"El gran viaje de Clemente"
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Re: "El gran viaje de Clemente"
No paro de mirar este tema por si ya hay algún capítulo nuevo.....
Me tiene enganchado, muchas gracias paté.
Me tiene enganchado, muchas gracias paté.
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Re: "El gran viaje de Clemente"
A ver si hoy pillo tiempo......
Gracias a todos.
Paté
Gracias a todos.
Paté
Era tan bello el instante, que para detenerlo, sólo quedaba una opción.......el silencio.
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Re: "El gran viaje de Clemente"
Es sencillamente fantástico, que personaje en la linea del Wilt de Sharpe o el Ignatius Reilly de Kennedy Toole! No paro de reirme , muchísimas gracias y enhorabuena po escribir así de bien!
Si hay que ir, se vá.....!
He rodado en el Jarama, subido Stelvio, buceado en el Thistlegorm y con tiburones, y ahora......
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Re: "El gran viaje de Clemente"
XVº
<<Podríamos decir que Clemente estaba dotado para determinadas cosas. Por ejemplo, una cata de cervezas a ciegas, suponía sin margen de error, que adivinaría que marca de cerveza era la degustada. Podía incluso detectar por el regusto de la bebida, la planta embotelladora. Cuestión de matices, decía. Pero si algo era meridianamente claro, era que el altísimo no le había bendecido con la sabiduría necesaria para anticiparse a los cambios climáticos.
Una vez hubo salido del hermoso, y por aquel entonces caótico pueblo, enfiló rumbo al norte con el propósito claro de llegar antes del anochecer a casa del primo de la Pepi. Ignoraba que era tal el paisaje desolador que dejaba atrás, que había llegado el caso que alguno de los ancianos de la aldea, se enfundaron el casco del ejercito, usado en la segunda gran guerra, en la creencia de que las hordas nazis volvían a invadirles. Uno de ellos llegó a disparar a un helicóptero de la Gendarmería suponiendo que era un caza Stuka que se disponía a soltar una bomba en la plaza del pueblo.
Cuando llevaba media hora de desenfreno rutero, aparecieron en el horizonte unas, al principio pequeñas, nubes de color grisáceo. Al poco unas gotitas de agua se reflejaban en la pantalla del casco, pero supuso que era algo pasajero. Súbitamente el cielo se volvió negro, lo que eran unas pequeñas gotas de lluvia, pronto fue una tormenta muy seria. Buscó sin éxito un lugar donde cobijarse, un puente, un viaducto, una casa con alero, pero tan sólo veía grandes árboles a ambos lados de la carretera. Estuvo tentado de parar debajo de uno, pero recordó como el cuñado de su vecino Aniceto, había sido fulminado por un rayo al cobijarse debajo de un chopo cuando regresaba de faenar en el trujal, y pensó que era una mala idea.
El barbour le protegía de la lluvia, mejor dicho diluvio, en la parte superior del cuerpo, pero necesitaba detenerse para enfundarse los pantalones amarillos de loneta impermeabilizada, que le daban aspecto de grumete de un petrolero, y así mitigar el empape que tenía ya en las piernas. Detuvo la Sanglas y se puso a rebuscar en las alforjas. No recordaba donde lo había guardado, así que tuvo que sacar todo el equipaje hasta dar con él. Ponerse el pantalón estando calzado con las botas militares, no fue tarea sencilla. Para cuando lo consiguió, ya asomaba un tímido rayo de sol de entre los nubarrones, y al retomar la marcha, cesó la tormenta y el astro rey volvía a sacudir con fuerza inaudita. Diez minutos después tocó detenerse para quitarse de nuevo el pantalón. Curiosamente ahora la ruta cruzaba multitud de puentes, marquesinas y cobijos de todo tipo.
Tanto trajín le había hecho sudar. Paró en otra gasolinera, rellenó de nuevo el tanque de gasolina, y se compró dos cervezas frías. Ya repuesto del acaloramiento, y antes de concluir la etapa que le llevaría por fin, a un cobijo con una cama decente, o eso imaginaba, consultó el mapa. Era un enclave fácil de encontrar. Hasta un tonto de baba daría con él a ciegas. Soltó un gran eructo, que el empleado confundió con el ruido a frenos de un trailer gigantesco, y enroscó el puño dispuesto a llegar sin más demora.
Una hora larga después estaba parado en una rotonda intentando decidir para donde seguir. Por supuesto eligió la opción equivocada. Se suponía que no debía estar a más de cinco kilómetros de la residencia de acogida. Otra hora más tarde estaba completamente perdido, y recogía del suelo el mapa que había tirado y pisoteado en un ataque de rabia. La verdad es que seguía estando a menos de esos cinco kilómetros, pero era un sin fin de carreteras y cruces con los que se topaba.
Había pasado por una pequeña iglesia y su cementerio, al menos media docena de veces. Cada vez lo hacía de un lado distinto, así que al menos tenía una visión completa de la arquitectura del edifico, cosa que le traía al fresco.
Se apiadó de él un campesino que le vio ojear el mapa y que se ofreció a ayudarle. Fue nombrar a la mujer del primo de la Pepi, esa tal Odile Pernod, y el buen hombre no alcanzaba a colmar de sonrisas y de detalles a Clemente. Le conminó a seguirle en la moto, mientras él encabezaba la marcha con un tractor y un remolque cargado de carbón. Al poco se divisaba a unos doscientos metros la entrada a una finca. El aldeano con gestos inequívocos le dijo que esa era la dirección que buscaba, y dio media vuelta y se marcho todo lo rápido que permitía el vehículo agrícola.
Digamos que Clemente no lucía brillante. El largo viaje, las juergas pretéritas, y los últimos minutos detrás de un remolque de carbón hacían de él una especie de Sydney Poitier motorizado. Llegó a la verja de la parcela. Era de hierro forjado y daba paso a un camino que conducía a una gigantesca casa, flanqueada a medio trayecto por dos palacetes de mediano tamaño. Uno de ellos acristalado, y que según se podía apreciar, habitado por multitud de aves. Y el otro, que en su día albergaba las caballerizas, estaba siendo pintado en uno de sus flancos. Para entrar había un interfono que hizo sonar. Al poco se presentó un señor con cara de pocos amigos, invitándole a marcharse, ya que no eran bien recibidos los mendigos, y que los señores ya daban bastante limosna a la iglesia. Le hizo saber que no era un pordiosero, y se lo dijo alto y despacito para que ese señor le entendiera, pero este, le hizo saber que era portugués, pero no idiota, y que entendía casi perfectamente el castellano.
Acto seguido, y aclarado que Clemente no venía a mendigar, le dijo que si era el pocero que venía a desinfectar el pozo negro, que la cita era para el día siguiente, y que ya podía coger la moto de mierda y volver mañana, pero Clemente le dijo que el señor le esperaba, y que aun no, pero que en breve sería pariente del señor, a lo cual el portugués respondió con cara de sorpresa, cambiando de actitud y siendo más complaciente.
Una vez aclarado el entuerto, el hombre indicó que podría dejar el equipaje junto a la entrada de la residencia, que alguien se ocuparía de él, y que después podría acercar la motocicleta al pabellón que estaba siendo pintado, y que allí el mecánico se haría cargo de ella. También le dijo que podría usar el baño del pabellón si deseaba asearse, ya que al parecer la señora era muy escrupulosa en materia de higiene.
Una vez en el aseo, el mismo se asustó de su aspecto. Tenía parte de la cara negra, al igual que el cuello, aunque la parte del mentón estaba sin carbonilla, lo cual le daba una apariencia grotesca en extremo. Se limpió como pudo y lo mejor que pudo y se dirigió a la casa con la inquietud de conocer a Domingo y a su esposa Odile. Clemente que era un tipo avispado, dedujo que allí “había posibles”, sin lugar a dudas.
La puerta se abrió nada más llegar y sin necesidad de llamar. Su equipaje había desaparecido, y eso incluía la paellera y el camping gas. En la puerta había una mujer vestida como en las películas, con delantal y cofia blancas, y le indicó que le acompañara. Le pasó a un estudio lleno de estanterías con miles de libros, un piano y un sofá de color marfil. No llegó a usarlo. Otra puerta se abrió al fondo de la estancia y de ella surgió un hombre muy grande y con unos kilos de más. Vestía de traje color gris, con una camisa blanca y sin corbata. En su lugar un pañuelo de colorines a juego con otro que sobresalía del bolsillo superior de la americana.
Parecía un hombre amable y muy cercano, pero al ver a Clemente puso cara de pánico y le cogió del brazo tirando de él hacía afuera. Que no te vea así mi mujer por dios, le dijo, y dio unas ordenes a la muchacha que le trasladó a toda velocidad a una alcoba, donde ya estaban todas sus pertenencias. Le mostró el baño anexo, y abrió el grifo de una bañera del tamaño de una piscina olímpica, como invitándole a usarla.
Media hora más tarde, y tras un reconfortante baño que dejó el esmalte de la bañera con un cerco de color negro intenso, se afeitó y busco una ropa limpia en su equipaje. La otra ropa que se había quitado y dejado tirada en el suelo, había desaparecido. Las cosas que tenía en los bolsillos, estaban sobre un sinfonier, y eso incluía el bote con las pastillas reconstituyentes.
Ya más adecentado salió al pasillo, donde le aguardaba la chica, que de nuevo le condujo al despacho anterior. Allí le esperaba Domingo, que le hizo un gran aprecio y le explicó que su mujer, que era una buena mujer, era muy tiquismiquis con la limpieza, y que aunque él entendía el aspecto que había traído, ella no lo hubiera hecho, y se hubiera puesto como una loca y todo eso. Al poco se oyó una sonora carcajada y abriéndose la puerta entró una mujer diminuta, delgada al extremo, vestida con una prenda con plumas a su alrededor, y un tocado con dos adornos, también de plumas exóticas.
La risa se volvió gesto serio, pero Domingo, al que la señora Odile llamaba “Dodó”, le contó que Clemente había sido víctima de unos malhechores que le habían robado el dinero y la ropa, y que por eso vestía de ese modo. Si bien no entendió que tenía de malo su forma de vestir, y más teniendo en cuenta que se había vestido con la mejor de sus camisetas para complacerle, dejó por cortesía correr el asunto. Ella cambió de nuevo el gesto y lo volvió más amable y tomándole del brazo le condujo hacia el jardín, para que el paseo le sosegara de la mala, e inexistente, experiencia que se suponía había sufrido. “Dodó” iba traduciendo todo lo que la mujer le decía, incluido que al día siguiente se pondría en contacto con un pariente suyo, comisario de policía, para que detuvieran a los asaltantes, y pagaran por sus fechorías.
Llevarían apenas cinco minutos de paseo cuando de nuevo se puso a diluviar. Como quiera que estaban mas próximos al pabellón donde se aseó y dejó la moto, fueron corriendo a refugiarse allí. La señora parecía volar, era tal su liviandad que cualquiera podría haberla confundido con un jilguero, y vestida con plumas como iba, lo parecía.
Cuando pasaron al interior de la estancia Clemente se quedó asombrado. Un inmenso garaje repleto de coches aparcados unos junto a otros, dejando en medio un pasillo que culminaba en una especie de taller, donde el mecánico estaba trabajando en la Sanglas. La moto, “su” moto, estaba prácticamente desmontada y el buen hombre enredaba en la culata, haciendo gestos de disgusto. Le dio un montón de explicaciones, que Clemente no entendió, pero que fueron traducidas por “Dodó”. Tenía alguna válvula doblada y costaría al menos un par de días hacerse con una nueva. Era un motor que había sido exigido más allá de sus posibilidades, que al parecer, no eran muchas. No obstante el señor confiaba no sólo en reparar la moto, sino que con unos pequeños retoques, mejorar sus prestaciones. Algo de un kit de carburación, un filtro de aire “no sé que”, planificar culata y limar conductos.
La exposición de automóviles era una maravilla. Dado el parentesco con la familia Citröen, abundaban los modelos de la marca. Había varios “Tractión”, conocidos en España como “Patos”, un CX familiar y otro berlina de color negro, con una banderita francesa en la aleta delantera, un coche que había pertenecido a un ministro de Georges Pompidou y que era un coche blindado. Un impresionante SM con motor Maserati, regalo de bodas para “Dodó”. Era ridículo llamarle así, pero al parecer le hacía más tierno a ojos de su esposa. Un Citröen DS Cabriolet del año 61, en estado de colección y con apenas seis mil kilómetros de uso, con la pintura color champán en estado original y tapizado en cuero granate. Un 2CV y un Mehari que se usaban a diario para cualquier menester, sobre todo este último, por que al parecer le daba “aires de libertad y la impresión de volar” a la señora Odile. Varios Panhard de motor trasero, un MATRA de competición adornado con los colores de “Pernod”, empresa que pertenecía a la familia de ella y de la cual era accionista. Y algún que otro modelo sin más interés, como un Delage de los años veinte y un Studebaker americano.
Las paredes estaban adornadas con fotos que hacían referencia la mundo del motor. El protagonista de ellas era un señor muy delgado, con monóculo y fusta de montar a caballo. En una e ellas estaba encaramado a un Jeep de la Segunda Guerra Mundial, en otra junto a un militar con muchas condecoraciones pasando revista a un escuadrón de tanques. En la más grande ellas, ya sin monóculo, y vestido con ropa invernal, ofrecía una copa al vencedor del Rally de Montecarlo 1966, que estaba sobre el capot de un DS 21. A instancias de “Dodó” fueron a mirar una fotito en la que aparecía él junto a un camión Pegaso cargado de naranjas, y el cual conducía, el día que conoció a su mujer.
Aquel día, recordó, sufrió un terrible accidente de tráfico al chocar contra una cosechadora en las inmediaciones de la casa, y como quiera que del impacto salió volando por la luna delantera, y dicha escena fue observada por Odile, que comparó su vuelo con el de un Cóndor andino, por lo majestuoso y voluminoso del animal, cayó rendida y locamente enamorada del pobre chófer, que era Domingo. La foto fue hecha unas pocas horas antes del suceso, y se guardaba en un rincón para evitar desgracias.
Cesó de llover y caminaron hasta el pabellón contiguo. Allí, tal y como había observado, se encerraba un gigantesco lugar lleno de aves. Loros, cacatúas, cotorras, papagayos, periquitos multicolores, volaban alocadamente y se dedicaban a destrozar todo lo que tenían a su alcance. Grandes troncos y un estanque artificial intentaban recrear un lugar salvaje. Odile le señaló que entre ellos destacaba el Papagayo Kea, un bicho de plumaje poco colorido, pero de una inteligencia y rareza descomunales. Procedente de Nueva Zelanda, era un ejemplar casi único en Francia. La joya de la corona, algo a quien cuidar y mimar al extremo.
En aquel ambiente parecía estar en el cielo. Los ojos de la diminuta mujer brillaban del mismo modo y con la misma intensidad, con la que brillaba la cara de preocupación de su marido. Este creía que la obsesión de Odile por las aves estaba sobrepasando lo racional, y le mostró su preocupación por el empeño que tenía en subir algún día al espacio, si es que ello fuera posible alguna vez.
De vuelta a casa, entablaron conversación sobre los automóviles, y Domingo le dijo que para el día siguiente daría ordenes de que le preparan el Citröen SM de motor Maserati, ese que tenía un frontal lleno de faros, y así podría visitar alguno de los impresionantes Chateau, como el de Blois, mientras él se ocupaba de unos asuntos privados.
Supo que Odile había hecho traer ropa de su talla y que esa noche ella tenía cena y partida de bridge con unas amigas. Ellos deberían cenar a solas y que esperaba que supiera disculparle. Desde la conversación con Domingo en el pabellón de los loros, le notaba abatido, y fue ver en el sinfonier el frasco de las pastillitas, cuando supo que tenía la solución a su desanimo.
Mientras cenaban en un comedorcito privado, fueron llegando las amigas de la señora. Las veía llegar en espléndidos automóviles de lujo, todas con chófer de uniforme, que se bajaban solícitos a abrir la puerta. Jaguar, Rolls-Royce, Bentley, daban paso a señoras impecables. Llamó la atención la llegada de un Mini, con una mujer, que conducía ella misma, vestida de ropa chillona, de aspecto muy menudo, y que según supo, era la hermana bohemia de Odile. La loca de la familia, aunque a Clemente le pareció la más normal de todos.
En privado, y lejos del control de su esposa, Domingo era un hombre mas relajado. No es que estuviera llevando una mala vida, pero el amor que sentía por su esposa se tornaba preocupación constante en intentar no molestarla con detalles, como el de usar mas de cuatro horas una camisa, no limpiarse las manos una vez cada hora, ducharse al menos tres veces al día, y toda una serie de normas que le traían de cabeza. Continuos viajes a ver exposiciones de pájaros, zoos y ferias, le habían servido para dar la vuelta al mundo, cosa que no todo el personal podía decir. En el fondo añoraba sus viajes con el camión cargado de naranjas, y Clemente en un ataque de lucidez, y con ya media botella de oporto en el estómago, le aconsejó comprarse un camión nuevo y dedicarse él también a tener una afición. Dar de vez en cuando un paseo a lomos de un camión le vendría estupendamente para evitar tensiones. Trabajar sin necesidad.
Domingo le hizo saber que ya tenía un hobby. Coleccionaba armas, sobre todo armas de fuego. Más tarde le mostraría su colección que permanecía bajo llave en una estancia anexa. En aquel comedorcito podían ver una muestra colgada de la pared. Un trabuco de borda del siglo XVIII, en perfecto estado de revista. Era un trabuco rescatado de un buque inglés dedicado al pirateo y que se usaba como arma de avancarga en asaltos y abordajes.
Después de la cena, regada con la botella de oporto, una de vino blanco, otra de vino de Rioja, y un par de copas de Napoleón, no paraban de reír contándose anécdotas de su país. No obstante se detectaba en Domingo un cierto aire de melancolía, que decidió resolver con una de sus pastillitas. Le invitó a tomar uno de sus reconstituyentes, y él haría lo mismo. Pasaron entonces a cuarto de la colección de armas. Es cierto que tardaron en conseguir abrir la puerta, pero cuando lo lograron apareció ante ellos una colección de armas increíbles, fusiles, mosquetes, más trabucos, arcabuces, pistolas, ametralladoras, arcos, ballestas. Fue una de estas últimas la que capto la atención de Clemente, que ya empezaba a notar los efectos beneficiosos de la pastilla. Se sentía eufórico y libre de cansancio. “Dodó” empezaba a sentirse igual, y cogió la ballesta y de un cajón sacó un grupo de flechas para cargar el artilugio. Abrieron la ventana de par en par y se dispusieron a disparar. El objetivo era un gran árbol situado a no más de cincuenta metros de allí. La nocturnidad de la escena dificultaba un poco las cosas, la verdad, pero el estado de ánimo tan placentero facilitaba la puntería. O eso imaginaban.
“Dodó” disparó primero para mostrar como debía hacerse. Desafortunadamente no tuvo mucha puntería y la flecha fue a clavarse con furia en el marco del gran ventanal. El turno de Clemente llegó a continuación. Para no errar se aproximó a la ventana y saco el arma por ella. Disparó y la flecha surcó el aire y la perdieron de vista. Fue a incrustarse en la rueda del Rolls-Royce que permanecía aparcado a más de trescientos metros. Un nuevo disparo de Domingo terminó clavado en el árbol, a unos dos pisos de altura. Para celebrar la hazaña, Clemente disparó de nuevo, y esta vez acertó de lleno. Pero acertó de lleno en el papagayo Kea que murió en el acto. Sería a la mañana siguiente cuando tuvieran noticias de ello.
Muertos de la risa y con muchas ganas de correr y de saltar, estuvieron un rato jugando a la ruleta rusa. La diosa fortuna que acompañaba a Clemente quiso una vez más que aquella locura no terminara en funeral. Como colofón, cargaron el trabuco de borda, cosa nada sencilla, y se dispusieron a salir al jardín por la ventana, para esquivar a las señoras que jugaban al bridge. Desafortunadamente toparon con la hermana de Odile que había salido a fumar, y a tomar el aire que le faltaba en compañía de ella y sus amigas. Tampoco fumaba tabaco, eso estaba muy claro, y también estaba en un estado de euforia similar al suyo. Al ver las intenciones de la pareja, insistió en que ella dispararía la primera salva, y se produjo un forcejeo, un “tuya-mía” que concluyó con un disparo fortuito.
El atronador ruido fue acompañado de un fogonazo que iluminó el jardín, y tiró al suelo a la mujer. Tirar al suelo a Domingo era más difícil, quizás con el retroceso de un cañón, pero no con el de un trabuco. El disparó penetró por una de las ventanas con un gran estruendo, alcanzó diana en el parador que guardaba la vajilla de Limoges y la cristalería de Bohemia, que se derrumbó con gran estrépito, para atravesar la pared y reventar las tuberías del baño donde obraba una de las damas invitadas. La pobre señora salió espantada del cuarto de baño, con las bragas en los tobillos, empapada de agua y era tal su indignación que ordenó que trajeran su coche de inmediato, para marcharse de aquel manicomio. No pudo ser, el coche tenía una rueda pinchada, atravesada por una flecha. Sin duda una conspiración.
No terminó allí la velada. Aún depararía muchas sorpresas.>>
Continuará.
Paté.
<<Podríamos decir que Clemente estaba dotado para determinadas cosas. Por ejemplo, una cata de cervezas a ciegas, suponía sin margen de error, que adivinaría que marca de cerveza era la degustada. Podía incluso detectar por el regusto de la bebida, la planta embotelladora. Cuestión de matices, decía. Pero si algo era meridianamente claro, era que el altísimo no le había bendecido con la sabiduría necesaria para anticiparse a los cambios climáticos.
Una vez hubo salido del hermoso, y por aquel entonces caótico pueblo, enfiló rumbo al norte con el propósito claro de llegar antes del anochecer a casa del primo de la Pepi. Ignoraba que era tal el paisaje desolador que dejaba atrás, que había llegado el caso que alguno de los ancianos de la aldea, se enfundaron el casco del ejercito, usado en la segunda gran guerra, en la creencia de que las hordas nazis volvían a invadirles. Uno de ellos llegó a disparar a un helicóptero de la Gendarmería suponiendo que era un caza Stuka que se disponía a soltar una bomba en la plaza del pueblo.
Cuando llevaba media hora de desenfreno rutero, aparecieron en el horizonte unas, al principio pequeñas, nubes de color grisáceo. Al poco unas gotitas de agua se reflejaban en la pantalla del casco, pero supuso que era algo pasajero. Súbitamente el cielo se volvió negro, lo que eran unas pequeñas gotas de lluvia, pronto fue una tormenta muy seria. Buscó sin éxito un lugar donde cobijarse, un puente, un viaducto, una casa con alero, pero tan sólo veía grandes árboles a ambos lados de la carretera. Estuvo tentado de parar debajo de uno, pero recordó como el cuñado de su vecino Aniceto, había sido fulminado por un rayo al cobijarse debajo de un chopo cuando regresaba de faenar en el trujal, y pensó que era una mala idea.
El barbour le protegía de la lluvia, mejor dicho diluvio, en la parte superior del cuerpo, pero necesitaba detenerse para enfundarse los pantalones amarillos de loneta impermeabilizada, que le daban aspecto de grumete de un petrolero, y así mitigar el empape que tenía ya en las piernas. Detuvo la Sanglas y se puso a rebuscar en las alforjas. No recordaba donde lo había guardado, así que tuvo que sacar todo el equipaje hasta dar con él. Ponerse el pantalón estando calzado con las botas militares, no fue tarea sencilla. Para cuando lo consiguió, ya asomaba un tímido rayo de sol de entre los nubarrones, y al retomar la marcha, cesó la tormenta y el astro rey volvía a sacudir con fuerza inaudita. Diez minutos después tocó detenerse para quitarse de nuevo el pantalón. Curiosamente ahora la ruta cruzaba multitud de puentes, marquesinas y cobijos de todo tipo.
Tanto trajín le había hecho sudar. Paró en otra gasolinera, rellenó de nuevo el tanque de gasolina, y se compró dos cervezas frías. Ya repuesto del acaloramiento, y antes de concluir la etapa que le llevaría por fin, a un cobijo con una cama decente, o eso imaginaba, consultó el mapa. Era un enclave fácil de encontrar. Hasta un tonto de baba daría con él a ciegas. Soltó un gran eructo, que el empleado confundió con el ruido a frenos de un trailer gigantesco, y enroscó el puño dispuesto a llegar sin más demora.
Una hora larga después estaba parado en una rotonda intentando decidir para donde seguir. Por supuesto eligió la opción equivocada. Se suponía que no debía estar a más de cinco kilómetros de la residencia de acogida. Otra hora más tarde estaba completamente perdido, y recogía del suelo el mapa que había tirado y pisoteado en un ataque de rabia. La verdad es que seguía estando a menos de esos cinco kilómetros, pero era un sin fin de carreteras y cruces con los que se topaba.
Había pasado por una pequeña iglesia y su cementerio, al menos media docena de veces. Cada vez lo hacía de un lado distinto, así que al menos tenía una visión completa de la arquitectura del edifico, cosa que le traía al fresco.
Se apiadó de él un campesino que le vio ojear el mapa y que se ofreció a ayudarle. Fue nombrar a la mujer del primo de la Pepi, esa tal Odile Pernod, y el buen hombre no alcanzaba a colmar de sonrisas y de detalles a Clemente. Le conminó a seguirle en la moto, mientras él encabezaba la marcha con un tractor y un remolque cargado de carbón. Al poco se divisaba a unos doscientos metros la entrada a una finca. El aldeano con gestos inequívocos le dijo que esa era la dirección que buscaba, y dio media vuelta y se marcho todo lo rápido que permitía el vehículo agrícola.
Digamos que Clemente no lucía brillante. El largo viaje, las juergas pretéritas, y los últimos minutos detrás de un remolque de carbón hacían de él una especie de Sydney Poitier motorizado. Llegó a la verja de la parcela. Era de hierro forjado y daba paso a un camino que conducía a una gigantesca casa, flanqueada a medio trayecto por dos palacetes de mediano tamaño. Uno de ellos acristalado, y que según se podía apreciar, habitado por multitud de aves. Y el otro, que en su día albergaba las caballerizas, estaba siendo pintado en uno de sus flancos. Para entrar había un interfono que hizo sonar. Al poco se presentó un señor con cara de pocos amigos, invitándole a marcharse, ya que no eran bien recibidos los mendigos, y que los señores ya daban bastante limosna a la iglesia. Le hizo saber que no era un pordiosero, y se lo dijo alto y despacito para que ese señor le entendiera, pero este, le hizo saber que era portugués, pero no idiota, y que entendía casi perfectamente el castellano.
Acto seguido, y aclarado que Clemente no venía a mendigar, le dijo que si era el pocero que venía a desinfectar el pozo negro, que la cita era para el día siguiente, y que ya podía coger la moto de mierda y volver mañana, pero Clemente le dijo que el señor le esperaba, y que aun no, pero que en breve sería pariente del señor, a lo cual el portugués respondió con cara de sorpresa, cambiando de actitud y siendo más complaciente.
Una vez aclarado el entuerto, el hombre indicó que podría dejar el equipaje junto a la entrada de la residencia, que alguien se ocuparía de él, y que después podría acercar la motocicleta al pabellón que estaba siendo pintado, y que allí el mecánico se haría cargo de ella. También le dijo que podría usar el baño del pabellón si deseaba asearse, ya que al parecer la señora era muy escrupulosa en materia de higiene.
Una vez en el aseo, el mismo se asustó de su aspecto. Tenía parte de la cara negra, al igual que el cuello, aunque la parte del mentón estaba sin carbonilla, lo cual le daba una apariencia grotesca en extremo. Se limpió como pudo y lo mejor que pudo y se dirigió a la casa con la inquietud de conocer a Domingo y a su esposa Odile. Clemente que era un tipo avispado, dedujo que allí “había posibles”, sin lugar a dudas.
La puerta se abrió nada más llegar y sin necesidad de llamar. Su equipaje había desaparecido, y eso incluía la paellera y el camping gas. En la puerta había una mujer vestida como en las películas, con delantal y cofia blancas, y le indicó que le acompañara. Le pasó a un estudio lleno de estanterías con miles de libros, un piano y un sofá de color marfil. No llegó a usarlo. Otra puerta se abrió al fondo de la estancia y de ella surgió un hombre muy grande y con unos kilos de más. Vestía de traje color gris, con una camisa blanca y sin corbata. En su lugar un pañuelo de colorines a juego con otro que sobresalía del bolsillo superior de la americana.
Parecía un hombre amable y muy cercano, pero al ver a Clemente puso cara de pánico y le cogió del brazo tirando de él hacía afuera. Que no te vea así mi mujer por dios, le dijo, y dio unas ordenes a la muchacha que le trasladó a toda velocidad a una alcoba, donde ya estaban todas sus pertenencias. Le mostró el baño anexo, y abrió el grifo de una bañera del tamaño de una piscina olímpica, como invitándole a usarla.
Media hora más tarde, y tras un reconfortante baño que dejó el esmalte de la bañera con un cerco de color negro intenso, se afeitó y busco una ropa limpia en su equipaje. La otra ropa que se había quitado y dejado tirada en el suelo, había desaparecido. Las cosas que tenía en los bolsillos, estaban sobre un sinfonier, y eso incluía el bote con las pastillas reconstituyentes.
Ya más adecentado salió al pasillo, donde le aguardaba la chica, que de nuevo le condujo al despacho anterior. Allí le esperaba Domingo, que le hizo un gran aprecio y le explicó que su mujer, que era una buena mujer, era muy tiquismiquis con la limpieza, y que aunque él entendía el aspecto que había traído, ella no lo hubiera hecho, y se hubiera puesto como una loca y todo eso. Al poco se oyó una sonora carcajada y abriéndose la puerta entró una mujer diminuta, delgada al extremo, vestida con una prenda con plumas a su alrededor, y un tocado con dos adornos, también de plumas exóticas.
La risa se volvió gesto serio, pero Domingo, al que la señora Odile llamaba “Dodó”, le contó que Clemente había sido víctima de unos malhechores que le habían robado el dinero y la ropa, y que por eso vestía de ese modo. Si bien no entendió que tenía de malo su forma de vestir, y más teniendo en cuenta que se había vestido con la mejor de sus camisetas para complacerle, dejó por cortesía correr el asunto. Ella cambió de nuevo el gesto y lo volvió más amable y tomándole del brazo le condujo hacia el jardín, para que el paseo le sosegara de la mala, e inexistente, experiencia que se suponía había sufrido. “Dodó” iba traduciendo todo lo que la mujer le decía, incluido que al día siguiente se pondría en contacto con un pariente suyo, comisario de policía, para que detuvieran a los asaltantes, y pagaran por sus fechorías.
Llevarían apenas cinco minutos de paseo cuando de nuevo se puso a diluviar. Como quiera que estaban mas próximos al pabellón donde se aseó y dejó la moto, fueron corriendo a refugiarse allí. La señora parecía volar, era tal su liviandad que cualquiera podría haberla confundido con un jilguero, y vestida con plumas como iba, lo parecía.
Cuando pasaron al interior de la estancia Clemente se quedó asombrado. Un inmenso garaje repleto de coches aparcados unos junto a otros, dejando en medio un pasillo que culminaba en una especie de taller, donde el mecánico estaba trabajando en la Sanglas. La moto, “su” moto, estaba prácticamente desmontada y el buen hombre enredaba en la culata, haciendo gestos de disgusto. Le dio un montón de explicaciones, que Clemente no entendió, pero que fueron traducidas por “Dodó”. Tenía alguna válvula doblada y costaría al menos un par de días hacerse con una nueva. Era un motor que había sido exigido más allá de sus posibilidades, que al parecer, no eran muchas. No obstante el señor confiaba no sólo en reparar la moto, sino que con unos pequeños retoques, mejorar sus prestaciones. Algo de un kit de carburación, un filtro de aire “no sé que”, planificar culata y limar conductos.
La exposición de automóviles era una maravilla. Dado el parentesco con la familia Citröen, abundaban los modelos de la marca. Había varios “Tractión”, conocidos en España como “Patos”, un CX familiar y otro berlina de color negro, con una banderita francesa en la aleta delantera, un coche que había pertenecido a un ministro de Georges Pompidou y que era un coche blindado. Un impresionante SM con motor Maserati, regalo de bodas para “Dodó”. Era ridículo llamarle así, pero al parecer le hacía más tierno a ojos de su esposa. Un Citröen DS Cabriolet del año 61, en estado de colección y con apenas seis mil kilómetros de uso, con la pintura color champán en estado original y tapizado en cuero granate. Un 2CV y un Mehari que se usaban a diario para cualquier menester, sobre todo este último, por que al parecer le daba “aires de libertad y la impresión de volar” a la señora Odile. Varios Panhard de motor trasero, un MATRA de competición adornado con los colores de “Pernod”, empresa que pertenecía a la familia de ella y de la cual era accionista. Y algún que otro modelo sin más interés, como un Delage de los años veinte y un Studebaker americano.
Las paredes estaban adornadas con fotos que hacían referencia la mundo del motor. El protagonista de ellas era un señor muy delgado, con monóculo y fusta de montar a caballo. En una e ellas estaba encaramado a un Jeep de la Segunda Guerra Mundial, en otra junto a un militar con muchas condecoraciones pasando revista a un escuadrón de tanques. En la más grande ellas, ya sin monóculo, y vestido con ropa invernal, ofrecía una copa al vencedor del Rally de Montecarlo 1966, que estaba sobre el capot de un DS 21. A instancias de “Dodó” fueron a mirar una fotito en la que aparecía él junto a un camión Pegaso cargado de naranjas, y el cual conducía, el día que conoció a su mujer.
Aquel día, recordó, sufrió un terrible accidente de tráfico al chocar contra una cosechadora en las inmediaciones de la casa, y como quiera que del impacto salió volando por la luna delantera, y dicha escena fue observada por Odile, que comparó su vuelo con el de un Cóndor andino, por lo majestuoso y voluminoso del animal, cayó rendida y locamente enamorada del pobre chófer, que era Domingo. La foto fue hecha unas pocas horas antes del suceso, y se guardaba en un rincón para evitar desgracias.
Cesó de llover y caminaron hasta el pabellón contiguo. Allí, tal y como había observado, se encerraba un gigantesco lugar lleno de aves. Loros, cacatúas, cotorras, papagayos, periquitos multicolores, volaban alocadamente y se dedicaban a destrozar todo lo que tenían a su alcance. Grandes troncos y un estanque artificial intentaban recrear un lugar salvaje. Odile le señaló que entre ellos destacaba el Papagayo Kea, un bicho de plumaje poco colorido, pero de una inteligencia y rareza descomunales. Procedente de Nueva Zelanda, era un ejemplar casi único en Francia. La joya de la corona, algo a quien cuidar y mimar al extremo.
En aquel ambiente parecía estar en el cielo. Los ojos de la diminuta mujer brillaban del mismo modo y con la misma intensidad, con la que brillaba la cara de preocupación de su marido. Este creía que la obsesión de Odile por las aves estaba sobrepasando lo racional, y le mostró su preocupación por el empeño que tenía en subir algún día al espacio, si es que ello fuera posible alguna vez.
De vuelta a casa, entablaron conversación sobre los automóviles, y Domingo le dijo que para el día siguiente daría ordenes de que le preparan el Citröen SM de motor Maserati, ese que tenía un frontal lleno de faros, y así podría visitar alguno de los impresionantes Chateau, como el de Blois, mientras él se ocupaba de unos asuntos privados.
Supo que Odile había hecho traer ropa de su talla y que esa noche ella tenía cena y partida de bridge con unas amigas. Ellos deberían cenar a solas y que esperaba que supiera disculparle. Desde la conversación con Domingo en el pabellón de los loros, le notaba abatido, y fue ver en el sinfonier el frasco de las pastillitas, cuando supo que tenía la solución a su desanimo.
Mientras cenaban en un comedorcito privado, fueron llegando las amigas de la señora. Las veía llegar en espléndidos automóviles de lujo, todas con chófer de uniforme, que se bajaban solícitos a abrir la puerta. Jaguar, Rolls-Royce, Bentley, daban paso a señoras impecables. Llamó la atención la llegada de un Mini, con una mujer, que conducía ella misma, vestida de ropa chillona, de aspecto muy menudo, y que según supo, era la hermana bohemia de Odile. La loca de la familia, aunque a Clemente le pareció la más normal de todos.
En privado, y lejos del control de su esposa, Domingo era un hombre mas relajado. No es que estuviera llevando una mala vida, pero el amor que sentía por su esposa se tornaba preocupación constante en intentar no molestarla con detalles, como el de usar mas de cuatro horas una camisa, no limpiarse las manos una vez cada hora, ducharse al menos tres veces al día, y toda una serie de normas que le traían de cabeza. Continuos viajes a ver exposiciones de pájaros, zoos y ferias, le habían servido para dar la vuelta al mundo, cosa que no todo el personal podía decir. En el fondo añoraba sus viajes con el camión cargado de naranjas, y Clemente en un ataque de lucidez, y con ya media botella de oporto en el estómago, le aconsejó comprarse un camión nuevo y dedicarse él también a tener una afición. Dar de vez en cuando un paseo a lomos de un camión le vendría estupendamente para evitar tensiones. Trabajar sin necesidad.
Domingo le hizo saber que ya tenía un hobby. Coleccionaba armas, sobre todo armas de fuego. Más tarde le mostraría su colección que permanecía bajo llave en una estancia anexa. En aquel comedorcito podían ver una muestra colgada de la pared. Un trabuco de borda del siglo XVIII, en perfecto estado de revista. Era un trabuco rescatado de un buque inglés dedicado al pirateo y que se usaba como arma de avancarga en asaltos y abordajes.
Después de la cena, regada con la botella de oporto, una de vino blanco, otra de vino de Rioja, y un par de copas de Napoleón, no paraban de reír contándose anécdotas de su país. No obstante se detectaba en Domingo un cierto aire de melancolía, que decidió resolver con una de sus pastillitas. Le invitó a tomar uno de sus reconstituyentes, y él haría lo mismo. Pasaron entonces a cuarto de la colección de armas. Es cierto que tardaron en conseguir abrir la puerta, pero cuando lo lograron apareció ante ellos una colección de armas increíbles, fusiles, mosquetes, más trabucos, arcabuces, pistolas, ametralladoras, arcos, ballestas. Fue una de estas últimas la que capto la atención de Clemente, que ya empezaba a notar los efectos beneficiosos de la pastilla. Se sentía eufórico y libre de cansancio. “Dodó” empezaba a sentirse igual, y cogió la ballesta y de un cajón sacó un grupo de flechas para cargar el artilugio. Abrieron la ventana de par en par y se dispusieron a disparar. El objetivo era un gran árbol situado a no más de cincuenta metros de allí. La nocturnidad de la escena dificultaba un poco las cosas, la verdad, pero el estado de ánimo tan placentero facilitaba la puntería. O eso imaginaban.
“Dodó” disparó primero para mostrar como debía hacerse. Desafortunadamente no tuvo mucha puntería y la flecha fue a clavarse con furia en el marco del gran ventanal. El turno de Clemente llegó a continuación. Para no errar se aproximó a la ventana y saco el arma por ella. Disparó y la flecha surcó el aire y la perdieron de vista. Fue a incrustarse en la rueda del Rolls-Royce que permanecía aparcado a más de trescientos metros. Un nuevo disparo de Domingo terminó clavado en el árbol, a unos dos pisos de altura. Para celebrar la hazaña, Clemente disparó de nuevo, y esta vez acertó de lleno. Pero acertó de lleno en el papagayo Kea que murió en el acto. Sería a la mañana siguiente cuando tuvieran noticias de ello.
Muertos de la risa y con muchas ganas de correr y de saltar, estuvieron un rato jugando a la ruleta rusa. La diosa fortuna que acompañaba a Clemente quiso una vez más que aquella locura no terminara en funeral. Como colofón, cargaron el trabuco de borda, cosa nada sencilla, y se dispusieron a salir al jardín por la ventana, para esquivar a las señoras que jugaban al bridge. Desafortunadamente toparon con la hermana de Odile que había salido a fumar, y a tomar el aire que le faltaba en compañía de ella y sus amigas. Tampoco fumaba tabaco, eso estaba muy claro, y también estaba en un estado de euforia similar al suyo. Al ver las intenciones de la pareja, insistió en que ella dispararía la primera salva, y se produjo un forcejeo, un “tuya-mía” que concluyó con un disparo fortuito.
El atronador ruido fue acompañado de un fogonazo que iluminó el jardín, y tiró al suelo a la mujer. Tirar al suelo a Domingo era más difícil, quizás con el retroceso de un cañón, pero no con el de un trabuco. El disparó penetró por una de las ventanas con un gran estruendo, alcanzó diana en el parador que guardaba la vajilla de Limoges y la cristalería de Bohemia, que se derrumbó con gran estrépito, para atravesar la pared y reventar las tuberías del baño donde obraba una de las damas invitadas. La pobre señora salió espantada del cuarto de baño, con las bragas en los tobillos, empapada de agua y era tal su indignación que ordenó que trajeran su coche de inmediato, para marcharse de aquel manicomio. No pudo ser, el coche tenía una rueda pinchada, atravesada por una flecha. Sin duda una conspiración.
No terminó allí la velada. Aún depararía muchas sorpresas.>>
Continuará.
Paté.
Era tan bello el instante, que para detenerlo, sólo quedaba una opción.......el silencio.
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Re: "El gran viaje de Clemente"
¡¡¡¡¡¡ GENIAL !!!!
Piensa que cada día es, por sí solo, una vida (Séneca)
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Re: "El gran viaje de Clemente"
Si hay que ir, se vá.....!
He rodado en el Jarama, subido Stelvio, buceado en el Thistlegorm y con tiburones, y ahora......
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Re: "El gran viaje de Clemente"
Ruta hacia el aniversario de Noja pasando por Isle of Man :
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Re: "El gran viaje de Clemente"
XVIº
<<Las damas asistían a la pobre señora, que tumbada en un diván sollozaba asustada. La muchacha le había traído una tisana reconfortante que a duras penas podía tomar. En el cuarto de baño, el portugués del servicio se afanaba en detener la fuga de agua, que amenazaba con formar una inundación, mientras llegaba el fontanero del pueblo. Al poco un señor vestido en pijama y con un cesto de mimbre cargado de llaves y otras herramientas, tomaba el mando de las operaciones.
En el jardín, un sudoroso chofer, ayudado por sus compañeros, intentaba desincrustar la flecha que había pinchado el neumático y que detuvo su loca carrera incrustándose con violencia en la carrocería del Rolls. Costaría no poco esfuerzo conseguirlo.
Entre tanto, el trío formado por “Dodó”, la mujer y Clemente, seguían increíblemente animados, ajenos a lo que sucedía dentro de la mansión. Habían oído el jaleo, también vieron llegar el Renault 4 del fontanero, y observaban como cerca del pabellón un grupo de hombres manipulaban la rueda del coche.
Domingo ayudó a trepar a Clemente hacia la ventana por donde habían salido. Una vez en lo alto, este tomó los brazos de la hermana de Odile, y tiró de ella con fuerza para izarla. No calculó bien la fuerza y no tuvo en cuenta la ligereza de la chica, y esta entró prácticamente volando a través del alto ventanal. El armonioso vuelo culminó en una tonta caída sobre la mesita central, esa que recogía varios libros sobre las aves migratorias y un ejemplar de ornitología avanzada. La mesa quedó destruida y los libros no tuvieron mejor suerte. Con la cuerda de las cortinas, que arrancaron a tirones, ayudaron a subir a su colega de correrías. A Domingo le costó algo más subir. La falta de entrenamiento y el sobrepeso, junto a la ley de la gravedad, dificultaban el ascenso. Incluso llegó a caer de espaldas sobre el césped mojado, lo cual no auguraba nada bueno en materia de limpieza.
Se apagaron las luces de la casa. Se oyeron grititos en el salón donde se refugiaban las damas. Odile gritaba reclamando la presencia de los hombres, suponiendo que todo se debía a un ataque de los comunistas, o peor aún, de los presuntos delincuentes que habían atacado a Clemente. Sin embargo todo se debía a un cortocircuito provocado por la incipiente inundación. Domingo acudió al cuarto donde era reclamado, y a pesar de no estar en perfectas condiciones mentales, no dio la espalda a su mujer en ningún momento, evitando así que sufriera un ataque de nervios al ver su estado lastimoso.
Las señoras parecieron reconfortadas con la presencia masculina, y es que un par de ellas suspiraban por Domingo y envidiaban sobremanera la fortuna que había tenido su amiga, que encontró un hombre hecho y derecho, serio, incapaz de ninguna jugarreta, muy al contrario que sus esposos, sólo preocupados por los negocios, por el precio del azúcar en los mercados, que país convenía invadir y por sus secretarias.
Clemente, en un ataque de su ya impagable sensatez, recordó que en su alcoba tenía el camping-gas que podría proporcionar algo de luz, si conseguía encenderlo. Tomó de la mano a la mujer, y la condijo con fuerza hacia su cuarto. Una vez allí rebuscó en el armario hasta dar con el artilugio. No tenía con que encenderlo, y recordó que la hermana de Odile fumaba. Se giró para pedirle en encendedor, y el tras luz de la ventana le dejó ver como la mujer estaba desnuda sobre su cama en posición, digamos que, receptiva.
Clemente no tenía ganas de tonterías, y además le apremiaba conseguir encender el maldito chisme, para poder ver algo. La euforia estaba llegando a su fin, y como le había sucedido otras veces, le sobrevenía de golpe. La chica, un tanto confusa, ya que era la primera vez que un hombre la llevaba a su dormitorio y no quería beneficiarse de ella, entendió lo de “fuego-fuego” y le acercó el mechero a Clemente.
Al tercer intentó se obró el milagro. No del modo que el hubiera elegido, una llama moderada y regulada por la llavecita anexa. Un terrible fogonazo que le chamusco medio bigote y las pestañas, dejando un grotesco hilillo de humo sobre sus labios durante unos segundos. La mujer que desvariaba producto de la marihuana, creyó que una especie de dragón, o que le mismísimo Belcebú se encontraba en la habitación, y se metió en la cama quedando dormida al instante, entre ensoñaciones que le llevaban a las puestas del Averno.
Cuando Clemente se dirigió donde suponía que estaban los invitados junto a los anfitriones, la luz que proporcionaba el aparato, le dejó ver como en el cuarto de baño, el lampista y el portugués terminaban la reparación de urgencia del desperfecto, y cómo salían despavoridas todas las señoras en los coches que estaban intactos, seguidos por el Rolls-Royce con la rueda pinchada que iba dando saltitos.
La mujer de “Dodó”, se había desmayado al ver el aspecto de su marido, que bien parecía el de un pordiosero, y que hacía justicia al aspecto que había traído su “familiar”, y que deseaba poder volar y emigrar a África en busca de paz y sosiego. La muchacha abanicaba a la señora y Domingo no paraba de reír. Clemente se fue a dormir, estaba agotado.
Cuando despertó por la mañana, fundamentalmente notó dos cosas. La primera el olor a pelo quemado que desprendía la mitad derecha de su bigote. La segunda que no estaba sólo en el catre. Cuando consiguió abrir del todo los ojos, apareció ante él, el rostro amable de la hermana de Odile. Despierta sonreía y le acariciaba la cara. El pánico se apoderó de su existencia. El había sido un hombre fiel siempre. A decir verdad, nunca una mujer, ni menos dos, se habían interesado por su existencia, así que mantener intacta la virtud a la que hacía referencia no había sido complicado. Para tener la conciencia tranquila, ya que no recordaba nada de la noche con la mujer, si había pasado algo o no, tomó la decisión más acertada. No preguntar nada.
Se aseó, intentó arreglar lo de su mostacho de la mejor manera, y regresó a vestirse. La mujer fumaba desnuda delante del ventanal. Le sonrió, le dijo algo así como “formidable” y “mi macho”, con acento francés, y también le hizo saber que aquello sería un secreto de ambos, ya que ella no tenía ninguna gana de divorciarse de su marido, un escultor afamado. Se retiró del ventanal para disgusto de los pintores que estaban en el pabellón y que tuvieron que retomar el trabajo.
Un grupo de albañiles, pintores y carpinteros se afanaban en dejar la casa con la misma apariencia del día anterior. El empleado luso, encaramado a una gran escala intentaba llegar a la flecha que estaba incrustada en lo alto del árbol, para retirarla. Había dado sepultura al Papagayo Kea, antes de que lo viera la señora, y confiando en encontrar uno, antes de que se apercibiera de su ausencia.
Tal y como había dicho, Domingo tenía que resolver unos asuntos privados, y había llevado a su mujer a una casa de reposo, donde pasaría unos cuantos días, junto a sus amigas, todas afectadas por el atentado de la pasada noche.
En la puerta del garaje, el mecánico había aparcado el reluciente Citröen SM de color marrón metalizado, para que Clemente pudiera disponer de él todo el día. Sin saberlo hoy los conocimientos sobre el mundo de las motos, iban a dar un nuevo aire a la sabiduría de Clemente. Entendería la realidad de los piques entre coche y moto.
Desayunó pan tostado. El tufo a quemado que le llegaba a la nariz, hizo que le apeteciera ese manjar. Afortunadamente había aceite de oliva, y una vez tomado el café, se dispuso a conducir aquel bólido de motor V6 capaz de alcanzar los doscientos veinte por hora. Una breve charla del mecánico, de la cual no entendía prácticamente nada, por la absurda manía que tenían todos de hablar en idioma extranjero, le sirvió para templar los nervios. El coche era suave y cómodo. Tenía el aspecto de un vehículo mimado al extremo, y ni una mota de polvo o suciedad aparecía por ningún sitio. Se podría decir que era un auto a estrenar.
Se colocó las gafas de sol compradas en la frontera, lo cual le daba aspecto de traficante de drogas o de propietario de un lupanar. Reguló el asiento y comprobó la palanca de cambios. Introdujo primera y suavemente salió de la finca. Pasó tres veces al menos por la iglesia del pueblo, incapaz de encontrar la salida hacia la carretera general. Aquel coche necesitaba pistas amplias para averiguar su potencial. Sin saber de que manera, llegó a la carretera nacional, y poco más allá la entrada a la autopista.
Se abrió la barrera del peaje y una cinta negra impoluta se mostraba ante él y “su” coche. Pisó a fondo y el sonido bronco, muy mitigado, que le llegaba del motor, le animó a pisar a fondo. Sonreía abiertamente, las sensaciones eran similares a las que obtenía en la moto. Aceleración fulgurante, eso le parecía a él la de su moto, aunque ya había catado la de una H2, y dominio de la carretera.
Ahora ya reía con ganas. Ciento ochenta de marcador, y un sin fin de insectos, incluidos esos malditos abejorros de tan infausto recuerdo, se escachaban en el cristal delantero, dejando manchitas de color negro y de vez en cuando amarillento. Algo impactó en la parte baja del morro, con suerte otro abejorro con su familia, y ya el marcador anunciaba los doscientos por hora. El ruido del viento ocultaba el sonido de la radio, y puso el volumen a tope. Sonaba una balada que le era desconocida, Juan Salvador Gaviota, la pieza favorita de música contemporánea de Odile Pernod.
Pensó en lo que podría haber ocurrido anoche con su hermana y tuvo remordimientos. Buscó un área de servicio para contactar con su amada, con la Pepi. Aparcó el coche, entro en la cafetería, pidió un Martini , que también se decía igual que en España, y se dirigió al teléfono público. Después de marcar el número de Chacinas Belmonte, al segundo intento consiguió hablar con la Pepi. Obviaremos la acaramelada conversación, propia de dos enamorados, y nos centraremos en lo importante. El caniche seguía comiendo compulsivamente y era tal su sobrepeso, que apenas podía ya caminar. La cervecería avanzaba con lentitud, su hermano tenía dolores insoportables en el pie maltrecho y debería ser operado de nuevo, lo quel acrecentaba su bajo estado de ánimo, lo cual hizo pensar de nuevo, en lo beneficioso que sería para él tomar una de sus pastillas; de nuevo recuerdos de Donato, y poca cosa más.
Clemente le informó de lo sucedido la noche pasada, en versión libre. Tan solo que habían sufrido desperfectos en la casa, a todas luces producto de la antigüedad de la mansión, y que su primo estaba resolviendo asuntos privados y su esposa había ido de vacaciones con sus amigas. Pepi le dijo que aquella mujer no estaba en sus cabales, y que las veces que le había visto parecía estar en las nubes. Clemente pensó que ese era su objetivo, volar y estar entre las nubes.
De nuevo en ruta con el calorcito que proporciona un buen vermú, tomado de un trago. Cosa que sombró al camarero, que nunca había visto nada igual. Al salir se topó con media docena de personas que miraban el auto con envidia, y enfundándose las gafas tomó asiento. Le pareció entender algo así como la palabra “mafia”, pero sonaba a tope la canción de Neil Diamond y no estuvo seguro.
Iba de nuevo a ciento ochenta por hora cuando llegó a la altura de dos Honda CB 900 Bol D´or. Las motos circulaban ligeras, en una de ellas viajaban dos personas, y en la otra una sola pero con bastante equipaje. Eran motoristas holandeses. Al verse sobrepasados, iniciaron una persecución del coche, hasta sobrepasarlo de nuevo. Clemente no iba a soportar esa afrenta y apretó a tope el acelerador. Las motos se escapaban poco a poco, pero en unos kilómetros, cuando ya se veían los doscientos diez, fue alcanzando a la que iba montada por dos personas. La otra, que atronaba por el escape cuatro en uno que llevaba, seguía estando un poco alejada.
Al poco el coche circulaba a doscientos treinta por hora, y la moto iba emparejada. El motorista le miraba de reojo, y él hacía lo mismo. De pronto la circulación se volvió más densa. Una fila de camiones formaban un tapón, y el otro carril estaba ocupado por los lentos vehículos que les adelantaban. Decir lentos cuando circulaban a unos ciento cuarenta, era faltar a la verdad. Lo cierto es que ir a doscientos cuarenta era ir muy rápido. Aquí descubrió una de las ventajas de la moto. Esta adelantó por el arcén izquierdo sin desacelerar, y él tuvo que clavar los frenos y ser consciente de lo deprisa que uno se echa encima de los otros coches. Parecían estar detenidos a pesar de circular a buena velocidad. De churro no se estampó en el culo de un Renault 20. Apenas veinte centímetros de margen.
El susto fue inmenso, pero aún se incrementó en el momento que la segunda moto le adelantó por el arcén. Él nunca haría eso, ningún motero lo haría, sólo esos extranjeros descerebrados. Tomó la primera salida de la autopista. Había recorrido cien kilómetros en poco más de cuarenta minutos y eso que había parado en el café, al menos quince de ellos. Llegó a una villa, también muy bonita. A decir verdad los pueblos de por aquí eran hermosos, pero tenían el inconveniente de estar plagados de franceses. Aparcó el coche y se dio un paseo. Pensó en comprar algo para obsequiar a Odile, y en su recorrido encontró una tiendecita donde vendían porcelana. Le pareció adecuada una que representaba un pavo real mostrando su plumaje multicolor. Más adelante se inclinó por un pañuelo de cuello para Domingo. La escena representaba unos fusiles antiguos entrecruzados entre si formando una especie de trenza.
Se tomó otro Martíni de un trago, y buscó el coche. Esta vez sin contratiempos encontró la entrada de la autopista, y lo que es más importante, la dirección correcta para volver a casa. De nuevo la vorágine se apoderó de su cuerpo. El pie a fondo, las agujas hacían tope en el lado derecho de las esferas, circularía a doscientos cuarenta, mientras reflexionaba sobre las ventajas inequívocas de viajar en moto, con respecto a un coche. Sin embargo estaba claro que en el auto se viajaba más cómodo, el equipaje dejaba de ser un problema, no te manchabas, si tenías el vehículo adecuado, como era el caso, lo hacías tan rápido como en moto, escuchabas música, la autonomía era mayor y un largo etcétera de ventajas. Un nuevo golpe distrajo su pensamiento.
Por otro lado viajar en moto era....era distinto. Punto.
Ya de vuelta en casa, después de ser acompañado por un fontanero que venía de reparar una fuga, y al que encontró en la puerta de aquella maldita iglesia, que encontraba continuamente sin querer hacerlo, dejó el coche en la entrada del garaje. Cuando el buen hombre salió para recoger el coche, soltó un “mondieu” y puso cara de estupor.
El cristal era una amalgama de insectos, lo mismo que el frontal con seis faros que adornaba el morro del coche. Dos pájaros que retiró apresuradamente, para que la señora, a pesar de estar lejos de allí, no pudiera ver muertos, y una gran mancha de sangre en el deflector de los bajos. En el interior , un surtido de luces de colores en el cuadro daban fe de fallos en el alternador, presión de aceite, exceso de temperatura, nivel bajo de combustible y fallos en la inyección. Cuando abrió el capot, y una vez retirados los restos de un gato atropellado, verificó una fuga de aceite en la culata izquierda, algo insólito en aquel motor, mimado en extremo. Ahora encontraba explicación al estado del motor de la moto del tipo aquel, en pocas horas había conseguido envejecer el del coche a niveles del de su máquina. Al día siguiente, del modo que fuera, debería tener la Sanglas a punto, para que el individuo aquel desapareciera de allí, so pena de fulminar la colección de coches de la familia, en menos que canta un gallo.
Clemente recogió sus obsequios y se dirigió a la casa. Quizás mañana fuera un buen día para proseguir su camino. A pesar de estar bien acogido en aquella casa. Un gran revuelo de aves le devolvió a la realidad. Parecía que ellas también deseaban su partida. Cuestión de supervivencia.>>
Continuará.
Paté.
<<Las damas asistían a la pobre señora, que tumbada en un diván sollozaba asustada. La muchacha le había traído una tisana reconfortante que a duras penas podía tomar. En el cuarto de baño, el portugués del servicio se afanaba en detener la fuga de agua, que amenazaba con formar una inundación, mientras llegaba el fontanero del pueblo. Al poco un señor vestido en pijama y con un cesto de mimbre cargado de llaves y otras herramientas, tomaba el mando de las operaciones.
En el jardín, un sudoroso chofer, ayudado por sus compañeros, intentaba desincrustar la flecha que había pinchado el neumático y que detuvo su loca carrera incrustándose con violencia en la carrocería del Rolls. Costaría no poco esfuerzo conseguirlo.
Entre tanto, el trío formado por “Dodó”, la mujer y Clemente, seguían increíblemente animados, ajenos a lo que sucedía dentro de la mansión. Habían oído el jaleo, también vieron llegar el Renault 4 del fontanero, y observaban como cerca del pabellón un grupo de hombres manipulaban la rueda del coche.
Domingo ayudó a trepar a Clemente hacia la ventana por donde habían salido. Una vez en lo alto, este tomó los brazos de la hermana de Odile, y tiró de ella con fuerza para izarla. No calculó bien la fuerza y no tuvo en cuenta la ligereza de la chica, y esta entró prácticamente volando a través del alto ventanal. El armonioso vuelo culminó en una tonta caída sobre la mesita central, esa que recogía varios libros sobre las aves migratorias y un ejemplar de ornitología avanzada. La mesa quedó destruida y los libros no tuvieron mejor suerte. Con la cuerda de las cortinas, que arrancaron a tirones, ayudaron a subir a su colega de correrías. A Domingo le costó algo más subir. La falta de entrenamiento y el sobrepeso, junto a la ley de la gravedad, dificultaban el ascenso. Incluso llegó a caer de espaldas sobre el césped mojado, lo cual no auguraba nada bueno en materia de limpieza.
Se apagaron las luces de la casa. Se oyeron grititos en el salón donde se refugiaban las damas. Odile gritaba reclamando la presencia de los hombres, suponiendo que todo se debía a un ataque de los comunistas, o peor aún, de los presuntos delincuentes que habían atacado a Clemente. Sin embargo todo se debía a un cortocircuito provocado por la incipiente inundación. Domingo acudió al cuarto donde era reclamado, y a pesar de no estar en perfectas condiciones mentales, no dio la espalda a su mujer en ningún momento, evitando así que sufriera un ataque de nervios al ver su estado lastimoso.
Las señoras parecieron reconfortadas con la presencia masculina, y es que un par de ellas suspiraban por Domingo y envidiaban sobremanera la fortuna que había tenido su amiga, que encontró un hombre hecho y derecho, serio, incapaz de ninguna jugarreta, muy al contrario que sus esposos, sólo preocupados por los negocios, por el precio del azúcar en los mercados, que país convenía invadir y por sus secretarias.
Clemente, en un ataque de su ya impagable sensatez, recordó que en su alcoba tenía el camping-gas que podría proporcionar algo de luz, si conseguía encenderlo. Tomó de la mano a la mujer, y la condijo con fuerza hacia su cuarto. Una vez allí rebuscó en el armario hasta dar con el artilugio. No tenía con que encenderlo, y recordó que la hermana de Odile fumaba. Se giró para pedirle en encendedor, y el tras luz de la ventana le dejó ver como la mujer estaba desnuda sobre su cama en posición, digamos que, receptiva.
Clemente no tenía ganas de tonterías, y además le apremiaba conseguir encender el maldito chisme, para poder ver algo. La euforia estaba llegando a su fin, y como le había sucedido otras veces, le sobrevenía de golpe. La chica, un tanto confusa, ya que era la primera vez que un hombre la llevaba a su dormitorio y no quería beneficiarse de ella, entendió lo de “fuego-fuego” y le acercó el mechero a Clemente.
Al tercer intentó se obró el milagro. No del modo que el hubiera elegido, una llama moderada y regulada por la llavecita anexa. Un terrible fogonazo que le chamusco medio bigote y las pestañas, dejando un grotesco hilillo de humo sobre sus labios durante unos segundos. La mujer que desvariaba producto de la marihuana, creyó que una especie de dragón, o que le mismísimo Belcebú se encontraba en la habitación, y se metió en la cama quedando dormida al instante, entre ensoñaciones que le llevaban a las puestas del Averno.
Cuando Clemente se dirigió donde suponía que estaban los invitados junto a los anfitriones, la luz que proporcionaba el aparato, le dejó ver como en el cuarto de baño, el lampista y el portugués terminaban la reparación de urgencia del desperfecto, y cómo salían despavoridas todas las señoras en los coches que estaban intactos, seguidos por el Rolls-Royce con la rueda pinchada que iba dando saltitos.
La mujer de “Dodó”, se había desmayado al ver el aspecto de su marido, que bien parecía el de un pordiosero, y que hacía justicia al aspecto que había traído su “familiar”, y que deseaba poder volar y emigrar a África en busca de paz y sosiego. La muchacha abanicaba a la señora y Domingo no paraba de reír. Clemente se fue a dormir, estaba agotado.
Cuando despertó por la mañana, fundamentalmente notó dos cosas. La primera el olor a pelo quemado que desprendía la mitad derecha de su bigote. La segunda que no estaba sólo en el catre. Cuando consiguió abrir del todo los ojos, apareció ante él, el rostro amable de la hermana de Odile. Despierta sonreía y le acariciaba la cara. El pánico se apoderó de su existencia. El había sido un hombre fiel siempre. A decir verdad, nunca una mujer, ni menos dos, se habían interesado por su existencia, así que mantener intacta la virtud a la que hacía referencia no había sido complicado. Para tener la conciencia tranquila, ya que no recordaba nada de la noche con la mujer, si había pasado algo o no, tomó la decisión más acertada. No preguntar nada.
Se aseó, intentó arreglar lo de su mostacho de la mejor manera, y regresó a vestirse. La mujer fumaba desnuda delante del ventanal. Le sonrió, le dijo algo así como “formidable” y “mi macho”, con acento francés, y también le hizo saber que aquello sería un secreto de ambos, ya que ella no tenía ninguna gana de divorciarse de su marido, un escultor afamado. Se retiró del ventanal para disgusto de los pintores que estaban en el pabellón y que tuvieron que retomar el trabajo.
Un grupo de albañiles, pintores y carpinteros se afanaban en dejar la casa con la misma apariencia del día anterior. El empleado luso, encaramado a una gran escala intentaba llegar a la flecha que estaba incrustada en lo alto del árbol, para retirarla. Había dado sepultura al Papagayo Kea, antes de que lo viera la señora, y confiando en encontrar uno, antes de que se apercibiera de su ausencia.
Tal y como había dicho, Domingo tenía que resolver unos asuntos privados, y había llevado a su mujer a una casa de reposo, donde pasaría unos cuantos días, junto a sus amigas, todas afectadas por el atentado de la pasada noche.
En la puerta del garaje, el mecánico había aparcado el reluciente Citröen SM de color marrón metalizado, para que Clemente pudiera disponer de él todo el día. Sin saberlo hoy los conocimientos sobre el mundo de las motos, iban a dar un nuevo aire a la sabiduría de Clemente. Entendería la realidad de los piques entre coche y moto.
Desayunó pan tostado. El tufo a quemado que le llegaba a la nariz, hizo que le apeteciera ese manjar. Afortunadamente había aceite de oliva, y una vez tomado el café, se dispuso a conducir aquel bólido de motor V6 capaz de alcanzar los doscientos veinte por hora. Una breve charla del mecánico, de la cual no entendía prácticamente nada, por la absurda manía que tenían todos de hablar en idioma extranjero, le sirvió para templar los nervios. El coche era suave y cómodo. Tenía el aspecto de un vehículo mimado al extremo, y ni una mota de polvo o suciedad aparecía por ningún sitio. Se podría decir que era un auto a estrenar.
Se colocó las gafas de sol compradas en la frontera, lo cual le daba aspecto de traficante de drogas o de propietario de un lupanar. Reguló el asiento y comprobó la palanca de cambios. Introdujo primera y suavemente salió de la finca. Pasó tres veces al menos por la iglesia del pueblo, incapaz de encontrar la salida hacia la carretera general. Aquel coche necesitaba pistas amplias para averiguar su potencial. Sin saber de que manera, llegó a la carretera nacional, y poco más allá la entrada a la autopista.
Se abrió la barrera del peaje y una cinta negra impoluta se mostraba ante él y “su” coche. Pisó a fondo y el sonido bronco, muy mitigado, que le llegaba del motor, le animó a pisar a fondo. Sonreía abiertamente, las sensaciones eran similares a las que obtenía en la moto. Aceleración fulgurante, eso le parecía a él la de su moto, aunque ya había catado la de una H2, y dominio de la carretera.
Ahora ya reía con ganas. Ciento ochenta de marcador, y un sin fin de insectos, incluidos esos malditos abejorros de tan infausto recuerdo, se escachaban en el cristal delantero, dejando manchitas de color negro y de vez en cuando amarillento. Algo impactó en la parte baja del morro, con suerte otro abejorro con su familia, y ya el marcador anunciaba los doscientos por hora. El ruido del viento ocultaba el sonido de la radio, y puso el volumen a tope. Sonaba una balada que le era desconocida, Juan Salvador Gaviota, la pieza favorita de música contemporánea de Odile Pernod.
Pensó en lo que podría haber ocurrido anoche con su hermana y tuvo remordimientos. Buscó un área de servicio para contactar con su amada, con la Pepi. Aparcó el coche, entro en la cafetería, pidió un Martini , que también se decía igual que en España, y se dirigió al teléfono público. Después de marcar el número de Chacinas Belmonte, al segundo intento consiguió hablar con la Pepi. Obviaremos la acaramelada conversación, propia de dos enamorados, y nos centraremos en lo importante. El caniche seguía comiendo compulsivamente y era tal su sobrepeso, que apenas podía ya caminar. La cervecería avanzaba con lentitud, su hermano tenía dolores insoportables en el pie maltrecho y debería ser operado de nuevo, lo quel acrecentaba su bajo estado de ánimo, lo cual hizo pensar de nuevo, en lo beneficioso que sería para él tomar una de sus pastillas; de nuevo recuerdos de Donato, y poca cosa más.
Clemente le informó de lo sucedido la noche pasada, en versión libre. Tan solo que habían sufrido desperfectos en la casa, a todas luces producto de la antigüedad de la mansión, y que su primo estaba resolviendo asuntos privados y su esposa había ido de vacaciones con sus amigas. Pepi le dijo que aquella mujer no estaba en sus cabales, y que las veces que le había visto parecía estar en las nubes. Clemente pensó que ese era su objetivo, volar y estar entre las nubes.
De nuevo en ruta con el calorcito que proporciona un buen vermú, tomado de un trago. Cosa que sombró al camarero, que nunca había visto nada igual. Al salir se topó con media docena de personas que miraban el auto con envidia, y enfundándose las gafas tomó asiento. Le pareció entender algo así como la palabra “mafia”, pero sonaba a tope la canción de Neil Diamond y no estuvo seguro.
Iba de nuevo a ciento ochenta por hora cuando llegó a la altura de dos Honda CB 900 Bol D´or. Las motos circulaban ligeras, en una de ellas viajaban dos personas, y en la otra una sola pero con bastante equipaje. Eran motoristas holandeses. Al verse sobrepasados, iniciaron una persecución del coche, hasta sobrepasarlo de nuevo. Clemente no iba a soportar esa afrenta y apretó a tope el acelerador. Las motos se escapaban poco a poco, pero en unos kilómetros, cuando ya se veían los doscientos diez, fue alcanzando a la que iba montada por dos personas. La otra, que atronaba por el escape cuatro en uno que llevaba, seguía estando un poco alejada.
Al poco el coche circulaba a doscientos treinta por hora, y la moto iba emparejada. El motorista le miraba de reojo, y él hacía lo mismo. De pronto la circulación se volvió más densa. Una fila de camiones formaban un tapón, y el otro carril estaba ocupado por los lentos vehículos que les adelantaban. Decir lentos cuando circulaban a unos ciento cuarenta, era faltar a la verdad. Lo cierto es que ir a doscientos cuarenta era ir muy rápido. Aquí descubrió una de las ventajas de la moto. Esta adelantó por el arcén izquierdo sin desacelerar, y él tuvo que clavar los frenos y ser consciente de lo deprisa que uno se echa encima de los otros coches. Parecían estar detenidos a pesar de circular a buena velocidad. De churro no se estampó en el culo de un Renault 20. Apenas veinte centímetros de margen.
El susto fue inmenso, pero aún se incrementó en el momento que la segunda moto le adelantó por el arcén. Él nunca haría eso, ningún motero lo haría, sólo esos extranjeros descerebrados. Tomó la primera salida de la autopista. Había recorrido cien kilómetros en poco más de cuarenta minutos y eso que había parado en el café, al menos quince de ellos. Llegó a una villa, también muy bonita. A decir verdad los pueblos de por aquí eran hermosos, pero tenían el inconveniente de estar plagados de franceses. Aparcó el coche y se dio un paseo. Pensó en comprar algo para obsequiar a Odile, y en su recorrido encontró una tiendecita donde vendían porcelana. Le pareció adecuada una que representaba un pavo real mostrando su plumaje multicolor. Más adelante se inclinó por un pañuelo de cuello para Domingo. La escena representaba unos fusiles antiguos entrecruzados entre si formando una especie de trenza.
Se tomó otro Martíni de un trago, y buscó el coche. Esta vez sin contratiempos encontró la entrada de la autopista, y lo que es más importante, la dirección correcta para volver a casa. De nuevo la vorágine se apoderó de su cuerpo. El pie a fondo, las agujas hacían tope en el lado derecho de las esferas, circularía a doscientos cuarenta, mientras reflexionaba sobre las ventajas inequívocas de viajar en moto, con respecto a un coche. Sin embargo estaba claro que en el auto se viajaba más cómodo, el equipaje dejaba de ser un problema, no te manchabas, si tenías el vehículo adecuado, como era el caso, lo hacías tan rápido como en moto, escuchabas música, la autonomía era mayor y un largo etcétera de ventajas. Un nuevo golpe distrajo su pensamiento.
Por otro lado viajar en moto era....era distinto. Punto.
Ya de vuelta en casa, después de ser acompañado por un fontanero que venía de reparar una fuga, y al que encontró en la puerta de aquella maldita iglesia, que encontraba continuamente sin querer hacerlo, dejó el coche en la entrada del garaje. Cuando el buen hombre salió para recoger el coche, soltó un “mondieu” y puso cara de estupor.
El cristal era una amalgama de insectos, lo mismo que el frontal con seis faros que adornaba el morro del coche. Dos pájaros que retiró apresuradamente, para que la señora, a pesar de estar lejos de allí, no pudiera ver muertos, y una gran mancha de sangre en el deflector de los bajos. En el interior , un surtido de luces de colores en el cuadro daban fe de fallos en el alternador, presión de aceite, exceso de temperatura, nivel bajo de combustible y fallos en la inyección. Cuando abrió el capot, y una vez retirados los restos de un gato atropellado, verificó una fuga de aceite en la culata izquierda, algo insólito en aquel motor, mimado en extremo. Ahora encontraba explicación al estado del motor de la moto del tipo aquel, en pocas horas había conseguido envejecer el del coche a niveles del de su máquina. Al día siguiente, del modo que fuera, debería tener la Sanglas a punto, para que el individuo aquel desapareciera de allí, so pena de fulminar la colección de coches de la familia, en menos que canta un gallo.
Clemente recogió sus obsequios y se dirigió a la casa. Quizás mañana fuera un buen día para proseguir su camino. A pesar de estar bien acogido en aquella casa. Un gran revuelo de aves le devolvió a la realidad. Parecía que ellas también deseaban su partida. Cuestión de supervivencia.>>
Continuará.
Paté.
Era tan bello el instante, que para detenerlo, sólo quedaba una opción.......el silencio.
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Re: "El gran viaje de Clemente"
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Re: "El gran viaje de Clemente"
Que grande!
Ruta hacia el aniversario de Noja pasando por Isle of Man :
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Re: "El gran viaje de Clemente"
Bueno como me he puesto manos a la obra a leer esta maravilla
y he visto que hay bastantes páginas, para los que como yo nos acabamos de enterar
He recopilado los relatos en un documento de Word
El enlace
https://drive.google.com/file/d/0B3xSlP ... sp=sharing
Con el permiso de Pate, espero que no te importe, lo iré actualizando, en el encabezamiento de página he insertado nick y avatar de su autor
Así queda todo ordenadito
Mis felicitaciones por el texto !!
Sigo leyendo ...
y he visto que hay bastantes páginas, para los que como yo nos acabamos de enterar
He recopilado los relatos en un documento de Word
El enlace
https://drive.google.com/file/d/0B3xSlP ... sp=sharing
Con el permiso de Pate, espero que no te importe, lo iré actualizando, en el encabezamiento de página he insertado nick y avatar de su autor
Así queda todo ordenadito
Mis felicitaciones por el texto !!
Sigo leyendo ...
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