UNA HISTORIA DE AQUÍ, POR CAPÍTULOS
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Re: HISTORIA DE AQUÍ, POR CAPÍTULOS
Una historia de España (XXI)
Fue durante el siglo XVI, con Carlos I de España y V de Alemania, cuando se afirmó la lengua castellana, por ahí afuera llamada española, como lengua chachi del imperio. Y eso ocurrió de una forma que podríamos llamar natural, porque el concepto de lengua-nación, con sus ventajas y puñetas colaterales incluidas, no surgiría hasta siglos más tarde. Ya Antonio de Nebrija, al publicar su Gramática en 1492, había intuido la cosa recordando lo que ocurrió con el latín cuando el Imperio Romano; y así fue: tanto en España como el resto de la Europa que pintaba algo, las más potentes lenguas vernáculas se fueron introduciendo inevitablemente en la literatura, la religión, la administración y la justicia, llevándoselas al huerto no mediante una imposición forzosa -como insisten en afirmar ciertos manipuladores y/o cantamañanas-, sino como consecuencia natural del asunto. Por razones que sólo un idiota no entendería, una lengua de uso general, hablada en todos los territorios de cada país o imperio, facilitaba mucho la vida a los gobernantes y a los gobernados. Esa lengua pudo ser cualquiera de las varias que se hablaban en España, aparte el latín culto -catalán con sus variantes valenciana y balear, galaico-portugués, vascuence y árabe morisco-, pero acabó mojándoles la oreja a todas el castellano: nombre por otra parte injusto, pues margina el mayor derecho que a bautizar esa lengua tenían los muy antiguos reinos de León y Aragón. Sin embargo, este fenómeno, atención al dato, no fue sólo español. Ocurrió en todas partes. En el imperio central europeo, el alemán se calzó al checo. Otra lengua importante, como el neerlandés -culturalmente tan valiosa como el prestigioso y extendido catalán-, acabaría limitada a las futuras provincias independientes que formaron Holanda. Y en Francia e Inglaterra, el inglés y el francés arrinconaron el galés, el irlandés, el bretón, el vasco y el occitano. Todas esas lenguas, como las otras españolas, mantuvieron su uso doméstico, familiar y rural en sus respectivas zonas, mientras que la lengua de uso general, castellana en nuestro caso, se convertía en la de los negocios, el comercio, la administración, la cultura; la que quienes deseaban prosperar, hacer fortuna, instruirse, viajar e intercambiar utilidades, adoptaron poco a poco como propia. Y conviene señalar aquí, para aviso de mareantes y tontos del ciruelo, que esa elección fue por completo voluntaria, en un proceso de absoluta naturalidad histórica; por simples razones de mercado (como dice el historiador andaluz Antonio Miguel Bernal, y como dejó claro en 1572 el catalán Lluis Pons cuando, al publicar en castellano un libro dedicado a su ciudad natal, Tarragona, afirmó hacerlo por ser esta parla la más usada en todos los reinos). Y no está de más recordar que ni siquiera en el siglo XVII, con los intentos de unidad del ministro Olivares, hubo imposición del castellano, ni en Cataluña ni en ninguna otra parte. Curiosamente, fue la Iglesia católica la única institución que aquí, atenta a su negocio, en materia religiosa mantuvo siempre una actitud de intransigencia frente a las lenguas vernáculas -sin distinguir entre castellano, vasco, gallego o catalán-, ordenando quemar cualquier traducción de la Biblia porque le estropeaba el rentable papel de único intermediario, en plan sacerdote egipcio, entre los textos sagrados y el pueblo; que cuanto más analfabeto y acrítico, mejor. Y aquí seguimos. En realidad, la única prohibición de hablar una lengua vernácula española afectó a los moriscos; mientras que, ya en 1531, Inglaterra había prohibido el gaélico en la justicia y otros actos oficiales, y un decreto de 1539 hizo oficial el francés en Francia, marginando lo otro. En España, sin embargo, nada hubo de eso: el latín siguió siendo lengua culta y científica, mientras impresores, funcionarios, diplomáticos, escritores y cuantos querían buscarse la vida en los vastos territorios del imperio optaron por la útil lengua castellana. La Gramática de Nebrija, dando solidez y sistema a una de las lenguas hispanas -quizá el catalán sería hoy la principal, de haber tenido un Antoni Nebrijet que le madrugara al otro-, consiguió lo que en Alemania haría la Biblia traducida por Lutero al alemán, o en Italia el toscano usado por Dante en La Divina Comedia como base del italiano de ahora. Y la hegemonía militar y política que a esas alturas había alcanzado España no hizo sino reforzar el prestigio del castellano: Europa se llenó de libros impresos en español, los ejércitos usaron palabras nuestras como base de su lengua franca, y el salto de toda esa potencia cultural a los territorios recién conquistados en América convirtió al castellano, por simple justicia histórica, en lengua universal. Y las que no, pues oigan. Mala suerte. Pues no.
[Continuará].
http://www.perezreverte.com/articulo/pa ... spana-xxi/
Fue durante el siglo XVI, con Carlos I de España y V de Alemania, cuando se afirmó la lengua castellana, por ahí afuera llamada española, como lengua chachi del imperio. Y eso ocurrió de una forma que podríamos llamar natural, porque el concepto de lengua-nación, con sus ventajas y puñetas colaterales incluidas, no surgiría hasta siglos más tarde. Ya Antonio de Nebrija, al publicar su Gramática en 1492, había intuido la cosa recordando lo que ocurrió con el latín cuando el Imperio Romano; y así fue: tanto en España como el resto de la Europa que pintaba algo, las más potentes lenguas vernáculas se fueron introduciendo inevitablemente en la literatura, la religión, la administración y la justicia, llevándoselas al huerto no mediante una imposición forzosa -como insisten en afirmar ciertos manipuladores y/o cantamañanas-, sino como consecuencia natural del asunto. Por razones que sólo un idiota no entendería, una lengua de uso general, hablada en todos los territorios de cada país o imperio, facilitaba mucho la vida a los gobernantes y a los gobernados. Esa lengua pudo ser cualquiera de las varias que se hablaban en España, aparte el latín culto -catalán con sus variantes valenciana y balear, galaico-portugués, vascuence y árabe morisco-, pero acabó mojándoles la oreja a todas el castellano: nombre por otra parte injusto, pues margina el mayor derecho que a bautizar esa lengua tenían los muy antiguos reinos de León y Aragón. Sin embargo, este fenómeno, atención al dato, no fue sólo español. Ocurrió en todas partes. En el imperio central europeo, el alemán se calzó al checo. Otra lengua importante, como el neerlandés -culturalmente tan valiosa como el prestigioso y extendido catalán-, acabaría limitada a las futuras provincias independientes que formaron Holanda. Y en Francia e Inglaterra, el inglés y el francés arrinconaron el galés, el irlandés, el bretón, el vasco y el occitano. Todas esas lenguas, como las otras españolas, mantuvieron su uso doméstico, familiar y rural en sus respectivas zonas, mientras que la lengua de uso general, castellana en nuestro caso, se convertía en la de los negocios, el comercio, la administración, la cultura; la que quienes deseaban prosperar, hacer fortuna, instruirse, viajar e intercambiar utilidades, adoptaron poco a poco como propia. Y conviene señalar aquí, para aviso de mareantes y tontos del ciruelo, que esa elección fue por completo voluntaria, en un proceso de absoluta naturalidad histórica; por simples razones de mercado (como dice el historiador andaluz Antonio Miguel Bernal, y como dejó claro en 1572 el catalán Lluis Pons cuando, al publicar en castellano un libro dedicado a su ciudad natal, Tarragona, afirmó hacerlo por ser esta parla la más usada en todos los reinos). Y no está de más recordar que ni siquiera en el siglo XVII, con los intentos de unidad del ministro Olivares, hubo imposición del castellano, ni en Cataluña ni en ninguna otra parte. Curiosamente, fue la Iglesia católica la única institución que aquí, atenta a su negocio, en materia religiosa mantuvo siempre una actitud de intransigencia frente a las lenguas vernáculas -sin distinguir entre castellano, vasco, gallego o catalán-, ordenando quemar cualquier traducción de la Biblia porque le estropeaba el rentable papel de único intermediario, en plan sacerdote egipcio, entre los textos sagrados y el pueblo; que cuanto más analfabeto y acrítico, mejor. Y aquí seguimos. En realidad, la única prohibición de hablar una lengua vernácula española afectó a los moriscos; mientras que, ya en 1531, Inglaterra había prohibido el gaélico en la justicia y otros actos oficiales, y un decreto de 1539 hizo oficial el francés en Francia, marginando lo otro. En España, sin embargo, nada hubo de eso: el latín siguió siendo lengua culta y científica, mientras impresores, funcionarios, diplomáticos, escritores y cuantos querían buscarse la vida en los vastos territorios del imperio optaron por la útil lengua castellana. La Gramática de Nebrija, dando solidez y sistema a una de las lenguas hispanas -quizá el catalán sería hoy la principal, de haber tenido un Antoni Nebrijet que le madrugara al otro-, consiguió lo que en Alemania haría la Biblia traducida por Lutero al alemán, o en Italia el toscano usado por Dante en La Divina Comedia como base del italiano de ahora. Y la hegemonía militar y política que a esas alturas había alcanzado España no hizo sino reforzar el prestigio del castellano: Europa se llenó de libros impresos en español, los ejércitos usaron palabras nuestras como base de su lengua franca, y el salto de toda esa potencia cultural a los territorios recién conquistados en América convirtió al castellano, por simple justicia histórica, en lengua universal. Y las que no, pues oigan. Mala suerte. Pues no.
[Continuará].
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Re: HISTORIA DE AQUÍ, POR CAPÍTULOS
Que tío! Me encanta como explica la historia
Aunque no me convence su teoría sobre la expansión de la lengua castellana...en fin, allá cada uno.
Esperando un nuevo capítulo!
Aunque no me convence su teoría sobre la expansión de la lengua castellana...en fin, allá cada uno.
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Ruta hacia el aniversario de Noja pasando por Isle of Man :
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Re: HISTORIA DE AQUÍ, POR CAPÍTULOS
¡Pa´gozar como gochos!
La próxima vez que vea a uno de Hernani le invito a lo que quiera
Una historia de España (XXII)
Pues ahí estábamos, con el mundo por montera o más bien siendo montera del mundo: la España de Carlos V, con dos cojones, un pie en América, otro en el Pacífico, lo de en medio en Europa y allá a su frente Estambul, o sea, el imperio turco, con el que andábamos a bofetadas en el Mediterráneo un día sí y otro también, porque con sus piratas y sus corsarios del norte de África y su expansión por los Balcanes era la única potencia de categoría que nos miraba de cerca, y no compares. Los demás estaban achantados, incluido el papa de Roma, al que le íbamos recortando los poderes temporales en Italia una cosa mala y nos tenía unas ganas tremendas, pero no le quedaba otra que tragar bilis y esperar tiempos mejores. Por aquella época, con eso de la expansión española, el imperio que crecía en América y las nuevas tierras descubiertas por la expedición de Magallanes y Elcano al dar la vuelta al mundo, los españoles teníamos la posibilidad, en vez de malgastar nuestra mala leche congénita en destriparnos entre vecinos, de volcarla por ahí afuera, conquistando cosas, dando por saco y yendo como nos gusta, de nuevos ricos y sobrados por encima de nuestras posibilidades: Yo no sé de dónde saca / p'a tanto como destaca, que luego dijo la zarzuela, o la copla, o lo que fuera. Y claro, la peña nos odiaba como es de imaginar; porque guapos no sé, pero oro y plata de las Indias, chulería y ejércitos imbatidos y temibles -aquellos tercios viejos- teníamos para dar a todos las suyas y las del pulpo; y quien tenía algo que perder buscaba congraciarse con esos animales morenos, bajitos, crueles y arrogantes que tenían al orbe agarrado por la entrepierna, haciendo realidad lo que luego resumió algún poeta de cuyo nombre no me acuerdo: Y simples soldados rasos / en portentosa campaña / llevaron el sol de España / desde el oriente al ocaso. Porque háganse idea: sólo en Europa, teníamos la península ibérica (Portugal estaba a punto de nieve, porque Carlos V, encima, se casó con una princesa de allí que se rompía de lo guapa que era), Cerdeña, Nápoles y Sicilia, por abajo; y por arriba, ojo al dato, el Milanesado, el Francocondado -que era un trozo de la actual Francia-, media Suiza, las actuales Bélgica, Holanda, Alemania y Austria, Polonia casi hasta Cracovia, los Balcanes hasta Croacia y un cacho de Checoslovaquia y Hungría. Así que calculen con qué ojos nos miraba la peña, y qué ganas tenían todos de que nos agacháramos a coger el jabón en la ducha. El que peor nos miraba, turcos aparte -hasta con ellos pactó para hacernos la cama, el muy cabrón-, era el rey de Francia, un chulito guaperas de quiero y no puedo llamado Francisco I, cursi que te mueres, con mucho quesquesevú y mucho quesquesesá. Y François, que así se llamaba el pavo en gabacho, le tenía a nuestro emperata Carlos una envidia horrorosa, comprensible por otra parte, y estuvo dando la brasa con territorios por aquí e Italia por allá, hasta que el ejército español -es un decir, porque allí había de todo- le dio una estiba horrorosa en la batalla de Pavía, con el detalle de que el rey franchute cayó en manos de una compañía de arcabuceros vascos a los que tuvo que rendirse, imaginen el diálogo, errenditú barrabillak (o te rindes o te corto los huevos, en traducción libre: de Hernani era el energúmeno que le puso la espada en el pescuezo), y el monarca parpadeando desconcertado, preguntándose a quién carajo se estaba rindiendo y si se habría equivocado de guerra. Al fin se rindió, qué remedio, y acabó prisionero en Madrid, en la torre de los Lujanes, justo al lado de la casa donde hoy vive Javier Marías. Pero bonito, lo que se dice bonito, y que también pasó en Italia, fue lo del papa: éste se llamaba Clemente VII, y podríamos resumirlo psicológicamente diciendo que era un hijo de puta con balcones a la plaza de San Pedro, traidor y tacaño, dado a compadrear con Francia y a mojar en toda conspiración contra España. Pero le salió el chino mal capado, porque en 1527, por razones que ustedes pueden encontrar detalladas en los libros de Historia -véase Saco de Roma-, el ejército imperial (seis mil españoles que imagínenselos, diez mil alemanes puestos de cerveza hasta las trancas y marcando el paso de la oca, dos mil flamencos y otros tantos italianos hablando con su mamma por teléfono) tomó por asalto las murallas de Roma, hizo 40.000 muertos sin despeinarse y saqueó la ciudad durante meses. Y no colgaron al papa de una farola porque el vicario de Cristo, remangándose la sotana, corrió a refugiarse en el castillo de Sant'Angelo. Lo que, la verdad, no deja de tener su puntito. [Continuará].
http://www.perezreverte.com/articulo/pa ... pana-xxii/
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Una historia de España (XXII)
Pues ahí estábamos, con el mundo por montera o más bien siendo montera del mundo: la España de Carlos V, con dos cojones, un pie en América, otro en el Pacífico, lo de en medio en Europa y allá a su frente Estambul, o sea, el imperio turco, con el que andábamos a bofetadas en el Mediterráneo un día sí y otro también, porque con sus piratas y sus corsarios del norte de África y su expansión por los Balcanes era la única potencia de categoría que nos miraba de cerca, y no compares. Los demás estaban achantados, incluido el papa de Roma, al que le íbamos recortando los poderes temporales en Italia una cosa mala y nos tenía unas ganas tremendas, pero no le quedaba otra que tragar bilis y esperar tiempos mejores. Por aquella época, con eso de la expansión española, el imperio que crecía en América y las nuevas tierras descubiertas por la expedición de Magallanes y Elcano al dar la vuelta al mundo, los españoles teníamos la posibilidad, en vez de malgastar nuestra mala leche congénita en destriparnos entre vecinos, de volcarla por ahí afuera, conquistando cosas, dando por saco y yendo como nos gusta, de nuevos ricos y sobrados por encima de nuestras posibilidades: Yo no sé de dónde saca / p'a tanto como destaca, que luego dijo la zarzuela, o la copla, o lo que fuera. Y claro, la peña nos odiaba como es de imaginar; porque guapos no sé, pero oro y plata de las Indias, chulería y ejércitos imbatidos y temibles -aquellos tercios viejos- teníamos para dar a todos las suyas y las del pulpo; y quien tenía algo que perder buscaba congraciarse con esos animales morenos, bajitos, crueles y arrogantes que tenían al orbe agarrado por la entrepierna, haciendo realidad lo que luego resumió algún poeta de cuyo nombre no me acuerdo: Y simples soldados rasos / en portentosa campaña / llevaron el sol de España / desde el oriente al ocaso. Porque háganse idea: sólo en Europa, teníamos la península ibérica (Portugal estaba a punto de nieve, porque Carlos V, encima, se casó con una princesa de allí que se rompía de lo guapa que era), Cerdeña, Nápoles y Sicilia, por abajo; y por arriba, ojo al dato, el Milanesado, el Francocondado -que era un trozo de la actual Francia-, media Suiza, las actuales Bélgica, Holanda, Alemania y Austria, Polonia casi hasta Cracovia, los Balcanes hasta Croacia y un cacho de Checoslovaquia y Hungría. Así que calculen con qué ojos nos miraba la peña, y qué ganas tenían todos de que nos agacháramos a coger el jabón en la ducha. El que peor nos miraba, turcos aparte -hasta con ellos pactó para hacernos la cama, el muy cabrón-, era el rey de Francia, un chulito guaperas de quiero y no puedo llamado Francisco I, cursi que te mueres, con mucho quesquesevú y mucho quesquesesá. Y François, que así se llamaba el pavo en gabacho, le tenía a nuestro emperata Carlos una envidia horrorosa, comprensible por otra parte, y estuvo dando la brasa con territorios por aquí e Italia por allá, hasta que el ejército español -es un decir, porque allí había de todo- le dio una estiba horrorosa en la batalla de Pavía, con el detalle de que el rey franchute cayó en manos de una compañía de arcabuceros vascos a los que tuvo que rendirse, imaginen el diálogo, errenditú barrabillak (o te rindes o te corto los huevos, en traducción libre: de Hernani era el energúmeno que le puso la espada en el pescuezo), y el monarca parpadeando desconcertado, preguntándose a quién carajo se estaba rindiendo y si se habría equivocado de guerra. Al fin se rindió, qué remedio, y acabó prisionero en Madrid, en la torre de los Lujanes, justo al lado de la casa donde hoy vive Javier Marías. Pero bonito, lo que se dice bonito, y que también pasó en Italia, fue lo del papa: éste se llamaba Clemente VII, y podríamos resumirlo psicológicamente diciendo que era un hijo de puta con balcones a la plaza de San Pedro, traidor y tacaño, dado a compadrear con Francia y a mojar en toda conspiración contra España. Pero le salió el chino mal capado, porque en 1527, por razones que ustedes pueden encontrar detalladas en los libros de Historia -véase Saco de Roma-, el ejército imperial (seis mil españoles que imagínenselos, diez mil alemanes puestos de cerveza hasta las trancas y marcando el paso de la oca, dos mil flamencos y otros tantos italianos hablando con su mamma por teléfono) tomó por asalto las murallas de Roma, hizo 40.000 muertos sin despeinarse y saqueó la ciudad durante meses. Y no colgaron al papa de una farola porque el vicario de Cristo, remangándose la sotana, corrió a refugiarse en el castillo de Sant'Angelo. Lo que, la verdad, no deja de tener su puntito. [Continuará].
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Re: HISTORIA DE AQUÍ, POR CAPÍTULOS
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Re: HISTORIA DE AQUÍ, POR CAPÍTULOS
Una historia de España (XXIII)
Llegados a este punto de la cosa, con Carlos V como monarca y emperador más poderoso de su tiempo, calculen ustedes las dimensiones del marrón: el mundo dominado por España, cuyo manejo recaía en la habilidad del gobernante, en el oro y la plata que empezaban a llegar de América y en la impresionante máquina militar puesta en pie por ocho siglos de experiencia bélica contra el moro, las guerras contra piratas berberiscos y turcos y las guerras de Italia. Todo eso, más la chulería natural de los españoles que se pavoneaban pisando callos sin pedir perdón, suscitaba mal rollo incluso entre los aliados y parientes del emperador; con el resultado de que los enemigos de España se multiplicaban como tertulianos de radio y televisión. Vino entonces a éstos -a los enemigos, no a los tertulianos-, como caído del cielo, un monje alemán llamado Lutero que había leído mucho a Erasmo de Rotterdam -el intelectual más influyente del siglo XVI- y que empezó a dar por saco publicando 95 tesis que ponían a parir las golferías y venalidades de la Iglesia católica presidida por el papa de Roma. La cosa prendió, el tal Lutero no se echó atrás aunque se jugaba el pescuezo, se montó el pifostio que hoy conocemos como Reforma protestante, y un montón de príncipes y gobernantes alemanes, a los que les iban bien ahí arriba los negocios y el comercio, vieron en el asunto luterano una manera estupenda de sacudirse la obediencia a Roma, y sobre todo al emperador Carlos, que a su juicio mandaba demasiado. De paso, además, al crear iglesias nacionales se forraban incautándose de los bienes de la iglesia católica, que no eran granito de anís. Entonces formaron lo que se llamó Liga de Esmalcalda, que lió una pajarraca bélico-revolucionaria de aquí te espero; que al principio ganó Carlos cuando la batalla de Mühlberg, pero luego se le fue complicando, de manera que en otra batalla, la de Insbruck -que ahora es una estación de esquí cojonuda-, tuvo que salir por pies cuando lo traicionó su hasta entonces compadre Mauricio de Sajonia. Y claro. Al fin, cuarenta agotadores años de guerras contra el protestante y el turco, de sobresaltos y traiciones, de mantener en equilibrio una docena de platillos chinos diferentes, minaron la voluntad del emperador -era demasiado peso, como dijo Porthos en la gruta de Locmaría-. Así que, cediendo el trono de Alemania a su hermano Fernando, y España, Nápoles, los Países Bajos y las posesiones americanas a su hijo Felipe, el fulano más valeroso e interesante que ocupó un trono español se retiraba a bailar los pajaritos a su Benidorm particular, el monasterio extremeño de Yuste, donde murió un par de años después, en 1558. La pega es que nos dejaba metidos en un empeño cuyas consecuencias, a la larga, resultarían gravísimas para España; hasta el punto de que todavía hoy, en el siglo XXI, pagamos las consecuencias. Primero, porque nos distrajo de los asuntos nacionales cuando los reinos hispánicos no habían logrado aún el encaje perfecto del Estado moderno que se veía venir. Por otra parte, las obligaciones imperiales nos metieron en jardines europeos que poco nos importaban, y por ellos quemamos las riquezas americanas, nos endeudamos con los banqueros de toda Europa y malgastamos las fuerzas en batallas lejanas que se llevaron mucha juventud, mucho tesón y mucho talento que habría ido bien aplicar a otras cosas, y que al cabo nos desangraron como a gorrinos. Pero lo más grave fue que la reacción contra el protestantismo, la Contrarreforma impulsada a partir de entonces por el concilio de Trento, aplastó al movimiento erasmista español: a los mejores intelectuales -como los hermanos Valdés, o Luis Vives-, en buena parte eclesiásticos que podríamos llamar progresistas, que fueron abrumados por el sector menos humanista y más reaccionario de la Iglesia triunfante, con la Inquisición como herramienta. Con el resultado de que en Trento los españoles metimos la pata hasta el corvejón. O, mejor dicho, nos equivocamos de Dios: en vez de uno progresista, con visión de futuro, que bendijese la prosperidad, la cultura, el trabajo y el comercio -cosa que hicieron los países del norte, y ahí los tienen hoy-, los españoles optamos por otro Dios con olor a sacristía, fanático, oscuro y reaccionario, al que, en ciertos aspectos, sufrimos todavía. El que, imponiendo sumisión desde púlpitos y confesionarios, nos hundió en el atraso, la barbarie y la pereza. El que para los cuatro siglos siguientes concedió pretextos y agua bendita a quienes, a menudo bajo palio, machacaron la inteligencia, cebaron los patíbulos, llenaron de tumbas las cunetas y cementerios, e hicieron imposible la libertad.
[Continuará].
http://www.perezreverte.com/articulo/pa ... ana-xxiii/
Llegados a este punto de la cosa, con Carlos V como monarca y emperador más poderoso de su tiempo, calculen ustedes las dimensiones del marrón: el mundo dominado por España, cuyo manejo recaía en la habilidad del gobernante, en el oro y la plata que empezaban a llegar de América y en la impresionante máquina militar puesta en pie por ocho siglos de experiencia bélica contra el moro, las guerras contra piratas berberiscos y turcos y las guerras de Italia. Todo eso, más la chulería natural de los españoles que se pavoneaban pisando callos sin pedir perdón, suscitaba mal rollo incluso entre los aliados y parientes del emperador; con el resultado de que los enemigos de España se multiplicaban como tertulianos de radio y televisión. Vino entonces a éstos -a los enemigos, no a los tertulianos-, como caído del cielo, un monje alemán llamado Lutero que había leído mucho a Erasmo de Rotterdam -el intelectual más influyente del siglo XVI- y que empezó a dar por saco publicando 95 tesis que ponían a parir las golferías y venalidades de la Iglesia católica presidida por el papa de Roma. La cosa prendió, el tal Lutero no se echó atrás aunque se jugaba el pescuezo, se montó el pifostio que hoy conocemos como Reforma protestante, y un montón de príncipes y gobernantes alemanes, a los que les iban bien ahí arriba los negocios y el comercio, vieron en el asunto luterano una manera estupenda de sacudirse la obediencia a Roma, y sobre todo al emperador Carlos, que a su juicio mandaba demasiado. De paso, además, al crear iglesias nacionales se forraban incautándose de los bienes de la iglesia católica, que no eran granito de anís. Entonces formaron lo que se llamó Liga de Esmalcalda, que lió una pajarraca bélico-revolucionaria de aquí te espero; que al principio ganó Carlos cuando la batalla de Mühlberg, pero luego se le fue complicando, de manera que en otra batalla, la de Insbruck -que ahora es una estación de esquí cojonuda-, tuvo que salir por pies cuando lo traicionó su hasta entonces compadre Mauricio de Sajonia. Y claro. Al fin, cuarenta agotadores años de guerras contra el protestante y el turco, de sobresaltos y traiciones, de mantener en equilibrio una docena de platillos chinos diferentes, minaron la voluntad del emperador -era demasiado peso, como dijo Porthos en la gruta de Locmaría-. Así que, cediendo el trono de Alemania a su hermano Fernando, y España, Nápoles, los Países Bajos y las posesiones americanas a su hijo Felipe, el fulano más valeroso e interesante que ocupó un trono español se retiraba a bailar los pajaritos a su Benidorm particular, el monasterio extremeño de Yuste, donde murió un par de años después, en 1558. La pega es que nos dejaba metidos en un empeño cuyas consecuencias, a la larga, resultarían gravísimas para España; hasta el punto de que todavía hoy, en el siglo XXI, pagamos las consecuencias. Primero, porque nos distrajo de los asuntos nacionales cuando los reinos hispánicos no habían logrado aún el encaje perfecto del Estado moderno que se veía venir. Por otra parte, las obligaciones imperiales nos metieron en jardines europeos que poco nos importaban, y por ellos quemamos las riquezas americanas, nos endeudamos con los banqueros de toda Europa y malgastamos las fuerzas en batallas lejanas que se llevaron mucha juventud, mucho tesón y mucho talento que habría ido bien aplicar a otras cosas, y que al cabo nos desangraron como a gorrinos. Pero lo más grave fue que la reacción contra el protestantismo, la Contrarreforma impulsada a partir de entonces por el concilio de Trento, aplastó al movimiento erasmista español: a los mejores intelectuales -como los hermanos Valdés, o Luis Vives-, en buena parte eclesiásticos que podríamos llamar progresistas, que fueron abrumados por el sector menos humanista y más reaccionario de la Iglesia triunfante, con la Inquisición como herramienta. Con el resultado de que en Trento los españoles metimos la pata hasta el corvejón. O, mejor dicho, nos equivocamos de Dios: en vez de uno progresista, con visión de futuro, que bendijese la prosperidad, la cultura, el trabajo y el comercio -cosa que hicieron los países del norte, y ahí los tienen hoy-, los españoles optamos por otro Dios con olor a sacristía, fanático, oscuro y reaccionario, al que, en ciertos aspectos, sufrimos todavía. El que, imponiendo sumisión desde púlpitos y confesionarios, nos hundió en el atraso, la barbarie y la pereza. El que para los cuatro siglos siguientes concedió pretextos y agua bendita a quienes, a menudo bajo palio, machacaron la inteligencia, cebaron los patíbulos, llenaron de tumbas las cunetas y cementerios, e hicieron imposible la libertad.
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Re: HISTORIA DE AQUÍ, POR CAPÍTULOS
Gracias!
Ruta hacia el aniversario de Noja pasando por Isle of Man :
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Re: HISTORIA DE AQUÍ, POR CAPÍTULOS
creo que lo que somos ahora viene de la prehistoria. Mira el capitulo I...
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Re: HISTORIA DE AQUÍ, POR CAPÍTULOS
Voy a poner los que se perdieron y seguiremos con normalidad
Una historia de España (XXIV)
Y ya estamos aquí con Felipe II en persona, oigan, heredero del imperio donde no se ponía el sol: monarca siniestro para unos y estupendo para otros, según se mire la cosa; aunque, puestos a ser objetivos, o intentarlo, hay que reconocer que la Leyenda Negra, alimentada por los muchos a quienes la poderosa España daba por saco a diestro y siniestro, se cebó en él como si el resto de gobernantes europeos, desde la zorra pelirroja que gobernaba Inglaterra -Isabel I se llamaba, y nos tenía unas ganas horrorosas- hasta los protestantes, el rey gabacho Enrique II, el papa de Roma y demás elementos de cuidado, fuesen monjas de clausura. Aun así, con sus defectos, que fueron innumerables, y sus virtudes, que no fueron pocas, el pobre Felipe, casero, prudente, más bien tímido, marido y padre con poca suerte, heredero de medio mundo en una época en que no había Internet, ni teléfono, ni siquiera un servicio postal como Dios manda, hizo lo que pudo para gobernar aquel tinglado internacional que, como a cualquiera en su caso, le venía grande. Y la verdad (dicha en descargo del fulano) es que lo de ganarse el jornal de rey se le complicó de un modo horroroso durante sus largos cuarenta y dos años de reinado. Para ser pacífico, como era de natural, el tío anduvo de bronca en bronca. Guerras a lo bestia, para que se hagan ustedes idea, las tuvo con Francia, con Su Santidad, con los Países Bajos, con los moriscos de las Alpujarras, con los ingleses, con los turcos y con la madre que lo parió. Todo eso, sin contar disgustos familiares, matrimonios pintorescos -se casó cuatro veces, incluida una inglesa más rara que un perro verde-, un hijo, el infante don Carlos, que le salió majareta y conspirador, y un secretario golfo llamado Antonio Pérez que le jugó la del chino. Y encima, para un golpe bueno de verdad que tuvo, que fue heredar Portugal entero (su madre, la guapísima Isabel, era princesa de allí) tras hacer picadillo a los discrepantes en la batalla de Alcántara, Felipe II cometió, si me permiten una opinión personal e intransferible, uno de los mayores errores históricos de este putiferio secular donde malvivimos: en vez de llevarse la capital a Lisboa (antigua y señorial) y cantar fados mirando al Atlántico y a las posesiones de América, que eran el espléndido futuro -calculen lo que sumaron el imperio español y el portugués juntos en una misma monarquía-, nuestro timorato monarca se enrocó en el centro de la Península, en su monasterio-residencia de El Escorial, gastándose el dineral que venía de las posesiones ultramarinas hispanolusas, además de los impuestos con los que sangraba a Castilla en las contiendas antes citadas -Aragón, Cataluña y Valencia, enrocados en sus fueros, no soltaban un duro para guerras ni para nada-, y en pasear a sus embajadores vestidos de negro, arrogantes y soberbios, por una Europa a la que con nuestros tercios, nuestros aliados, nuestras estampitas de vírgenes y santos, nuestra chulería y tal, seguíamos teniendo acojonada. Con lo que, para resumir el asunto, Felipe II nos salió buen funcionario, diestro en papeleo, y en lo personal un pavo con no pocas virtudes: meapilas pero culto, sobrio y poco amigo de lujos personales: es instructivo visitar la modesta habitación de El Escorial donde vivía y despachaba personalmente los asuntos de su inmenso imperio. Pero el marrón que le cayó encima superaba sus fuerzas y habilidad, así que demasiado hizo, el chaval, con ir tirando como pudo. De las guerras, que como dije fueron muchas, inútiles, variadas y emocionantes como finales de liga, hablaremos en el siguiente capítulo. Supongo. Del resto, lo más destacable es que si como funcionario Felipe era pasable, como economista y administrador fue para correrlo a gorrazos. Aparte de fundirse la viruta colonial en pólvora y arcabuces, nos endeudó hasta el prepucio con banqueros alemanes y genoveses. Hubo tres bancarrotas que dejaron España a punto de caramelo para el desastre económico y social del siglo siguiente. Y mientras la nobleza y el clero, veteranos surfistas sobre cualquier ola, gozaban de exención fiscal por la cara, la necesidad de dinero era tanta que se empezaron a vender títulos nobiliarios, cargos y toda clase de beneficios a quien podía pagarlos. Con el detalle de que los compradores, a su vez, los parcelaban y revendían para resarcirse. De manera que, poco a poco, entre el rey y la peña que de él medraba fueron montando un sistema nacional de robo y papeleo, o de papeleo para justificar el robo, origen de la infame burocracia que todavía hoy, casi cinco siglos después, nos sigue apretando el cogote.
[Continuará].
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Una historia de España (XXV)
Habíamos dejado, creo recordar, a la España de Felipe II en guerra contra medio mundo y dueña del otro medio. Y en este punto conviene recordar la poca vista que los españoles hemos tenido siempre a la hora de buscar enemigos, o encontrarlos; con el resultado de que, habiendo sido todos los pueblos de la Historia exactamente igual de hijos de puta -lo mismo en el siglo XVI como ahora en la Europa comunitaria-, la mayor parte de las leyendas negras nos las comimos y nos las seguimos comiendo nosotros. Felipe II, por ejemplo, que aunque aburrido y meapilas hasta lo patológico era un chico eficaz y un competente funcionario, no mandó al cadalso a más gente de la que despacharon por el artículo catorce los luteranos, o Calvino, o el Gran Turco, o los gabachos la noche de San Bartolomé; o en Inglaterra María Tudor (Bloody Mary, de ahí viene), que se cargó a cuantos protestantes pudo, o Isabel I, que aparte de piratear con muy poca vergüenza y llevarse al catre a conspicuos delincuentes de los mares -hoy héroes nacionales allí- mandó matar de católicos lo que no está escrito. Sin embargo, todos esos bonitos currículums quedaron en segundo plano; porque cuanto la historia retuvo de ese siglo fue lo malos y chuletas que éramos los españoles, con nuestra Inquisición (como si los demás no la tuvieran), y nuestras colonias americanas (que los otros procuraban arrebatarnos) y nuestros tercios disciplinados, mortíferos y todavía imbatibles (que todos procuraban imitar). Pero eso es lo que pasa cuando, como fue el caso de la siempre torpe España, en vez de procurar hacerte buena propaganda escribiendo libros diciendo lo guapo y estupendo que eres y lo mucho que te quieren todos, eres tan gilipollas que dejas que los libros los escriban e impriman otros; y encima, que ya es el colmo, te enemistas con los tres o cuatro países donde el arte de imprimir está más desarrollado en el mundo, y no tienen a un obispo encima de la chepa diciéndoles lo que pueden y lo que no pueden publicar. El caso es que así fuimos comiéndonos marrón histórico tras marrón, aunque justo es reconocer que mucha fama la ganamos a pulso gracias a esta mezcla de vanidad, incultura, mala leche, violencia y fanatismo que nos meneaba y que aún colea hoy; aunque ahora el fanatismo -lo otro sigue igual- sea más de fútbol, demagogia política y nacionalismo miserable, centralista o autonómico, que de púlpitos y escapularios. Y, en fin, de toda esa leyenda negra en general, buena parte de la que surgió en el XVI se la debemos a Flandes (hoy Bélgica, Holanda y Luxemburgo), donde nuestro muy piadoso rey Felipe metió la pata hasta la ingle: «No quiero ser rey de herejes -dijo, o algo así- aunque pierda todos mis estados». Y claro. Los perdió y de paso nos perdió a todos, porque Flandes fue una sangría de dinero y vidas que nos domiciliaría durante siglo y pico en la calle de la amargura. Los de allí no querían pagar impuestos -«España nos roba», quizás les suene-; y en vez de advertir que el futuro y la modernidad iban por ese lado, el rey prudente, que ahí lo fue poco, puso la oreja más cerca de los confesores que de los economistas. Además, a él que era pacato, soso, más aburrido y sin substancia que una novela de José Luis Corral o los diarios de Andrés Trapiello, los de por allí le caían mal, con sus kermeses, sus risas, sus jarras de cerveza y sus flamencas rubias y tetonas. Así que cuando asaltaron unas iglesias y negaron la virginidad de María, mandó al duque de Alba con los tercios -«Son como máquinas, con el diablo dentro», escribiría Goethe-, y ajustició rebeldes de quinientos en quinientos, incluidos los nobles Egmont y Horn, con la poca mano izquierda de convertirlos en mártires de la causa. Y así, tras una represión brutal de la que en Flandes todavía se acuerdan, hubo una serie de idas y venidas, de manejos que alternaron el palo con la zanahoria y acabaron separando los estados del norte en la nueva Holanda calvinista, por una parte, y en Bélgica por la otra, donde los católicos prefirieron seguir leales al rey de España, y lo fueron durante mucho tiempo. De cualquier modo, nuestro enlutado monarca, encerrado en su pétreo Escorial, nunca entendió a sus súbditos lejanos, ni lo intentó siquiera. Ahí se explican muchos males de la España de entonces y de la futura, cuya clave quizá esté en la muy española carta que el loco y criminal conquistador Lope de Aguirre le dirigió a Felipe II poco antes de morir ejecutado: «Mira que no puedes llevar con título de rey justo ningún interés destas partes donde no aventuraste nada, sin que primero los que en esta tierra han trabajado y sudado sean gratificados».
[Continuará].
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Una historia de España (XXVI)
Habíamos quedado en que el burocrático Felipe II, asesorado por su confesor de plantilla, prefirió ser defensor de la verdadera religión, como se decía entonces, que de la España que tenía entre manos; y en vez de ocuparse de lo que debía, que era meter a sus súbditos en el tren de la modernidad que ya pitaba en el horizonte, se dedicó a intentar que descarrilara ese tren, tanto fuera como dentro. Dicho en corto, no comprendió el futuro. Tampoco comprendió que los habitantes de unas islas que estaban en el noroeste de Europa, llamadas británicas, gente hecha a pelear con la arrogancia desesperada que les daba la certeza histórica de su soledad frente a todos los enemigos, formaban parte de ese futuro; y que durante varios siglos iban a convertirse en la pesadilla constante del imperio hispano (la famosa pesadilla que se muerde la cola, que diría Belén Esteban). A diferencia de España, que pese a sus inmensas posesiones ultramarinas nunca se tomó en serio el mar como camino de comercio, guerra y poder, y cuando quiso tomárselo se lo estropeó ella misma con su corrupción, su desidia y su incompetencia, los ingleses -como los holandeses, por su parte- entendieron pronto que una flota adecuada y marinos eficaces eran la herramienta perfecta para extenderse por el mundo. Y como el mundo en ese momento era de los españoles, el choque de intereses estaba asegurado. América fue escenario principal de esa confrontación; y así, con guerras y piraterías, los marinos ingleses se pusieron a la faena depredadora, forrándose a nuestra costa. Esos y otros asuntos decidieron a Felipe II a lanzar una expedición de castigo que se llamó Empresa de Inglaterra y que los ingleses, en plan de cachondeo, apodaron la Invencible: una flota de invasión que debía derrotar a la de allí, desembarcar en sus costas, hacer picadillo a los leales a Isabel I -para entonces los ingleses ya no eran católicos, sino anglicanos- y poner las cosas en su sitio. Prueba de que siempre hemos sido iguales es que, a fin de que los diversos capitanes, que iban cada cual a lo suyo, obedecieran a un mando único, se puso al frente del asunto al duque de Medina Sidonia, que no tenía ni puta idea de tácticas navales pero era duque. Así que imaginen el pastel. Y el resultado. La cosa era, sobre todo, conseguir el abordaje, donde la infantería española, peleando en el cuerpo a cuerpo, era todavía imbatible; pero los ingleses, que maniobraban de maravilla, se mantuvieron lejos, usando la artillería sin permitir que los nuestros se arrimaran. Aparte de eso, los rubios apelaron todo el rato a una palabra (apenas pronunciada en España, donde tiene mala prensa) que se llama patriotismo, y que les sería muy útil en el futuro, tanto contra Napoleón, como contra Hitler, como contra todo cristo; mientras que a los españoles nos sirve poco más que para fusilarnos unos a otros con las habituales ganas. El caso es que los súbditos de Su Graciosa resistieron como gatos panza arriba, y además tuvieron la suerte de que un mal tiempo asqueroso dejara a la flota española hecha una piltrafa. Donde sí hubo más suerte fue en el Mediterráneo, con los turcos. El imperio otomano estaba de un chulo insoportable. Sus piratas y corsarios -ayudados por Francia, a la que inflábamos a hostias un día sí y otro también, y por eso nunca perdía ocasión de hacernos la puñeta- daban la brasa por todas partes, dificultando la navegación y el comercio. Así que se formó una coalición entre España, Venecia y los Estados Pontificios; y la flota resultante, mandada por el hermano del rey Felipe, don Juan de Austria, libró en el golfo de Lepanto, hoy Grecia, la batalla que en nuestra iconografía bélica supone lo que para los ingleses Trafalgar o Waterloo, para los gabachos Austerlitz y para los ruskis Stalingrado. Lo de Lepanto, eso sí, fue a nuestro estilo: la víspera, aparte de rezos y misas para asegurar la protección divina, Felipe II aconsejó a su hermano que, entre los soldados y marineros de su escuadra, «los que sean cogidos por sodomíticos, instantáneamente sean quemados en la primera tierra que se pueda». Pero Juan de Austria, que tenía otras preocupaciones, pasó del asunto. En cualquier caso, Lepanto fue la de Dios. En un choque sangriento, la infantería española, sodomitas incluidos, se batió ese día con su habitual ferocidad, machacando a los turcos en «la más alta ocasión que vieron los siglos». El autor de esa frase fue uno de aquellos duros soldados, que combatió en un puesto de gran peligro y resultó herido grave. Se llamaba Miguel de Cervantes Saavedra, y años después escribiría la novela más genial e importante del mundo. Sin embargo, hasta el día de su muerte, su mayor orgullo fue haber peleado en Lepanto.
(Continuará)
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Una historia de España (XXXVII)
El peor enemigo exterior que España tuvo en el siglo XVIII -y hubo unos cuantos- fue Inglaterra. Al afán británico porque nunca hubiese buenos gobiernos en Europa hubo que añadir su rivalidad con el imperio español, que tuvo por principal escenario el mar. Las posesiones españolas en América eran pastel codiciado, y el flujo de riquezas a través del Atlántico resultaba demasiado tentador como para no darle mordiscos. Pese a muchas señales de recuperación, España no tenía industria, apenas fabricaba nada propio y vivía de comprarlo todo con el oro y la plata que, desde las minas donde trabajaban los indios esclavizados, seguían llegando a espuertas. Y ahí estaba el punto. Muchas fortunas en la City de Londres se hicieron con lo que se le quitaba a España y sus colonias: acabamos convirtiéndonos en la bisectriz de la Bernarda, porque todos se acercaban a rapiñar. El monopolio comercial español con sus posesiones americanas era mal visto por las compañías mercantiles inglesas, que nos echaron encima a sus corsarios (ladrones autorizados por la corona), sus piratas (ladrones por cuenta propia) y sus contrabandistas. Había bofetadas para ponerse a la cola depredadora, en plan aquí quién roba el último, hasta el punto de que faltó arroz para tanto pollo. Eso, claro, engordaba a las colonias británicas en Norteamérica, cuya próspera burguesía, forrándose con lo suyo y con lo nuestro entre exterminio y exterminio de indios, empezaba a pensar ya en separarse de Inglaterra. España, aunque con los Borbones se había recuperado mucho -obras públicas, avances científicos, correos, comunicaciones- del desastre con el que se despidieron los Austrias, seguía sin levantar cabeza, pese a los intentos ilustrados por conducirla al futuro. Y ahí tuvieron su papel ministros y hombres interesantes como el marqués de la Ensenada, que, dispuesto a plantar cara a Inglaterra en el mar, reformó la Real Armada, dotándola de buenos barcos y excelentes oficiales. Aunque era tarde para devolver a España al rango de primera potencia mundial, esa política permitió que siguiéramos siendo respetables en materia naval durante lo que quedaba de siglo. Prueba de lo bien encaminado que iba Ensenada es que los ingleses no pararon de ponerle zancadillas, conspirando y sobornando hasta que lograron que el rey se lo fumigara (esto seguía siendo España, a fin de cuentas, y en Londres nos conocían hasta de lejos); y nada dice tanto a favor de ese ministro, ni es tan vergonzoso para nosotros, como la carta enviada por el embajador inglés a Londres, celebrando su caída: «Los grandes proyectos para el fomento de la Real Armada han quedado suspendidos. Ya no se construirán más buques en España». De cualquier manera, con Ensenada o sin él, nuestro XVIII fue el siglo por excelencia de la Marina española, y lo seguiría siendo hasta que todo se fue a tomar por saco en Trafalgar. El problema era que teníamos unos barcos potentes, bien construidos, y unos oficiales de élite con excelente formación científica y marina, pero escaseaban las buenas tripulaciones. El sistema de reclutamiento era infame, las pagas eran pésimas, y a los que volvían enfermos o mutilados se les condenaba a la miseria (lo mismo eso les suena). A diferencia de los marinos ingleses, que tenían primas por botines y otros beneficios, las tripulaciones españolas no veían un puto duro, y todo marinero con experiencia procuraba evitar los barcos de la Real Armada, prefiriendo la marina mercante, la pesca e incluso (igual también les suena esto) las marinas extranjeras. Lo que pasa es que, como ocurre siempre, en todo momento hubo gente con patriotismo y con agallas; y, pese a que la Administración era desastrosa y corrupta hasta echar la pota, algunos marinos notables y algunas heroicas tripulaciones protagonizaron hechos magníficos en el mar y en la tierra, sobándoles el morro a los ingleses en muchas ocasiones. Lo que, considerando el paisanaje, la bandera bajo la que servían y el poco agradecimiento de sus compatriotas, tiene doble mérito. El férreo Blas de Lezo le dio por saco al comodoro Vernon en Cartagena, Velasco se batió como un tigre en la Habana, Gálvez -héroe en Estados Unidos, desconocido en España- se inmortalizó en la toma de Pensacola, y navíos como el Glorioso supieron hacérselo pagar muy caro a los ingleses antes de arriar bandera. Hasta el gran Horacio Nelson (detalle que los historiadores británicos callan pudorosamente), se quedó manco cuando quiso tomar Tenerife por la cara, y los de allí, que aún no estaban acostumbrados al turismo, le dieron las suyas y las del pulpo. [Continuará]
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Una historia de España (XXVIII)
Y allí estábamos, tocotoc, tocotoc, a caballo entre los siglos XVI y XVII, entre Felipe II y su hijo Felipe III, entre la España aún poderosa y temida, que con mérito propio y echándole huevos había llegado a ser dueña del mundo, y la España que, antes incluso de conseguir la plena unidad política como nación o conjunto de naciones -fueros y diversidad causaban desajustes que la monarquía de los Austrias fue incapaz de resolver con inteligencia-, era ya un cadáver desangrado por las guerras exteriores. La paradoja es que, en vez de alentar industria y riqueza, el oro y la plata americanos nos hicieron -a ver si les suena- fanfarrones, perezosos e improductivos; o sea, soldados, frailes y pícaros antes que trabajadores, sin que a cambio creásemos en el Nuevo Mundo, como hicieron los anglosajones en el norte, un sistema social y económico estable, moderno, con vistas al futuro. Aquel chorro de dinero nos lo gastamos, como de costumbre, en coca y putas. O lo que equivalga. La gente joven se alistaba en los tercios a fin de comer y correr mundo, o procuraba irse a América; y quienes se quedaban, trampeaban cuanto podían. Intelectualmente aletargados desde el nefasto concilio de Trento, cerradas las ventanas y ahogados en agua bendita, con las universidades debatiendo sobre la virginidad de María o sobre si el infierno era líquido o sólido en vez de sobre ciencia y progreso, a los españoles de ambas orillas nos estrangulaban la burocracia y el fisco infame que, para alimentar esa máquina insaciable, dejaban libre de impuestos al noble y al eclesiástico pero se cebaban en el campesino humilde, el indio analfabeto, el trabajador modesto, el artesano, el comerciante; en aquellos que creaban prosperidad y riqueza mientras otros se rascaban el cimbel paseando con espada al cinto, dándose aires con el pretexto de que su tatarabuelo había estado en Covadonga, en las Navas de Tolosa o en Otumba. Y así, el trabajo y la honradez adquirieron mala imagen. Cualquier tiñalpa pretendía vivir del cuento porque se decía hidalgo, para todo honor o beneficio había que probar no tener sangre mora o judía ni haber currado nunca, y España entera se alquilaba y vendía en plan furcia, sin más Justicia -a ver si esto les suena también- que la que podías comprar con favores o dinero. De ese modo, al socaire de un sistema corrupto alentado desde el trono mismo, la golfería nacional, el oportunismo, la desvergüenza, se convirtieron en señas de identidad; hasta el punto de que fue el pícaro, y no el hombre valiente, digno u honrado, quien acabó como protagonista de la literatura de entonces, modelo a leer y a imitar, dando nombre al más brillante género literario español de todos los tiempos: la picaresca. Lázaro de Tormes, Celestina, el buscón Pablos, Guzmán de Alfarache, Marcos de Obregón, fueron nuestras principales encarnaduras literarias; y es revelador que el único héroe cuyo noble corazón voló por encima de todos ellos resultara ser un hidalgo apaleado y loco. Sin embargo, precisamente en materia de letras, los españoles dimos entonces nuestros mejores frutos. Nunca hubo otra nación, si exceptuamos la Francia ilustrada del siglo XVIII, con semejante concentración de escritores, prosistas y poetas inmensos. De talento y de gloria. Aquella España contradictoria alumbró obras soberbias en novela, teatro y poesía a ambos lados del Atlántico: Góngora, Sor Juana, Alarcón, Tirso de Molina, Calderón, Lope, Quevedo, Cervantes y el resto de la peña. Contemporáneos todos, o casi. Viviendo a veces en el mismo barrio, cruzándose en los portales, las tiendas y las tabernas. Hola, Lope; adiós, Cervantes; qué tal le va, Quevedo. Imaginen lo que fue aquello. Asombra la cantidad de grandes autores que en ese tiempo vivieron, escribieron, y también -inevitablemente españoles, todos- se envidiaron y odiaron con saña inaudita, dedicándose sátiras vitriólicas o denunciándose a la Inquisición mientras, cada uno a su aire, construían el monumento inmenso de una lengua que ahora hablan 500 millones de personas. Calculen lo que habría ocurrido si esos geniales hijos de puta hubiesen escrito en inglés o en gabacho: serían hoy clásicos universales, y sus huellas se conservarían como monumentos nacionales. Pero ya saben ustedes de qué va esto: cómo somos, cómo nos han hecho y cómo nos gusta ser. Para confirmarlo, basta visitar el barrio de las Letras de Madrid, donde en pocos metros vivieron Lope, Calderón, Quevedo, Góngora y Cervantes, entre otros. Busquen allí monumentos, placas, museos, librerías, bibliotecas. Y lo peor, oigan, es que ni vergüenza nos da.
[Continuará].
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Una historia de España (XXIX)
Pues ahí estábamos, ahora con Felipe III. Y de momento, la inmensa máquina militar y diplomática española seguía teniendo al mundo agarrado por las pelotas, había pocas guerras -se firmó una tregua con las provincias rebeldes de Holanda-, y el dinero fácil de América seguía dándonos cuartelillo. El problema era ese mismo oro: llegaba y se iba con idéntica rapidez, a la española, sin cuajar en riqueza real ni futura. Inventar cosas, crear industrias avanzadas, investigar modernidades, traía problemas con la Inquisición (lo escribió Cervantes: «llevan a los hombres al brasero / y a las mujeres a la casa llana»). Así que, como había viruta fresca, todo se compraba fuera. La monarquía, fiando en las flotas de América, se entrampaba con banqueros genoveses que nos sacaban el tuétano. Ingleses, franceses y holandeses, enemigos como eran, nos vendían todo aquello que éramos incapaces de fabricar aquí, llevándose lo que los indios esclavizados en América sacaban de las minas y nuestros galeones traían esquivando temporales y piratas cabroncetes. Pero ni siquiera eso beneficiaba a todos, pues el comercio americano era monopolizado por Castilla a través de Sevilla, y el resto de España no se comía una paraguaya. Por otra parte, a Felipe III le iban la marcha y el derroche: era muy de fiestas, saraos y regalos espléndidos. Además, la diplomacia española funcionaba a base de sobornar a todo cristo, desde ministros extranjeros hasta el papa de Roma. Eso movía un tinglado enorme de dinero negro, inmenso fondo de reptiles donde los más listos -nada nuevo hay bajo el sol- no vacilaron en forrarse. Uno de ellos fue el duque de Lerma, valido del rey, tan incompetente y trincón que luego, al jubilarse, se hizo cura -cardenal, claro, no cura de infantería- para evitar que lo juzgaran y ahorcaran por sinvergüenza. Ese pavo, con la aprobación del monarca, instauró un sistema de corrupción general que marcó estilo para los siglos siguientes. Baste un ejemplo: la corte de Felipe III se trasladó dos veces, de Madrid a Valladolid y de vuelta a Madrid, según los sobornos que Lerma recibió de los comerciantes locales, que pretendían dar lustre a sus respectivas ciudades. Para hacernos idea del paisaje vale un detallito económico: en un país lleno de nobles, hidalgos, monjas y frailes improductivos, donde al que de verdad trabajaba -lo mismo esto les suena- lo molían a impuestos, Hacienda ingresaba la ridícula cantidad de diez millones de ducados anuales; pero la mitad de esa suma era para mantener el ejército de Flandes, mientras la deuda del Estado con banqueros y proveedores guiris alcanzaba la cifra escalofriante de setenta millones de mortadelos. Aquello era inviable, como al cabo lo fue. Pero como en eso de darnos tiros en el propio pie los españoles nunca tenemos bastante, aún faltaba la guinda que rematara el pastel: la expulsión de los moriscos. Después de la caída de Granada, los moros vencidos se habían ido a las Alpujarras, donde se les prometió respetar su religión y costumbres. Pero ya se lo pueden ustedes imaginar: al final se impuso bautizo y tocino por las bravas, bajo supervisión de los párrocos locales. Poco a poco les apretaron las tuercas, y como buena parte conservaba en secreto su antigua fe mahometana, la Inquisición acabó entrando a saco. Desesperados, los moriscos se sublevaron en 1568, en una nueva y cruel guerra civil hispánica donde corrió sangre a chorros, y en la que (pese al apoyo de los turcos, e incluso de Francia) los rebeldes y los que pasaban por allí, como suele ocurrir, se llevaron las del pulpo. Siguió una dispersión de la peña morisca; que, siempre zaherida desde los púlpitos, nunca llegó a integrarse del todo en la sociedad cristiana dominante. Sin embargo, como eran magníficos agricultores, hábiles artesanos, gente laboriosa, imaginativa y frugal, crearon riqueza donde fueron. Eso, claro, los hizo envidiados y odiados por el pueblo bajo. De qué van estos currantes moromierdas, decían. Y al fin, con el pretexto -justificado en zonas costeras- de su connivencia con los piratas berberiscos, Felipe III decretó la expulsión. En 1609, con una orden inscrita por mérito propio en nuestros abultados anales de la infamia, se los embarcó rumbo a África, vejados y saqueados por el camino. Con la pérdida de esa importante fuerza productiva, el desastre económico fue demoledor, sobre todo en Aragón y Levante. El daño duró siglos, y en algunos casos no se reparó jamás. Pero ojo. Gracias a eso, en mi libro escolar de Historia de España (nihil obstat de Vicente Tena, canónigo) pude leer en 1961: «Fue incomparablemente mayor el bien que se proporcionó a la paz y a la religión».
[Continuará].
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Una historia de España (XXX)
Con Felipe IV, que nos salió singular combinación de putero y meapilas, España vivió una larga temporada de las rentas, o de la inercia de los viejos tiempos afortunados. Y eso, aunque al cabo terminó como el rosario de la aurora, iba a darnos cuartel para casi todo el siglo XVII. El prestigio no llena el estómago -y los españoles cada vez teníamos más necesidad de llenarlo-, pero es cierto que, visto de lejos, todavía parecía temible y era respetado el viejo león hispano, ignorante el mundo de que el maltrecho felino tenía úlcera de estómago y cariadas las muelas. Siguiendo la cómoda costumbre de su padre, Felipe IV (que pasaba el tiempo entre actrices de teatro y misa diaria, alternando el catre con el confesionario) delegó el poder en manos de un valido, el conde duque de Olivares; que esta vez sí era un ministro con ideas e inteligencia, aunque la tarea de gobernar aquel inmenso putiferio le viniese grande, como a cualquiera. Olivares, que aunque cabezota y soberbio era un tío listo y aplicado, currante como se vieron pocos, quiso levantar el negocio, reformar España y convertirla en un Estado moderno a la manera de entonces: lo que se llevaba e iba a llevar durante un par de siglos, y lo que hizo fuertes a las potencias que a continuación rigieron el mundo. O sea, una administración centralizada, poderosa y eficaz, y una implicación -de buen grado o del ronzal- de todos los súbditos en las tareas comunes, que eran unas cuantas. La pega es que, ya desde los fenicios y pasando por los reyes medievales y los moros de la morería (como hemos visto en los veintinueve anteriores capítulos de este eterno día de la marmota), España funcionaba de otra manera. Aquí el café tenía que ser para todos, lógicamente, pero también, al mismo tiempo, solo, cortado, con leche, largo, descafeinado, americano, asiático, con un chorrito de Magno y para mí una menta poleo. Café a la taifa, resumiendo. Hasta el duque de Medina Sidonia, en Andalucía, jugó a conspirar en plan independencia. Y así, claro. Ni Olivares ni Dios bendito. La cosa se puso de manifiesto a cada tecla que tocaba. Por otra parte, conseguir que una sociedad de hidalgos o que pretendía serlo, donde -en palabras de Quevedo o uno de ésos- hasta los zapateros y los sastres presumían de cristianos viejos y paseaban con espada, se pusiera a trabajar en la agricultura, en la ganadería, en el comercio, en las mismas actividades que estaban ya enriqueciendo a los estados más modernos de Europa, era pedir peras al olmo, honradez a un escribano o caridad a un inquisidor. Tampoco tuvo más suerte el amigo Olivares con la reforma financiera. Castilla -sus nobles y clases altas, más bien- era la que se beneficiaba de América, pero también la que pagaba el pato, en hombres y dinero, de todos los impuestos y todas las guerras. El conde duque quiso implicar a otros territorios de la Corona, ofreciéndoles entrar más de lleno en el asunto a cambio de beneficios y chanchullos; pero le dijeron que verdes las habían segado, que los fueros eran intocables, que allí madre patria no había más que una, la de ellos, y que a ti, Olivares, te encontré en la calle. Castilla siguió comiéndose el marrón para lo bueno y lo malo, y los otros siguieron enrocados en lo suyo, incluidas sus sardanas, paellas, joticas aragonesas y tal. Consciente de con quién se jugaba los cuartos y el pescuezo, Olivares no quiso apretar más de lo que era normal en aquellos tiempos, y en vez de partir unos cuantos espinazos y unificar sistemas por las bravas, como hicieron en otros países (la Francia de Richelieu estaba en pleno ascenso, propiciando la de Luis XIV), lo cogió con pinzas. Aun así, como en Europa había estallado la Guerra de los Treinta Años, y España, arrastrada por sus primos del imperio austríaco -que luego nos dejaron tirados-, se había dejado liar en ella, Olivares pretendió que las cortes catalanas, aragonesas y valencianas votaran un subsidio extraordinario para la cosa militar. Los dos últimos se dejaron convencer tras muchos dimes y diretes, pero los catalanes dijeron que res de res, que una cebolla como una olla, y que ni un puto duro daban para guerras ni para paces. Castilla nos roba y tal. Para más Inri, acabada la tregua con los holandeses, había vuelto a reanudarse la guerra en Flandes. Hacían falta tercios y pasta. Así que, al fin, a Olivares se le ocurrió un truco sucio para implicar a Cataluña: atacar a los franceses por los Pirineos catalanes. Pero le salió el cochino mal capado, porque las tropas reales y los payeses se llevaron fatal -a nadie le gusta que le roben el ganado y le soben a la Montse-, y aquello acabó a hostias. Que les contaré, supongo, en el próximo capítulo.
[Continuará]
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Una historia de España (XXIV)
Y ya estamos aquí con Felipe II en persona, oigan, heredero del imperio donde no se ponía el sol: monarca siniestro para unos y estupendo para otros, según se mire la cosa; aunque, puestos a ser objetivos, o intentarlo, hay que reconocer que la Leyenda Negra, alimentada por los muchos a quienes la poderosa España daba por saco a diestro y siniestro, se cebó en él como si el resto de gobernantes europeos, desde la zorra pelirroja que gobernaba Inglaterra -Isabel I se llamaba, y nos tenía unas ganas horrorosas- hasta los protestantes, el rey gabacho Enrique II, el papa de Roma y demás elementos de cuidado, fuesen monjas de clausura. Aun así, con sus defectos, que fueron innumerables, y sus virtudes, que no fueron pocas, el pobre Felipe, casero, prudente, más bien tímido, marido y padre con poca suerte, heredero de medio mundo en una época en que no había Internet, ni teléfono, ni siquiera un servicio postal como Dios manda, hizo lo que pudo para gobernar aquel tinglado internacional que, como a cualquiera en su caso, le venía grande. Y la verdad (dicha en descargo del fulano) es que lo de ganarse el jornal de rey se le complicó de un modo horroroso durante sus largos cuarenta y dos años de reinado. Para ser pacífico, como era de natural, el tío anduvo de bronca en bronca. Guerras a lo bestia, para que se hagan ustedes idea, las tuvo con Francia, con Su Santidad, con los Países Bajos, con los moriscos de las Alpujarras, con los ingleses, con los turcos y con la madre que lo parió. Todo eso, sin contar disgustos familiares, matrimonios pintorescos -se casó cuatro veces, incluida una inglesa más rara que un perro verde-, un hijo, el infante don Carlos, que le salió majareta y conspirador, y un secretario golfo llamado Antonio Pérez que le jugó la del chino. Y encima, para un golpe bueno de verdad que tuvo, que fue heredar Portugal entero (su madre, la guapísima Isabel, era princesa de allí) tras hacer picadillo a los discrepantes en la batalla de Alcántara, Felipe II cometió, si me permiten una opinión personal e intransferible, uno de los mayores errores históricos de este putiferio secular donde malvivimos: en vez de llevarse la capital a Lisboa (antigua y señorial) y cantar fados mirando al Atlántico y a las posesiones de América, que eran el espléndido futuro -calculen lo que sumaron el imperio español y el portugués juntos en una misma monarquía-, nuestro timorato monarca se enrocó en el centro de la Península, en su monasterio-residencia de El Escorial, gastándose el dineral que venía de las posesiones ultramarinas hispanolusas, además de los impuestos con los que sangraba a Castilla en las contiendas antes citadas -Aragón, Cataluña y Valencia, enrocados en sus fueros, no soltaban un duro para guerras ni para nada-, y en pasear a sus embajadores vestidos de negro, arrogantes y soberbios, por una Europa a la que con nuestros tercios, nuestros aliados, nuestras estampitas de vírgenes y santos, nuestra chulería y tal, seguíamos teniendo acojonada. Con lo que, para resumir el asunto, Felipe II nos salió buen funcionario, diestro en papeleo, y en lo personal un pavo con no pocas virtudes: meapilas pero culto, sobrio y poco amigo de lujos personales: es instructivo visitar la modesta habitación de El Escorial donde vivía y despachaba personalmente los asuntos de su inmenso imperio. Pero el marrón que le cayó encima superaba sus fuerzas y habilidad, así que demasiado hizo, el chaval, con ir tirando como pudo. De las guerras, que como dije fueron muchas, inútiles, variadas y emocionantes como finales de liga, hablaremos en el siguiente capítulo. Supongo. Del resto, lo más destacable es que si como funcionario Felipe era pasable, como economista y administrador fue para correrlo a gorrazos. Aparte de fundirse la viruta colonial en pólvora y arcabuces, nos endeudó hasta el prepucio con banqueros alemanes y genoveses. Hubo tres bancarrotas que dejaron España a punto de caramelo para el desastre económico y social del siglo siguiente. Y mientras la nobleza y el clero, veteranos surfistas sobre cualquier ola, gozaban de exención fiscal por la cara, la necesidad de dinero era tanta que se empezaron a vender títulos nobiliarios, cargos y toda clase de beneficios a quien podía pagarlos. Con el detalle de que los compradores, a su vez, los parcelaban y revendían para resarcirse. De manera que, poco a poco, entre el rey y la peña que de él medraba fueron montando un sistema nacional de robo y papeleo, o de papeleo para justificar el robo, origen de la infame burocracia que todavía hoy, casi cinco siglos después, nos sigue apretando el cogote.
[Continuará].
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Una historia de España (XXV)
Habíamos dejado, creo recordar, a la España de Felipe II en guerra contra medio mundo y dueña del otro medio. Y en este punto conviene recordar la poca vista que los españoles hemos tenido siempre a la hora de buscar enemigos, o encontrarlos; con el resultado de que, habiendo sido todos los pueblos de la Historia exactamente igual de hijos de puta -lo mismo en el siglo XVI como ahora en la Europa comunitaria-, la mayor parte de las leyendas negras nos las comimos y nos las seguimos comiendo nosotros. Felipe II, por ejemplo, que aunque aburrido y meapilas hasta lo patológico era un chico eficaz y un competente funcionario, no mandó al cadalso a más gente de la que despacharon por el artículo catorce los luteranos, o Calvino, o el Gran Turco, o los gabachos la noche de San Bartolomé; o en Inglaterra María Tudor (Bloody Mary, de ahí viene), que se cargó a cuantos protestantes pudo, o Isabel I, que aparte de piratear con muy poca vergüenza y llevarse al catre a conspicuos delincuentes de los mares -hoy héroes nacionales allí- mandó matar de católicos lo que no está escrito. Sin embargo, todos esos bonitos currículums quedaron en segundo plano; porque cuanto la historia retuvo de ese siglo fue lo malos y chuletas que éramos los españoles, con nuestra Inquisición (como si los demás no la tuvieran), y nuestras colonias americanas (que los otros procuraban arrebatarnos) y nuestros tercios disciplinados, mortíferos y todavía imbatibles (que todos procuraban imitar). Pero eso es lo que pasa cuando, como fue el caso de la siempre torpe España, en vez de procurar hacerte buena propaganda escribiendo libros diciendo lo guapo y estupendo que eres y lo mucho que te quieren todos, eres tan gilipollas que dejas que los libros los escriban e impriman otros; y encima, que ya es el colmo, te enemistas con los tres o cuatro países donde el arte de imprimir está más desarrollado en el mundo, y no tienen a un obispo encima de la chepa diciéndoles lo que pueden y lo que no pueden publicar. El caso es que así fuimos comiéndonos marrón histórico tras marrón, aunque justo es reconocer que mucha fama la ganamos a pulso gracias a esta mezcla de vanidad, incultura, mala leche, violencia y fanatismo que nos meneaba y que aún colea hoy; aunque ahora el fanatismo -lo otro sigue igual- sea más de fútbol, demagogia política y nacionalismo miserable, centralista o autonómico, que de púlpitos y escapularios. Y, en fin, de toda esa leyenda negra en general, buena parte de la que surgió en el XVI se la debemos a Flandes (hoy Bélgica, Holanda y Luxemburgo), donde nuestro muy piadoso rey Felipe metió la pata hasta la ingle: «No quiero ser rey de herejes -dijo, o algo así- aunque pierda todos mis estados». Y claro. Los perdió y de paso nos perdió a todos, porque Flandes fue una sangría de dinero y vidas que nos domiciliaría durante siglo y pico en la calle de la amargura. Los de allí no querían pagar impuestos -«España nos roba», quizás les suene-; y en vez de advertir que el futuro y la modernidad iban por ese lado, el rey prudente, que ahí lo fue poco, puso la oreja más cerca de los confesores que de los economistas. Además, a él que era pacato, soso, más aburrido y sin substancia que una novela de José Luis Corral o los diarios de Andrés Trapiello, los de por allí le caían mal, con sus kermeses, sus risas, sus jarras de cerveza y sus flamencas rubias y tetonas. Así que cuando asaltaron unas iglesias y negaron la virginidad de María, mandó al duque de Alba con los tercios -«Son como máquinas, con el diablo dentro», escribiría Goethe-, y ajustició rebeldes de quinientos en quinientos, incluidos los nobles Egmont y Horn, con la poca mano izquierda de convertirlos en mártires de la causa. Y así, tras una represión brutal de la que en Flandes todavía se acuerdan, hubo una serie de idas y venidas, de manejos que alternaron el palo con la zanahoria y acabaron separando los estados del norte en la nueva Holanda calvinista, por una parte, y en Bélgica por la otra, donde los católicos prefirieron seguir leales al rey de España, y lo fueron durante mucho tiempo. De cualquier modo, nuestro enlutado monarca, encerrado en su pétreo Escorial, nunca entendió a sus súbditos lejanos, ni lo intentó siquiera. Ahí se explican muchos males de la España de entonces y de la futura, cuya clave quizá esté en la muy española carta que el loco y criminal conquistador Lope de Aguirre le dirigió a Felipe II poco antes de morir ejecutado: «Mira que no puedes llevar con título de rey justo ningún interés destas partes donde no aventuraste nada, sin que primero los que en esta tierra han trabajado y sudado sean gratificados».
[Continuará].
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Una historia de España (XXVI)
Habíamos quedado en que el burocrático Felipe II, asesorado por su confesor de plantilla, prefirió ser defensor de la verdadera religión, como se decía entonces, que de la España que tenía entre manos; y en vez de ocuparse de lo que debía, que era meter a sus súbditos en el tren de la modernidad que ya pitaba en el horizonte, se dedicó a intentar que descarrilara ese tren, tanto fuera como dentro. Dicho en corto, no comprendió el futuro. Tampoco comprendió que los habitantes de unas islas que estaban en el noroeste de Europa, llamadas británicas, gente hecha a pelear con la arrogancia desesperada que les daba la certeza histórica de su soledad frente a todos los enemigos, formaban parte de ese futuro; y que durante varios siglos iban a convertirse en la pesadilla constante del imperio hispano (la famosa pesadilla que se muerde la cola, que diría Belén Esteban). A diferencia de España, que pese a sus inmensas posesiones ultramarinas nunca se tomó en serio el mar como camino de comercio, guerra y poder, y cuando quiso tomárselo se lo estropeó ella misma con su corrupción, su desidia y su incompetencia, los ingleses -como los holandeses, por su parte- entendieron pronto que una flota adecuada y marinos eficaces eran la herramienta perfecta para extenderse por el mundo. Y como el mundo en ese momento era de los españoles, el choque de intereses estaba asegurado. América fue escenario principal de esa confrontación; y así, con guerras y piraterías, los marinos ingleses se pusieron a la faena depredadora, forrándose a nuestra costa. Esos y otros asuntos decidieron a Felipe II a lanzar una expedición de castigo que se llamó Empresa de Inglaterra y que los ingleses, en plan de cachondeo, apodaron la Invencible: una flota de invasión que debía derrotar a la de allí, desembarcar en sus costas, hacer picadillo a los leales a Isabel I -para entonces los ingleses ya no eran católicos, sino anglicanos- y poner las cosas en su sitio. Prueba de que siempre hemos sido iguales es que, a fin de que los diversos capitanes, que iban cada cual a lo suyo, obedecieran a un mando único, se puso al frente del asunto al duque de Medina Sidonia, que no tenía ni puta idea de tácticas navales pero era duque. Así que imaginen el pastel. Y el resultado. La cosa era, sobre todo, conseguir el abordaje, donde la infantería española, peleando en el cuerpo a cuerpo, era todavía imbatible; pero los ingleses, que maniobraban de maravilla, se mantuvieron lejos, usando la artillería sin permitir que los nuestros se arrimaran. Aparte de eso, los rubios apelaron todo el rato a una palabra (apenas pronunciada en España, donde tiene mala prensa) que se llama patriotismo, y que les sería muy útil en el futuro, tanto contra Napoleón, como contra Hitler, como contra todo cristo; mientras que a los españoles nos sirve poco más que para fusilarnos unos a otros con las habituales ganas. El caso es que los súbditos de Su Graciosa resistieron como gatos panza arriba, y además tuvieron la suerte de que un mal tiempo asqueroso dejara a la flota española hecha una piltrafa. Donde sí hubo más suerte fue en el Mediterráneo, con los turcos. El imperio otomano estaba de un chulo insoportable. Sus piratas y corsarios -ayudados por Francia, a la que inflábamos a hostias un día sí y otro también, y por eso nunca perdía ocasión de hacernos la puñeta- daban la brasa por todas partes, dificultando la navegación y el comercio. Así que se formó una coalición entre España, Venecia y los Estados Pontificios; y la flota resultante, mandada por el hermano del rey Felipe, don Juan de Austria, libró en el golfo de Lepanto, hoy Grecia, la batalla que en nuestra iconografía bélica supone lo que para los ingleses Trafalgar o Waterloo, para los gabachos Austerlitz y para los ruskis Stalingrado. Lo de Lepanto, eso sí, fue a nuestro estilo: la víspera, aparte de rezos y misas para asegurar la protección divina, Felipe II aconsejó a su hermano que, entre los soldados y marineros de su escuadra, «los que sean cogidos por sodomíticos, instantáneamente sean quemados en la primera tierra que se pueda». Pero Juan de Austria, que tenía otras preocupaciones, pasó del asunto. En cualquier caso, Lepanto fue la de Dios. En un choque sangriento, la infantería española, sodomitas incluidos, se batió ese día con su habitual ferocidad, machacando a los turcos en «la más alta ocasión que vieron los siglos». El autor de esa frase fue uno de aquellos duros soldados, que combatió en un puesto de gran peligro y resultó herido grave. Se llamaba Miguel de Cervantes Saavedra, y años después escribiría la novela más genial e importante del mundo. Sin embargo, hasta el día de su muerte, su mayor orgullo fue haber peleado en Lepanto.
(Continuará)
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Una historia de España (XXXVII)
El peor enemigo exterior que España tuvo en el siglo XVIII -y hubo unos cuantos- fue Inglaterra. Al afán británico porque nunca hubiese buenos gobiernos en Europa hubo que añadir su rivalidad con el imperio español, que tuvo por principal escenario el mar. Las posesiones españolas en América eran pastel codiciado, y el flujo de riquezas a través del Atlántico resultaba demasiado tentador como para no darle mordiscos. Pese a muchas señales de recuperación, España no tenía industria, apenas fabricaba nada propio y vivía de comprarlo todo con el oro y la plata que, desde las minas donde trabajaban los indios esclavizados, seguían llegando a espuertas. Y ahí estaba el punto. Muchas fortunas en la City de Londres se hicieron con lo que se le quitaba a España y sus colonias: acabamos convirtiéndonos en la bisectriz de la Bernarda, porque todos se acercaban a rapiñar. El monopolio comercial español con sus posesiones americanas era mal visto por las compañías mercantiles inglesas, que nos echaron encima a sus corsarios (ladrones autorizados por la corona), sus piratas (ladrones por cuenta propia) y sus contrabandistas. Había bofetadas para ponerse a la cola depredadora, en plan aquí quién roba el último, hasta el punto de que faltó arroz para tanto pollo. Eso, claro, engordaba a las colonias británicas en Norteamérica, cuya próspera burguesía, forrándose con lo suyo y con lo nuestro entre exterminio y exterminio de indios, empezaba a pensar ya en separarse de Inglaterra. España, aunque con los Borbones se había recuperado mucho -obras públicas, avances científicos, correos, comunicaciones- del desastre con el que se despidieron los Austrias, seguía sin levantar cabeza, pese a los intentos ilustrados por conducirla al futuro. Y ahí tuvieron su papel ministros y hombres interesantes como el marqués de la Ensenada, que, dispuesto a plantar cara a Inglaterra en el mar, reformó la Real Armada, dotándola de buenos barcos y excelentes oficiales. Aunque era tarde para devolver a España al rango de primera potencia mundial, esa política permitió que siguiéramos siendo respetables en materia naval durante lo que quedaba de siglo. Prueba de lo bien encaminado que iba Ensenada es que los ingleses no pararon de ponerle zancadillas, conspirando y sobornando hasta que lograron que el rey se lo fumigara (esto seguía siendo España, a fin de cuentas, y en Londres nos conocían hasta de lejos); y nada dice tanto a favor de ese ministro, ni es tan vergonzoso para nosotros, como la carta enviada por el embajador inglés a Londres, celebrando su caída: «Los grandes proyectos para el fomento de la Real Armada han quedado suspendidos. Ya no se construirán más buques en España». De cualquier manera, con Ensenada o sin él, nuestro XVIII fue el siglo por excelencia de la Marina española, y lo seguiría siendo hasta que todo se fue a tomar por saco en Trafalgar. El problema era que teníamos unos barcos potentes, bien construidos, y unos oficiales de élite con excelente formación científica y marina, pero escaseaban las buenas tripulaciones. El sistema de reclutamiento era infame, las pagas eran pésimas, y a los que volvían enfermos o mutilados se les condenaba a la miseria (lo mismo eso les suena). A diferencia de los marinos ingleses, que tenían primas por botines y otros beneficios, las tripulaciones españolas no veían un puto duro, y todo marinero con experiencia procuraba evitar los barcos de la Real Armada, prefiriendo la marina mercante, la pesca e incluso (igual también les suena esto) las marinas extranjeras. Lo que pasa es que, como ocurre siempre, en todo momento hubo gente con patriotismo y con agallas; y, pese a que la Administración era desastrosa y corrupta hasta echar la pota, algunos marinos notables y algunas heroicas tripulaciones protagonizaron hechos magníficos en el mar y en la tierra, sobándoles el morro a los ingleses en muchas ocasiones. Lo que, considerando el paisanaje, la bandera bajo la que servían y el poco agradecimiento de sus compatriotas, tiene doble mérito. El férreo Blas de Lezo le dio por saco al comodoro Vernon en Cartagena, Velasco se batió como un tigre en la Habana, Gálvez -héroe en Estados Unidos, desconocido en España- se inmortalizó en la toma de Pensacola, y navíos como el Glorioso supieron hacérselo pagar muy caro a los ingleses antes de arriar bandera. Hasta el gran Horacio Nelson (detalle que los historiadores británicos callan pudorosamente), se quedó manco cuando quiso tomar Tenerife por la cara, y los de allí, que aún no estaban acostumbrados al turismo, le dieron las suyas y las del pulpo. [Continuará]
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Una historia de España (XXVIII)
Y allí estábamos, tocotoc, tocotoc, a caballo entre los siglos XVI y XVII, entre Felipe II y su hijo Felipe III, entre la España aún poderosa y temida, que con mérito propio y echándole huevos había llegado a ser dueña del mundo, y la España que, antes incluso de conseguir la plena unidad política como nación o conjunto de naciones -fueros y diversidad causaban desajustes que la monarquía de los Austrias fue incapaz de resolver con inteligencia-, era ya un cadáver desangrado por las guerras exteriores. La paradoja es que, en vez de alentar industria y riqueza, el oro y la plata americanos nos hicieron -a ver si les suena- fanfarrones, perezosos e improductivos; o sea, soldados, frailes y pícaros antes que trabajadores, sin que a cambio creásemos en el Nuevo Mundo, como hicieron los anglosajones en el norte, un sistema social y económico estable, moderno, con vistas al futuro. Aquel chorro de dinero nos lo gastamos, como de costumbre, en coca y putas. O lo que equivalga. La gente joven se alistaba en los tercios a fin de comer y correr mundo, o procuraba irse a América; y quienes se quedaban, trampeaban cuanto podían. Intelectualmente aletargados desde el nefasto concilio de Trento, cerradas las ventanas y ahogados en agua bendita, con las universidades debatiendo sobre la virginidad de María o sobre si el infierno era líquido o sólido en vez de sobre ciencia y progreso, a los españoles de ambas orillas nos estrangulaban la burocracia y el fisco infame que, para alimentar esa máquina insaciable, dejaban libre de impuestos al noble y al eclesiástico pero se cebaban en el campesino humilde, el indio analfabeto, el trabajador modesto, el artesano, el comerciante; en aquellos que creaban prosperidad y riqueza mientras otros se rascaban el cimbel paseando con espada al cinto, dándose aires con el pretexto de que su tatarabuelo había estado en Covadonga, en las Navas de Tolosa o en Otumba. Y así, el trabajo y la honradez adquirieron mala imagen. Cualquier tiñalpa pretendía vivir del cuento porque se decía hidalgo, para todo honor o beneficio había que probar no tener sangre mora o judía ni haber currado nunca, y España entera se alquilaba y vendía en plan furcia, sin más Justicia -a ver si esto les suena también- que la que podías comprar con favores o dinero. De ese modo, al socaire de un sistema corrupto alentado desde el trono mismo, la golfería nacional, el oportunismo, la desvergüenza, se convirtieron en señas de identidad; hasta el punto de que fue el pícaro, y no el hombre valiente, digno u honrado, quien acabó como protagonista de la literatura de entonces, modelo a leer y a imitar, dando nombre al más brillante género literario español de todos los tiempos: la picaresca. Lázaro de Tormes, Celestina, el buscón Pablos, Guzmán de Alfarache, Marcos de Obregón, fueron nuestras principales encarnaduras literarias; y es revelador que el único héroe cuyo noble corazón voló por encima de todos ellos resultara ser un hidalgo apaleado y loco. Sin embargo, precisamente en materia de letras, los españoles dimos entonces nuestros mejores frutos. Nunca hubo otra nación, si exceptuamos la Francia ilustrada del siglo XVIII, con semejante concentración de escritores, prosistas y poetas inmensos. De talento y de gloria. Aquella España contradictoria alumbró obras soberbias en novela, teatro y poesía a ambos lados del Atlántico: Góngora, Sor Juana, Alarcón, Tirso de Molina, Calderón, Lope, Quevedo, Cervantes y el resto de la peña. Contemporáneos todos, o casi. Viviendo a veces en el mismo barrio, cruzándose en los portales, las tiendas y las tabernas. Hola, Lope; adiós, Cervantes; qué tal le va, Quevedo. Imaginen lo que fue aquello. Asombra la cantidad de grandes autores que en ese tiempo vivieron, escribieron, y también -inevitablemente españoles, todos- se envidiaron y odiaron con saña inaudita, dedicándose sátiras vitriólicas o denunciándose a la Inquisición mientras, cada uno a su aire, construían el monumento inmenso de una lengua que ahora hablan 500 millones de personas. Calculen lo que habría ocurrido si esos geniales hijos de puta hubiesen escrito en inglés o en gabacho: serían hoy clásicos universales, y sus huellas se conservarían como monumentos nacionales. Pero ya saben ustedes de qué va esto: cómo somos, cómo nos han hecho y cómo nos gusta ser. Para confirmarlo, basta visitar el barrio de las Letras de Madrid, donde en pocos metros vivieron Lope, Calderón, Quevedo, Góngora y Cervantes, entre otros. Busquen allí monumentos, placas, museos, librerías, bibliotecas. Y lo peor, oigan, es que ni vergüenza nos da.
[Continuará].
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Una historia de España (XXIX)
Pues ahí estábamos, ahora con Felipe III. Y de momento, la inmensa máquina militar y diplomática española seguía teniendo al mundo agarrado por las pelotas, había pocas guerras -se firmó una tregua con las provincias rebeldes de Holanda-, y el dinero fácil de América seguía dándonos cuartelillo. El problema era ese mismo oro: llegaba y se iba con idéntica rapidez, a la española, sin cuajar en riqueza real ni futura. Inventar cosas, crear industrias avanzadas, investigar modernidades, traía problemas con la Inquisición (lo escribió Cervantes: «llevan a los hombres al brasero / y a las mujeres a la casa llana»). Así que, como había viruta fresca, todo se compraba fuera. La monarquía, fiando en las flotas de América, se entrampaba con banqueros genoveses que nos sacaban el tuétano. Ingleses, franceses y holandeses, enemigos como eran, nos vendían todo aquello que éramos incapaces de fabricar aquí, llevándose lo que los indios esclavizados en América sacaban de las minas y nuestros galeones traían esquivando temporales y piratas cabroncetes. Pero ni siquiera eso beneficiaba a todos, pues el comercio americano era monopolizado por Castilla a través de Sevilla, y el resto de España no se comía una paraguaya. Por otra parte, a Felipe III le iban la marcha y el derroche: era muy de fiestas, saraos y regalos espléndidos. Además, la diplomacia española funcionaba a base de sobornar a todo cristo, desde ministros extranjeros hasta el papa de Roma. Eso movía un tinglado enorme de dinero negro, inmenso fondo de reptiles donde los más listos -nada nuevo hay bajo el sol- no vacilaron en forrarse. Uno de ellos fue el duque de Lerma, valido del rey, tan incompetente y trincón que luego, al jubilarse, se hizo cura -cardenal, claro, no cura de infantería- para evitar que lo juzgaran y ahorcaran por sinvergüenza. Ese pavo, con la aprobación del monarca, instauró un sistema de corrupción general que marcó estilo para los siglos siguientes. Baste un ejemplo: la corte de Felipe III se trasladó dos veces, de Madrid a Valladolid y de vuelta a Madrid, según los sobornos que Lerma recibió de los comerciantes locales, que pretendían dar lustre a sus respectivas ciudades. Para hacernos idea del paisaje vale un detallito económico: en un país lleno de nobles, hidalgos, monjas y frailes improductivos, donde al que de verdad trabajaba -lo mismo esto les suena- lo molían a impuestos, Hacienda ingresaba la ridícula cantidad de diez millones de ducados anuales; pero la mitad de esa suma era para mantener el ejército de Flandes, mientras la deuda del Estado con banqueros y proveedores guiris alcanzaba la cifra escalofriante de setenta millones de mortadelos. Aquello era inviable, como al cabo lo fue. Pero como en eso de darnos tiros en el propio pie los españoles nunca tenemos bastante, aún faltaba la guinda que rematara el pastel: la expulsión de los moriscos. Después de la caída de Granada, los moros vencidos se habían ido a las Alpujarras, donde se les prometió respetar su religión y costumbres. Pero ya se lo pueden ustedes imaginar: al final se impuso bautizo y tocino por las bravas, bajo supervisión de los párrocos locales. Poco a poco les apretaron las tuercas, y como buena parte conservaba en secreto su antigua fe mahometana, la Inquisición acabó entrando a saco. Desesperados, los moriscos se sublevaron en 1568, en una nueva y cruel guerra civil hispánica donde corrió sangre a chorros, y en la que (pese al apoyo de los turcos, e incluso de Francia) los rebeldes y los que pasaban por allí, como suele ocurrir, se llevaron las del pulpo. Siguió una dispersión de la peña morisca; que, siempre zaherida desde los púlpitos, nunca llegó a integrarse del todo en la sociedad cristiana dominante. Sin embargo, como eran magníficos agricultores, hábiles artesanos, gente laboriosa, imaginativa y frugal, crearon riqueza donde fueron. Eso, claro, los hizo envidiados y odiados por el pueblo bajo. De qué van estos currantes moromierdas, decían. Y al fin, con el pretexto -justificado en zonas costeras- de su connivencia con los piratas berberiscos, Felipe III decretó la expulsión. En 1609, con una orden inscrita por mérito propio en nuestros abultados anales de la infamia, se los embarcó rumbo a África, vejados y saqueados por el camino. Con la pérdida de esa importante fuerza productiva, el desastre económico fue demoledor, sobre todo en Aragón y Levante. El daño duró siglos, y en algunos casos no se reparó jamás. Pero ojo. Gracias a eso, en mi libro escolar de Historia de España (nihil obstat de Vicente Tena, canónigo) pude leer en 1961: «Fue incomparablemente mayor el bien que se proporcionó a la paz y a la religión».
[Continuará].
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Una historia de España (XXX)
Con Felipe IV, que nos salió singular combinación de putero y meapilas, España vivió una larga temporada de las rentas, o de la inercia de los viejos tiempos afortunados. Y eso, aunque al cabo terminó como el rosario de la aurora, iba a darnos cuartel para casi todo el siglo XVII. El prestigio no llena el estómago -y los españoles cada vez teníamos más necesidad de llenarlo-, pero es cierto que, visto de lejos, todavía parecía temible y era respetado el viejo león hispano, ignorante el mundo de que el maltrecho felino tenía úlcera de estómago y cariadas las muelas. Siguiendo la cómoda costumbre de su padre, Felipe IV (que pasaba el tiempo entre actrices de teatro y misa diaria, alternando el catre con el confesionario) delegó el poder en manos de un valido, el conde duque de Olivares; que esta vez sí era un ministro con ideas e inteligencia, aunque la tarea de gobernar aquel inmenso putiferio le viniese grande, como a cualquiera. Olivares, que aunque cabezota y soberbio era un tío listo y aplicado, currante como se vieron pocos, quiso levantar el negocio, reformar España y convertirla en un Estado moderno a la manera de entonces: lo que se llevaba e iba a llevar durante un par de siglos, y lo que hizo fuertes a las potencias que a continuación rigieron el mundo. O sea, una administración centralizada, poderosa y eficaz, y una implicación -de buen grado o del ronzal- de todos los súbditos en las tareas comunes, que eran unas cuantas. La pega es que, ya desde los fenicios y pasando por los reyes medievales y los moros de la morería (como hemos visto en los veintinueve anteriores capítulos de este eterno día de la marmota), España funcionaba de otra manera. Aquí el café tenía que ser para todos, lógicamente, pero también, al mismo tiempo, solo, cortado, con leche, largo, descafeinado, americano, asiático, con un chorrito de Magno y para mí una menta poleo. Café a la taifa, resumiendo. Hasta el duque de Medina Sidonia, en Andalucía, jugó a conspirar en plan independencia. Y así, claro. Ni Olivares ni Dios bendito. La cosa se puso de manifiesto a cada tecla que tocaba. Por otra parte, conseguir que una sociedad de hidalgos o que pretendía serlo, donde -en palabras de Quevedo o uno de ésos- hasta los zapateros y los sastres presumían de cristianos viejos y paseaban con espada, se pusiera a trabajar en la agricultura, en la ganadería, en el comercio, en las mismas actividades que estaban ya enriqueciendo a los estados más modernos de Europa, era pedir peras al olmo, honradez a un escribano o caridad a un inquisidor. Tampoco tuvo más suerte el amigo Olivares con la reforma financiera. Castilla -sus nobles y clases altas, más bien- era la que se beneficiaba de América, pero también la que pagaba el pato, en hombres y dinero, de todos los impuestos y todas las guerras. El conde duque quiso implicar a otros territorios de la Corona, ofreciéndoles entrar más de lleno en el asunto a cambio de beneficios y chanchullos; pero le dijeron que verdes las habían segado, que los fueros eran intocables, que allí madre patria no había más que una, la de ellos, y que a ti, Olivares, te encontré en la calle. Castilla siguió comiéndose el marrón para lo bueno y lo malo, y los otros siguieron enrocados en lo suyo, incluidas sus sardanas, paellas, joticas aragonesas y tal. Consciente de con quién se jugaba los cuartos y el pescuezo, Olivares no quiso apretar más de lo que era normal en aquellos tiempos, y en vez de partir unos cuantos espinazos y unificar sistemas por las bravas, como hicieron en otros países (la Francia de Richelieu estaba en pleno ascenso, propiciando la de Luis XIV), lo cogió con pinzas. Aun así, como en Europa había estallado la Guerra de los Treinta Años, y España, arrastrada por sus primos del imperio austríaco -que luego nos dejaron tirados-, se había dejado liar en ella, Olivares pretendió que las cortes catalanas, aragonesas y valencianas votaran un subsidio extraordinario para la cosa militar. Los dos últimos se dejaron convencer tras muchos dimes y diretes, pero los catalanes dijeron que res de res, que una cebolla como una olla, y que ni un puto duro daban para guerras ni para paces. Castilla nos roba y tal. Para más Inri, acabada la tregua con los holandeses, había vuelto a reanudarse la guerra en Flandes. Hacían falta tercios y pasta. Así que, al fin, a Olivares se le ocurrió un truco sucio para implicar a Cataluña: atacar a los franceses por los Pirineos catalanes. Pero le salió el cochino mal capado, porque las tropas reales y los payeses se llevaron fatal -a nadie le gusta que le roben el ganado y le soben a la Montse-, y aquello acabó a hostias. Que les contaré, supongo, en el próximo capítulo.
[Continuará]
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Re: HISTORIA DE AQUÍ, POR CAPÍTULOS
Una historia de España (XXXI)
Entonces, casi a mitad del siglo XVII y todavía con Felipe IV, empezó la cuesta abajo, como en el tango. Y lo hizo, para variar, con otra guerra civil, la de Cataluña. Y el caso es que todo había empezado bien para España, con la guerra contra Francia yéndonos de maravilla y los tercios del cardenal infante, que atacaban desde Flandes, dándoles a los gabachos la enésima mano de hostias; de manera que las tropas españolas -detalle que ahora se recuerda poco- llegaron casi hasta París, demostrando lo que los alemanes probarían tres o cuatro veces más: que las carreteras francesas están llenas de árboles para que los enemigos puedan invadir Francia a la sombra. El problema es que mientras por arriba eso iba bien, abajo iba fatal. Los excesos de los soldados -en parte, catalanes- al vivir sobre el terreno, la poca gana de contribuir a la cosa bélica, y sobre todo la mucha torpeza con que el ministro Olivares, demasiado moderno para su tiempo -faltaba siglo y medio para esos métodos-, se condujo ante los privilegios y fueros locales, acabaron liándola. Hubo disturbios, insurrecciones y desplantes que España, en plena guerra de los Treinta Años, no se podía permitir. La represión engendró más insurrección; y en 1640, un motín de campesinos prendió la chispa en Barcelona, donde el virrey fue asesinado. Olivares, eligiendo la línea dura, de palo y tentetieso, se lo puso fácil a los caballeros Tamarit, a los canónigos Claris -aquí siempre tenemos un canónigo en todas las salsas- y a los extremistas de corazón o de billetera que ya entonces, con cuentas en Andorra o sin ellas, se envolvían en hechos diferenciales y demás parafernalia. Así que hubo insurrección general, y media Cataluña se perdió para España durante doce años de guerra cruel: un ejército real exasperado y en retirada, al principio, y un ejército rebelde que masacraba cuanto olía a español, de la otra, mientras pagaban el pato los de en medio, que eran la mayoría, como siempre. Que España estuviera empeñada en la guerra europea dio cuartel a los insurgentes; pero cuando vino el contraataque y los tercios empezaron a repartir estiba en Cataluña, el gobierno rebelde se olvidó de la independencia, o la aplazó un rato largo, y sin ningún complejo se puso bajo protección del rey de Francia, se declaró súbdito suyo (tengo un libro editado en Barcelona y dedicado a Su Cristianísima Majestad el Rey de Francia, que te partes el eje), y al fin, con menos complejos todavía, lo proclamó conde de Barcelona -que era el máximo título posible, porque reyes allí sólo los había habido del reino de Aragón-. Cambiando, con notable ojo clínico, una monarquía española relativamente absoluta por la monarquía de Luis XIV: la más dura y centralista que estaba naciendo en Europa (como prueba del algodón, comparen hoy, cuatro siglos después, el grado de autonomía de la Cataluña española con el de la Cataluña francesa). Pero a los nuevos súbditos del rey francés les salió el tiro por la culata, porque el ejército libertador que vino a defender a sus nuevos compatriotas resultó ser todavía más desalmado que los ocupantes españoles. Eso sí, gracias a ese patinazo, Cataluña, y por consecuencia España, perdieron para siempre el Rosellón -que es hoy la Cataluña gabacha-, y el esfuerzo militar español en Europa, en mitad de una guerra contra todos donde se lo jugaba todo, se vio minado desde la retaguardia. Francia, que aspiraba a sucedernos en la hegemonía mundial, se benefició cuanto pudo, pues España tenía que batirse en varios frentes: Portugal se sublevaba, los ingleses seguían acosándonos en América, y el hijo de puta de Cromwell quería convertir México en colonia británica. Por suerte, la paz de Westfalia liquidó la guerra de los Treinta Años, dejando a España y Francia enfrentadas. Así que al fin se pudo concentrar la leña. Resuelto a acabar con la úlcera, Juan José de Austria, hermano de Felipe IV, empezó la reconquista a sangre y fuego a partir del españolismo abrumador -la cita es de un historiador, no mía- de la provincia de Lérida. Las atrocidades y abusos franceses tenían a los catalanes hartos de su nuevo monarca; así que al final resultó que antiespañol, lo que se dice antiespañol, en Cataluña no había nadie; como suele ocurrir. Barcelona capituló, y a las tropas vencedoras las recibieron allí como libertadoras de la opresión francesa, más o menos como en 1939 acogieron (véanse fotos) a las tropas franquistas. Tales son las carcajadas de la Historia. La burguesía local volvió a abrir las tiendas, se mantuvieron los fueros locales, y pelillos a la mar. Cataluña estaba en el redil para otro medio siglo.
[Continuará].
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Una historia de España (XXXII)
Y así, tacita a tacita, fue llegando el día en que el imperio de los Austrias, o más bien la hegemonía española en el mundo, el pisar fuerte y ganar todas las finales de liga, se fueron por la alcantarilla. Siglo y medio, más o menos. Demasiado había durado el asunto, si echamos cuentas, para tanta incompetencia, tanto gobernante mediocre, tanta gente -curas, monjas, frailes, nobles, hidalgos- que no trabajaba, tanta vileza interior y tanta metida de gamba. Lo de «muchos reinos pero una sola ley» era imposible de tragar, a tales alturas, por unos poderes periféricos acostumbrados durante más de un siglo a conservar sus fueros y privilegios intactos (lo mismo les suena a ustedes por familiar la situación). Así que la proyectada conversión de este putiferio marmotil en una nación unificada y solidaria se fue del todo al carajo. Estaba claro que aquella España no tenía arreglo, y que la futura, por ese camino, resultaba imposible. Felipe IV le dijo al conde duque de Olivares que se jubilara y se fuera a hacer rimas a Parla, y el intento de transformarnos en un estado moderno, económica, política y militarmente, fuerte y centralizado -justo lo que estaba haciendo Richelieu en Francia, para convertirla en nuevo árbitro de Europa-, acabó como el rosario de la aurora. En guerra con media Europa y vista con recelo por la otra media, desangrada por la guerra de los Treinta años, la guerra con Holanda y la guerra de Cataluña, a España le acabaron saliendo goteras por todas partes: sublevación de Nápoles, conspiraciones separatistas del duque de Medina Sidonia en Andalucía, del duque de Híjar en Aragón y de Miguel Itúrbide en Navarra. Y como mazazo final, la guerra y separación de Portugal, que, alentada por Francia, Inglaterra y Holanda (a ninguno de ellos interesaba que la Península volviera a unificarse), nos abrió otra brecha en la retaguardia. Literalmente hasta el gorro del desastre español, marginados, cosidos a impuestos, desatendidos en sus derechos y pagando también el pato en sus posesiones ultramarinas acosadas por los piratas enemigos de España, con un imperio colonial propio que en teoría les daba recursos para rato, en 1640 los portugueses decidieron recobrar la independencia después de sesenta años bajo el trono español. Que os vayan dando, dijeron. Así que proclamaron rey a Juan IV, antes duque de Braganza, y empezó una guerra larga, veintiocho años nada menos, que acabó de capar al gorrino. Al principio, tras hacer una buena montería general de españoles y españófilos -al secretario de Estado Vasconcelos lo tiraron por una ventana-, la guerra consistió en una larga sucesión de devastaciones locales, escaramuzas e incursiones, aprovechando que España, ocupada en todos los otros frentes, no podía destinar demasiadas tropas a Portugal. Fue una etapa de guerra menor pero cruel, llena de odio como las que se dan entre vecinos, con correrías, robos y asesinatos por todas partes, donde los campesinos, cual suele ocurrir, especialmente en la frontera y en Extremadura, sufrieron lo que no está escrito. Y que, abordada con extrema incompetencia por parte española, acabó con una serie de derrotas para las armas hispanas, que se comieron una sucesiva y espectacular serie de hostias en las batallas de Montijo, Elvas, Évora, Salgadela y Montes Claros. Que se dice pronto. Con lo que en 1668, tras firmar el tratado de Lisboa, Portugal volvió a ser independiente, ganándoselo a pulso. De todo su imperio sólo nos quedó Ceuta, que ahí sigue. Mientras tanto, a las armas españolas las cosas les habían seguido yendo fatal en la guerra europea; que al final, transacciones, claudicaciones y pérdidas aparte, quedó en lucha a cara de perro con la pujante Francia del jovencito Luis XIV. La ruta militar, el famoso Camino Español que por Génova, Milán y Suiza permitía enviar tropas a Flandes, se había mantenido con mucho sacrificio, y los tercios de infantería española, apoyados por soldados italianos y flamencos católicos, combatían a la desesperada en varios frentes distintos, yéndosenos ahí todo el dinero y la sangre. Al fin se dio una batalla, ganada por Francia, que aunque no tuvo la trascendencia que se dijo -después hubo otras victorias y derrotas-, quedaría como símbolo del ocaso español. Fue la batalla de Rocroi, donde nuestros veteranos tercios viejos, que durante siglo y medio habían hecho temblar a Europa, se dejaron destrozar silenciosos e impávidos en sus formaciones, en el campo de batalla. Fieles a su leyenda. Y fue de ese modo cuando, tras haber sido dueños de medio mundo -aún retuvimos un buen trozo durante dos siglos y pico más-, en Flandes se nos puso el sol.
[Continuará].
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Una historia de España (XXXIII)
Y llegó Carlos II. Dicho en corto, España por el puto suelo. Nunca, hasta su tatarabuelo Carlos V, país ninguno -quizá a excepción de Roma- había llegado tan alto, ni nunca, hasta el mísero Carlitos, tan bajo. La monarquía de dos hemisferios, en vez de un conjunto de reinos hispanos armónico, próspero y bien gobernado, era la descojonación de Espronceda: una Castilla agotada, una periferia que se apañaba a su aire y unas posesiones ultramarinas que a todos aquí importaban un pito excepto para la llegada periódica del oro y la plata con la que iba tirando quien podía tirar. Aun así, la crisis económica hizo que se construyeran menos barcos, el poderío naval se redujo mucho, y las comunicaciones americanas estaban machacadas por los piratas ingleses, franceses y holandeses. Ahora España ya no declaraba guerras, sino que se las declaraban a ella. En tierra, fuera de lo ultramarino, la península Ibérica -ya sin Portugal, por supuesto-, las posesiones de Italia, la actual Bélgica y algún detallito más, lo habíamos perdido casi todo. Tampoco es que España desapareciera del concierto internacional, claro; pero ante unas potencias europeas que habían alcanzado su pleno desarrollo, o estaban en ello, con gobiernos centralizados y fuertes, el viejo y cansado imperio hispánico se convirtió en potencia de segunda y hasta de tercera categoría. Pero es que tampoco había con qué: tres epidemias en un siglo, las guerras y el hambre habían reducido la población en millón y medio de almas, los daños causados por la expulsión de trescientos mil moriscos se notaban más que nunca, y media España procuraba hacerse fraile o monja para no dar golpe y comer caliente. Porque la Iglesia Católica era la única fuerza que no había mermado aquí, sino al contrario. Su peso en la vida diaria era enorme, todavía churruscaba herejes de vez en cuando, el rey Carlitos dormía con un confesor y dos curas en la alcoba para que lo protegieran del diablo, y el amago de auge intelectual que se registró más o menos hacia 1680 fue asfixiado por las mismas manos que cada noche rociaban de agua bendita y latines el lecho del monarca, a ver si por fin se animaba a procurarse descendencia. Porque el gran asunto que ocupó a los españoles de finales del XVII no fue que todo se fuera al carajo, como se iba, sino si la reina -las reinas, pues con Carlos II hubo dos- paría o no paría. El rey era enclenque, enfermizo y estaba medio majara, lo que no es de extrañar si consideramos que era hijo de tío y sobrina, y que cinco de sus ocho bisabuelos procedían por línea directa de Juana la Loca. Así que imagínense el cuadro clínico. Además, era feo que te rilas. Aun así, como era rey y era todo lo que teníamos, le buscaron legítima. La primera fue la gabacha María Luisa de Orleáns, que murió joven y sin parir, posiblemente de asco y aburrimiento al cincuenta por ciento. La segunda fue la alemana Mariana de Neoburgo, reclutada en una familia de mujeres fértiles como conejas, a la que mi compadre Juan Eslava Galán, con su habitual finura psicológica, definió magistralmente como: «Ambiciosa, calculadora, altanera, desabrida e insatisfecha sexual, que hoy hubiera sido la gobernanta ideal de un local sado-maso». Nada queda por añadir a tan perfecta definición, excepto que la tudesca, pese a sus esfuerzos -espanto da imaginárselos- tampoco se quedó preñada, pese a tener a un jesuita por favorito y consejero, y Carlos II se fue muriendo sin vástago. España, como dijimos, era ya potencia secundaria, pero aún tenía peso, y lo de América prometía futuro si caía en buenas manos, como demostraban los ingleses en las colonias del norte, a la anglosajona, no dejando indio vivo y montando tinglados muy productivos. Así que los últimos años del piltrafilla Carlos se vieron amenizados por intrigas y conspiraciones de todas clases, protagonizadas por la reina y sus acólitos, por la Iglesia -siempre dispuesta a mojar bizcocho en el chocolate-, por los embajadores francés y austríaco, que aspiraban a suministrar nuevo monarca, y por la corrupta clase dirigente hispana, que se pasó el reinado de Carlos II trincando cuanto podía y dejándose sobornar, encantada de la vida, por unos y otros. Y así, en noviembre de 1700, último año de un siglo que los españoles habíamos empezado como amos del universo, como si aquello fuera una copla de Jorge Manrique -aquel famoso cantante de Operación Triunfo-, el último de los Austrias bajó a la tumba fría, el trono quedó vacante y España se vio de nuevo, para no perder la costumbre, en vísperas de otra bonita guerra civil. Que ya nos la estaba pidiendo el cuerpo.
[Continuará].
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Una historia de España (XXXIV)
Murió Carlos II en 1700, como contábamos, y se lió otra. Antes de palmar sin hijos, con todo cristo comiéndole la oreja sobre a quién dejar el trono, si a los borbones de Francia o a los Austrias del otro sitio, firmó que se lo dejaba a los borbones y estiró la pata. El agraciado al que le tocó el trono de España -es una forma de decirlo, porque menudo regalo tuvo la criatura- fue un chico llamado Felipe V, nieto de Luis XIV, que vino de mala gana porque se olía el marrón que le iban a colocar. Por su parte, el candidato rechazado, que era el archiduque Carlos, se lo tomó fatal; y aun peor su familia, los reyes de Austria. Inglaterra no había entrado en el sorteo; pero, fiel a su eterna política de no consentir una potencia poderosa ni un buen gobierno en Europa -para eso se metieron luego en la UE, para reventarla desde dentro-, se alió con Austria para impedir que Francia, con España y la América hispana como pariente y aliada, se volviera demasiado fuerte. Así empezó la Guerra de Sucesión, que duró doce años y al final fue una guerra europea de órdago, pues la peña tomó partido por unos o por otros; y aunque todos mojaron en la salsa, al final, como de costumbre, la factura la pagamos nosotros: austríacos, ingleses y holandeses se lanzaron como buitres a ver qué podían rapiñar, invadieron nuestras posesiones en Italia, saquearon las costas andaluzas, atacaron las flotas de América y desembarcaron en Lisboa para conquistar la Península y poner en el trono al chaval austríaco. La escabechina fue larga, costosa y cruel, pues en gran parte se libró en suelo español, y además la gente se dividió aquí en cuanto a lealtades, como suele ocurrir, según el lado en el que tenían o creían tener la billetera. Castilla, Navarra y el País Vasco se apuntaron al bando francés de Felipe V, mientras que Valencia y el reino de Aragón, que incluía a Cataluña, se pronunciaron por el archiduque austríaco. Las tropas austracistas llegaron a ocupar Barcelona y Madrid, y hubo unas cuantas batallas como las de Almansa, Brihuega y Villaviciosa. Al final, la España borbónica y su aliada Francia ganaron la guerra; pero éramos ya tal piltrafa militar y diplomática que hasta los vencidos ganaron más que nosotros, y la victoria de Felipe V nos costó un huevo de la cara. Con la paz de Utrech, todos se beneficiaron menos el interesado. Francia mantuvo su influencia mundial, pero España perdió todas las posesiones europeas que le quedaban: Bélgica, Luxemburgo, Cerdeña, Nápoles y Milán; y de postre, Gibraltar y Menorca, retenidas por los ingleses como bases navales para su escuadra del Mediterráneo. Y además nos quedaron graves flecos internos, resumibles en la cuestión catalana. Durante la guerra, los de allí se habían declarado a favor del archiduque Carlos, entre otras cosas porque la invasión francesa de medio siglo atrás, cuando la guerra de Cataluña bajo Felipe IV, había hecho aborrecibles a los libertadores gabachos, y ya se sabía de sobra por dónde se pasaba Luis XIV los fueros catalanes y los otros. Y ahora, encima, decidido a convertir esta ancestral casa de putas en una monarquía moderna y centralizada, Felipe V había decretado eso de: «He juzgado conveniente (por mi deseo de reducir todos mis reinos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, usos, costumbres y tribunales, gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla), abolir y derogar enteramente todos los fueros». Así que lo que al principio fue una toma de postura catalana entre rey Borbón o rey austríaco, apostando -que ya es mala suerte- por el perdedor, acabó siendo una guerra civil local, otra para nuestro nutrido archivo de imbecilidades domésticas, cuando Aragón volvió a la obediencia nacional y toda España reconoció a Felipe V, excepto Cataluña y Baleares. Confiando en una ayuda inglesa que no llegó -al contrario, sus antiguos aliados contribuían ahora al bloqueo por mar de la ciudad- Barcelona, abandonada por todos, bombardeada, se enrocó en una defensa heroica y sentimental. Perdió, claro. Ahora hace justo trescientos de aquello. Y cuando uno pierde, toca fastidiarse: Felipe V, como castigo, quitó a los catalanes todos los fueros y privilegios -los conservaron, por su lealtad al borbón, vascos y navarros-, que no se recobrarían hasta la Segunda República. Sin embargo, envidiablemente fieles a sí mismos, al día siguiente de la derrota los vencidos ya estaban trabajando de nuevo, iniciándose (gracias al decreto que anulaba los fueros pero proveía otras ventajas, como la de comerciar con América), tres siglos de pujanza económica, en los que se afirmó la Cataluña laboriosa y próspera que hoy conocemos.
[Continuará].
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Una historia de España (XXXV)
Con Felipe V, el primer Borbón, tampoco es que nos tocara una joya. Acabó medio majareta, abdicó en su hijo Luis I, que nos salió golfo y putero pero por suerte murió pronto, a los 18 años, y Felipe V volvió a reinar de modo más bien nominal, pues la que se hizo cargo del cotarro fue su esposa, la reina Isabel de Farnesio, que gobernó a su aire, apoyada en dos favoritos que fueron, sucesivamente, el cardenal Alberoni y el barón de Riperdá. Todo podía haberse ido otra vez con mucha facilidad al carajo, pero esta vez hubo suerte porque los tiempos habían cambiado. Europa se movía despacio hacia la razón y el futuro, y la puerta que la nueva dinastía había abierto con Francia dejó entrar cosas interesantes. Como decía mi libro de texto de segundo de Bachillerato (1950, nihil obstat del censor, canónigo don Vicente Tena), «el extranjerismo y las malsanas doctrinas se infiltraron en nuestra patria». Lo cierto es que no se infiltraron todo lo que debían, que ojalá hubiera sido más; pero algo hubo, y no fue poco. La resistencia de los sectores más cerriles de la Iglesia y la aristocracia española no podía poner diques eternos al curso de la Historia. Había nuevas ideas galopando por Europa, así como hombres ilustrados, perspicaces e inteligentes, más interesados en estudiar los Principia Matematica de Newton que en discutir si el Purgatorio era sólido, líquido o gaseoso: gente que pretendía utilizar las ciencias y el progreso para modernizar, al fin, este oscuro patio de Monipodio situado al sur de los Pirineos. Poco a poco, eso fue creando el ambiente adecuado para un cierto progreso, que a medida que avanzó el siglo se hizo patente. Durante los dos reinados de Felipe V, vinculado a Francia por los pactos de familia, España se vio envuelta en varios conflictos europeos de los que no sacó, como era de esperar, sino los pies fríos y la cabeza caliente; pero en el interior las cosas acabaron mejorando mucho, o empezaron a hacerlo, en aquella primera mitad del siglo XVIII donde por primera vez en España se separaron religión y justicia, y se diferenció entre pecado y delito. O al menos, se intentó. Fue llegando así al poder una interesante sucesión de funcionarios, ministros y hasta militares ilustrados, que leían libros, que estudiaban ciencias, que escuchaban más a los hombres sabios y a los filósofos que a los confesores, y se preocupaban más por la salvación del hombre en este mundo que en el otro. Y aquel país reducido a seis millones de habitantes, con una quinta parte de mendigos y otra de frailes, monjas, hidalgos, rentistas y holgazanes, la hacienda en bancarrota y el prestigio internacional por los suelos, empezó despacio a levantar la cabeza. La cosa se afianzó más a partir de 1746 con el nuevo rey, Fernando VI, hijo de Felipe, que dijo nones a las guerras y siguió con la costumbre de nombrar ministros competentes, gente capaz, ilustrada, con ganas de trabajar y visión de futuro, que pese a las contradicciones y vaivenes del poder y la política hizo de nuestro siglo XVIII, posiblemente, el más esperanzador de la dolorosa historia de España. En aquella primera media centuria se favorecieron las ciencias y las artes, se creó una marina moderna y competente, y bajo protección real y estatal -tome nota, mísero señor Rajoy- se fundaron las academias de la Lengua, de la Historia, de Medicina y la Biblioteca Nacional. Por ahí nos fueron llegando funcionarios eficaces y ministros brillantes como Patiño o el marqués de la Ensenada. Este último, por cierto, resultó un fuera de serie: fulano culto, competente, activo, prototipo del ministro ilustrado, que mantuvo contacto con los más destacados científicos y filósofos europeos, fomentó la agricultura nacional, abrió canales de riego, perfeccionó los transportes y comunicaciones, restauró la Real Armada y protegió cuanto tenía que ver con las artes y las ciencias: uno de esos grandes hombres, resumiendo, con los que España y los españoles tenemos una deuda inmensa y del que, por supuesto, para no faltar a la costumbre, ningún escolar español conoce hoy el nombre. Pero todos esos avances y modernidades, por supuesto, no se llevaron a cabo sin resistencia. Dos elementos, uno interior y otro exterior, se opusieron encarnizadamente a que la España del progreso y el futuro levantara la cabeza. Uno, exterior, fue Inglaterra: el peor y más vil enemigo que tuvimos durante todo el siglo XVIII. El otro, interior y no menos activo en vileza y maneras, fue el sector más extremo y reaccionario de la Iglesia católica, que veía la Ilustración como feudo de Satanás. Pero eso lo contaremos en el próximo capítulo.
[Continuará].
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Una historia de España (XXXVI)
Estábamos allí, en pleno siglo XVIII, con Fernando VI y de camino a Carlos III, en un contexto europeo de ilustración y modernidad, mientras España sacaba poco a poco la cabeza del agujero, se creaban sociedades económicas de amigos del país y la ciencia, la cultura y el progreso se ponían de moda. Esto del progreso, sin embargo, tropezaba con los sectores ultraconservadores de la iglesia católica, que no estaba dispuesta a soltar el mango de la sartén con la que nos había rehogado en agua bendita durante siglos. Así que, desde púlpitos y confesonarios, los sectores radicales de la institución procuraban desacreditar la impía modernidad reservándole todas las penas del infierno. Por suerte, entre la propia clase eclesiástica había gente docta y leída, con ideas avanzadas, novatores que compensaban el asunto. Y esto cambiaba poco a poco. El problema era que la ciencia, el nuevo Dios del siglo, le desmontaba a la religión no pocos palos del sombrajo, y teólogos e inquisidores, reacios a perder su influencia, seguían defendiéndose como gatos panza arriba. Así, mientras en otros países como Inglaterra y Francia los hombres de ciencia gozaban de atención y respeto, aquí no se atrevían a levantar la voz ni meterse en honduras, pues la Inquisición podía caerles encima si pretendían basarse en la experiencia científica antes que en los dogmas de fe. Esto acabó imponiendo a los doctos un silencio prudente, en plan mejor no complicarse la vida, colega, dándose incluso la aberración de que, por ejemplo, Jorge Juan y Ulloa, los dos marinos científicos más brillantes de su tiempo, a la vuelta de medir el grado del meridiano en América tuvieron que autocensurarse en algunas conclusiones para no contradecir a los teólogos. Y así llegó a darse la circunstancia siniestra de que en algunos libros de ciencia figurase la pintoresca advertencia: «Pese a que esto parece demostrado, no debe creerse por oponerse a la doctrina católica». Ésa, entre otras, fue la razón por la que, mientras otros países tuvieron a Locke, Newton, Leibnitz, Voltaire, Rousseau o d´Alembert, y en Francia tuvieron la Encyclopédie, aquí lo más que tuvimos fue el Diccionario crítico universal del padre Feijoo, y gracias, o poco más, porque todo cristo andaba acojonado por si lo señalaban con el dedo los pensadores, teólogos y moralistas aferrados al rancio aristotelismo y escolasticismo que dominaba las universidades y los púlpitos -aterra considerar la de talento, ilusiones y futuro sofocados en esa trampa infame, de la que no había forma de salir-. Y de ese modo, como escribiría Jovellanos, mientras en el extranjero progresaban la física, la anatomía, la botánica, la geografía y la historia natural, «nosotros nos quebramos la cabeza y hundimos con gritos las aulas sobre si el Ente es unívoco o análogo». Este marear la perdiz nos apartó del progreso práctico y dificultó mucho los pasos que, pese a todo, hombres doctos y a menudo valientes -es justo reconocer que algunos fueron dignos eclesiásticos- dieron en la correcta dirección pese a las trabas y peligros; como cuando el Gobierno decidió implantar la física newtoniana en las universidades y la mayor parte de los rectores y catedráticos se opusieron a esa iniciativa, o cuando el Consejo de Castilla encargó al capuchino Villalpando que incorporase las novedades científicas a la Universidad, y los nuevos textos fueron rechazados por los docentes. Así, ese camino inevitable hacia el progreso y la modernidad lo fue recorriendo España más despacio que otros, renqueante, maltratada y a menudo de mala gana. Casi todos los textos capitales de ese tiempo figuraban en el Índice de libros prohibidos, y sólo había dos caminos para los que pretendían sacarnos del pozo y mirar de frente el futuro. Uno era participar en la red de correspondencia y libros que circulaban entre las élites cultas europeas, y cuando era posible traer a España a obreros especializados, inventores, ingenieros, profesores y sabios de reconocido prestigio. La otra era irse a estudiar o de viaje al extranjero, recorrer las principales capitales de Europa donde cuajaban las ciencias y el progreso, y regresar con ideas frescas y ganas de aplicarlas. Pero eso se hallaba al alcance de pocos. La gran masa de españoles, el pueblo llano, seguía siendo inculta, apática, cerril, ajena a las dos élites, o ideologías, que en ese siglo XVIII empezaban a perfilarse, y que pronto marcarían para siempre el futuro de nuestra desgarrada historia: la España conservadora, castiza, apegada de modo radical a la tradición del trono, el altar y las esencias patrias, y la otra: la ilustrada que pretendía abrir las puertas a la razón, la cultura y el progreso. [Continuará].
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Una historia de España (XXXVII)
El peor enemigo exterior que España tuvo en el siglo XVIII -y hubo unos cuantos- fue Inglaterra. Al afán británico porque nunca hubiese buenos gobiernos en Europa hubo que añadir su rivalidad con el imperio español, que tuvo por principal escenario el mar. Las posesiones españolas en América eran pastel codiciado, y el flujo de riquezas a través del Atlántico resultaba demasiado tentador como para no darle mordiscos. Pese a muchas señales de recuperación, España no tenía industria, apenas fabricaba nada propio y vivía de comprarlo todo con el oro y la plata que, desde las minas donde trabajaban los indios esclavizados, seguían llegando a espuertas. Y ahí estaba el punto. Muchas fortunas en la City de Londres se hicieron con lo que se le quitaba a España y sus colonias: acabamos convirtiéndonos en la bisectriz de la Bernarda, porque todos se acercaban a rapiñar. El monopolio comercial español con sus posesiones americanas era mal visto por las compañías mercantiles inglesas, que nos echaron encima a sus corsarios (ladrones autorizados por la corona), sus piratas (ladrones por cuenta propia) y sus contrabandistas. Había bofetadas para ponerse a la cola depredadora, en plan aquí quién roba el último, hasta el punto de que faltó arroz para tanto pollo. Eso, claro, engordaba a las colonias británicas en Norteamérica, cuya próspera burguesía, forrándose con lo suyo y con lo nuestro entre exterminio y exterminio de indios, empezaba a pensar ya en separarse de Inglaterra. España, aunque con los Borbones se había recuperado mucho -obras públicas, avances científicos, correos, comunicaciones- del desastre con el que se despidieron los Austrias, seguía sin levantar cabeza, pese a los intentos ilustrados por conducirla al futuro. Y ahí tuvieron su papel ministros y hombres interesantes como el marqués de la Ensenada, que, dispuesto a plantar cara a Inglaterra en el mar, reformó la Real Armada, dotándola de buenos barcos y excelentes oficiales. Aunque era tarde para devolver a España al rango de primera potencia mundial, esa política permitió que siguiéramos siendo respetables en materia naval durante lo que quedaba de siglo. Prueba de lo bien encaminado que iba Ensenada es que los ingleses no pararon de ponerle zancadillas, conspirando y sobornando hasta que lograron que el rey se lo fumigara (esto seguía siendo España, a fin de cuentas, y en Londres nos conocían hasta de lejos); y nada dice tanto a favor de ese ministro, ni es tan vergonzoso para nosotros, como la carta enviada por el embajador inglés a Londres, celebrando su caída: «Los grandes proyectos para el fomento de la Real Armada han quedado suspendidos. Ya no se construirán más buques en España». De cualquier manera, con Ensenada o sin él, nuestro XVIII fue el siglo por excelencia de la Marina española, y lo seguiría siendo hasta que todo se fue a tomar por saco en Trafalgar. El problema era que teníamos unos barcos potentes, bien construidos, y unos oficiales de élite con excelente formación científica y marina, pero escaseaban las buenas tripulaciones. El sistema de reclutamiento era infame, las pagas eran pésimas, y a los que volvían enfermos o mutilados se les condenaba a la miseria (lo mismo eso les suena). A diferencia de los marinos ingleses, que tenían primas por botines y otros beneficios, las tripulaciones españolas no veían un puto duro, y todo marinero con experiencia procuraba evitar los barcos de la Real Armada, prefiriendo la marina mercante, la pesca e incluso (igual también les suena esto) las marinas extranjeras. Lo que pasa es que, como ocurre siempre, en todo momento hubo gente con patriotismo y con agallas; y, pese a que la Administración era desastrosa y corrupta hasta echar la pota, algunos marinos notables y algunas heroicas tripulaciones protagonizaron hechos magníficos en el mar y en la tierra, sobándoles el morro a los ingleses en muchas ocasiones. Lo que, considerando el paisanaje, la bandera bajo la que servían y el poco agradecimiento de sus compatriotas, tiene doble mérito. El férreo Blas de Lezo le dio por saco al comodoro Vernon en Cartagena, Velasco se batió como un tigre en la Habana, Gálvez -héroe en Estados Unidos, desconocido en España- se inmortalizó en la toma de Pensacola, y navíos como el Glorioso supieron hacérselo pagar muy caro a los ingleses antes de arriar bandera. Hasta el gran Horacio Nelson (detalle que los historiadores británicos callan pudorosamente), se quedó manco cuando quiso tomar Tenerife por la cara, y los de allí, que aún no estaban acostumbrados al turismo, le dieron las suyas y las del pulpo. [Continuará]
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Una historia de España (XXXVIII)
Además de convertir Madrid y otros lugares en sitios bastante bonitos, dentro de lo que cabe, Carlos III fue un rey simpático. No en lo personal -contando chistes, aquel Borbón no era nada del otro mundo- sino de intenciones y maneras. Venía de Nápoles, de donde por esos chanchullos dinásticos de entonces había sido rey, y traía de allí aficiones, ideas y maneras que lo acercaban mucho a la modernidad. En España, claro, aquello chocaba con la oscuridad tradicional de los rectores más reaccionarios, que seguían tirando para el otro lado. Pero aun así, en veintinueve años de reinado, ese monarca de buenas intenciones hizo lo que pudo. Fue un rey ilustrado que procuró rodearse de gente competente. Si en una hemeroteca consultamos la Gazeta de Madridcorrespondiente a su reinado, nos quedaremos de pasta de boniato, admirados de la cantidad de leyes justas y oportunas con la que aquel muy decente Borbón intentó abrir las ventanas y airear el olor a cerrado y sacristía que enrarecía este putiferio. Hubo apoyo a la investigación y la ciencia, repoblación con inmigrantes de regiones abandonadas, y leyes eficaces que hacían justicia a los desfavorecidos, rompían el inmovilismo de gremios y corporaciones de talante medieval, permitían ejercer oficios honorables a los hijos ilegítimos y abrían a las mujeres la posibilidad de ejercer oficios que hasta entonces les estaban vedados. Parecía, resumiendo la cosa, que otra España era posible; y lo cierto es que esa otra España se asentó bastante, apuntando esperanzas que ya no iban a perderse nunca. Pero no todo fueron alegrías. La cosa bélica, por ejemplo, ruló bastante mal. Los pactos de familia con Francia y el apoyo a las colonias rebeldes de Norteamérica en su guerra de independencia (como unos linces, apoyamos a quienes luego nos despojarían de todo) nos zambulleron en un par de guerras con Inglaterra de las que, como siempre, pagamos los platos rotos y el total de la factura, perdiendo unas posesiones y recuperando otras, pero sin conseguir nunca echarle el guante a Gibraltar. Por la parte eclesiástica, los reformadores e ilustrados cercanos a Carlos III seguían empeñados en recortar las alas de la Iglesia católica, que seguía siendo el gallo del corral, y educar al pueblo para apartarlo de supersticiones y barroquismos inmovilistas. En ese momento, la poderosa Compañía de Jesús representaba cuanto aquellos ilustrados detestaban: potencia intelectual, apoyo del papa, vasta red de colegios donde se educaban los nobles y los millonetis, influencia como confesores de reyes y reinas, y otros etcéteras. Así que, con el pretexto de un motín popular contra el ministro reformista Squillace (un italiano que no sabía en qué país se jugaba los cuartos y el pescuezo), motín al que los jesuitas no fueron del todo ajenos, Carlos III decretó su expulsión de España. Sin embargo, la Iglesia católica -las otras órdenes religiosas, españolas al fin, estaban encantadas con que se cepillaran a los competidores ignacianos- siguió atrincherada en sus privilegios, púlpitos y confesonarios, y la Inquisición se apuntó un tanto demoledor con la detención y proceso del ministro Olavide, empapelado por progresista y por ejecutar reformas que el rey le había encargado, y al que luego, cuando los cuervos negros le cayeron encima, dejaron todos, rey incluido -en eso cae algo menos simpático Carlos III-, tirado como una puta colilla. El escarmiento de Olavide acojonó bastante a la peña, y los reformistas, aunque sin renunciar a lo suyo, se anduvieron en adelante con más cuidado. Por eso buena parte de las reformas se quedaron en parches o arreglos parciales, cuando no bajadas de calzón en toda regla. Hubo ahí un intento interesante, que fue convertir el teatro, que era la diversión popular más estimada -lo que hoy es la tele-, en vehículo de educación, reforma de costumbres y ejemplo de patriotismo laborioso y bien entendido, mostrando modelos de buenos ciudadanos, de jueces incorruptibles, de burgueses trabajadores, de artesanos honrados, de prudentes padres de familia. Pero, como era de esperar -España eterna, igual que la de ahora-, eso fue valorado sólo por algunos. Los grandes éxitos seguían siendo sainetes bajunos, episodios chocarreros que encajaban más con el gusto, no sólo del pueblo resignado e inculto, sino también de una nobleza frívola y a veces analfabeta: aquella aristocracia castiza de misa y trono, que prefería las modas y maneras del populacho de Lavapiés o la gitanería del Sacromonte a las luces de la razón, el progreso y el buen gusto que ya estaban iluminando Europa.
[Continuará].
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Entonces, casi a mitad del siglo XVII y todavía con Felipe IV, empezó la cuesta abajo, como en el tango. Y lo hizo, para variar, con otra guerra civil, la de Cataluña. Y el caso es que todo había empezado bien para España, con la guerra contra Francia yéndonos de maravilla y los tercios del cardenal infante, que atacaban desde Flandes, dándoles a los gabachos la enésima mano de hostias; de manera que las tropas españolas -detalle que ahora se recuerda poco- llegaron casi hasta París, demostrando lo que los alemanes probarían tres o cuatro veces más: que las carreteras francesas están llenas de árboles para que los enemigos puedan invadir Francia a la sombra. El problema es que mientras por arriba eso iba bien, abajo iba fatal. Los excesos de los soldados -en parte, catalanes- al vivir sobre el terreno, la poca gana de contribuir a la cosa bélica, y sobre todo la mucha torpeza con que el ministro Olivares, demasiado moderno para su tiempo -faltaba siglo y medio para esos métodos-, se condujo ante los privilegios y fueros locales, acabaron liándola. Hubo disturbios, insurrecciones y desplantes que España, en plena guerra de los Treinta Años, no se podía permitir. La represión engendró más insurrección; y en 1640, un motín de campesinos prendió la chispa en Barcelona, donde el virrey fue asesinado. Olivares, eligiendo la línea dura, de palo y tentetieso, se lo puso fácil a los caballeros Tamarit, a los canónigos Claris -aquí siempre tenemos un canónigo en todas las salsas- y a los extremistas de corazón o de billetera que ya entonces, con cuentas en Andorra o sin ellas, se envolvían en hechos diferenciales y demás parafernalia. Así que hubo insurrección general, y media Cataluña se perdió para España durante doce años de guerra cruel: un ejército real exasperado y en retirada, al principio, y un ejército rebelde que masacraba cuanto olía a español, de la otra, mientras pagaban el pato los de en medio, que eran la mayoría, como siempre. Que España estuviera empeñada en la guerra europea dio cuartel a los insurgentes; pero cuando vino el contraataque y los tercios empezaron a repartir estiba en Cataluña, el gobierno rebelde se olvidó de la independencia, o la aplazó un rato largo, y sin ningún complejo se puso bajo protección del rey de Francia, se declaró súbdito suyo (tengo un libro editado en Barcelona y dedicado a Su Cristianísima Majestad el Rey de Francia, que te partes el eje), y al fin, con menos complejos todavía, lo proclamó conde de Barcelona -que era el máximo título posible, porque reyes allí sólo los había habido del reino de Aragón-. Cambiando, con notable ojo clínico, una monarquía española relativamente absoluta por la monarquía de Luis XIV: la más dura y centralista que estaba naciendo en Europa (como prueba del algodón, comparen hoy, cuatro siglos después, el grado de autonomía de la Cataluña española con el de la Cataluña francesa). Pero a los nuevos súbditos del rey francés les salió el tiro por la culata, porque el ejército libertador que vino a defender a sus nuevos compatriotas resultó ser todavía más desalmado que los ocupantes españoles. Eso sí, gracias a ese patinazo, Cataluña, y por consecuencia España, perdieron para siempre el Rosellón -que es hoy la Cataluña gabacha-, y el esfuerzo militar español en Europa, en mitad de una guerra contra todos donde se lo jugaba todo, se vio minado desde la retaguardia. Francia, que aspiraba a sucedernos en la hegemonía mundial, se benefició cuanto pudo, pues España tenía que batirse en varios frentes: Portugal se sublevaba, los ingleses seguían acosándonos en América, y el hijo de puta de Cromwell quería convertir México en colonia británica. Por suerte, la paz de Westfalia liquidó la guerra de los Treinta Años, dejando a España y Francia enfrentadas. Así que al fin se pudo concentrar la leña. Resuelto a acabar con la úlcera, Juan José de Austria, hermano de Felipe IV, empezó la reconquista a sangre y fuego a partir del españolismo abrumador -la cita es de un historiador, no mía- de la provincia de Lérida. Las atrocidades y abusos franceses tenían a los catalanes hartos de su nuevo monarca; así que al final resultó que antiespañol, lo que se dice antiespañol, en Cataluña no había nadie; como suele ocurrir. Barcelona capituló, y a las tropas vencedoras las recibieron allí como libertadoras de la opresión francesa, más o menos como en 1939 acogieron (véanse fotos) a las tropas franquistas. Tales son las carcajadas de la Historia. La burguesía local volvió a abrir las tiendas, se mantuvieron los fueros locales, y pelillos a la mar. Cataluña estaba en el redil para otro medio siglo.
[Continuará].
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Una historia de España (XXXII)
Y así, tacita a tacita, fue llegando el día en que el imperio de los Austrias, o más bien la hegemonía española en el mundo, el pisar fuerte y ganar todas las finales de liga, se fueron por la alcantarilla. Siglo y medio, más o menos. Demasiado había durado el asunto, si echamos cuentas, para tanta incompetencia, tanto gobernante mediocre, tanta gente -curas, monjas, frailes, nobles, hidalgos- que no trabajaba, tanta vileza interior y tanta metida de gamba. Lo de «muchos reinos pero una sola ley» era imposible de tragar, a tales alturas, por unos poderes periféricos acostumbrados durante más de un siglo a conservar sus fueros y privilegios intactos (lo mismo les suena a ustedes por familiar la situación). Así que la proyectada conversión de este putiferio marmotil en una nación unificada y solidaria se fue del todo al carajo. Estaba claro que aquella España no tenía arreglo, y que la futura, por ese camino, resultaba imposible. Felipe IV le dijo al conde duque de Olivares que se jubilara y se fuera a hacer rimas a Parla, y el intento de transformarnos en un estado moderno, económica, política y militarmente, fuerte y centralizado -justo lo que estaba haciendo Richelieu en Francia, para convertirla en nuevo árbitro de Europa-, acabó como el rosario de la aurora. En guerra con media Europa y vista con recelo por la otra media, desangrada por la guerra de los Treinta años, la guerra con Holanda y la guerra de Cataluña, a España le acabaron saliendo goteras por todas partes: sublevación de Nápoles, conspiraciones separatistas del duque de Medina Sidonia en Andalucía, del duque de Híjar en Aragón y de Miguel Itúrbide en Navarra. Y como mazazo final, la guerra y separación de Portugal, que, alentada por Francia, Inglaterra y Holanda (a ninguno de ellos interesaba que la Península volviera a unificarse), nos abrió otra brecha en la retaguardia. Literalmente hasta el gorro del desastre español, marginados, cosidos a impuestos, desatendidos en sus derechos y pagando también el pato en sus posesiones ultramarinas acosadas por los piratas enemigos de España, con un imperio colonial propio que en teoría les daba recursos para rato, en 1640 los portugueses decidieron recobrar la independencia después de sesenta años bajo el trono español. Que os vayan dando, dijeron. Así que proclamaron rey a Juan IV, antes duque de Braganza, y empezó una guerra larga, veintiocho años nada menos, que acabó de capar al gorrino. Al principio, tras hacer una buena montería general de españoles y españófilos -al secretario de Estado Vasconcelos lo tiraron por una ventana-, la guerra consistió en una larga sucesión de devastaciones locales, escaramuzas e incursiones, aprovechando que España, ocupada en todos los otros frentes, no podía destinar demasiadas tropas a Portugal. Fue una etapa de guerra menor pero cruel, llena de odio como las que se dan entre vecinos, con correrías, robos y asesinatos por todas partes, donde los campesinos, cual suele ocurrir, especialmente en la frontera y en Extremadura, sufrieron lo que no está escrito. Y que, abordada con extrema incompetencia por parte española, acabó con una serie de derrotas para las armas hispanas, que se comieron una sucesiva y espectacular serie de hostias en las batallas de Montijo, Elvas, Évora, Salgadela y Montes Claros. Que se dice pronto. Con lo que en 1668, tras firmar el tratado de Lisboa, Portugal volvió a ser independiente, ganándoselo a pulso. De todo su imperio sólo nos quedó Ceuta, que ahí sigue. Mientras tanto, a las armas españolas las cosas les habían seguido yendo fatal en la guerra europea; que al final, transacciones, claudicaciones y pérdidas aparte, quedó en lucha a cara de perro con la pujante Francia del jovencito Luis XIV. La ruta militar, el famoso Camino Español que por Génova, Milán y Suiza permitía enviar tropas a Flandes, se había mantenido con mucho sacrificio, y los tercios de infantería española, apoyados por soldados italianos y flamencos católicos, combatían a la desesperada en varios frentes distintos, yéndosenos ahí todo el dinero y la sangre. Al fin se dio una batalla, ganada por Francia, que aunque no tuvo la trascendencia que se dijo -después hubo otras victorias y derrotas-, quedaría como símbolo del ocaso español. Fue la batalla de Rocroi, donde nuestros veteranos tercios viejos, que durante siglo y medio habían hecho temblar a Europa, se dejaron destrozar silenciosos e impávidos en sus formaciones, en el campo de batalla. Fieles a su leyenda. Y fue de ese modo cuando, tras haber sido dueños de medio mundo -aún retuvimos un buen trozo durante dos siglos y pico más-, en Flandes se nos puso el sol.
[Continuará].
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Una historia de España (XXXIII)
Y llegó Carlos II. Dicho en corto, España por el puto suelo. Nunca, hasta su tatarabuelo Carlos V, país ninguno -quizá a excepción de Roma- había llegado tan alto, ni nunca, hasta el mísero Carlitos, tan bajo. La monarquía de dos hemisferios, en vez de un conjunto de reinos hispanos armónico, próspero y bien gobernado, era la descojonación de Espronceda: una Castilla agotada, una periferia que se apañaba a su aire y unas posesiones ultramarinas que a todos aquí importaban un pito excepto para la llegada periódica del oro y la plata con la que iba tirando quien podía tirar. Aun así, la crisis económica hizo que se construyeran menos barcos, el poderío naval se redujo mucho, y las comunicaciones americanas estaban machacadas por los piratas ingleses, franceses y holandeses. Ahora España ya no declaraba guerras, sino que se las declaraban a ella. En tierra, fuera de lo ultramarino, la península Ibérica -ya sin Portugal, por supuesto-, las posesiones de Italia, la actual Bélgica y algún detallito más, lo habíamos perdido casi todo. Tampoco es que España desapareciera del concierto internacional, claro; pero ante unas potencias europeas que habían alcanzado su pleno desarrollo, o estaban en ello, con gobiernos centralizados y fuertes, el viejo y cansado imperio hispánico se convirtió en potencia de segunda y hasta de tercera categoría. Pero es que tampoco había con qué: tres epidemias en un siglo, las guerras y el hambre habían reducido la población en millón y medio de almas, los daños causados por la expulsión de trescientos mil moriscos se notaban más que nunca, y media España procuraba hacerse fraile o monja para no dar golpe y comer caliente. Porque la Iglesia Católica era la única fuerza que no había mermado aquí, sino al contrario. Su peso en la vida diaria era enorme, todavía churruscaba herejes de vez en cuando, el rey Carlitos dormía con un confesor y dos curas en la alcoba para que lo protegieran del diablo, y el amago de auge intelectual que se registró más o menos hacia 1680 fue asfixiado por las mismas manos que cada noche rociaban de agua bendita y latines el lecho del monarca, a ver si por fin se animaba a procurarse descendencia. Porque el gran asunto que ocupó a los españoles de finales del XVII no fue que todo se fuera al carajo, como se iba, sino si la reina -las reinas, pues con Carlos II hubo dos- paría o no paría. El rey era enclenque, enfermizo y estaba medio majara, lo que no es de extrañar si consideramos que era hijo de tío y sobrina, y que cinco de sus ocho bisabuelos procedían por línea directa de Juana la Loca. Así que imagínense el cuadro clínico. Además, era feo que te rilas. Aun así, como era rey y era todo lo que teníamos, le buscaron legítima. La primera fue la gabacha María Luisa de Orleáns, que murió joven y sin parir, posiblemente de asco y aburrimiento al cincuenta por ciento. La segunda fue la alemana Mariana de Neoburgo, reclutada en una familia de mujeres fértiles como conejas, a la que mi compadre Juan Eslava Galán, con su habitual finura psicológica, definió magistralmente como: «Ambiciosa, calculadora, altanera, desabrida e insatisfecha sexual, que hoy hubiera sido la gobernanta ideal de un local sado-maso». Nada queda por añadir a tan perfecta definición, excepto que la tudesca, pese a sus esfuerzos -espanto da imaginárselos- tampoco se quedó preñada, pese a tener a un jesuita por favorito y consejero, y Carlos II se fue muriendo sin vástago. España, como dijimos, era ya potencia secundaria, pero aún tenía peso, y lo de América prometía futuro si caía en buenas manos, como demostraban los ingleses en las colonias del norte, a la anglosajona, no dejando indio vivo y montando tinglados muy productivos. Así que los últimos años del piltrafilla Carlos se vieron amenizados por intrigas y conspiraciones de todas clases, protagonizadas por la reina y sus acólitos, por la Iglesia -siempre dispuesta a mojar bizcocho en el chocolate-, por los embajadores francés y austríaco, que aspiraban a suministrar nuevo monarca, y por la corrupta clase dirigente hispana, que se pasó el reinado de Carlos II trincando cuanto podía y dejándose sobornar, encantada de la vida, por unos y otros. Y así, en noviembre de 1700, último año de un siglo que los españoles habíamos empezado como amos del universo, como si aquello fuera una copla de Jorge Manrique -aquel famoso cantante de Operación Triunfo-, el último de los Austrias bajó a la tumba fría, el trono quedó vacante y España se vio de nuevo, para no perder la costumbre, en vísperas de otra bonita guerra civil. Que ya nos la estaba pidiendo el cuerpo.
[Continuará].
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Una historia de España (XXXIV)
Murió Carlos II en 1700, como contábamos, y se lió otra. Antes de palmar sin hijos, con todo cristo comiéndole la oreja sobre a quién dejar el trono, si a los borbones de Francia o a los Austrias del otro sitio, firmó que se lo dejaba a los borbones y estiró la pata. El agraciado al que le tocó el trono de España -es una forma de decirlo, porque menudo regalo tuvo la criatura- fue un chico llamado Felipe V, nieto de Luis XIV, que vino de mala gana porque se olía el marrón que le iban a colocar. Por su parte, el candidato rechazado, que era el archiduque Carlos, se lo tomó fatal; y aun peor su familia, los reyes de Austria. Inglaterra no había entrado en el sorteo; pero, fiel a su eterna política de no consentir una potencia poderosa ni un buen gobierno en Europa -para eso se metieron luego en la UE, para reventarla desde dentro-, se alió con Austria para impedir que Francia, con España y la América hispana como pariente y aliada, se volviera demasiado fuerte. Así empezó la Guerra de Sucesión, que duró doce años y al final fue una guerra europea de órdago, pues la peña tomó partido por unos o por otros; y aunque todos mojaron en la salsa, al final, como de costumbre, la factura la pagamos nosotros: austríacos, ingleses y holandeses se lanzaron como buitres a ver qué podían rapiñar, invadieron nuestras posesiones en Italia, saquearon las costas andaluzas, atacaron las flotas de América y desembarcaron en Lisboa para conquistar la Península y poner en el trono al chaval austríaco. La escabechina fue larga, costosa y cruel, pues en gran parte se libró en suelo español, y además la gente se dividió aquí en cuanto a lealtades, como suele ocurrir, según el lado en el que tenían o creían tener la billetera. Castilla, Navarra y el País Vasco se apuntaron al bando francés de Felipe V, mientras que Valencia y el reino de Aragón, que incluía a Cataluña, se pronunciaron por el archiduque austríaco. Las tropas austracistas llegaron a ocupar Barcelona y Madrid, y hubo unas cuantas batallas como las de Almansa, Brihuega y Villaviciosa. Al final, la España borbónica y su aliada Francia ganaron la guerra; pero éramos ya tal piltrafa militar y diplomática que hasta los vencidos ganaron más que nosotros, y la victoria de Felipe V nos costó un huevo de la cara. Con la paz de Utrech, todos se beneficiaron menos el interesado. Francia mantuvo su influencia mundial, pero España perdió todas las posesiones europeas que le quedaban: Bélgica, Luxemburgo, Cerdeña, Nápoles y Milán; y de postre, Gibraltar y Menorca, retenidas por los ingleses como bases navales para su escuadra del Mediterráneo. Y además nos quedaron graves flecos internos, resumibles en la cuestión catalana. Durante la guerra, los de allí se habían declarado a favor del archiduque Carlos, entre otras cosas porque la invasión francesa de medio siglo atrás, cuando la guerra de Cataluña bajo Felipe IV, había hecho aborrecibles a los libertadores gabachos, y ya se sabía de sobra por dónde se pasaba Luis XIV los fueros catalanes y los otros. Y ahora, encima, decidido a convertir esta ancestral casa de putas en una monarquía moderna y centralizada, Felipe V había decretado eso de: «He juzgado conveniente (por mi deseo de reducir todos mis reinos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, usos, costumbres y tribunales, gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla), abolir y derogar enteramente todos los fueros». Así que lo que al principio fue una toma de postura catalana entre rey Borbón o rey austríaco, apostando -que ya es mala suerte- por el perdedor, acabó siendo una guerra civil local, otra para nuestro nutrido archivo de imbecilidades domésticas, cuando Aragón volvió a la obediencia nacional y toda España reconoció a Felipe V, excepto Cataluña y Baleares. Confiando en una ayuda inglesa que no llegó -al contrario, sus antiguos aliados contribuían ahora al bloqueo por mar de la ciudad- Barcelona, abandonada por todos, bombardeada, se enrocó en una defensa heroica y sentimental. Perdió, claro. Ahora hace justo trescientos de aquello. Y cuando uno pierde, toca fastidiarse: Felipe V, como castigo, quitó a los catalanes todos los fueros y privilegios -los conservaron, por su lealtad al borbón, vascos y navarros-, que no se recobrarían hasta la Segunda República. Sin embargo, envidiablemente fieles a sí mismos, al día siguiente de la derrota los vencidos ya estaban trabajando de nuevo, iniciándose (gracias al decreto que anulaba los fueros pero proveía otras ventajas, como la de comerciar con América), tres siglos de pujanza económica, en los que se afirmó la Cataluña laboriosa y próspera que hoy conocemos.
[Continuará].
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Una historia de España (XXXV)
Con Felipe V, el primer Borbón, tampoco es que nos tocara una joya. Acabó medio majareta, abdicó en su hijo Luis I, que nos salió golfo y putero pero por suerte murió pronto, a los 18 años, y Felipe V volvió a reinar de modo más bien nominal, pues la que se hizo cargo del cotarro fue su esposa, la reina Isabel de Farnesio, que gobernó a su aire, apoyada en dos favoritos que fueron, sucesivamente, el cardenal Alberoni y el barón de Riperdá. Todo podía haberse ido otra vez con mucha facilidad al carajo, pero esta vez hubo suerte porque los tiempos habían cambiado. Europa se movía despacio hacia la razón y el futuro, y la puerta que la nueva dinastía había abierto con Francia dejó entrar cosas interesantes. Como decía mi libro de texto de segundo de Bachillerato (1950, nihil obstat del censor, canónigo don Vicente Tena), «el extranjerismo y las malsanas doctrinas se infiltraron en nuestra patria». Lo cierto es que no se infiltraron todo lo que debían, que ojalá hubiera sido más; pero algo hubo, y no fue poco. La resistencia de los sectores más cerriles de la Iglesia y la aristocracia española no podía poner diques eternos al curso de la Historia. Había nuevas ideas galopando por Europa, así como hombres ilustrados, perspicaces e inteligentes, más interesados en estudiar los Principia Matematica de Newton que en discutir si el Purgatorio era sólido, líquido o gaseoso: gente que pretendía utilizar las ciencias y el progreso para modernizar, al fin, este oscuro patio de Monipodio situado al sur de los Pirineos. Poco a poco, eso fue creando el ambiente adecuado para un cierto progreso, que a medida que avanzó el siglo se hizo patente. Durante los dos reinados de Felipe V, vinculado a Francia por los pactos de familia, España se vio envuelta en varios conflictos europeos de los que no sacó, como era de esperar, sino los pies fríos y la cabeza caliente; pero en el interior las cosas acabaron mejorando mucho, o empezaron a hacerlo, en aquella primera mitad del siglo XVIII donde por primera vez en España se separaron religión y justicia, y se diferenció entre pecado y delito. O al menos, se intentó. Fue llegando así al poder una interesante sucesión de funcionarios, ministros y hasta militares ilustrados, que leían libros, que estudiaban ciencias, que escuchaban más a los hombres sabios y a los filósofos que a los confesores, y se preocupaban más por la salvación del hombre en este mundo que en el otro. Y aquel país reducido a seis millones de habitantes, con una quinta parte de mendigos y otra de frailes, monjas, hidalgos, rentistas y holgazanes, la hacienda en bancarrota y el prestigio internacional por los suelos, empezó despacio a levantar la cabeza. La cosa se afianzó más a partir de 1746 con el nuevo rey, Fernando VI, hijo de Felipe, que dijo nones a las guerras y siguió con la costumbre de nombrar ministros competentes, gente capaz, ilustrada, con ganas de trabajar y visión de futuro, que pese a las contradicciones y vaivenes del poder y la política hizo de nuestro siglo XVIII, posiblemente, el más esperanzador de la dolorosa historia de España. En aquella primera media centuria se favorecieron las ciencias y las artes, se creó una marina moderna y competente, y bajo protección real y estatal -tome nota, mísero señor Rajoy- se fundaron las academias de la Lengua, de la Historia, de Medicina y la Biblioteca Nacional. Por ahí nos fueron llegando funcionarios eficaces y ministros brillantes como Patiño o el marqués de la Ensenada. Este último, por cierto, resultó un fuera de serie: fulano culto, competente, activo, prototipo del ministro ilustrado, que mantuvo contacto con los más destacados científicos y filósofos europeos, fomentó la agricultura nacional, abrió canales de riego, perfeccionó los transportes y comunicaciones, restauró la Real Armada y protegió cuanto tenía que ver con las artes y las ciencias: uno de esos grandes hombres, resumiendo, con los que España y los españoles tenemos una deuda inmensa y del que, por supuesto, para no faltar a la costumbre, ningún escolar español conoce hoy el nombre. Pero todos esos avances y modernidades, por supuesto, no se llevaron a cabo sin resistencia. Dos elementos, uno interior y otro exterior, se opusieron encarnizadamente a que la España del progreso y el futuro levantara la cabeza. Uno, exterior, fue Inglaterra: el peor y más vil enemigo que tuvimos durante todo el siglo XVIII. El otro, interior y no menos activo en vileza y maneras, fue el sector más extremo y reaccionario de la Iglesia católica, que veía la Ilustración como feudo de Satanás. Pero eso lo contaremos en el próximo capítulo.
[Continuará].
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Una historia de España (XXXVI)
Estábamos allí, en pleno siglo XVIII, con Fernando VI y de camino a Carlos III, en un contexto europeo de ilustración y modernidad, mientras España sacaba poco a poco la cabeza del agujero, se creaban sociedades económicas de amigos del país y la ciencia, la cultura y el progreso se ponían de moda. Esto del progreso, sin embargo, tropezaba con los sectores ultraconservadores de la iglesia católica, que no estaba dispuesta a soltar el mango de la sartén con la que nos había rehogado en agua bendita durante siglos. Así que, desde púlpitos y confesonarios, los sectores radicales de la institución procuraban desacreditar la impía modernidad reservándole todas las penas del infierno. Por suerte, entre la propia clase eclesiástica había gente docta y leída, con ideas avanzadas, novatores que compensaban el asunto. Y esto cambiaba poco a poco. El problema era que la ciencia, el nuevo Dios del siglo, le desmontaba a la religión no pocos palos del sombrajo, y teólogos e inquisidores, reacios a perder su influencia, seguían defendiéndose como gatos panza arriba. Así, mientras en otros países como Inglaterra y Francia los hombres de ciencia gozaban de atención y respeto, aquí no se atrevían a levantar la voz ni meterse en honduras, pues la Inquisición podía caerles encima si pretendían basarse en la experiencia científica antes que en los dogmas de fe. Esto acabó imponiendo a los doctos un silencio prudente, en plan mejor no complicarse la vida, colega, dándose incluso la aberración de que, por ejemplo, Jorge Juan y Ulloa, los dos marinos científicos más brillantes de su tiempo, a la vuelta de medir el grado del meridiano en América tuvieron que autocensurarse en algunas conclusiones para no contradecir a los teólogos. Y así llegó a darse la circunstancia siniestra de que en algunos libros de ciencia figurase la pintoresca advertencia: «Pese a que esto parece demostrado, no debe creerse por oponerse a la doctrina católica». Ésa, entre otras, fue la razón por la que, mientras otros países tuvieron a Locke, Newton, Leibnitz, Voltaire, Rousseau o d´Alembert, y en Francia tuvieron la Encyclopédie, aquí lo más que tuvimos fue el Diccionario crítico universal del padre Feijoo, y gracias, o poco más, porque todo cristo andaba acojonado por si lo señalaban con el dedo los pensadores, teólogos y moralistas aferrados al rancio aristotelismo y escolasticismo que dominaba las universidades y los púlpitos -aterra considerar la de talento, ilusiones y futuro sofocados en esa trampa infame, de la que no había forma de salir-. Y de ese modo, como escribiría Jovellanos, mientras en el extranjero progresaban la física, la anatomía, la botánica, la geografía y la historia natural, «nosotros nos quebramos la cabeza y hundimos con gritos las aulas sobre si el Ente es unívoco o análogo». Este marear la perdiz nos apartó del progreso práctico y dificultó mucho los pasos que, pese a todo, hombres doctos y a menudo valientes -es justo reconocer que algunos fueron dignos eclesiásticos- dieron en la correcta dirección pese a las trabas y peligros; como cuando el Gobierno decidió implantar la física newtoniana en las universidades y la mayor parte de los rectores y catedráticos se opusieron a esa iniciativa, o cuando el Consejo de Castilla encargó al capuchino Villalpando que incorporase las novedades científicas a la Universidad, y los nuevos textos fueron rechazados por los docentes. Así, ese camino inevitable hacia el progreso y la modernidad lo fue recorriendo España más despacio que otros, renqueante, maltratada y a menudo de mala gana. Casi todos los textos capitales de ese tiempo figuraban en el Índice de libros prohibidos, y sólo había dos caminos para los que pretendían sacarnos del pozo y mirar de frente el futuro. Uno era participar en la red de correspondencia y libros que circulaban entre las élites cultas europeas, y cuando era posible traer a España a obreros especializados, inventores, ingenieros, profesores y sabios de reconocido prestigio. La otra era irse a estudiar o de viaje al extranjero, recorrer las principales capitales de Europa donde cuajaban las ciencias y el progreso, y regresar con ideas frescas y ganas de aplicarlas. Pero eso se hallaba al alcance de pocos. La gran masa de españoles, el pueblo llano, seguía siendo inculta, apática, cerril, ajena a las dos élites, o ideologías, que en ese siglo XVIII empezaban a perfilarse, y que pronto marcarían para siempre el futuro de nuestra desgarrada historia: la España conservadora, castiza, apegada de modo radical a la tradición del trono, el altar y las esencias patrias, y la otra: la ilustrada que pretendía abrir las puertas a la razón, la cultura y el progreso. [Continuará].
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Una historia de España (XXXVII)
El peor enemigo exterior que España tuvo en el siglo XVIII -y hubo unos cuantos- fue Inglaterra. Al afán británico porque nunca hubiese buenos gobiernos en Europa hubo que añadir su rivalidad con el imperio español, que tuvo por principal escenario el mar. Las posesiones españolas en América eran pastel codiciado, y el flujo de riquezas a través del Atlántico resultaba demasiado tentador como para no darle mordiscos. Pese a muchas señales de recuperación, España no tenía industria, apenas fabricaba nada propio y vivía de comprarlo todo con el oro y la plata que, desde las minas donde trabajaban los indios esclavizados, seguían llegando a espuertas. Y ahí estaba el punto. Muchas fortunas en la City de Londres se hicieron con lo que se le quitaba a España y sus colonias: acabamos convirtiéndonos en la bisectriz de la Bernarda, porque todos se acercaban a rapiñar. El monopolio comercial español con sus posesiones americanas era mal visto por las compañías mercantiles inglesas, que nos echaron encima a sus corsarios (ladrones autorizados por la corona), sus piratas (ladrones por cuenta propia) y sus contrabandistas. Había bofetadas para ponerse a la cola depredadora, en plan aquí quién roba el último, hasta el punto de que faltó arroz para tanto pollo. Eso, claro, engordaba a las colonias británicas en Norteamérica, cuya próspera burguesía, forrándose con lo suyo y con lo nuestro entre exterminio y exterminio de indios, empezaba a pensar ya en separarse de Inglaterra. España, aunque con los Borbones se había recuperado mucho -obras públicas, avances científicos, correos, comunicaciones- del desastre con el que se despidieron los Austrias, seguía sin levantar cabeza, pese a los intentos ilustrados por conducirla al futuro. Y ahí tuvieron su papel ministros y hombres interesantes como el marqués de la Ensenada, que, dispuesto a plantar cara a Inglaterra en el mar, reformó la Real Armada, dotándola de buenos barcos y excelentes oficiales. Aunque era tarde para devolver a España al rango de primera potencia mundial, esa política permitió que siguiéramos siendo respetables en materia naval durante lo que quedaba de siglo. Prueba de lo bien encaminado que iba Ensenada es que los ingleses no pararon de ponerle zancadillas, conspirando y sobornando hasta que lograron que el rey se lo fumigara (esto seguía siendo España, a fin de cuentas, y en Londres nos conocían hasta de lejos); y nada dice tanto a favor de ese ministro, ni es tan vergonzoso para nosotros, como la carta enviada por el embajador inglés a Londres, celebrando su caída: «Los grandes proyectos para el fomento de la Real Armada han quedado suspendidos. Ya no se construirán más buques en España». De cualquier manera, con Ensenada o sin él, nuestro XVIII fue el siglo por excelencia de la Marina española, y lo seguiría siendo hasta que todo se fue a tomar por saco en Trafalgar. El problema era que teníamos unos barcos potentes, bien construidos, y unos oficiales de élite con excelente formación científica y marina, pero escaseaban las buenas tripulaciones. El sistema de reclutamiento era infame, las pagas eran pésimas, y a los que volvían enfermos o mutilados se les condenaba a la miseria (lo mismo eso les suena). A diferencia de los marinos ingleses, que tenían primas por botines y otros beneficios, las tripulaciones españolas no veían un puto duro, y todo marinero con experiencia procuraba evitar los barcos de la Real Armada, prefiriendo la marina mercante, la pesca e incluso (igual también les suena esto) las marinas extranjeras. Lo que pasa es que, como ocurre siempre, en todo momento hubo gente con patriotismo y con agallas; y, pese a que la Administración era desastrosa y corrupta hasta echar la pota, algunos marinos notables y algunas heroicas tripulaciones protagonizaron hechos magníficos en el mar y en la tierra, sobándoles el morro a los ingleses en muchas ocasiones. Lo que, considerando el paisanaje, la bandera bajo la que servían y el poco agradecimiento de sus compatriotas, tiene doble mérito. El férreo Blas de Lezo le dio por saco al comodoro Vernon en Cartagena, Velasco se batió como un tigre en la Habana, Gálvez -héroe en Estados Unidos, desconocido en España- se inmortalizó en la toma de Pensacola, y navíos como el Glorioso supieron hacérselo pagar muy caro a los ingleses antes de arriar bandera. Hasta el gran Horacio Nelson (detalle que los historiadores británicos callan pudorosamente), se quedó manco cuando quiso tomar Tenerife por la cara, y los de allí, que aún no estaban acostumbrados al turismo, le dieron las suyas y las del pulpo. [Continuará]
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Una historia de España (XXXVIII)
Además de convertir Madrid y otros lugares en sitios bastante bonitos, dentro de lo que cabe, Carlos III fue un rey simpático. No en lo personal -contando chistes, aquel Borbón no era nada del otro mundo- sino de intenciones y maneras. Venía de Nápoles, de donde por esos chanchullos dinásticos de entonces había sido rey, y traía de allí aficiones, ideas y maneras que lo acercaban mucho a la modernidad. En España, claro, aquello chocaba con la oscuridad tradicional de los rectores más reaccionarios, que seguían tirando para el otro lado. Pero aun así, en veintinueve años de reinado, ese monarca de buenas intenciones hizo lo que pudo. Fue un rey ilustrado que procuró rodearse de gente competente. Si en una hemeroteca consultamos la Gazeta de Madridcorrespondiente a su reinado, nos quedaremos de pasta de boniato, admirados de la cantidad de leyes justas y oportunas con la que aquel muy decente Borbón intentó abrir las ventanas y airear el olor a cerrado y sacristía que enrarecía este putiferio. Hubo apoyo a la investigación y la ciencia, repoblación con inmigrantes de regiones abandonadas, y leyes eficaces que hacían justicia a los desfavorecidos, rompían el inmovilismo de gremios y corporaciones de talante medieval, permitían ejercer oficios honorables a los hijos ilegítimos y abrían a las mujeres la posibilidad de ejercer oficios que hasta entonces les estaban vedados. Parecía, resumiendo la cosa, que otra España era posible; y lo cierto es que esa otra España se asentó bastante, apuntando esperanzas que ya no iban a perderse nunca. Pero no todo fueron alegrías. La cosa bélica, por ejemplo, ruló bastante mal. Los pactos de familia con Francia y el apoyo a las colonias rebeldes de Norteamérica en su guerra de independencia (como unos linces, apoyamos a quienes luego nos despojarían de todo) nos zambulleron en un par de guerras con Inglaterra de las que, como siempre, pagamos los platos rotos y el total de la factura, perdiendo unas posesiones y recuperando otras, pero sin conseguir nunca echarle el guante a Gibraltar. Por la parte eclesiástica, los reformadores e ilustrados cercanos a Carlos III seguían empeñados en recortar las alas de la Iglesia católica, que seguía siendo el gallo del corral, y educar al pueblo para apartarlo de supersticiones y barroquismos inmovilistas. En ese momento, la poderosa Compañía de Jesús representaba cuanto aquellos ilustrados detestaban: potencia intelectual, apoyo del papa, vasta red de colegios donde se educaban los nobles y los millonetis, influencia como confesores de reyes y reinas, y otros etcéteras. Así que, con el pretexto de un motín popular contra el ministro reformista Squillace (un italiano que no sabía en qué país se jugaba los cuartos y el pescuezo), motín al que los jesuitas no fueron del todo ajenos, Carlos III decretó su expulsión de España. Sin embargo, la Iglesia católica -las otras órdenes religiosas, españolas al fin, estaban encantadas con que se cepillaran a los competidores ignacianos- siguió atrincherada en sus privilegios, púlpitos y confesonarios, y la Inquisición se apuntó un tanto demoledor con la detención y proceso del ministro Olavide, empapelado por progresista y por ejecutar reformas que el rey le había encargado, y al que luego, cuando los cuervos negros le cayeron encima, dejaron todos, rey incluido -en eso cae algo menos simpático Carlos III-, tirado como una puta colilla. El escarmiento de Olavide acojonó bastante a la peña, y los reformistas, aunque sin renunciar a lo suyo, se anduvieron en adelante con más cuidado. Por eso buena parte de las reformas se quedaron en parches o arreglos parciales, cuando no bajadas de calzón en toda regla. Hubo ahí un intento interesante, que fue convertir el teatro, que era la diversión popular más estimada -lo que hoy es la tele-, en vehículo de educación, reforma de costumbres y ejemplo de patriotismo laborioso y bien entendido, mostrando modelos de buenos ciudadanos, de jueces incorruptibles, de burgueses trabajadores, de artesanos honrados, de prudentes padres de familia. Pero, como era de esperar -España eterna, igual que la de ahora-, eso fue valorado sólo por algunos. Los grandes éxitos seguían siendo sainetes bajunos, episodios chocarreros que encajaban más con el gusto, no sólo del pueblo resignado e inculto, sino también de una nobleza frívola y a veces analfabeta: aquella aristocracia castiza de misa y trono, que prefería las modas y maneras del populacho de Lavapiés o la gitanería del Sacromonte a las luces de la razón, el progreso y el buen gusto que ya estaban iluminando Europa.
[Continuará].
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Re: HISTORIA DE AQUÍ, POR CAPÍTULOS
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Una historia de España (XXXIX)
A finales del siglo XVIII, con la desaparición de Carlos III y sus ministros ilustrados, se fastidió de nuevo la esperanza de que esto se convirtiera en un lugar decente. Habían sido casi tres décadas de progreso, de iniciativas sociales y científicas, de eficiente centralismo acorde con lo que en ese momento practicaban en Europa las naciones modernas. Aquella indolente España de misa, rosario, toros y sainetes de Ramón de la Cruz aún seguía lastrada por su propia pereza, incapaz de sacar provecho del vasto imperio colonial, frenada por una aristocracia ociosa y por una Iglesia católica que defendía sus privilegios como gato panza arriba; pero lo cierto es que, impulsada por hombres inteligentes y lúcidos que combatían todo eso, empezaba a levantar poco a poco la cabeza. Nunca había sido España tan unitaria ni tan diversa al mismo tiempo. Teníamos monarquía absoluta y ministros todopoderosos, pero por primera vez no era en beneficio exclusivo de una casa real o de cuatro golfos con título nobiliario, sino de toda la nación. Los catalanes, que ya podían negociar con América e iban con sus negocios para arriba, estaban encantados, en plan quítame fueros pero dame pesetas. Los vascos, integrados en los mecanismos del Estado, en la administración, el comercio y las fuerzas armadas -en todas las hazañas bélicas de la época figuran apellidos de allí-, no discutían su españolidad ni hartos de vino. Y los demás, tres cuartos de lo mismo. España, despacio pero notándose, empezaba a respetarse a sí misma, y aunque tanto aquí como en la América hispana quedaba tela de cosas por resolver, el futuro pintaba prometedor. Y entonces, por esa extraña maldición casi bíblica, o sin casi, que pesa sobre esta desgraciada tierra, donde tan aficionados somos a cargarnos cuanto conseguimos edificar, a Carlos III le sucedió el imbécil de su hijo Carlos IV, en Francia estalló una sangrienta revolución que iba a cambiar Europa, y todo, una vez más, se nos fue al carajo. Al cuarto Carlos, bondadoso, apático y mierdecilla como él sólo, la España recibida en herencia le venía grande. Para más inri, lo casaron con su prima María Luisa de Parma, que aparte de ser la princesa más fea de Europa, era más puta que María Martillo. Aquello no podía acabar bien, y para adobar el mondongo entró en escena Manuel Godoy, que era un guardia de palacio alto, simpático, apuesto y guaperas: una especie de Bertín Osborne que además de calzarse a la reina le caía bien al rey, que lo hizo superministro de todo. Así que España quedó en manos de aquel nefasto ménage à trois, precisamente -que ya es mala suerte, rediós- en un momento en el que habría necesitado buena cabeza y mejor pulso al timón de la nave. Porque en la vecina Francia, por esas fechas, había estallado una revolución de veinte pares de cojones: la guillotina no daba abasto, despachando primero aristócratas y luego a todo cristo, y al rey Luis XVI -otro mantequitas blandas estilo Carlos IV- y a su consorte María Antonieta los habían afeitado en seco. Eso produjo en toda Europa una reacción primero horrorizada y luego belicosa, y todas las monarquías, puestas de acuerdo, declararon la guerra a la Francia regicida. España también, qué remedio; y hay que reconocer, en honor de los revolucionarios gabachos, que cantando su Marsellesa y tal nos dieron una enorme mano de hostias en los Pirineos, pues llegaron a ocupar Bilbao, San Sebastián y Figueras. La reacción española, temiendo que el virus revolucionario contagiase a la peña de aquí, fue cerrar a cal y canto la frontera y machacar a todos cuantos hablaban de ilustración, modernidad y progreso. La Iglesia católica y los sectores más carcamales se frotaron las manos, y España, una vez más y para su desdicha, se convirtió de nuevo en defensora a ultranza del trono y de la fe. Había reformas que ya eran imparables, y hay que decir en favor de Godoy que éste, a quien el cargo venía grande pero no era en absoluto gilipollas, dio cuartelillo a científicos, literatos y gente ilustrada. Aun así, el frenazo en materia de libertades y modernidad fue general. Todos los que hasta entonces defendían reformas políticas fueron considerados sospechosos; y conociendo el percal hispano, procuraron ocultar la cabeza bajo el ala, por si asaban carne. Encima, nuestros nuevos aliados ingleses -encantados, como siempre, de que Europa estuviera revuelta y en guerra-, después de habernos hecho la puñeta todo el siglo, aprovecharon el barullo para seguir dándonos por saco en América, en el mar y donde pudieron. Y entonces, señoras y señores, para dar la puntilla a aquella España que pudo ser y no fue, en Francia apareció un fulano llamado Napoleón. [Continuará].
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Una historia de España (XXXIX)
A finales del siglo XVIII, con la desaparición de Carlos III y sus ministros ilustrados, se fastidió de nuevo la esperanza de que esto se convirtiera en un lugar decente. Habían sido casi tres décadas de progreso, de iniciativas sociales y científicas, de eficiente centralismo acorde con lo que en ese momento practicaban en Europa las naciones modernas. Aquella indolente España de misa, rosario, toros y sainetes de Ramón de la Cruz aún seguía lastrada por su propia pereza, incapaz de sacar provecho del vasto imperio colonial, frenada por una aristocracia ociosa y por una Iglesia católica que defendía sus privilegios como gato panza arriba; pero lo cierto es que, impulsada por hombres inteligentes y lúcidos que combatían todo eso, empezaba a levantar poco a poco la cabeza. Nunca había sido España tan unitaria ni tan diversa al mismo tiempo. Teníamos monarquía absoluta y ministros todopoderosos, pero por primera vez no era en beneficio exclusivo de una casa real o de cuatro golfos con título nobiliario, sino de toda la nación. Los catalanes, que ya podían negociar con América e iban con sus negocios para arriba, estaban encantados, en plan quítame fueros pero dame pesetas. Los vascos, integrados en los mecanismos del Estado, en la administración, el comercio y las fuerzas armadas -en todas las hazañas bélicas de la época figuran apellidos de allí-, no discutían su españolidad ni hartos de vino. Y los demás, tres cuartos de lo mismo. España, despacio pero notándose, empezaba a respetarse a sí misma, y aunque tanto aquí como en la América hispana quedaba tela de cosas por resolver, el futuro pintaba prometedor. Y entonces, por esa extraña maldición casi bíblica, o sin casi, que pesa sobre esta desgraciada tierra, donde tan aficionados somos a cargarnos cuanto conseguimos edificar, a Carlos III le sucedió el imbécil de su hijo Carlos IV, en Francia estalló una sangrienta revolución que iba a cambiar Europa, y todo, una vez más, se nos fue al carajo. Al cuarto Carlos, bondadoso, apático y mierdecilla como él sólo, la España recibida en herencia le venía grande. Para más inri, lo casaron con su prima María Luisa de Parma, que aparte de ser la princesa más fea de Europa, era más puta que María Martillo. Aquello no podía acabar bien, y para adobar el mondongo entró en escena Manuel Godoy, que era un guardia de palacio alto, simpático, apuesto y guaperas: una especie de Bertín Osborne que además de calzarse a la reina le caía bien al rey, que lo hizo superministro de todo. Así que España quedó en manos de aquel nefasto ménage à trois, precisamente -que ya es mala suerte, rediós- en un momento en el que habría necesitado buena cabeza y mejor pulso al timón de la nave. Porque en la vecina Francia, por esas fechas, había estallado una revolución de veinte pares de cojones: la guillotina no daba abasto, despachando primero aristócratas y luego a todo cristo, y al rey Luis XVI -otro mantequitas blandas estilo Carlos IV- y a su consorte María Antonieta los habían afeitado en seco. Eso produjo en toda Europa una reacción primero horrorizada y luego belicosa, y todas las monarquías, puestas de acuerdo, declararon la guerra a la Francia regicida. España también, qué remedio; y hay que reconocer, en honor de los revolucionarios gabachos, que cantando su Marsellesa y tal nos dieron una enorme mano de hostias en los Pirineos, pues llegaron a ocupar Bilbao, San Sebastián y Figueras. La reacción española, temiendo que el virus revolucionario contagiase a la peña de aquí, fue cerrar a cal y canto la frontera y machacar a todos cuantos hablaban de ilustración, modernidad y progreso. La Iglesia católica y los sectores más carcamales se frotaron las manos, y España, una vez más y para su desdicha, se convirtió de nuevo en defensora a ultranza del trono y de la fe. Había reformas que ya eran imparables, y hay que decir en favor de Godoy que éste, a quien el cargo venía grande pero no era en absoluto gilipollas, dio cuartelillo a científicos, literatos y gente ilustrada. Aun así, el frenazo en materia de libertades y modernidad fue general. Todos los que hasta entonces defendían reformas políticas fueron considerados sospechosos; y conociendo el percal hispano, procuraron ocultar la cabeza bajo el ala, por si asaban carne. Encima, nuestros nuevos aliados ingleses -encantados, como siempre, de que Europa estuviera revuelta y en guerra-, después de habernos hecho la puñeta todo el siglo, aprovecharon el barullo para seguir dándonos por saco en América, en el mar y donde pudieron. Y entonces, señoras y señores, para dar la puntilla a aquella España que pudo ser y no fue, en Francia apareció un fulano llamado Napoleón. [Continuará].
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Re: HISTORIA DE AQUÍ, POR CAPÍTULOS
Una historia de España (XL)
Godoy no era exactamente gilipollas. Nos salió listo y con afición, pero el asunto que se ganó a pulso arrugando sábanas del lecho real, gobernar aquella España, era tela marinera. Echen cuentas ustedes mismos: una reina propensa a abrir 180º las piernas varias veces al día, un rey bondadoso y estúpido, una iglesia católica irreductible, una aristocracia inculta e impresentable, una progresía acojonada por los excesos guillotineros de la Revolución francesa, y un pueblo analfabeto, indolente, más inclinado a los toros y a los sainetes de majos y copla en plan Sálvame -y ahí seguimos todos- que al estudio y al trabajo del que pocos solían dar ejemplo. Aquéllos, desde luego, no eran mimbres para hacer cestos. A eso hay que añadir la mala fe tradicional de Gran Bretaña, sus negociantes y tenderos, siempre con un ávido ojo puesto en lo nuestro de América y en el Mediterráneo, que con el habitual cinismo inglés procuraban engorrinar el paisaje cuanto podían. Lo que en plena crisis revolucionaria europea, con aquella España indecisa y mal gobernada, estaba chupado. El caso es que Godoy, pese a sus buenas intenciones -era un chaval moderno, protector de ilustrados como el dramaturgo Moratín-, se vio todo el rato entre Pinto y Valdemoro, o sea, entre los ingleses, que daban por saco lo que no está escrito, y los franceses, a los que ya se les imponía Napoleón e iban de macarras insoportables. Alianzas y contraalianzas diversas, en fin, nos llevaron de aquí para allá, de luchar contra Francia a ser sus aliados para enfrentarnos a Inglaterra, pagando nosotros la factura, como de costumbre. Hubo una guerrita cómoda y facilona contra Portugal -la guerra de las Naranjas-, un intento de toma de Tenerife por Nelson donde los canarios le hicieron perder un brazo y le dieron, a ese chulo de mierda, las suyas y las del pulpo, y una batalla de Trafalgar, ya en 1805, donde la poca talla política de Godoy nos puso bajo el incompetente mando del almirante gabacho Villeneuve, y donde Nelson, aunque palmó en el combate, se cobró lo del brazo tinerfeño haciéndonos comernos una derrota como el sombrero de un picador. Lo de Trafalgar fue grave por muchos motivos: aparte de quedarnos sin barcos para proteger las comunicaciones con América, convirtió a los ingleses en dueños del mar para casi un siglo y medio, y a nosotros nos hizo polvo porque allí quedó destrozada la marina española, que por tales fechas estaba mandada por oficiales de élite como Churruca, Gravina y Alcalá Galiano, marinos y científicos ilustrados, prestigiosos herederos de Jorge Juan, que leían libros, sabían quién era Newton y eran respetados hasta por sus enemigos. Trafalgar acabó con todo eso, barcos, hombres y futuro, y nos dejó a punto de caramelo para los desastres que iban a llegar con el nuevo siglo, mientras las dos Españas que habían ido apuntando como resultado de las ideas modernas y el enciclopedismo, o sea y resumiendo fácil, la partidaria del trono y del altar y la inclinada a ponerlos patas arriba, se iban definiendo con más nitidez. España había registrado muchos cambios positivos, e incluso en los sectores reaccionarios había una tendencia inevitable a la modernidad que se sentía también en las colonias americanas, que todavía no cuestionaban su españolidad. Todo podía haberse logrado, progreso e independencias americanas, de manera natural, amistosa, a su propio ritmo histórico. Pero la incompetencia política de Godoy y la arrogante personalidad de Napoleón fabricaron una trampa mortal. Con el pretexto de conquistar Portugal, el ya emperador de los franceses introdujo sus ejércitos en España, anuló a la familia real, que dio el mayor ejemplo de bajeza, servilismo y abyección de nuestra historia, y después de que el motín de Aranjuez (organizado por el príncipe heredero Fernando, que odiaba a Godoy) derribase al favorito, se llevó a Bayona, en Francia, invitados en lo formal pero prisioneros en la práctica, a los reyes viejos y al principito, que dieron allí un espectáculo de ruindad y rencillas familiares que todavía hoy avergüenza recordar. Bajo tutela napoleónica, Carlos IV acabó abdicando en Fernando VII, pero aquello era un paripé. La península estaba ocupada por ejércitos franceses, y el emperador, ignorando con qué súbditos se jugaba los cuartos, había decidido apartar a los Borbones del trono español, nombrando a un rey de su familia. «Un pueblo gobernado por curas -comentó, convencido- es incapaz de luchar». Y luego se fumó un puro. Y es que como militar y emperador Napoleón era un filigranas; pero como psicólogo no tenía ni puta idea. [Continuará].
http://www.perezreverte.com/articulo/pa ... espana-xl/
Godoy no era exactamente gilipollas. Nos salió listo y con afición, pero el asunto que se ganó a pulso arrugando sábanas del lecho real, gobernar aquella España, era tela marinera. Echen cuentas ustedes mismos: una reina propensa a abrir 180º las piernas varias veces al día, un rey bondadoso y estúpido, una iglesia católica irreductible, una aristocracia inculta e impresentable, una progresía acojonada por los excesos guillotineros de la Revolución francesa, y un pueblo analfabeto, indolente, más inclinado a los toros y a los sainetes de majos y copla en plan Sálvame -y ahí seguimos todos- que al estudio y al trabajo del que pocos solían dar ejemplo. Aquéllos, desde luego, no eran mimbres para hacer cestos. A eso hay que añadir la mala fe tradicional de Gran Bretaña, sus negociantes y tenderos, siempre con un ávido ojo puesto en lo nuestro de América y en el Mediterráneo, que con el habitual cinismo inglés procuraban engorrinar el paisaje cuanto podían. Lo que en plena crisis revolucionaria europea, con aquella España indecisa y mal gobernada, estaba chupado. El caso es que Godoy, pese a sus buenas intenciones -era un chaval moderno, protector de ilustrados como el dramaturgo Moratín-, se vio todo el rato entre Pinto y Valdemoro, o sea, entre los ingleses, que daban por saco lo que no está escrito, y los franceses, a los que ya se les imponía Napoleón e iban de macarras insoportables. Alianzas y contraalianzas diversas, en fin, nos llevaron de aquí para allá, de luchar contra Francia a ser sus aliados para enfrentarnos a Inglaterra, pagando nosotros la factura, como de costumbre. Hubo una guerrita cómoda y facilona contra Portugal -la guerra de las Naranjas-, un intento de toma de Tenerife por Nelson donde los canarios le hicieron perder un brazo y le dieron, a ese chulo de mierda, las suyas y las del pulpo, y una batalla de Trafalgar, ya en 1805, donde la poca talla política de Godoy nos puso bajo el incompetente mando del almirante gabacho Villeneuve, y donde Nelson, aunque palmó en el combate, se cobró lo del brazo tinerfeño haciéndonos comernos una derrota como el sombrero de un picador. Lo de Trafalgar fue grave por muchos motivos: aparte de quedarnos sin barcos para proteger las comunicaciones con América, convirtió a los ingleses en dueños del mar para casi un siglo y medio, y a nosotros nos hizo polvo porque allí quedó destrozada la marina española, que por tales fechas estaba mandada por oficiales de élite como Churruca, Gravina y Alcalá Galiano, marinos y científicos ilustrados, prestigiosos herederos de Jorge Juan, que leían libros, sabían quién era Newton y eran respetados hasta por sus enemigos. Trafalgar acabó con todo eso, barcos, hombres y futuro, y nos dejó a punto de caramelo para los desastres que iban a llegar con el nuevo siglo, mientras las dos Españas que habían ido apuntando como resultado de las ideas modernas y el enciclopedismo, o sea y resumiendo fácil, la partidaria del trono y del altar y la inclinada a ponerlos patas arriba, se iban definiendo con más nitidez. España había registrado muchos cambios positivos, e incluso en los sectores reaccionarios había una tendencia inevitable a la modernidad que se sentía también en las colonias americanas, que todavía no cuestionaban su españolidad. Todo podía haberse logrado, progreso e independencias americanas, de manera natural, amistosa, a su propio ritmo histórico. Pero la incompetencia política de Godoy y la arrogante personalidad de Napoleón fabricaron una trampa mortal. Con el pretexto de conquistar Portugal, el ya emperador de los franceses introdujo sus ejércitos en España, anuló a la familia real, que dio el mayor ejemplo de bajeza, servilismo y abyección de nuestra historia, y después de que el motín de Aranjuez (organizado por el príncipe heredero Fernando, que odiaba a Godoy) derribase al favorito, se llevó a Bayona, en Francia, invitados en lo formal pero prisioneros en la práctica, a los reyes viejos y al principito, que dieron allí un espectáculo de ruindad y rencillas familiares que todavía hoy avergüenza recordar. Bajo tutela napoleónica, Carlos IV acabó abdicando en Fernando VII, pero aquello era un paripé. La península estaba ocupada por ejércitos franceses, y el emperador, ignorando con qué súbditos se jugaba los cuartos, había decidido apartar a los Borbones del trono español, nombrando a un rey de su familia. «Un pueblo gobernado por curas -comentó, convencido- es incapaz de luchar». Y luego se fumó un puro. Y es que como militar y emperador Napoleón era un filigranas; pero como psicólogo no tenía ni puta idea. [Continuará].
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Re: HISTORIA DE AQUÍ, POR CAPÍTULOS
Una historia de España (XLI)
Y ahora, la tragedia. Porque para algunos aquello debió de ser desgarrador y terrible. Pónganse ustedes en los zapatos de un español con inteligencia y cultura. Imaginen a alguien que leyera libros, que mirase el mundo con espíritu crítico, convencido de que las luces, la ilustración y el progreso que recorrían Europa iban a sacar a España del pozo siniestro donde reyes incapaces, curas fanáticos y gentuza ladrona y oportunista nos habían tenido durante siglos. Y consideren que ese español de buena voluntad, mirando más allá de los Pirineos, llegase a la conclusión de que la Francia napoleónica, hija de la Revolución pero ya templada por el sentido común de sus ciudadanos y el genio de Bonaparte, era el foco de luz adecuado; el faro que podía animar a los españoles de buen criterio a sacudirse el polvo miserable en el que vivían rebozados y hacer de éste un país moderno y con futuro: libros, ciencia, deberes ciudadanos, responsabilidad intelectual, espíritu crítico, libre debate de ideas y otros etcéteras. Imaginen, por tanto, que ese español, hombre bueno, recibe con alborozo la noticia de que España y Francia son aliadas y que en adelante van a caminar de la mano, y comprende que ahí se abre una puerta estupenda por la que su patria, convertida en nación solidaria, va a respirar un aire diferente al de las sacristías y calabozos. Imaginen a ese español, con todas sus ilusiones, viendo que los ejércitos franceses, nuestros aliados, entran en España con la chulería de quienes son los amos de Europa. Y que a Carlos IV, su legítima, el miserable de su hijo Fernando y el guaperas Godoy, o sea, la familia Telerín, se los llevan a Francia medio invitados medio prisioneros, mientras Napoleón decide poner en España, de rey, a un hermano suyo. Un tal Pepe. Y que eso la gente no lo traga, y empieza el cabreo, primero por lo bajini y luego en voz alta, cuando los militares gabachos empiezan a pavonearse y arrastrar el sable por los teatros, los toros y los cafés, y a tocarles el culo a las bailaoras de flamenco. Y entonces, por tan poco tacto, pasa lo que en este país de bronca y navaja tiene que pasar sin remedio, y es que la chusma más analfabeta, bestia y cimarrona, la que nada tiene que perder, la de siete muelles, clac, clac, clac, y navajazo en la ingle, monta una pajarraca de veinte pares de cojones en Madrid, el 2 de mayo de 1808, y aunque al principio sólo salen a la calle a escabechar franchutes los muertos de hambre, los chulos de los barrios bajos y las manolas de Lavapiés, mientras toda la gente llamada de orden se queda en sus casas a verlas venir y las autoridades les succionan el ciruelo a los franceses, la cosa se va calentando, Murat (que es el jefe de los malos) ordena fusilar a mansalva, los imperiales se crecen, la gente pacífica empieza a cabrearse también, los curas toman partido contra los franceses que traen ideas liberales, se corre la insurrección como un reguero de pólvora, y toda España se alza en armas, eso sí, a nuestra manera, cada uno por su cuenta y maricón el último, y esto se vuelve un desparrame peninsular del copón de Bullas. Y ahí es cuando llega el drama para los lúcidos y cultos; para quienes saben que España se levanta contra el enemigo equivocado, porque esos invasores a los que degollamos son el futuro, mientras que las fuerzas que defienden el trono y el altar son, en su mayor parte, la incultura más bestia y el más rancio pasado. Así que calculen la tragedia de los inteligentes: saber que quien trae la modernidad se ha convertido en tu enemigo, y que tus compatriotas combaten por una causa equivocada. Ahí viene el dilema, y el desgarro: elegir entre ser patriota o ser afrancesado. Apoyar a quienes te han invadido, arriesgándote a que te degüellen tus paisanos, o salir a pelear junto a éstos, porque más vale no ir contra corriente o porque, por muy ilustrado que seas, cuando un invasor te mata al vecino y te viola a la cuñada no puedes quedarte en casa leyendo libros. De ese modo, muchos de los que saben que, pese a todo, los franceses son la esperanza y son el futuro, se ven al cabo, por simple dignidad o a la fuerza, con un fusil en la mano, peleando contra sus propias ideas en ejércitos a lo Pancho Villa, en partidas de guerrilleros con cruces y escapularios al cuello, predicados por frailes que afirman que los franceses son la encarnación del demonio. Y así, en esa guerra mal llamada de la Independencia (aquí nunca logramos independizarnos de nosotros mismos), toda España se vuelve una trampa inmensa, tanto para los franceses como para quienes -y esto es lo más triste de todo-, creyeron que con ellos llegaban, por fin, la libertad y las luces.
[Continuará].
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Y ahora, la tragedia. Porque para algunos aquello debió de ser desgarrador y terrible. Pónganse ustedes en los zapatos de un español con inteligencia y cultura. Imaginen a alguien que leyera libros, que mirase el mundo con espíritu crítico, convencido de que las luces, la ilustración y el progreso que recorrían Europa iban a sacar a España del pozo siniestro donde reyes incapaces, curas fanáticos y gentuza ladrona y oportunista nos habían tenido durante siglos. Y consideren que ese español de buena voluntad, mirando más allá de los Pirineos, llegase a la conclusión de que la Francia napoleónica, hija de la Revolución pero ya templada por el sentido común de sus ciudadanos y el genio de Bonaparte, era el foco de luz adecuado; el faro que podía animar a los españoles de buen criterio a sacudirse el polvo miserable en el que vivían rebozados y hacer de éste un país moderno y con futuro: libros, ciencia, deberes ciudadanos, responsabilidad intelectual, espíritu crítico, libre debate de ideas y otros etcéteras. Imaginen, por tanto, que ese español, hombre bueno, recibe con alborozo la noticia de que España y Francia son aliadas y que en adelante van a caminar de la mano, y comprende que ahí se abre una puerta estupenda por la que su patria, convertida en nación solidaria, va a respirar un aire diferente al de las sacristías y calabozos. Imaginen a ese español, con todas sus ilusiones, viendo que los ejércitos franceses, nuestros aliados, entran en España con la chulería de quienes son los amos de Europa. Y que a Carlos IV, su legítima, el miserable de su hijo Fernando y el guaperas Godoy, o sea, la familia Telerín, se los llevan a Francia medio invitados medio prisioneros, mientras Napoleón decide poner en España, de rey, a un hermano suyo. Un tal Pepe. Y que eso la gente no lo traga, y empieza el cabreo, primero por lo bajini y luego en voz alta, cuando los militares gabachos empiezan a pavonearse y arrastrar el sable por los teatros, los toros y los cafés, y a tocarles el culo a las bailaoras de flamenco. Y entonces, por tan poco tacto, pasa lo que en este país de bronca y navaja tiene que pasar sin remedio, y es que la chusma más analfabeta, bestia y cimarrona, la que nada tiene que perder, la de siete muelles, clac, clac, clac, y navajazo en la ingle, monta una pajarraca de veinte pares de cojones en Madrid, el 2 de mayo de 1808, y aunque al principio sólo salen a la calle a escabechar franchutes los muertos de hambre, los chulos de los barrios bajos y las manolas de Lavapiés, mientras toda la gente llamada de orden se queda en sus casas a verlas venir y las autoridades les succionan el ciruelo a los franceses, la cosa se va calentando, Murat (que es el jefe de los malos) ordena fusilar a mansalva, los imperiales se crecen, la gente pacífica empieza a cabrearse también, los curas toman partido contra los franceses que traen ideas liberales, se corre la insurrección como un reguero de pólvora, y toda España se alza en armas, eso sí, a nuestra manera, cada uno por su cuenta y maricón el último, y esto se vuelve un desparrame peninsular del copón de Bullas. Y ahí es cuando llega el drama para los lúcidos y cultos; para quienes saben que España se levanta contra el enemigo equivocado, porque esos invasores a los que degollamos son el futuro, mientras que las fuerzas que defienden el trono y el altar son, en su mayor parte, la incultura más bestia y el más rancio pasado. Así que calculen la tragedia de los inteligentes: saber que quien trae la modernidad se ha convertido en tu enemigo, y que tus compatriotas combaten por una causa equivocada. Ahí viene el dilema, y el desgarro: elegir entre ser patriota o ser afrancesado. Apoyar a quienes te han invadido, arriesgándote a que te degüellen tus paisanos, o salir a pelear junto a éstos, porque más vale no ir contra corriente o porque, por muy ilustrado que seas, cuando un invasor te mata al vecino y te viola a la cuñada no puedes quedarte en casa leyendo libros. De ese modo, muchos de los que saben que, pese a todo, los franceses son la esperanza y son el futuro, se ven al cabo, por simple dignidad o a la fuerza, con un fusil en la mano, peleando contra sus propias ideas en ejércitos a lo Pancho Villa, en partidas de guerrilleros con cruces y escapularios al cuello, predicados por frailes que afirman que los franceses son la encarnación del demonio. Y así, en esa guerra mal llamada de la Independencia (aquí nunca logramos independizarnos de nosotros mismos), toda España se vuelve una trampa inmensa, tanto para los franceses como para quienes -y esto es lo más triste de todo-, creyeron que con ellos llegaban, por fin, la libertad y las luces.
[Continuará].
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