso, y el aire molesto seguía sin amainar, se introdujo en la tela de la tienda, dejando a un lado todos los herrajes. Quizás mañana armaría el tinglado, hoy no.
A lo lejos se oía la voz del chico obeso que gritaba sin parar mientras corría de un lado para otro de la lejana calle. Al día siguiente fue encontrado a 15 kilómetros de allí tirado en una cuneta y completamente deshidratado.
Comenzaba a conciliar el sueño dentro de la tienda sin montar, cuando alguien abrió desde el exterior la cremallera de la misma. Vio aparecer unos ojos verdes, unos dientes blancos, unas pecas graciosas y una nariz puntiaguda. Clemente le cogió del brazo y tiró de ella.
Felices sueños.
Era tan bello el instante, que para detenerlo, sólo quedaba una opción.......el silencio.
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO
Me encanta leerte Pate
Con el tiempo un verdadero motero conoce la diferencia entre saber el camino y respetar el camino. ...
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO
CAPÍTULO VIGÉSIMO PRIMERO
Pluma de Buitre
Abrió los ojos repentinamente. Tenía la sensación de estar mojado. Aquella incomodidad que instantes antes le pareció ficticia, resultó ser algo más que una impresión y era una realidad. Estaba empapado. Mucho más que empapado. Dentro de la tela de la tienda de campaña el agua alcanzaba una altura de dos dedos, y el precario confort que le proporcionaba el suelo llano, había desaparecido. Su cuerpo se amoldaba a una base llena de guijarros condenadamente molestos.
Tenía un vacío mental. Si ya era de memoria precaria en condiciones normales, tras fumar lo que quiera que fumase la noche anterior, su capacidad de rememorar se había volatilizado. La cuestión era que estaba atrapado dentro de la tela de la tienda, que le cubría el cuerpo como si fuera una mortaja, y que el agua que había dentro se le adhería a la piel.
A duras penas consiguió encontrar la cremallera, y cuando pudo liberarse de aquella prisión confeccionada, asomó la cabeza y comprendió el motivo de todo aquel exceso de humedad. La tienda se encontraba en la orilla del río, pero no el la orilla que lindaba con su campamento, sino en la orilla opuesta a unos diez metros de distancia. Parcialmente sumergida y posada sobre los cantos rodados, Clemente no comprendía como pudo llegar allí.
El misterio tenía una fácil explicación, pero dado el estado semi comatoso de Clemente en el momento de retirarse a descansar, se comprendía que no tuviera noción del terrible vendaval que se había desatado por la noche. En algún punto del pueblo, las rachas de viento habían superado los cien kilómetros por hora, y aunque no se le podía calificar como de tornado, o huracán, la cosa no había estado muy lejos de serlo.
Cientos de ramas estaban esparcidas por el suelo. No muy lejos de allí la roulotte de unos campistas estaba volcada sobre un espléndido Ford Galaxy del 59. En el otro extremo de la calle unos vecinos, con ayuda de voluntarios, trataban de recomponer las miles de tejas que resultaron arrancadas de su posición original. Aunque el no lo sabía, el campanario blanco que vio en su llegada, se había desplomado sobre un comercio de souvenirs próximo, y una enorme grieta en la fachada de la iglesia dejaba ver como un par de feligreses consolaban al reverendo que lloraba desconsoladamente.
La moto permanecía a salvo debajo del árbol. Si bien es cierto que alguna rama menor estaba en las inmediaciones, la buena suerte había evitado que cayeran sobre ella. Las pertenencias de Clemente se hallaban más o menos donde las dejó, incluidos los herrajes de la tienda que a buen seguro, debería tarde o temprano usar para conformar una tienda al uso.
Una de las furgonetas de sus amigos no estaba. La otra se encontraba aparcada donde la noche anterior y el resto de pertenencias habían volado. Un tendedor del cual colgaban las ropas de colores se veía alo lejos colgando de un poste eléctrico. Quizás a unos cien metros de distancia. La hamaca donde el chico mórbido se acomodaba aparecería en el jardín del centro cultural del pueblo, sobre una peana que un día albergó la estatua de Samuel Langhorne Clemens, más conocido por su seudónimo de Mark Twain, autor de libros como las aventuras de Tom Sawyer o las aventuras de Huckleberry Finn, y que fue retirada cuando un alcalde y su esposa perecieron ahogados en el Mississippi a bordo de un vapor que colisionó contra una barcaza de basura y que se fue a pique.
Como acto de recuerdo y desagravio al edil, el resto de la corporación tomó la decisión de declarar persona non grata a Mark Twain que era quien había inspirado el viaje de la pareja, aun habiendo fallecido setenta años antes, y demoler la escultura y tirar sus restos al fondo de un pantano. Ahora ocupaba su lugar la hamaca, que si bien pasó desapercibida en un principio, más adelante se tornaría en motivo de visita, ya que la gente la tomó como una obra de arte contemporánea e incluso la gaceta del condado hizo un estudio pormenorizado calificándola como “un nuevo valladar en la expresión artística moderna, no exenta de una fragilidad conmovedora, que hace que el espectador se sitúe en un plano superior para de pronto verse sumergido en el vértigo inherente a una caída al vacío. Una obra de arte suprema y desgarradora. Lástima que se desconozca la identidad de un artista, que altruistamente y en una noche de desgracia, decidió compartir su enorme talento y su gran generosidad con los ciudadanos de.......”.
Clemente cruzó el río con la tela de la tienda. Se disponía a extenderla al sol en el preciso instante en que vio como se acercaba la otra furgoneta de sus vecinos. Hicieron sonar el claxón y le saludaron afectuosamente desde el interior. Conducía una chica de ojos verdes, nariz puntiaguda, dientes blancos y graciosas pecas. Le resultaba cercana y familiar aunque no tenía una noción exacta del porque. Era cierto que conocía a todos los del grupo, pero ella en especial le provocaba una simpatía especial.
Cuando hubo terminado su tarea, se acercó donde los demás. Habían ido a recoger al muchacho gordo, que tras una noche ingresado en un hospital cercano, necesitaba recuperarse de múltiples heridas. Según los galenos, sobrevivir a una deshidratación tan espantosa como la que tuvo el chico, era un autentico milagro. Además de cientos de moratones, desgarros de uñas, heridas superfluas en cualquier lugar de su cuerpo, pérdida de cuero cabelludo, espinas clavadas, arañazos de toda índole, lo más preocupante era el estado de sus muslos, que debido al rozamiento estaban en carne viva. Correr quince kilómetros, después de haber nadado desaforadamente, de haber lanzado al aire a la china un centenar de veces, tras volar la cometa incansablemente, suponía unas secuelas físicas de este calibre. Los médicos indicaron que en las analíticas había aparecido lo habitual en una persona con semejante sobrepeso, pero que no entendían los valores tan exagerados de nitroglicerina que se reflejaba en ellas. Por otra parte ese exceso había evitado que el corazón estallase en mil pedazos.
Al no encontrar la hamaca que solía usar el chico. Le acomodaron en una butaca que hicieron con los troncos derribados y bien forrada por un colchón y unas graciosas mantas multicolores. La chica china se encargaba de cuidarle con mimo. Le acercaba cada poco tiempo algo de beber, y cuando necesitaba orinar, dada la abundancia de líquidos que ingería, ella misma le colocaba el miembro en una botella para que miccionase y no tuviera que moverse.
El chico apenas hablaba, tenía la mirada triste y dormitaba con frecuencia. Se quejaba cuando lo hacía y es que en sus sueños tenía visiones de lo ocurrido la noche anterior antes de caer en la maldita cuneta, sobre los restos de un neumático y rodeado de latas oxidadas. Recordaba con claridad meridiana haber estado trepando por los árboles, nadando con la china en su lomo, haber corrido como un poseso con la cometa, para después hacer el amor con la chica en la trasera de un supermercado. Y para celebrar la perdida de su virginidad, atravesó el pueblo a grito pelado corriendo desnudo. Cuando un mastín empezó a perseguirle con intenciones claras de pegarle unos cuantos bocados, empezó a correr hacía las afueras. A duras penas conseguía dejar atrás al perro, que en su fuero interno no entendía como aquella bola de carne era capaz de no dejarse atrapar, ya que él era el perro más rápido del pueblo si dejamos de lado al galgo del boticario, y cuando el animal dejó de perseguirle por agotamiento, continuó corriendo un par de minutos para caer rodando por la acequia donde fue encontrado por una patrulla de carretera.
Clemente tuvo el detalle de hacerle compañía un buen rato. Desafortunadamente no hablaban el mismo idioma pero no obstante sabía que sus palabras lo reconfortaban.
-Mira chico-le decía Clemente-en mi pueblo también había un muchacho gordo. Bueno, tu eres aún más gordo, pero aquel también tenía lo suyo. En el colegio todos se reían de él. Yo también, incluso le puse el mote de “El Paqui” por lo de paquidermo, que era una palabra que aprendí en clase de ciencias el día que dieron lo de los mamuts y el hielo. Al final todos se descojonaban de él. Jejejeje, yo creo que se traumó y todo. Y un buen día “El Paqui” perdió la cabeza y se tiró al tren. Desde entonces no me río de los gordos. ¿Sabes? Mi mujer era gorda, por eso me gustaba, pero ahora ha adelgazado. Y no es que ya no me guste, pero me gustaba más gorda.........esas chicas, tus amigas, son demasiado delgadas, ni para hacer caldo.......aunque esa de las pecas.......a lo que iba muchacho, tu no te preocupes por ser tan gordo, eso te hace diferente, aprovecha ese don, haz lo mismo que yo con lo de la oreja, me aprovecho y entro gratis a los sitios.....aunque ahora voy a ponerme otra oreja nueva...
El muchacho asentía con desgana. Le escocían las heridas, le dolía todo el cuerpo, el desgarro del cuero cabelludo le provocaba dolor de cabeza, pero lo que era insufrible era lo de los muslos. Tenía las heridas tapadas con unas gasas con algún medicamento que la chica china sustituía a cada poco. El hombre preparó unas cataplasmas de hierbas que ellos mismos recolectaron. La chica de las pecas, de nariz puntiaguda, de ojos verdes y dientes blancos, la de los pechos grandes y turgentes, preparaba una infusión al fuego. Mientras vigilaba la perola, no podía reprimir la necesidad de mirar Clemente y si este le veía, le lanzaba una leve sonrisa que dejaba ver sus maravillosos dientes blancos.
En un momento dado la chica oriental acercó al chico una enorme jarra con una tisana muy caliente. Se la acercó en el preciso instante en que Clemente, que seguía contando historias al chico, dibujaba figuradamente las dimensiones del bulldozer contra el que se estrelló en ese país de infame clima y dudoso gusto para la cocina. Como resultas del baile del brazo y la confluencia del de la chica acercando la jarra colmada de líquido hirviendo, se produjo la colisión de ambos al coincidir las trayectorias. Cuando dos cuerpos chocan, la energía que liberan es la suma de la masa multiplicada por la velocidad que llevan.
El impacto involuntario provocó que la jarra saliera despedida con una trayectoria parabólica en dirección sur, suroeste, con choque final en la entrepierna del gordo.
Relatar el resultado de tal infortunio puede resultar doloroso, aunque no tanto como el derrame de medio litro de bebida hirviendo sobre unas heridas en carne viva invadiendo a su vez la zona genital del individuo.
En el primer instante, en el primer segundo, el chico pareció revivir de su letargo, la china creyó entrar en el infierno, y Clemente, dando muestras una vez más de unos reflejos inauditos, ya estaba a unos seis o siete metros del lugar del impacto señalando a la mujer.
En los segundos posteriores, el obeso corría hacia el río con agilidad felina y se lanzaba al agua para aliviar la nueva tortura, la china le seguía gritando algo ininteligible, al menos para Clemente, con las manos en la cabeza y deseando que no fueran irreversibles las lesiones en la zona del placer del gordo, que tanto placer le había proporcionado a ella en el sucio callejón, y Clemente se enfundaba el casco para llevar la moto al mecánico.
Salió disparado del lugar de acampada para evitar problemas, con la seguridad que el buen chico estaría atendido convenientemente. Cinco minutos más tarde entraba en el taller para dejar la moto a reparar. Los hombres llamaron al niño traductor y tras los cinco dólares de rigor, le informó de que la moto no estaría arreglada el mismo día, que podría recogerla mañana a mediodía, ya que el camión de reparto había volcado a causa del vendaval y la pieza tardaría un día más en llegar. También le dijo, cuando Clemente le preguntó que podía ver en el pueblo, que había un bar, el Tomahawk, que regentaba el Gran Jefe Apache “Pluma de Buitre” y que se encargaba de organizar visitas a las reservas del Fort Apache o de San Carlos y que eran muy entretenidas, y que había casinos, donde trabajaba su mamá, y se podían comprar recuerdos y beber destilados de bayas que hacían los indios. Y que si, que también había cerveza, tal y como quería saber Clemente.
Tomó rumbo hacia el Tomahawk, caminando con alegría. Por fin podría ver indios como en las películas de John Wayne. Ya se los imaginaba con sus plumas, con el hacha, dando gritos y cayendo abatidos por los disparos de los vaqueros, mientras sus caballos de color blanco y negro escapaban al galope.
Según le dijo el niño, debía ya estar cerca del bar. Era un edifico de color marrón donde entraba mucha gente. De camino había asistido a la impresionante escena de ver como el campanario de la iglesia se había derrumbado sobre lo que fue un negocio de recuerdos. Graciosamente la campana estaba hundida medio metro en medio de la calle, y como estaba del revés, los niños del pueblo levantaban el badajo y lo dejaban caer, lo cual provocaba la consiguiente campanada y una nueva llantina del reverendo que seguía inconsolable. Nada que ver con aquel que conoció días antes, más dado a otro tipo de pasatiempos, que el estar llorando por las esquinas.
La gente se encaminaba hacia un edificio de color marrón, tal y como le dijo el chico. Ni corto ni perezoso siguió la corriente, en la certeza de que tal entusiasmo no era sino las ganas de la población de aplacar la sed. Abrió las puertas con energía y casi se desploma al ver el interior del edificio. Por error se había metido a tumba abierta en la biblioteca pública. Fue espantoso ver cientos, miles de libros en inmensas estanterías, amenazando su incultura manifiesta. Por si esto fuera poco, mujeres y hombres rigurosamente ataviados, con gafas de pasta, aseados y terriblemente educados le lanzaron una mirada intimidatoria y desafiante. ¿Quién era aquel desconocido vestido de manera inapropiada, que osaba entrar en los dominios de la elite cultural del pueblo, en clara metáfora al huracán nocturno? ¿Acaso pretendía derribar el campanario del saber invadiendo el lugar sagrado del conocimiento?.
Para cuando Clemente salió de aquel espacio tormentoso, muchos de los eruditos allí congregados ya estaban de nuevo enfrascados en la lectura compulsiva de textos esenciales. Grandes tomos ocultaban de la vista de los demás presentes, la revista de caza que leían con avidez. De caza, de viajes, de cocina italiana, e incluso el Play Boy o artículos del Readers Digest que analizaban la perdida del vello en la evolución humana con la única intención de hacer del ser humano un animal más rápido y veloz.
El sol devolvió de nuevo a Clemente a la realidad. Fue al girar la esquina cuando descubrió lo que estaba buscando. El edifico marrón adornado con un enorme cartel luminoso de la figura de un indio arrancando la cabellera de un soldado. En la puerta un caballo de cartón piedra pintado de color blanco y negro ya bastante descolorido, donde los niños podían montarse y hacerse fotos, mientras sus padres y madres se emborrachaban en el interior.
Las inmediaciones se encontraban atestadas de coches y motos de los parroquianos y Clemente pudo respirar más tranquilo. Estaba en su lugar natural, en su entorno. Un entorno de música alta, de ruido de vasos, del tintineo de los mismos, de la semioscuridad necesaria para un ambiente optimo, del olor a tabaco y sudor, de tipos descamisados hablando en voz alta, de camareros rápidos y atentos, de chicas fumando solas en la barra, de paredes llenas en este caso de fotos de indios cabalgando o quemando un rancho, de falsas cabelleras cortadas, sombreros de soldados atravesados por flechas, de puñales inmensos y como protagonista central un hacha Tomahawk con el canto ensangrentado.
No lejos de allí, una mujer en una furgoneta colorida, preguntaba en un taller de motos donde podía encontrar al propietario de una de ellas. Un forastero al que debía de encontrar urgentemente. Un niño, vecino de la casa de al lado, donde una mujer gritaba “ya me tienen harta con sus chingadas, vayan al carajo, o mejor aún, con el miserable de su papá, maldito pendejo, que el diablo aparte de mi vida...” le dijo que el señor que buscaba estaba en el Tomahawk, un bar cerca de la biblioteca.
La chica le dio un beso al niño y le regaló una bolsa de frutos secos ecológicos que tenía en el vehículo. El niño se fue entusiasmado con el beso de la mujer más guapa que nunca había visto. Una mujer con la nariz puntiaguda, los dientes muy blancos, ojos verdes intensos y unas pecas muy graciosas.
Clemente ya había hecho amistad con el dueño del local que chapurreaba español. El Gran Jefe Apache “Pluma de Buitre” era un señor que no parecía indio, bueno si, tenía rasgos de indio, pero vestía con un traje de lino azul, camisa blanca, corbata de rayas rojas y azules y mocasines italianos. Como buen indio nativo, era bebedor compulsivo, y llevaba el pelo negro largo recogido con una coleta.
A la segunda cerveza, le siguió la tercera y la cuarta. Y a partir de la quinta, cuando ya eran “amigos de toda la vida”, decidieron acompañarlas de chupitos de licor de bayas. Entablaron una conversación de caballos. Clemente no tenía ni idea, lo cual provocaba la risa del Gran Jefe al oírle decir que su moto tenía caballos, pero que nunca había estado en el establo del motor. Y así pasaban el rato. El Jefe le dijo que irían por la tarde a visitar la reserva del San Carlos, donde los apaches en virtud a una ley estatal, regentaban casinos y licorerías, lo cual provocaba la abundante afluencia de turistas, que lejos de interesarse por la cultura indígena, buscaban que los dados o la ruleta les sacaran de la miseria de sus vidas.
El Gran Jefe debía marcharse. Tenía una cita con dos congresistas para comer y antes debía recoger a dos de las fulanas más reconocidas del estado para que entretuvieran a los dos políticos una vez terminada la comida, donde el Gran Jefe intentaría mejorar las ayudas económicas que el pueblo apache recibía del Congreso de los Estados Unidos.
El Cadillac Eldorado de “Pluma de Buitre” dejó un hueco libre que fue ocupado por una furgoneta multicolor.
Clemente estaba rodeado de media docena de parroquianos y competían en ver quien era capaz de engullir a más velocidad un huevo duro y una jarra de cerveza. Ganaba 6 a 3 y comenzaba la décima ronda.
En ese momento un brazo amenazador apareció entre la multitud de manera sigilosa. Se acercaba al cuello de Clemente sin que nadie fuera capaz de verlo. Ya casi lo rozaba.
XXXXXXXXX
Al Manzini estaba en la cárcel de alta seguridad secreta donde los dos prisioneros seguían sin declarar su participación en la multitud de actos terroristas de los últimos tiempos.
Se había investigado el posible parentesco de Zadornil Guerra Guerra con el hombre más buscado del país, Clemente Guerra Tapiz. Incluso se había barajado la relación de Zadornil con el vicepresidente del Estado español, Alfonso Guerra, pero se descartó rápidamente al conocer de primera mano que el político español era una persona inteligente e instruida.
Los doctores en psicología argumentaban que no eran tipos peligrosos, al menos no ejercían una violencia física, ni intelectual, como mucho una violencia ideológica de baja intensidad. Recomendaban ponerles en libertad y pasarles el problema a los rusos, ya que en las conversaciones que ambos tenían en las celdas, se determinaba que pretendían iniciar una demanda por algún asunto relacionado con la carrera espacial y cabía la posibilidad de que los soviéticos perdieran el honor de ser los primeros en poner un satélite en órbita.
Al Manzini no tenía del todo clara la decisión. Sabía de primera mano que según los informes del servicio secreto, si dejaba en libertad a los dos individuos e iniciaban una demanda contra los rusos, acabarían sus días en un Gulag de Siberia o flotando en el Mar Negro. Y es que los rusos tenían muy mal humor.
Pero si continuaba teniéndoles encerrados, podía entablarse un conflicto diplomático, y aunque la relevancia socio política de España era similar a la de Bostwana, nadie necesitaba perder el tiempo con un país recalcitrante y subdesarrollado, donde ni siquiera había Dr Peppers para beber. Y menos él, que ya disfrutaba en sueños de la próxima jubilación pescando a bordo de un yate en las costas de Boca Ratón en la soleada Florida.
Pluma de Buitre
Abrió los ojos repentinamente. Tenía la sensación de estar mojado. Aquella incomodidad que instantes antes le pareció ficticia, resultó ser algo más que una impresión y era una realidad. Estaba empapado. Mucho más que empapado. Dentro de la tela de la tienda de campaña el agua alcanzaba una altura de dos dedos, y el precario confort que le proporcionaba el suelo llano, había desaparecido. Su cuerpo se amoldaba a una base llena de guijarros condenadamente molestos.
Tenía un vacío mental. Si ya era de memoria precaria en condiciones normales, tras fumar lo que quiera que fumase la noche anterior, su capacidad de rememorar se había volatilizado. La cuestión era que estaba atrapado dentro de la tela de la tienda, que le cubría el cuerpo como si fuera una mortaja, y que el agua que había dentro se le adhería a la piel.
A duras penas consiguió encontrar la cremallera, y cuando pudo liberarse de aquella prisión confeccionada, asomó la cabeza y comprendió el motivo de todo aquel exceso de humedad. La tienda se encontraba en la orilla del río, pero no el la orilla que lindaba con su campamento, sino en la orilla opuesta a unos diez metros de distancia. Parcialmente sumergida y posada sobre los cantos rodados, Clemente no comprendía como pudo llegar allí.
El misterio tenía una fácil explicación, pero dado el estado semi comatoso de Clemente en el momento de retirarse a descansar, se comprendía que no tuviera noción del terrible vendaval que se había desatado por la noche. En algún punto del pueblo, las rachas de viento habían superado los cien kilómetros por hora, y aunque no se le podía calificar como de tornado, o huracán, la cosa no había estado muy lejos de serlo.
Cientos de ramas estaban esparcidas por el suelo. No muy lejos de allí la roulotte de unos campistas estaba volcada sobre un espléndido Ford Galaxy del 59. En el otro extremo de la calle unos vecinos, con ayuda de voluntarios, trataban de recomponer las miles de tejas que resultaron arrancadas de su posición original. Aunque el no lo sabía, el campanario blanco que vio en su llegada, se había desplomado sobre un comercio de souvenirs próximo, y una enorme grieta en la fachada de la iglesia dejaba ver como un par de feligreses consolaban al reverendo que lloraba desconsoladamente.
La moto permanecía a salvo debajo del árbol. Si bien es cierto que alguna rama menor estaba en las inmediaciones, la buena suerte había evitado que cayeran sobre ella. Las pertenencias de Clemente se hallaban más o menos donde las dejó, incluidos los herrajes de la tienda que a buen seguro, debería tarde o temprano usar para conformar una tienda al uso.
Una de las furgonetas de sus amigos no estaba. La otra se encontraba aparcada donde la noche anterior y el resto de pertenencias habían volado. Un tendedor del cual colgaban las ropas de colores se veía alo lejos colgando de un poste eléctrico. Quizás a unos cien metros de distancia. La hamaca donde el chico mórbido se acomodaba aparecería en el jardín del centro cultural del pueblo, sobre una peana que un día albergó la estatua de Samuel Langhorne Clemens, más conocido por su seudónimo de Mark Twain, autor de libros como las aventuras de Tom Sawyer o las aventuras de Huckleberry Finn, y que fue retirada cuando un alcalde y su esposa perecieron ahogados en el Mississippi a bordo de un vapor que colisionó contra una barcaza de basura y que se fue a pique.
Como acto de recuerdo y desagravio al edil, el resto de la corporación tomó la decisión de declarar persona non grata a Mark Twain que era quien había inspirado el viaje de la pareja, aun habiendo fallecido setenta años antes, y demoler la escultura y tirar sus restos al fondo de un pantano. Ahora ocupaba su lugar la hamaca, que si bien pasó desapercibida en un principio, más adelante se tornaría en motivo de visita, ya que la gente la tomó como una obra de arte contemporánea e incluso la gaceta del condado hizo un estudio pormenorizado calificándola como “un nuevo valladar en la expresión artística moderna, no exenta de una fragilidad conmovedora, que hace que el espectador se sitúe en un plano superior para de pronto verse sumergido en el vértigo inherente a una caída al vacío. Una obra de arte suprema y desgarradora. Lástima que se desconozca la identidad de un artista, que altruistamente y en una noche de desgracia, decidió compartir su enorme talento y su gran generosidad con los ciudadanos de.......”.
Clemente cruzó el río con la tela de la tienda. Se disponía a extenderla al sol en el preciso instante en que vio como se acercaba la otra furgoneta de sus vecinos. Hicieron sonar el claxón y le saludaron afectuosamente desde el interior. Conducía una chica de ojos verdes, nariz puntiaguda, dientes blancos y graciosas pecas. Le resultaba cercana y familiar aunque no tenía una noción exacta del porque. Era cierto que conocía a todos los del grupo, pero ella en especial le provocaba una simpatía especial.
Cuando hubo terminado su tarea, se acercó donde los demás. Habían ido a recoger al muchacho gordo, que tras una noche ingresado en un hospital cercano, necesitaba recuperarse de múltiples heridas. Según los galenos, sobrevivir a una deshidratación tan espantosa como la que tuvo el chico, era un autentico milagro. Además de cientos de moratones, desgarros de uñas, heridas superfluas en cualquier lugar de su cuerpo, pérdida de cuero cabelludo, espinas clavadas, arañazos de toda índole, lo más preocupante era el estado de sus muslos, que debido al rozamiento estaban en carne viva. Correr quince kilómetros, después de haber nadado desaforadamente, de haber lanzado al aire a la china un centenar de veces, tras volar la cometa incansablemente, suponía unas secuelas físicas de este calibre. Los médicos indicaron que en las analíticas había aparecido lo habitual en una persona con semejante sobrepeso, pero que no entendían los valores tan exagerados de nitroglicerina que se reflejaba en ellas. Por otra parte ese exceso había evitado que el corazón estallase en mil pedazos.
Al no encontrar la hamaca que solía usar el chico. Le acomodaron en una butaca que hicieron con los troncos derribados y bien forrada por un colchón y unas graciosas mantas multicolores. La chica china se encargaba de cuidarle con mimo. Le acercaba cada poco tiempo algo de beber, y cuando necesitaba orinar, dada la abundancia de líquidos que ingería, ella misma le colocaba el miembro en una botella para que miccionase y no tuviera que moverse.
El chico apenas hablaba, tenía la mirada triste y dormitaba con frecuencia. Se quejaba cuando lo hacía y es que en sus sueños tenía visiones de lo ocurrido la noche anterior antes de caer en la maldita cuneta, sobre los restos de un neumático y rodeado de latas oxidadas. Recordaba con claridad meridiana haber estado trepando por los árboles, nadando con la china en su lomo, haber corrido como un poseso con la cometa, para después hacer el amor con la chica en la trasera de un supermercado. Y para celebrar la perdida de su virginidad, atravesó el pueblo a grito pelado corriendo desnudo. Cuando un mastín empezó a perseguirle con intenciones claras de pegarle unos cuantos bocados, empezó a correr hacía las afueras. A duras penas conseguía dejar atrás al perro, que en su fuero interno no entendía como aquella bola de carne era capaz de no dejarse atrapar, ya que él era el perro más rápido del pueblo si dejamos de lado al galgo del boticario, y cuando el animal dejó de perseguirle por agotamiento, continuó corriendo un par de minutos para caer rodando por la acequia donde fue encontrado por una patrulla de carretera.
Clemente tuvo el detalle de hacerle compañía un buen rato. Desafortunadamente no hablaban el mismo idioma pero no obstante sabía que sus palabras lo reconfortaban.
-Mira chico-le decía Clemente-en mi pueblo también había un muchacho gordo. Bueno, tu eres aún más gordo, pero aquel también tenía lo suyo. En el colegio todos se reían de él. Yo también, incluso le puse el mote de “El Paqui” por lo de paquidermo, que era una palabra que aprendí en clase de ciencias el día que dieron lo de los mamuts y el hielo. Al final todos se descojonaban de él. Jejejeje, yo creo que se traumó y todo. Y un buen día “El Paqui” perdió la cabeza y se tiró al tren. Desde entonces no me río de los gordos. ¿Sabes? Mi mujer era gorda, por eso me gustaba, pero ahora ha adelgazado. Y no es que ya no me guste, pero me gustaba más gorda.........esas chicas, tus amigas, son demasiado delgadas, ni para hacer caldo.......aunque esa de las pecas.......a lo que iba muchacho, tu no te preocupes por ser tan gordo, eso te hace diferente, aprovecha ese don, haz lo mismo que yo con lo de la oreja, me aprovecho y entro gratis a los sitios.....aunque ahora voy a ponerme otra oreja nueva...
El muchacho asentía con desgana. Le escocían las heridas, le dolía todo el cuerpo, el desgarro del cuero cabelludo le provocaba dolor de cabeza, pero lo que era insufrible era lo de los muslos. Tenía las heridas tapadas con unas gasas con algún medicamento que la chica china sustituía a cada poco. El hombre preparó unas cataplasmas de hierbas que ellos mismos recolectaron. La chica de las pecas, de nariz puntiaguda, de ojos verdes y dientes blancos, la de los pechos grandes y turgentes, preparaba una infusión al fuego. Mientras vigilaba la perola, no podía reprimir la necesidad de mirar Clemente y si este le veía, le lanzaba una leve sonrisa que dejaba ver sus maravillosos dientes blancos.
En un momento dado la chica oriental acercó al chico una enorme jarra con una tisana muy caliente. Se la acercó en el preciso instante en que Clemente, que seguía contando historias al chico, dibujaba figuradamente las dimensiones del bulldozer contra el que se estrelló en ese país de infame clima y dudoso gusto para la cocina. Como resultas del baile del brazo y la confluencia del de la chica acercando la jarra colmada de líquido hirviendo, se produjo la colisión de ambos al coincidir las trayectorias. Cuando dos cuerpos chocan, la energía que liberan es la suma de la masa multiplicada por la velocidad que llevan.
El impacto involuntario provocó que la jarra saliera despedida con una trayectoria parabólica en dirección sur, suroeste, con choque final en la entrepierna del gordo.
Relatar el resultado de tal infortunio puede resultar doloroso, aunque no tanto como el derrame de medio litro de bebida hirviendo sobre unas heridas en carne viva invadiendo a su vez la zona genital del individuo.
En el primer instante, en el primer segundo, el chico pareció revivir de su letargo, la china creyó entrar en el infierno, y Clemente, dando muestras una vez más de unos reflejos inauditos, ya estaba a unos seis o siete metros del lugar del impacto señalando a la mujer.
En los segundos posteriores, el obeso corría hacia el río con agilidad felina y se lanzaba al agua para aliviar la nueva tortura, la china le seguía gritando algo ininteligible, al menos para Clemente, con las manos en la cabeza y deseando que no fueran irreversibles las lesiones en la zona del placer del gordo, que tanto placer le había proporcionado a ella en el sucio callejón, y Clemente se enfundaba el casco para llevar la moto al mecánico.
Salió disparado del lugar de acampada para evitar problemas, con la seguridad que el buen chico estaría atendido convenientemente. Cinco minutos más tarde entraba en el taller para dejar la moto a reparar. Los hombres llamaron al niño traductor y tras los cinco dólares de rigor, le informó de que la moto no estaría arreglada el mismo día, que podría recogerla mañana a mediodía, ya que el camión de reparto había volcado a causa del vendaval y la pieza tardaría un día más en llegar. También le dijo, cuando Clemente le preguntó que podía ver en el pueblo, que había un bar, el Tomahawk, que regentaba el Gran Jefe Apache “Pluma de Buitre” y que se encargaba de organizar visitas a las reservas del Fort Apache o de San Carlos y que eran muy entretenidas, y que había casinos, donde trabajaba su mamá, y se podían comprar recuerdos y beber destilados de bayas que hacían los indios. Y que si, que también había cerveza, tal y como quería saber Clemente.
Tomó rumbo hacia el Tomahawk, caminando con alegría. Por fin podría ver indios como en las películas de John Wayne. Ya se los imaginaba con sus plumas, con el hacha, dando gritos y cayendo abatidos por los disparos de los vaqueros, mientras sus caballos de color blanco y negro escapaban al galope.
Según le dijo el niño, debía ya estar cerca del bar. Era un edifico de color marrón donde entraba mucha gente. De camino había asistido a la impresionante escena de ver como el campanario de la iglesia se había derrumbado sobre lo que fue un negocio de recuerdos. Graciosamente la campana estaba hundida medio metro en medio de la calle, y como estaba del revés, los niños del pueblo levantaban el badajo y lo dejaban caer, lo cual provocaba la consiguiente campanada y una nueva llantina del reverendo que seguía inconsolable. Nada que ver con aquel que conoció días antes, más dado a otro tipo de pasatiempos, que el estar llorando por las esquinas.
La gente se encaminaba hacia un edificio de color marrón, tal y como le dijo el chico. Ni corto ni perezoso siguió la corriente, en la certeza de que tal entusiasmo no era sino las ganas de la población de aplacar la sed. Abrió las puertas con energía y casi se desploma al ver el interior del edificio. Por error se había metido a tumba abierta en la biblioteca pública. Fue espantoso ver cientos, miles de libros en inmensas estanterías, amenazando su incultura manifiesta. Por si esto fuera poco, mujeres y hombres rigurosamente ataviados, con gafas de pasta, aseados y terriblemente educados le lanzaron una mirada intimidatoria y desafiante. ¿Quién era aquel desconocido vestido de manera inapropiada, que osaba entrar en los dominios de la elite cultural del pueblo, en clara metáfora al huracán nocturno? ¿Acaso pretendía derribar el campanario del saber invadiendo el lugar sagrado del conocimiento?.
Para cuando Clemente salió de aquel espacio tormentoso, muchos de los eruditos allí congregados ya estaban de nuevo enfrascados en la lectura compulsiva de textos esenciales. Grandes tomos ocultaban de la vista de los demás presentes, la revista de caza que leían con avidez. De caza, de viajes, de cocina italiana, e incluso el Play Boy o artículos del Readers Digest que analizaban la perdida del vello en la evolución humana con la única intención de hacer del ser humano un animal más rápido y veloz.
El sol devolvió de nuevo a Clemente a la realidad. Fue al girar la esquina cuando descubrió lo que estaba buscando. El edifico marrón adornado con un enorme cartel luminoso de la figura de un indio arrancando la cabellera de un soldado. En la puerta un caballo de cartón piedra pintado de color blanco y negro ya bastante descolorido, donde los niños podían montarse y hacerse fotos, mientras sus padres y madres se emborrachaban en el interior.
Las inmediaciones se encontraban atestadas de coches y motos de los parroquianos y Clemente pudo respirar más tranquilo. Estaba en su lugar natural, en su entorno. Un entorno de música alta, de ruido de vasos, del tintineo de los mismos, de la semioscuridad necesaria para un ambiente optimo, del olor a tabaco y sudor, de tipos descamisados hablando en voz alta, de camareros rápidos y atentos, de chicas fumando solas en la barra, de paredes llenas en este caso de fotos de indios cabalgando o quemando un rancho, de falsas cabelleras cortadas, sombreros de soldados atravesados por flechas, de puñales inmensos y como protagonista central un hacha Tomahawk con el canto ensangrentado.
No lejos de allí, una mujer en una furgoneta colorida, preguntaba en un taller de motos donde podía encontrar al propietario de una de ellas. Un forastero al que debía de encontrar urgentemente. Un niño, vecino de la casa de al lado, donde una mujer gritaba “ya me tienen harta con sus chingadas, vayan al carajo, o mejor aún, con el miserable de su papá, maldito pendejo, que el diablo aparte de mi vida...” le dijo que el señor que buscaba estaba en el Tomahawk, un bar cerca de la biblioteca.
La chica le dio un beso al niño y le regaló una bolsa de frutos secos ecológicos que tenía en el vehículo. El niño se fue entusiasmado con el beso de la mujer más guapa que nunca había visto. Una mujer con la nariz puntiaguda, los dientes muy blancos, ojos verdes intensos y unas pecas muy graciosas.
Clemente ya había hecho amistad con el dueño del local que chapurreaba español. El Gran Jefe Apache “Pluma de Buitre” era un señor que no parecía indio, bueno si, tenía rasgos de indio, pero vestía con un traje de lino azul, camisa blanca, corbata de rayas rojas y azules y mocasines italianos. Como buen indio nativo, era bebedor compulsivo, y llevaba el pelo negro largo recogido con una coleta.
A la segunda cerveza, le siguió la tercera y la cuarta. Y a partir de la quinta, cuando ya eran “amigos de toda la vida”, decidieron acompañarlas de chupitos de licor de bayas. Entablaron una conversación de caballos. Clemente no tenía ni idea, lo cual provocaba la risa del Gran Jefe al oírle decir que su moto tenía caballos, pero que nunca había estado en el establo del motor. Y así pasaban el rato. El Jefe le dijo que irían por la tarde a visitar la reserva del San Carlos, donde los apaches en virtud a una ley estatal, regentaban casinos y licorerías, lo cual provocaba la abundante afluencia de turistas, que lejos de interesarse por la cultura indígena, buscaban que los dados o la ruleta les sacaran de la miseria de sus vidas.
El Gran Jefe debía marcharse. Tenía una cita con dos congresistas para comer y antes debía recoger a dos de las fulanas más reconocidas del estado para que entretuvieran a los dos políticos una vez terminada la comida, donde el Gran Jefe intentaría mejorar las ayudas económicas que el pueblo apache recibía del Congreso de los Estados Unidos.
El Cadillac Eldorado de “Pluma de Buitre” dejó un hueco libre que fue ocupado por una furgoneta multicolor.
Clemente estaba rodeado de media docena de parroquianos y competían en ver quien era capaz de engullir a más velocidad un huevo duro y una jarra de cerveza. Ganaba 6 a 3 y comenzaba la décima ronda.
En ese momento un brazo amenazador apareció entre la multitud de manera sigilosa. Se acercaba al cuello de Clemente sin que nadie fuera capaz de verlo. Ya casi lo rozaba.
XXXXXXXXX
Al Manzini estaba en la cárcel de alta seguridad secreta donde los dos prisioneros seguían sin declarar su participación en la multitud de actos terroristas de los últimos tiempos.
Se había investigado el posible parentesco de Zadornil Guerra Guerra con el hombre más buscado del país, Clemente Guerra Tapiz. Incluso se había barajado la relación de Zadornil con el vicepresidente del Estado español, Alfonso Guerra, pero se descartó rápidamente al conocer de primera mano que el político español era una persona inteligente e instruida.
Los doctores en psicología argumentaban que no eran tipos peligrosos, al menos no ejercían una violencia física, ni intelectual, como mucho una violencia ideológica de baja intensidad. Recomendaban ponerles en libertad y pasarles el problema a los rusos, ya que en las conversaciones que ambos tenían en las celdas, se determinaba que pretendían iniciar una demanda por algún asunto relacionado con la carrera espacial y cabía la posibilidad de que los soviéticos perdieran el honor de ser los primeros en poner un satélite en órbita.
Al Manzini no tenía del todo clara la decisión. Sabía de primera mano que según los informes del servicio secreto, si dejaba en libertad a los dos individuos e iniciaban una demanda contra los rusos, acabarían sus días en un Gulag de Siberia o flotando en el Mar Negro. Y es que los rusos tenían muy mal humor.
Pero si continuaba teniéndoles encerrados, podía entablarse un conflicto diplomático, y aunque la relevancia socio política de España era similar a la de Bostwana, nadie necesitaba perder el tiempo con un país recalcitrante y subdesarrollado, donde ni siquiera había Dr Peppers para beber. Y menos él, que ya disfrutaba en sueños de la próxima jubilación pescando a bordo de un yate en las costas de Boca Ratón en la soleada Florida.
Era tan bello el instante, que para detenerlo, sólo quedaba una opción.......el silencio.
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO
Muy buena.
Con el tiempo un verdadero motero conoce la diferencia entre saber el camino y respetar el camino. ...
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO
A la espera sigo.
NO DEJES PARA MAÑANA LO QUE PUEDAS RODAR Hoy-
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO
CAPÍTULO VIGÉSIMO SEGUNDO
La inauguración
Pepi y Nancy se habían engalanado con sus mejores vestimentas y joyas. Tras la visita de Pepi al ayuntamiento las gestiones para la apertura del bar se habían acelerado de manera instantánea. La simple formalidad de asegurar al alcalde que siempre habría un reservado a disposición de los ediles de la corporación, resultó ser suficiente. Ni siquiera habían insinuado que los gastos que ocasionaran las noches de juerga debieran ser gratis. Ni mucho menos. Exigió el alcalde que se facturaran en su totalidad a nombre de una constructora y así poder incluirlos en el apartado de gastos de “obra civil” en la sección de “mejoras vecinales” del ayuntamiento. Es más, ordenó de manera educada que no escatimaran en las facturas y que fuesen generosos con las propinas.
Antes de salir de casa, Nancy descorchó una botella de champán francés. Puso dos copas de cristal de Bohemia sobre la mesa del comedor y escanció la bebida cuando Pepi apareció en el salón. Alzaron las copas y las hicieron tintinear antes de dar un pequeño sorbo.
-Por el Cuarto Oscuro....-dijo Nancy- por el éxito.
-Por nosotras- dijo Pepi – por el futuro. Aunque nos aguarden momentos de tribulación, para que seamos capaces de resolverlos.......
-Juntas podemos con todo. Chinchín-. Gritó Nancy.
Las dos mujeres tomaron la copa y repitieron una segunda vez sin decir nada. Se respiraba un ambiente de complicidad. Miradas intensas, tiernas, escalofríos en la piel.....
Un cuarto de hora más tarde aparcaban el Seat 131 en la puerta del local, en un sitio reservado por Donato para la jefa y su ayudante. Les esperaban en la puerta del bar la docena de empleados que aquella noche recibiría a la flor y nata de la sociedad. Una especie de inauguración privada, que daría lugar un par de horas más tarde a la apertura para el público en general.
Sobresalía de entre todos el portero-jefe, un ex empleado de Correos, con una vida plagada de calamidades, que había sufrido vejaciones y experiencias extremas que le habían provocado ciertas limitaciones físicas, pero que sobre todo, le habían transformado el carácter de un modo radical. Ya no era devoto de la Virgen de Peñarara, y le atribuía a ella la mayor parte de sus penalidades.
Vestía de negro, al igual que su acompañante. Éste era un ex convicto, adicto al gimnasio, cinturón negro de kárate y con peor mal genio que un pitbull maltratado. Ambos se encargarían de que nadie que no estuviera en condiciones de sacar la billetera y vaciarla en consumiciones pudiera acceder. Tampoco lo tendrían fácil quien hiciera gala de un comportamiento inadecuado. Quedaban descartados quienes vinieran hablando alto, cantando, o esgrimiendo un botellín de cerveza en la mano, o con un cigarrillo en la oreja, o con un mondadientes revoloteando en la comisura de los labios.
Una vez en el interior, la encargada de la barra, conocida como “La Máquina”, curtida en tugurios de Malasaña, natural del Pozo del Tío Raimundo, donde sus padres que habían emigrado de Extremadura, habían sido capaces de construir una chabola medio decente para sacar adelante a sus siete retoños, y criada en un ambiente de navajas, tráfico de drogas, robos de coches, y embarazos no deseados, no temía a nada ni a nadie. Sería quien debería controlar que los camareros no sintieran un amor repentino por el dinero de la recaudación que no era suyo, o de evitar que algún cliente quisiera meter mano a algún chico o se pasara con el vocabulario dedicado a las chicas.
Saludaron a todo el staff del local. Uno a uno fueron recibiendo los consejos de las dos mujeres que eran escoltadas por Donato. Una vez dentro, se afanaron cada uno en su tarea. Todo debía estar perfecto. En pocos minutos llegarían las autoridades y los invitados Vip. Serían recibidos por una copa de cava y la sonrisa de todos.
El portero indicó que llegaba el primer grupo de invitados. Eran los ediles de la corporación municipal. Propensos a no cumplir un horario estricto en el cumplimiento de sus obligaciones, acudir a una fiesta procuraba en ellos una exquisita puntualidad, digna de un tren japonés. Encabezados por el señor alcalde que iba acompañado por “la joven prima de su mujer”, a la cual dedicaba un cariño muy cercano.
-Ya sabe usted, la familia es lo primero....- dijo el alcalde al portero mientras empujaba levemente a la chica del trasero para hacerle acceder al local.
-Señor alcalde, ¿una copita de cava?- dijo Nancy que salió a recibir al servidor público, mientras les acercaba una copa a cada uno.
-¡Claro¡, ya sabe que no soy de beber mucho, pero nunca digo que no a una copa de lo que sea. ¡¡Mientras tenga alcohol!!......
El resto de concejales, actuó del mismo modo, todos se lanzaron a por una copa de burbujeante bebida. Y los más ávidos fueron sin lugar a dudas los concejales del PCE, que si bien en su discurso decían estar a favor del pueblo, gozaban de un modo particularmente gratificante de los privilegios de las clases pudientes. Además lo justificaban con eslóganes aprendidos en el manual de cualquier sindicato estudiantil, y esa actitud provocaba en ellos un sentimiento de tranquilidad manifiesta y de conciencia limpia.
Empezaba a acceder un número mayor de invitados. Las botellas de cava circulaban a una velocidad endiablada. Los empresarios mas ilustres de la zona. Profesores universitarios, que eran fácilmente reconocibles por su aspecto, todos vestían trajes de un tallaje inapropiado, o de pana, o ambas cosas a la vez, y preferían pedir un whisky-cola en vaso de tubo que cundía más que una delicada copa de champán y les daba un aire más liberal y rebelde.
Al poco llegó el arzobispo en un enorme y nuevo coche negro. Un fabuloso Mercedes 300, regalo de una devota y adinerada feligresa, que de saber el uso que el excelentísimo y reverendísimo arzobispo hacía de él, a buen seguro que el siguiente regalo sería un par de alpargatas usadas.
Vestido de absoluto color negro, de no ser por el alzacuellos se le podría confundir con otro vigilante de seguridad, hizo su entrada al recinto, donde antes de poder decir “virgen santa” ya estaba siendo obsequiado con la consabida copa de la felicidad.
Supo su excelentísimo y reverendísimo arzobispo que aquel sitio formaría parte de su rutina. La escasa luz, que sólo destacaba en lugares estratégicos, como la barra o la entrada a los baños para atraer a los moscones, le parecía adecuada para el recogimiento. Ver como las parejas se abrazaban al son de música y se besaban, le parecía un mensaje de amor al viento. Una alegoría moderna a las palabras que un buen día mandó obedecer el Altísimo “amaos los unos a los otros....”.
Además era un admirador de las congregaciones de religiosas que dedicaban su vida al Señor en los conventos de clausura.
-Siempre he apoyado la holganza- dijo en voz alta de manera distraída en una ocasión al pensar en ellas.
Horas más tarde la música ya no sonaba de modo relajado. La apertura al público en general conllevó unos ritmos más frenéticos, seguidos de una bajada de la intensidad lumínica, que dificultaba sobremanera poder reconocer a alguien que estuviera a más de cinco metros de distancia. Así que no era difícil confundir a una señora estupenda con el cardo borriquero de una esposa.
El alcalde y los concejales estaban en su apartado, donde daban rienda suelta a sus particulares reuniones de trabajo. Las botellas de Chivas y las mini croquetas de gambón dominaban el ambiente. El alcalde fue informado que un concejal del PCE había sido expulsado del local al saltar al otro lado de la barra completamente ebrio y cantando “a las barricadas, a las barricadas”.
Horas más tarde, ya de madrugada, el pobre hombre que había recibido el tratamiento del gorila de la puerta, recibía el alta en la Casa de Socorro, y la abandonaba en una silla de ruedas, con tres dientes de menos en su boca, empujada por una colaboradora del partido.
-Tranquilo Iván, organizaremos una sentada en las puertas de local, movilizaremos a los estudiantes, prepararemos unas pancartas en contra del capitalismo, y cantaremos consignas en contra de la explotación del obrero.......- decía imbuida en un entusiasmo propio de la ignorancia del funcionamiento del mundo moderno.
-Pues yo prefiero ir a Benidorm, a la playa. Necesito recuperar fuerzas.....- balbuceaba el concejal.
Nancy y Pepi estaban en la oficina del recinto. La noche había sido espectacular. Si bien las dos primeras horas supusieron miles de pesetas de perdida obsequiando a los invitados, el resto había hecho saltar la banca. Las existencias de cava se habían agotado, lo cual supuso una llamada seria de atención a Donato por su falta de previsión.
-Quien iba a suponer que se beberían trescientas botellas de cava.....¿quién?. Es increíble. Cuando se terminó el cava empezaron con el whisky. Sólo los concejales se han bebido ocho botellas en una hora. Ocho botellas de Chivas. Y han terminado con las croquetas..........- se justificaba Donato- No volverá a pasar. Estaré preparado para ello. Son como vándalos sedientos.
-Eso espero- dijo Nancy, mientras Pepi se quitaba el sujetador que le estaba matando en el cuarto aledaño.
-El Chivas también se terminó, pero pudimos rellenar las botellas con otras de DYC Reserva, que da el pego. Nunca creí que fuesen capaces de beber tanto. Merecen el premio de “Cosaco del año” que otorga el consulado ruso, o la Medalla de Oro de la Asociación de Bebidas Espirituosas....-.
El círculo empresarial estaba entusiasmado. El Cuarto Oscuro se convertiría en un lugar de encuentro para grandes negocios. Un lugar donde fijar precios abusivos de las viviendas, inflar precios de los coches en los concesionarios, donde negociar salarios a la baja, donde poder persuadir a los políticos para favorecer sus intereses, el lugar idóneo donde una vez consumidos seis o siete combinados muy cargados hacerles entender que ellos, los ricos, estaban para quedarse, y en cambio los políticos estaban de paso. Como mucho los que colaboraban y no ponían trabas, encontrarían acomodo en alguna empresa importante, en algún puesto donde no estorbaran demasiado.
Y que decir del claustro de profesores universitarios. A estos bastaba con prometerles programas de apoyo a alguna investigación absurda, alguna que otra subvención y a los recalcitrantes que fuesen conscientes de la manipulación, les harían llegar una oferta de alguna universidad extranjera que fuese irrenunciable. De este modo se garantizaban que la siguiente generación de licenciados fuese más estúpida que la anterior y así minimizar las posibilidades de que un joven con talento consiguiera salir de la nada y poder en un futuro ser parte de una indeseable competencia empresarial.
El resto de los clientes, la gente corriente, la clase media o peor aún, los nuevos ricos, encontraron en el Cuarto Oscuro su perfecto oasis de desintoxicación. No en el sentido literal, ya que si algo hacían en un establecimiento de copas, era intoxicarse de alcohol y quizás de otras sustancias. Pero era el lugar ideal para sacar la cartera y epatar a los vecinos de chalet, que no quitaban ojo de la cantidad de consumiciones que realizaban en la mesa contigua. Y así poder enseñar como quien no quiere la cosa, el Omega Seamaster o el bolso de Chanel , o las llaves del Jaguar que no se sabe como se va a pagar.
Pepi salió del cuarto. Allí estaba Nancy despidiendo a Donato del cuarto. Cerró la puerta con llave. Se giró y vio a su amiga. Le pareció, una vez más, una mujer espectacular. De distinta manera a lo que lo era ella. Una lo era por la belleza discreta que había surgido cuando menguó en peso y dimensiones, y la otra por ser desde niña una belleza explosiva, un tipo de mujer que lleva la lujuria tatuada en el alma. Y el deseo.
-No soportaba más el sostén- dijo Pepi.
-Mejor así- dijo Nancy, y cerró los ojos, mientras ella misma se despojaba de la blusa.
XXXXXXXXXX
La chica entró en el Tomahawk. Entre los parroquianos que se encontraban en el bar, pudo observar como en la barra estaba el hombre que buscaba.
No le extrañaba que, aún siendo un hombre de pocas palabras, consiguiera captar la atención de todo el que le rodeara. Y no era por ser un hombre tullido. Ni tampoco atraía por ser un paradigma de belleza, o ser un gurú de la moda o un innovador.
Tenía un atractivo misterioso que ella no fue capaz de desvelar la noche anterior. Por eso quería más. Necesitaba más de él.
Se acercó al grupo. Tendió la mano hacia Clemente para atraparle. Cuando su mano consiguió llegar a él a la altura del cuello, tiró para girarlo y verle de frente.
Clemente notó un fuerte tirón en el cuello. Al volverse topó de frete con unos ojos verdes, con una nariz puntiaguda que daba paso a unas graciosas pecas y se deslumbró con unos magníficos dientes blancos.
Él no estaba tan presentable. Tenía la boca repleta de huevo duro que salpicaba sus labios y de la comisura de estos caía un pequeño chorro de cerveza que intentaba ayudar a la deglución del alimento. La camiseta alojaba restos de las cáscaras y unas gotas enormes de líquido.
Sorprendido por la mujer intentó decir algo, pero en el esfuerzo se atragantó con la seca masa de huevo y tosió. El resultado no fue de suma delicadeza ni digno de pertenecer a un manual de buenas costumbres, estaba muy alejado de un protocolo exquisito.
Afortunadamente para la chica, en un acto de galantería, tuvo el tiempo suficiente para girar la cabeza y toser bruscamente hacía sus rivales de reto. Los hombres no pusieron muy buena cara al verse salpicados por una repulsiva masa de huevo machacado, cerveza y babas. Se sintieron molestos. Y al observar a Clemente, la última imagen que tuvieron de él, fue la de un hombre que huía con la cara manchada de huevo, babas, y mocos saliendo en cascada por la nariz.
La mujer que tiraba de él hacia una furgoneta de colorines, reía abiertamente sin dar importancia a lo sucedido. Todo lo compensaba la cara de susto que puso Clemente al verle sorpresivamente.
La furgoneta salió a toda velocidad. Al menos a toda la velocidad que era capaz de alcanzar su vetusto motor. Derrapó al doblar la esquina y los transeúntes asistieron al show de ver salir humo de las ruedas traseras. La mujer reía a carcajadas. Aquellos dientes blancos iluminaban el horizonte.
-¡¡¡¡¡Nos vamos al Tonto National Park!!!!!- dijo en extranjero la mujer.
La inauguración
Pepi y Nancy se habían engalanado con sus mejores vestimentas y joyas. Tras la visita de Pepi al ayuntamiento las gestiones para la apertura del bar se habían acelerado de manera instantánea. La simple formalidad de asegurar al alcalde que siempre habría un reservado a disposición de los ediles de la corporación, resultó ser suficiente. Ni siquiera habían insinuado que los gastos que ocasionaran las noches de juerga debieran ser gratis. Ni mucho menos. Exigió el alcalde que se facturaran en su totalidad a nombre de una constructora y así poder incluirlos en el apartado de gastos de “obra civil” en la sección de “mejoras vecinales” del ayuntamiento. Es más, ordenó de manera educada que no escatimaran en las facturas y que fuesen generosos con las propinas.
Antes de salir de casa, Nancy descorchó una botella de champán francés. Puso dos copas de cristal de Bohemia sobre la mesa del comedor y escanció la bebida cuando Pepi apareció en el salón. Alzaron las copas y las hicieron tintinear antes de dar un pequeño sorbo.
-Por el Cuarto Oscuro....-dijo Nancy- por el éxito.
-Por nosotras- dijo Pepi – por el futuro. Aunque nos aguarden momentos de tribulación, para que seamos capaces de resolverlos.......
-Juntas podemos con todo. Chinchín-. Gritó Nancy.
Las dos mujeres tomaron la copa y repitieron una segunda vez sin decir nada. Se respiraba un ambiente de complicidad. Miradas intensas, tiernas, escalofríos en la piel.....
Un cuarto de hora más tarde aparcaban el Seat 131 en la puerta del local, en un sitio reservado por Donato para la jefa y su ayudante. Les esperaban en la puerta del bar la docena de empleados que aquella noche recibiría a la flor y nata de la sociedad. Una especie de inauguración privada, que daría lugar un par de horas más tarde a la apertura para el público en general.
Sobresalía de entre todos el portero-jefe, un ex empleado de Correos, con una vida plagada de calamidades, que había sufrido vejaciones y experiencias extremas que le habían provocado ciertas limitaciones físicas, pero que sobre todo, le habían transformado el carácter de un modo radical. Ya no era devoto de la Virgen de Peñarara, y le atribuía a ella la mayor parte de sus penalidades.
Vestía de negro, al igual que su acompañante. Éste era un ex convicto, adicto al gimnasio, cinturón negro de kárate y con peor mal genio que un pitbull maltratado. Ambos se encargarían de que nadie que no estuviera en condiciones de sacar la billetera y vaciarla en consumiciones pudiera acceder. Tampoco lo tendrían fácil quien hiciera gala de un comportamiento inadecuado. Quedaban descartados quienes vinieran hablando alto, cantando, o esgrimiendo un botellín de cerveza en la mano, o con un cigarrillo en la oreja, o con un mondadientes revoloteando en la comisura de los labios.
Una vez en el interior, la encargada de la barra, conocida como “La Máquina”, curtida en tugurios de Malasaña, natural del Pozo del Tío Raimundo, donde sus padres que habían emigrado de Extremadura, habían sido capaces de construir una chabola medio decente para sacar adelante a sus siete retoños, y criada en un ambiente de navajas, tráfico de drogas, robos de coches, y embarazos no deseados, no temía a nada ni a nadie. Sería quien debería controlar que los camareros no sintieran un amor repentino por el dinero de la recaudación que no era suyo, o de evitar que algún cliente quisiera meter mano a algún chico o se pasara con el vocabulario dedicado a las chicas.
Saludaron a todo el staff del local. Uno a uno fueron recibiendo los consejos de las dos mujeres que eran escoltadas por Donato. Una vez dentro, se afanaron cada uno en su tarea. Todo debía estar perfecto. En pocos minutos llegarían las autoridades y los invitados Vip. Serían recibidos por una copa de cava y la sonrisa de todos.
El portero indicó que llegaba el primer grupo de invitados. Eran los ediles de la corporación municipal. Propensos a no cumplir un horario estricto en el cumplimiento de sus obligaciones, acudir a una fiesta procuraba en ellos una exquisita puntualidad, digna de un tren japonés. Encabezados por el señor alcalde que iba acompañado por “la joven prima de su mujer”, a la cual dedicaba un cariño muy cercano.
-Ya sabe usted, la familia es lo primero....- dijo el alcalde al portero mientras empujaba levemente a la chica del trasero para hacerle acceder al local.
-Señor alcalde, ¿una copita de cava?- dijo Nancy que salió a recibir al servidor público, mientras les acercaba una copa a cada uno.
-¡Claro¡, ya sabe que no soy de beber mucho, pero nunca digo que no a una copa de lo que sea. ¡¡Mientras tenga alcohol!!......
El resto de concejales, actuó del mismo modo, todos se lanzaron a por una copa de burbujeante bebida. Y los más ávidos fueron sin lugar a dudas los concejales del PCE, que si bien en su discurso decían estar a favor del pueblo, gozaban de un modo particularmente gratificante de los privilegios de las clases pudientes. Además lo justificaban con eslóganes aprendidos en el manual de cualquier sindicato estudiantil, y esa actitud provocaba en ellos un sentimiento de tranquilidad manifiesta y de conciencia limpia.
Empezaba a acceder un número mayor de invitados. Las botellas de cava circulaban a una velocidad endiablada. Los empresarios mas ilustres de la zona. Profesores universitarios, que eran fácilmente reconocibles por su aspecto, todos vestían trajes de un tallaje inapropiado, o de pana, o ambas cosas a la vez, y preferían pedir un whisky-cola en vaso de tubo que cundía más que una delicada copa de champán y les daba un aire más liberal y rebelde.
Al poco llegó el arzobispo en un enorme y nuevo coche negro. Un fabuloso Mercedes 300, regalo de una devota y adinerada feligresa, que de saber el uso que el excelentísimo y reverendísimo arzobispo hacía de él, a buen seguro que el siguiente regalo sería un par de alpargatas usadas.
Vestido de absoluto color negro, de no ser por el alzacuellos se le podría confundir con otro vigilante de seguridad, hizo su entrada al recinto, donde antes de poder decir “virgen santa” ya estaba siendo obsequiado con la consabida copa de la felicidad.
Supo su excelentísimo y reverendísimo arzobispo que aquel sitio formaría parte de su rutina. La escasa luz, que sólo destacaba en lugares estratégicos, como la barra o la entrada a los baños para atraer a los moscones, le parecía adecuada para el recogimiento. Ver como las parejas se abrazaban al son de música y se besaban, le parecía un mensaje de amor al viento. Una alegoría moderna a las palabras que un buen día mandó obedecer el Altísimo “amaos los unos a los otros....”.
Además era un admirador de las congregaciones de religiosas que dedicaban su vida al Señor en los conventos de clausura.
-Siempre he apoyado la holganza- dijo en voz alta de manera distraída en una ocasión al pensar en ellas.
Horas más tarde la música ya no sonaba de modo relajado. La apertura al público en general conllevó unos ritmos más frenéticos, seguidos de una bajada de la intensidad lumínica, que dificultaba sobremanera poder reconocer a alguien que estuviera a más de cinco metros de distancia. Así que no era difícil confundir a una señora estupenda con el cardo borriquero de una esposa.
El alcalde y los concejales estaban en su apartado, donde daban rienda suelta a sus particulares reuniones de trabajo. Las botellas de Chivas y las mini croquetas de gambón dominaban el ambiente. El alcalde fue informado que un concejal del PCE había sido expulsado del local al saltar al otro lado de la barra completamente ebrio y cantando “a las barricadas, a las barricadas”.
Horas más tarde, ya de madrugada, el pobre hombre que había recibido el tratamiento del gorila de la puerta, recibía el alta en la Casa de Socorro, y la abandonaba en una silla de ruedas, con tres dientes de menos en su boca, empujada por una colaboradora del partido.
-Tranquilo Iván, organizaremos una sentada en las puertas de local, movilizaremos a los estudiantes, prepararemos unas pancartas en contra del capitalismo, y cantaremos consignas en contra de la explotación del obrero.......- decía imbuida en un entusiasmo propio de la ignorancia del funcionamiento del mundo moderno.
-Pues yo prefiero ir a Benidorm, a la playa. Necesito recuperar fuerzas.....- balbuceaba el concejal.
Nancy y Pepi estaban en la oficina del recinto. La noche había sido espectacular. Si bien las dos primeras horas supusieron miles de pesetas de perdida obsequiando a los invitados, el resto había hecho saltar la banca. Las existencias de cava se habían agotado, lo cual supuso una llamada seria de atención a Donato por su falta de previsión.
-Quien iba a suponer que se beberían trescientas botellas de cava.....¿quién?. Es increíble. Cuando se terminó el cava empezaron con el whisky. Sólo los concejales se han bebido ocho botellas en una hora. Ocho botellas de Chivas. Y han terminado con las croquetas..........- se justificaba Donato- No volverá a pasar. Estaré preparado para ello. Son como vándalos sedientos.
-Eso espero- dijo Nancy, mientras Pepi se quitaba el sujetador que le estaba matando en el cuarto aledaño.
-El Chivas también se terminó, pero pudimos rellenar las botellas con otras de DYC Reserva, que da el pego. Nunca creí que fuesen capaces de beber tanto. Merecen el premio de “Cosaco del año” que otorga el consulado ruso, o la Medalla de Oro de la Asociación de Bebidas Espirituosas....-.
El círculo empresarial estaba entusiasmado. El Cuarto Oscuro se convertiría en un lugar de encuentro para grandes negocios. Un lugar donde fijar precios abusivos de las viviendas, inflar precios de los coches en los concesionarios, donde negociar salarios a la baja, donde poder persuadir a los políticos para favorecer sus intereses, el lugar idóneo donde una vez consumidos seis o siete combinados muy cargados hacerles entender que ellos, los ricos, estaban para quedarse, y en cambio los políticos estaban de paso. Como mucho los que colaboraban y no ponían trabas, encontrarían acomodo en alguna empresa importante, en algún puesto donde no estorbaran demasiado.
Y que decir del claustro de profesores universitarios. A estos bastaba con prometerles programas de apoyo a alguna investigación absurda, alguna que otra subvención y a los recalcitrantes que fuesen conscientes de la manipulación, les harían llegar una oferta de alguna universidad extranjera que fuese irrenunciable. De este modo se garantizaban que la siguiente generación de licenciados fuese más estúpida que la anterior y así minimizar las posibilidades de que un joven con talento consiguiera salir de la nada y poder en un futuro ser parte de una indeseable competencia empresarial.
El resto de los clientes, la gente corriente, la clase media o peor aún, los nuevos ricos, encontraron en el Cuarto Oscuro su perfecto oasis de desintoxicación. No en el sentido literal, ya que si algo hacían en un establecimiento de copas, era intoxicarse de alcohol y quizás de otras sustancias. Pero era el lugar ideal para sacar la cartera y epatar a los vecinos de chalet, que no quitaban ojo de la cantidad de consumiciones que realizaban en la mesa contigua. Y así poder enseñar como quien no quiere la cosa, el Omega Seamaster o el bolso de Chanel , o las llaves del Jaguar que no se sabe como se va a pagar.
Pepi salió del cuarto. Allí estaba Nancy despidiendo a Donato del cuarto. Cerró la puerta con llave. Se giró y vio a su amiga. Le pareció, una vez más, una mujer espectacular. De distinta manera a lo que lo era ella. Una lo era por la belleza discreta que había surgido cuando menguó en peso y dimensiones, y la otra por ser desde niña una belleza explosiva, un tipo de mujer que lleva la lujuria tatuada en el alma. Y el deseo.
-No soportaba más el sostén- dijo Pepi.
-Mejor así- dijo Nancy, y cerró los ojos, mientras ella misma se despojaba de la blusa.
XXXXXXXXXX
La chica entró en el Tomahawk. Entre los parroquianos que se encontraban en el bar, pudo observar como en la barra estaba el hombre que buscaba.
No le extrañaba que, aún siendo un hombre de pocas palabras, consiguiera captar la atención de todo el que le rodeara. Y no era por ser un hombre tullido. Ni tampoco atraía por ser un paradigma de belleza, o ser un gurú de la moda o un innovador.
Tenía un atractivo misterioso que ella no fue capaz de desvelar la noche anterior. Por eso quería más. Necesitaba más de él.
Se acercó al grupo. Tendió la mano hacia Clemente para atraparle. Cuando su mano consiguió llegar a él a la altura del cuello, tiró para girarlo y verle de frente.
Clemente notó un fuerte tirón en el cuello. Al volverse topó de frete con unos ojos verdes, con una nariz puntiaguda que daba paso a unas graciosas pecas y se deslumbró con unos magníficos dientes blancos.
Él no estaba tan presentable. Tenía la boca repleta de huevo duro que salpicaba sus labios y de la comisura de estos caía un pequeño chorro de cerveza que intentaba ayudar a la deglución del alimento. La camiseta alojaba restos de las cáscaras y unas gotas enormes de líquido.
Sorprendido por la mujer intentó decir algo, pero en el esfuerzo se atragantó con la seca masa de huevo y tosió. El resultado no fue de suma delicadeza ni digno de pertenecer a un manual de buenas costumbres, estaba muy alejado de un protocolo exquisito.
Afortunadamente para la chica, en un acto de galantería, tuvo el tiempo suficiente para girar la cabeza y toser bruscamente hacía sus rivales de reto. Los hombres no pusieron muy buena cara al verse salpicados por una repulsiva masa de huevo machacado, cerveza y babas. Se sintieron molestos. Y al observar a Clemente, la última imagen que tuvieron de él, fue la de un hombre que huía con la cara manchada de huevo, babas, y mocos saliendo en cascada por la nariz.
La mujer que tiraba de él hacia una furgoneta de colorines, reía abiertamente sin dar importancia a lo sucedido. Todo lo compensaba la cara de susto que puso Clemente al verle sorpresivamente.
La furgoneta salió a toda velocidad. Al menos a toda la velocidad que era capaz de alcanzar su vetusto motor. Derrapó al doblar la esquina y los transeúntes asistieron al show de ver salir humo de las ruedas traseras. La mujer reía a carcajadas. Aquellos dientes blancos iluminaban el horizonte.
-¡¡¡¡¡Nos vamos al Tonto National Park!!!!!- dijo en extranjero la mujer.
Era tan bello el instante, que para detenerlo, sólo quedaba una opción.......el silencio.
- Antonio1968
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO
Con el tiempo un verdadero motero conoce la diferencia entre saber el camino y respetar el camino. ...