UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
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UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Hace años ya hubo "Una historia de aquí, por capítulos", ahora algo más global
https://elclubtriumph.es/viewtopic.php?f=18&t=68023
Una historia de Europa (I)
hí donde la vemos ahora, decrépita, insegura y llena de achaques, regida por incompetentes, mediocres y sinvergüenzas, tal vez podamos engañarnos sobre ella. Mirarla por encima del hombro, sobre todo cuando la memoria de lo mucho que fue ha sido borrada de los planes escolares por sucesivas generaciones de ministros de Educación y Cultura, de gobiernos y políticos analfabetos tanto en Bruselas como en Madrid. Eso despista, claro. Difumina la magia. Hace olvidar que hubo un tiempo en que Europa fue grande e iluminó la Historia. De ella salió casi todo lo importante que conformó el mundo: la cultura, el derecho, la filosofía, las libertades, las grandes paces y las grandes guerras. En sus aproximadamente tres mil años de historia más o menos documentada, Europa ha sido tan criminal y tan ilustre como todas las grandes civilizaciones; pero como conjunto y heredera de muchas de ellas, las superó a todas. Nació en el Mediterráneo, y la primera luz que iluminó ese Mediterráneo vino de su parte oriental, de Levante. Donde confluyeron, además, dos poderosas influencias. Una procedió de un lugar situado entre dos grandes ríos, el Tigris y el Éufrates, y otra de las orillas de un río largo y caudaloso: el Nilo. De Egipto y Mesopotamia.
A Mesopotamia, que pese a su importancia nos pilla a los europeos un poco lejos, la despacharemos en primer lugar, y en corto. Los historiadores antiguos la consideraban un solo espacio geográfico y casi histórico, pero los investigadores modernos pusieron esa idea patas arriba. Sumerios, acadios, norte y sur, la Babilonia, la sanguinaria Asiria y el resto de la peña tocaban diferentes músicas, aunque desde aquí, simplificando, los veamos como un todo. Lo que importa es que entre unos y otros inventaron ciertas cosas que luego, vía intermediarios y en plan efecto dominó, tendrían enorme importancia en nuestro futuro de europeos.
Puestos a hacer frases que sinteticen las cosas, podríamos decir que el urbanismo lo inventaron ellos. Entre el IV y el III milenio antes de que naciera Jesucristo, calculen la barbaridad de tiempo, los mesopotámicos construyeron templos y ciudades facilitando la vida en colectividad, vinculada allí a la agricultura y la ganadería. Ciudades modernas, por decirlo de alguna manera, aunque todavía sin semáforos. Cómo eran éstas tenemos que imaginarlo, porque allí no había piedra, hubo que construir con ladrillo y eso se conserva fatal: tierra y polvo. Y si llueve, para qué contarles: barro. Sin embargo, lo del barro dio lugar a grandes progresos en alfarería, entre ellos la invención del torno, que fue una revolución artesana y artística. De otras cosas tampoco anduvieron mal: trabajaron el hierro y otros metales, construyeron edificios altos, y una antigua leyenda les atribuye la famosa Torre de Babel, con la que pretendían alcanzar el cielo, y que hay quien afirma se les vino abajo en plan torres gemelas, por chulos y por fantasmas. Y además se les trabó la lengua y no se aclaraban entre ellos. O eso cuenta la Biblia.
Ya en plan más serio, tres especialidades mesopotámicas tendrían influencia en el devenir de la futura Europa, que en términos históricos no era entonces más que un lugar de confusas sombras. Uno fue la astronomía. Como no había luz eléctrica, aquellos fulanos se pasaban las noches a oscuras mirando el cielo, y el sol y la luna señalaban las horas y los momentos. Así se hicieron expertos en la materia, y ellos construyeron, al parecer, los primeros observatorios astronómicos. Nada menos que 4500 años antes de que se rodara La guerra de las galaxias, allí eran capaces de predecir con tiempo un eclipse de sol. Que tiene su mérito.
Los otros dos inventos, o sucesos, también darían mucho de sí. Uno, el de los códigos y las leyes, lo simboliza bien cierto rey babilonio llamado Hammurabi, que unos 1700 años antes de Cristo dejó grabado en piedra un famoso testimonio que figura entre los primeros textos legales de la Humanidad, y donde por primera vez se habla de proteger a viudas y huérfanos. Y eso fue posible gracias a otro invento que tendría trascendencia universal: la escritura, o intento de condensar en una pequeña superficie un pensamiento complejo, primero con fines burocráticos y religiosos y después literarios. Al principio eran dibujos –como la primera de las escrituras egipcias, de lo que hablaremos otro día–, pero al tener que hacerlos sobre tabletas de arcilla, que toleraban mal las líneas curvas, se acabó transformándolos en pequeñas incisiones en forma de cuña. Y así, tatatachán, señoras y señores, nació la escritura cuneiforme. Una especie de precursora, o tatarabuela muy lejana, de la nuestra.
[Continuará]
https://www.zendalibros.com/perez-rever ... -europa-i/
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Una historia de Europa (I)
hí donde la vemos ahora, decrépita, insegura y llena de achaques, regida por incompetentes, mediocres y sinvergüenzas, tal vez podamos engañarnos sobre ella. Mirarla por encima del hombro, sobre todo cuando la memoria de lo mucho que fue ha sido borrada de los planes escolares por sucesivas generaciones de ministros de Educación y Cultura, de gobiernos y políticos analfabetos tanto en Bruselas como en Madrid. Eso despista, claro. Difumina la magia. Hace olvidar que hubo un tiempo en que Europa fue grande e iluminó la Historia. De ella salió casi todo lo importante que conformó el mundo: la cultura, el derecho, la filosofía, las libertades, las grandes paces y las grandes guerras. En sus aproximadamente tres mil años de historia más o menos documentada, Europa ha sido tan criminal y tan ilustre como todas las grandes civilizaciones; pero como conjunto y heredera de muchas de ellas, las superó a todas. Nació en el Mediterráneo, y la primera luz que iluminó ese Mediterráneo vino de su parte oriental, de Levante. Donde confluyeron, además, dos poderosas influencias. Una procedió de un lugar situado entre dos grandes ríos, el Tigris y el Éufrates, y otra de las orillas de un río largo y caudaloso: el Nilo. De Egipto y Mesopotamia.
A Mesopotamia, que pese a su importancia nos pilla a los europeos un poco lejos, la despacharemos en primer lugar, y en corto. Los historiadores antiguos la consideraban un solo espacio geográfico y casi histórico, pero los investigadores modernos pusieron esa idea patas arriba. Sumerios, acadios, norte y sur, la Babilonia, la sanguinaria Asiria y el resto de la peña tocaban diferentes músicas, aunque desde aquí, simplificando, los veamos como un todo. Lo que importa es que entre unos y otros inventaron ciertas cosas que luego, vía intermediarios y en plan efecto dominó, tendrían enorme importancia en nuestro futuro de europeos.
Puestos a hacer frases que sinteticen las cosas, podríamos decir que el urbanismo lo inventaron ellos. Entre el IV y el III milenio antes de que naciera Jesucristo, calculen la barbaridad de tiempo, los mesopotámicos construyeron templos y ciudades facilitando la vida en colectividad, vinculada allí a la agricultura y la ganadería. Ciudades modernas, por decirlo de alguna manera, aunque todavía sin semáforos. Cómo eran éstas tenemos que imaginarlo, porque allí no había piedra, hubo que construir con ladrillo y eso se conserva fatal: tierra y polvo. Y si llueve, para qué contarles: barro. Sin embargo, lo del barro dio lugar a grandes progresos en alfarería, entre ellos la invención del torno, que fue una revolución artesana y artística. De otras cosas tampoco anduvieron mal: trabajaron el hierro y otros metales, construyeron edificios altos, y una antigua leyenda les atribuye la famosa Torre de Babel, con la que pretendían alcanzar el cielo, y que hay quien afirma se les vino abajo en plan torres gemelas, por chulos y por fantasmas. Y además se les trabó la lengua y no se aclaraban entre ellos. O eso cuenta la Biblia.
Ya en plan más serio, tres especialidades mesopotámicas tendrían influencia en el devenir de la futura Europa, que en términos históricos no era entonces más que un lugar de confusas sombras. Uno fue la astronomía. Como no había luz eléctrica, aquellos fulanos se pasaban las noches a oscuras mirando el cielo, y el sol y la luna señalaban las horas y los momentos. Así se hicieron expertos en la materia, y ellos construyeron, al parecer, los primeros observatorios astronómicos. Nada menos que 4500 años antes de que se rodara La guerra de las galaxias, allí eran capaces de predecir con tiempo un eclipse de sol. Que tiene su mérito.
Los otros dos inventos, o sucesos, también darían mucho de sí. Uno, el de los códigos y las leyes, lo simboliza bien cierto rey babilonio llamado Hammurabi, que unos 1700 años antes de Cristo dejó grabado en piedra un famoso testimonio que figura entre los primeros textos legales de la Humanidad, y donde por primera vez se habla de proteger a viudas y huérfanos. Y eso fue posible gracias a otro invento que tendría trascendencia universal: la escritura, o intento de condensar en una pequeña superficie un pensamiento complejo, primero con fines burocráticos y religiosos y después literarios. Al principio eran dibujos –como la primera de las escrituras egipcias, de lo que hablaremos otro día–, pero al tener que hacerlos sobre tabletas de arcilla, que toleraban mal las líneas curvas, se acabó transformándolos en pequeñas incisiones en forma de cuña. Y así, tatatachán, señoras y señores, nació la escritura cuneiforme. Una especie de precursora, o tatarabuela muy lejana, de la nuestra.
[Continuará]
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (II)
Van a permitir que también hoy me tome la libertad. La intención de esta serie de artículos en los que ustedes y yo (si les parece bien y no me dicen que pare), iremos comentando poquito a poco los más o menos 30 siglos que, para bien y para mal, hicieron de los europeos lo que ahora somos, es largar un episodio de vez en cuando, alternándolo con los que se refieran a otros asuntos. Lo mismo que hice en otro tiempo con aquella Una historia de España que tuvieron la amabilidad de soportar. Lo que pasa es que, como la primera entrega de esta historia de Europa salió el domingo pasado, tal vez sea oportuno, antes de empezar con las alternancias, calentar un poquito más colocándoles otra seguida, para que la tercera, cuando se publique dentro de dos o tres semanas, aterrice ya con más ambiente.
Les decía en el primer episodio, me parece, que dos o tres influencias previas, exteriores, no pueden ser pasadas por alto respecto a los primeros balbuceos de nuestra vieja historia. De su nacimiento, por decirlo de alguna manera. Una es la cultura o culturas mesopotámicas, que como vimos tuvieron su intríngulis; y otra, más conocida por nosotros, es el antiguo Egipto: las pirámides, los faraones y tal. Lo de los egipcios no es ninguna tontería porque, turismo y momias aparte, su peso en el Mediterráneo de la antigüedad fue decisivo. Si nuestros abuelos fueron, por decirlo de alguna manera, los pueblos del mar Egeo, a mesopotámicos y egipcios hay que reconocerles la condición de tíos abuelos e incluso, en algunas cosas, tatarabuelos de pata negra. También a los hebreos, pero cada cosa a su tiempo.
En principio fue el Nilo, y ahí está la madre del cordero. Sin ese río larguísimo, Egipto sería un desierto. Pero sus crecidas, que aportaban agua y limo necesarios para la vida, la agricultura, la caza y la pesca (hasta el calendario egipcio era un calendario agrícola), a partir del momento en que pudieron controlarse dieron lugar a una civilización que fue la más refinada, poderosa e influyente de la antigüedad preclásica. El Egipto que conocemos como tal, el de los faraones, nació hacia el 3150 antes de Cristo, más o menos, con nombres legendarios a los que, dicho en cursi, velan las brumas del pasado: el Rey Escorpión, Menes (que fundó Menfis), el Rey Serpiente, e incluso una reina (la primera faraona antes de Lola Flores) que tuvo un nombre precioso: Meryt-Neit. Entre unos y otros, sucediéndose, asesinándose y casándose entre hermanos, que eran cosas típicas de los reyes de entonces, fueron fundando dinastía tras dinastía. Treinta y una de ellas hubo, nada menos, hasta que Alejandro Magno, como contaremos en su momento, se apoderó del país en el siglo IV antes de Cristo y se acabó la fiesta.
La historia de ese lugar asombroso se mueve entre dos tendencias por las que pasaron todos los imperios que en el mundo han sido: poder absoluto muy centralizado, que se corresponde con tiempos de máximo esplendor, y anarquía y fragmentación en pequeños reinos y principados, o sea, ruina patatera. Pero entre pitos y flautas aquello duró mucho. Por su situación, el antiguo Egipto tenía todas las papeletas para convertirse en potencia y encrucijada de culturas. El valle del Nilo comunicaba por abajo con el Mediterráneo, lo que suponía intenso comercio con el Egeo, y por arriba con las riquezas del África negra. Además, hacia levante se relacionaba con Siria, Palestina, Mesopotamia y los pueblos orientales; así que, menos por la parte occidental de Libia (habitada por gente más bien desértica y bruta), de donde solían venir los enemigos, todo estaba bajo control. El comercio, los intercambios y la cultura circulaban en varios sentidos, había viruta y en qué gastarla. Aquello era Hollywood. Arquitectos a los que Calatrava sólo serviría para llevar un café, ejércitos entrenados, aliados útiles y una administración eficaz hicieron de Egipto lo que hoy fotografían los turistas: una civilización moderna, poderosa y apabullante.
No hay mucha historia escrita de allí, y es una lástima. No conocemos historiadores egipcios como luego serían los griegos y los romanos. En templos y edificios oficiales hubo anales y cosas parecidas, pero casi todo se perdió, y lo más viejo que se conserva, del siglo XIII-XII antes de Cristo, son listas en piedra y papiro con nombres de faraones (alguno con nombre de película de Almodóvar, como un tal Pepi). Sin embargo, con el tiempo, sucesos que parecen sacados de una novela de aventuras y misterio iluminaron parte de ese mundo olvidado. Pero eso, para darle emoción al asunto, se lo contaré a ustedes en el siguiente episodio.
[Continuará].
https://www.zendalibros.com/una-historia-de-europa-ii/
Van a permitir que también hoy me tome la libertad. La intención de esta serie de artículos en los que ustedes y yo (si les parece bien y no me dicen que pare), iremos comentando poquito a poco los más o menos 30 siglos que, para bien y para mal, hicieron de los europeos lo que ahora somos, es largar un episodio de vez en cuando, alternándolo con los que se refieran a otros asuntos. Lo mismo que hice en otro tiempo con aquella Una historia de España que tuvieron la amabilidad de soportar. Lo que pasa es que, como la primera entrega de esta historia de Europa salió el domingo pasado, tal vez sea oportuno, antes de empezar con las alternancias, calentar un poquito más colocándoles otra seguida, para que la tercera, cuando se publique dentro de dos o tres semanas, aterrice ya con más ambiente.
Les decía en el primer episodio, me parece, que dos o tres influencias previas, exteriores, no pueden ser pasadas por alto respecto a los primeros balbuceos de nuestra vieja historia. De su nacimiento, por decirlo de alguna manera. Una es la cultura o culturas mesopotámicas, que como vimos tuvieron su intríngulis; y otra, más conocida por nosotros, es el antiguo Egipto: las pirámides, los faraones y tal. Lo de los egipcios no es ninguna tontería porque, turismo y momias aparte, su peso en el Mediterráneo de la antigüedad fue decisivo. Si nuestros abuelos fueron, por decirlo de alguna manera, los pueblos del mar Egeo, a mesopotámicos y egipcios hay que reconocerles la condición de tíos abuelos e incluso, en algunas cosas, tatarabuelos de pata negra. También a los hebreos, pero cada cosa a su tiempo.
En principio fue el Nilo, y ahí está la madre del cordero. Sin ese río larguísimo, Egipto sería un desierto. Pero sus crecidas, que aportaban agua y limo necesarios para la vida, la agricultura, la caza y la pesca (hasta el calendario egipcio era un calendario agrícola), a partir del momento en que pudieron controlarse dieron lugar a una civilización que fue la más refinada, poderosa e influyente de la antigüedad preclásica. El Egipto que conocemos como tal, el de los faraones, nació hacia el 3150 antes de Cristo, más o menos, con nombres legendarios a los que, dicho en cursi, velan las brumas del pasado: el Rey Escorpión, Menes (que fundó Menfis), el Rey Serpiente, e incluso una reina (la primera faraona antes de Lola Flores) que tuvo un nombre precioso: Meryt-Neit. Entre unos y otros, sucediéndose, asesinándose y casándose entre hermanos, que eran cosas típicas de los reyes de entonces, fueron fundando dinastía tras dinastía. Treinta y una de ellas hubo, nada menos, hasta que Alejandro Magno, como contaremos en su momento, se apoderó del país en el siglo IV antes de Cristo y se acabó la fiesta.
La historia de ese lugar asombroso se mueve entre dos tendencias por las que pasaron todos los imperios que en el mundo han sido: poder absoluto muy centralizado, que se corresponde con tiempos de máximo esplendor, y anarquía y fragmentación en pequeños reinos y principados, o sea, ruina patatera. Pero entre pitos y flautas aquello duró mucho. Por su situación, el antiguo Egipto tenía todas las papeletas para convertirse en potencia y encrucijada de culturas. El valle del Nilo comunicaba por abajo con el Mediterráneo, lo que suponía intenso comercio con el Egeo, y por arriba con las riquezas del África negra. Además, hacia levante se relacionaba con Siria, Palestina, Mesopotamia y los pueblos orientales; así que, menos por la parte occidental de Libia (habitada por gente más bien desértica y bruta), de donde solían venir los enemigos, todo estaba bajo control. El comercio, los intercambios y la cultura circulaban en varios sentidos, había viruta y en qué gastarla. Aquello era Hollywood. Arquitectos a los que Calatrava sólo serviría para llevar un café, ejércitos entrenados, aliados útiles y una administración eficaz hicieron de Egipto lo que hoy fotografían los turistas: una civilización moderna, poderosa y apabullante.
No hay mucha historia escrita de allí, y es una lástima. No conocemos historiadores egipcios como luego serían los griegos y los romanos. En templos y edificios oficiales hubo anales y cosas parecidas, pero casi todo se perdió, y lo más viejo que se conserva, del siglo XIII-XII antes de Cristo, son listas en piedra y papiro con nombres de faraones (alguno con nombre de película de Almodóvar, como un tal Pepi). Sin embargo, con el tiempo, sucesos que parecen sacados de una novela de aventuras y misterio iluminaron parte de ese mundo olvidado. Pero eso, para darle emoción al asunto, se lo contaré a ustedes en el siguiente episodio.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (III)
En esto de empezar mencionando las civilizaciones orientales que influyeron en lo que después llamaríamos Europa, tocamos en anteriores episodios los palos de Mesopotamia y Egipto, aunque sobre los egipcios queda algún detalle a tener en cuenta. Con su escritura jeroglífica endiablada y sus pirámides misteriosas y hoy turísticas, buena parte de ese fascinante mundo de constructores de tumbas habría permanecido oculta para nosotros de no mediar dos acontecimientos culturales de campanillas. Uno fue el hallazgo en 1799 de la Piedra de Roseta; que, como su nombre indica, es una piedra grabada en griego, demótico y jeroglífico que sirvió para descifrar la escritura de los antiguos egipcios. El otro gran momento, en 1922, fue el hallazgo de la cámara funeraria del faraón Tutankamon, que proyectó una extraordinaria luz sobre la historia del antiguo Egipto (prueba de la importancia que tuvo son las 18 páginas, nada menos, que siete años más tarde le dedicó la entonces fundamental enciclopedia Espasa). Aquel Egipto que hoy es menos misterioso de lo que fue, tuvo un papel importante en lo que poquito a poco, siglo a siglo, se convirtió en cultura del Mediterráneo y cuna de una civilización extensa y mestiza que a efectos de este relato podemos llamar europea; y por extensión, occidental. La primera Europa nació en realidad fuera de Europa: en ese Levante del que, entre muchas otras cosas, fueron viniendo la escritura, el comercio, los dioses, el aceite y el vino tinto. Y mientras en las brumas de los bosques continentales, poblados por hirsutos ceporros vestidos de pieles y brutos como la madre que los parió, se abrían paso muy despacio culturas locales menos refinadas y de horizontes técnicos, sociales e intelectuales más limitados (hasta los siglos VIII y VI antes de Cristo no empezó a utilizarse el hierro en el centro y norte de Europa), en aquel Mediterráneo Oriental, en el Egipto que estaba en contacto con los pueblos mesopotámicos y del Egeo, en torno al año 2100 a. C. ya podían leerse textos como Las amonestaciones, del que no se pierdan esto: «Los archivos han sido saqueados, los despachos públicos violados y las listas del censo destruidas. Los funcionarios son asesinados y sus documentos robados. Los pobres se han hecho dueños de cosas valiosas. Toda la ciudad dice: eliminemos a los poderosos. Las casas arden. Las joyas adornan los cuellos de los criados mientras las dueñas de las casas pasan hambre. Unos forajidos han despojado al país de la realeza. El rey ha sido secuestrado por el populacho». O sea que la modernidad, incluso revolucionaria, empezaba a aparecer de modo oficial, consignada por manos cultas y lúcidas en los primeros registros de la Historia. Aparecían las tempranas relaciones e incluso textos literarios que podemos considerar primeros best sellers, como El cuento del campesino, las Instrucciones a Merikare («Sé hábil en palabras. El poder del hombre está en el lenguaje. Un discurso es más poderoso que cualquier combate») y el extraordinario El misántropo: «¿A quién hablaré hoy? Nadie se acuerda del pasado. Nadie devuelve el bien a quien ha sido bueno con él. La muerte está ante mí como cuando anhelas una casa propia tras haber estado prisionero muchos años». Y lo que es todavía más importante, por el precedente que supuso: la religión establecida de modo oficial con sus arcanos y privilegios. La clase sacerdotal adquirió una enorme influencia, los dioses fueron ya palabras mayores y el culto a los muertos y al Más Allá impregnó la vida local. Allí surgió también una de las más notables, si no primera, herejías de la Antigüedad: la del faraón Amenofis IV, que decidió cepillarse el gallinero de dioses egipcios para imponer el culto a uno nuevo y único: Atón, rey del universo, de quien el faraón (que se cambió el nombre por Akenatón) era hijo y encarnación torera en la tierra. La idea no fue original, pero sí lo fue su puesta en práctica por las bravas. Duró, todo hay que decirlo, mientras vivió ese faraón, porque a su muerte lo borraron hasta de los monumentos funerarios (los sacerdotes no le perdonaron haberlos dejado sin empleo). Sin embargo, la idea de un dios único y un monarca como su representante en la tierra siguió dando vueltas por ahí, y tendría un gran futuro aquí. Aunque de momento, y todavía, iban a pasar otras cosas interesantes que acabaron influyendo mucho en la historia de Europa. Una de ellas, que todavía nos pillaba lejos pero no tanto como parece, fue la lucha de los faraones contra un pueblo que emigraba desde Asia Menor: los pelest, también llamados filisteos. Que, rechazados por Egipto, se instalaron en un lugar de la costa mediterránea al que dieron su nombre: Palestina.
[Continuará].
https://www.zendalibros.com/una-historia-de-europa-iii/
En esto de empezar mencionando las civilizaciones orientales que influyeron en lo que después llamaríamos Europa, tocamos en anteriores episodios los palos de Mesopotamia y Egipto, aunque sobre los egipcios queda algún detalle a tener en cuenta. Con su escritura jeroglífica endiablada y sus pirámides misteriosas y hoy turísticas, buena parte de ese fascinante mundo de constructores de tumbas habría permanecido oculta para nosotros de no mediar dos acontecimientos culturales de campanillas. Uno fue el hallazgo en 1799 de la Piedra de Roseta; que, como su nombre indica, es una piedra grabada en griego, demótico y jeroglífico que sirvió para descifrar la escritura de los antiguos egipcios. El otro gran momento, en 1922, fue el hallazgo de la cámara funeraria del faraón Tutankamon, que proyectó una extraordinaria luz sobre la historia del antiguo Egipto (prueba de la importancia que tuvo son las 18 páginas, nada menos, que siete años más tarde le dedicó la entonces fundamental enciclopedia Espasa). Aquel Egipto que hoy es menos misterioso de lo que fue, tuvo un papel importante en lo que poquito a poco, siglo a siglo, se convirtió en cultura del Mediterráneo y cuna de una civilización extensa y mestiza que a efectos de este relato podemos llamar europea; y por extensión, occidental. La primera Europa nació en realidad fuera de Europa: en ese Levante del que, entre muchas otras cosas, fueron viniendo la escritura, el comercio, los dioses, el aceite y el vino tinto. Y mientras en las brumas de los bosques continentales, poblados por hirsutos ceporros vestidos de pieles y brutos como la madre que los parió, se abrían paso muy despacio culturas locales menos refinadas y de horizontes técnicos, sociales e intelectuales más limitados (hasta los siglos VIII y VI antes de Cristo no empezó a utilizarse el hierro en el centro y norte de Europa), en aquel Mediterráneo Oriental, en el Egipto que estaba en contacto con los pueblos mesopotámicos y del Egeo, en torno al año 2100 a. C. ya podían leerse textos como Las amonestaciones, del que no se pierdan esto: «Los archivos han sido saqueados, los despachos públicos violados y las listas del censo destruidas. Los funcionarios son asesinados y sus documentos robados. Los pobres se han hecho dueños de cosas valiosas. Toda la ciudad dice: eliminemos a los poderosos. Las casas arden. Las joyas adornan los cuellos de los criados mientras las dueñas de las casas pasan hambre. Unos forajidos han despojado al país de la realeza. El rey ha sido secuestrado por el populacho». O sea que la modernidad, incluso revolucionaria, empezaba a aparecer de modo oficial, consignada por manos cultas y lúcidas en los primeros registros de la Historia. Aparecían las tempranas relaciones e incluso textos literarios que podemos considerar primeros best sellers, como El cuento del campesino, las Instrucciones a Merikare («Sé hábil en palabras. El poder del hombre está en el lenguaje. Un discurso es más poderoso que cualquier combate») y el extraordinario El misántropo: «¿A quién hablaré hoy? Nadie se acuerda del pasado. Nadie devuelve el bien a quien ha sido bueno con él. La muerte está ante mí como cuando anhelas una casa propia tras haber estado prisionero muchos años». Y lo que es todavía más importante, por el precedente que supuso: la religión establecida de modo oficial con sus arcanos y privilegios. La clase sacerdotal adquirió una enorme influencia, los dioses fueron ya palabras mayores y el culto a los muertos y al Más Allá impregnó la vida local. Allí surgió también una de las más notables, si no primera, herejías de la Antigüedad: la del faraón Amenofis IV, que decidió cepillarse el gallinero de dioses egipcios para imponer el culto a uno nuevo y único: Atón, rey del universo, de quien el faraón (que se cambió el nombre por Akenatón) era hijo y encarnación torera en la tierra. La idea no fue original, pero sí lo fue su puesta en práctica por las bravas. Duró, todo hay que decirlo, mientras vivió ese faraón, porque a su muerte lo borraron hasta de los monumentos funerarios (los sacerdotes no le perdonaron haberlos dejado sin empleo). Sin embargo, la idea de un dios único y un monarca como su representante en la tierra siguió dando vueltas por ahí, y tendría un gran futuro aquí. Aunque de momento, y todavía, iban a pasar otras cosas interesantes que acabaron influyendo mucho en la historia de Europa. Una de ellas, que todavía nos pillaba lejos pero no tanto como parece, fue la lucha de los faraones contra un pueblo que emigraba desde Asia Menor: los pelest, también llamados filisteos. Que, rechazados por Egipto, se instalaron en un lugar de la costa mediterránea al que dieron su nombre: Palestina.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (IV)
La tercera rama de tíos abuelos lejanos de lo que hoy llamamos Europa, aparte Mesopotamia y Egipto, fue Israel. Su historia inicial, novelada con una imaginación que ya habrían querido las historias de Harry Potter, está contada en la Biblia, y más concretamente en los libros del Génesis y el Éxodo, escritos quince siglos antes de Cristo. La cosa empezó con un fulano llamado Abraham, que vivía en Ur (ciudad que hoy situaríamos en Iraq). Por allí los dioses eran muchos, para cada necesidad, pero a Abraham empezó a aparecérsele uno que por lo visto era solo y único. El hombre se lo tomó en serio y se vino con la familia un poco más cerca, a Canaán. Allí tuvo un hijo llamado Isaac y otro llamado Ismael, unos nietos llamados Esaú y Jacob y un bisnieto, José, que tuvo malos rollos con la esposa de un egipcio llamado Putifar, cuyo nombre lo dice todo. Las peripecias de esos personajes son fascinantes pero no caben aquí, así que si dan ustedes un vistazo a la Biblia, mejor. Lo que importa es que los familiares y descendientes de todos ellos se llamaron hebreos, judíos o israelitas, y rendían culto a un dios llamado Yahvé, que según los textos antiguos (les juro que no es inquina mía), era un dios injusto, vengativo y con muy mala leche. Pero como era el de ellos, pues allá cada cual. Tú mismo con tu mecanismo. Por lo demás, el pueblo judío era, permítanme el chiste pascual, de los que comen sin sentarse. Los israelitas se pasaron la antigüedad de acá para allá, viajando más que la mochila de Frank de la Jungla. Tuvieron guerras, invasiones, emigraron y estuvieron cautivos primero en Egipto y luego en Babilonia. De Egipto los sacó un jefe llamado Moisés (como ustedes habrán visto la película Los Diez Mandamientos, les ahorro detalles) llevándolos de vuelta a su tierra. Allí pasaron la vida dándose de hostias con sus vecinos (siguen haciéndolo treinta y cinco siglos después) y con otros enemigos, en una serie de episodios donde hubo genocidios, adulterios, incestos, caspa, crímenes, sordidez, sexo guarro, batallas y demás sucesos que te dejan turulato cuando los lees. Entre mis personajes favoritos están Sansón, que era un pavo cachas en plan Schwarzenegger aficionado a irse de putas, y Dalila, más golfa que María Martillo, que le jugó la del chino cortándole el pelo para que los filisteos lo dejaran ciego como un topo. Otra que me encanta es Judith, una de las primeras feministas de la historia (como las hijas de Lot, que tras pirarse de Sodoma se lo montaron con su padre). La tal Judith era una hembra espectacular que se llevó al catre a un general asirio llamado Holofernes; y cuando éste iba a empezar la faena le cortó la cabeza y los judíos ganaron la guerra. Por la cara. Pero el que de verdad se infló a ganar batallas fue un pastor guaperas llamado David, que se cargó de un cantazo al gigante Goliat y luego subió al trono de Judea y fue el primer gran rey de allí, porque les dio las del pulpo a filisteos, moabitas, amonitas, edomitas, amalecitas y todos los acabados en -ita que andaban por aquellas tierras. Pero el que ya fue la repera limonera es su hijo Salomón, rey justo y sabio donde los haya (además de poeta erótico muy potable), que en el 996 a. C. construyó en Jerusalén el famoso templo que llevaría su nombre. Después la cosa israelita fue cuesta abajo, porque la Judea del norte fue machacada por las invasiones asirias en el siglo VIII a. C. y la del sur conquistada dos siglos más tarde por los babilonios, que se llevaron cautivos a los judíos donde los ríos de Babilonia y todo eso. A unos ese destierro les fue fatal, pero otros hicieron negocios y, listos como eran, destacaron como intelectuales en las bibliotecas y la cultura babilonia. El cautiverio acabó cuando Ciro el Grande, gobernante de la vecina Persia que era buen chaval, machacó Babilonia y dejó a los judíos volver a su tierra. El reino de Judea volvió a levantar cabeza hasta que en el año 334 a. C. Alejandro Magno se hizo cargo. Luego vendrían los romanos, Jesucristo y lo que contaremos cuando toque. Lo que importa es retener un detalle fundamental: ese concepto judío del Dios único, aportado por Abraham y consolidado por Charlton Heston, iba a influenciar mucho la historia de las religiones y la historia de Europa. Yo soy el que soy, dijo la zarza ardiente. Aquello resolvía de un plumazo (o un fogonazo) el viejo enigma de que cada dios debía haber sido engendrado por un dios anterior. Frente a eso, el nuevo Dios con mayúscula no tenía principio ni fin: quedaba fuera de la comprensión humana y sólo los elegidos, profetas, sacerdotes, podían acceder a él. Quien tuviera de su parte a esos intermediarios tenía garantizados la impunidad, el poder y la gloria: Dios lo ordena, Dios lo quiere, etcétera. Y en caso necesario, sin cargo de conciencia, los no creyentes podían ser pasados a cuchillo.
[Continuará].
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La tercera rama de tíos abuelos lejanos de lo que hoy llamamos Europa, aparte Mesopotamia y Egipto, fue Israel. Su historia inicial, novelada con una imaginación que ya habrían querido las historias de Harry Potter, está contada en la Biblia, y más concretamente en los libros del Génesis y el Éxodo, escritos quince siglos antes de Cristo. La cosa empezó con un fulano llamado Abraham, que vivía en Ur (ciudad que hoy situaríamos en Iraq). Por allí los dioses eran muchos, para cada necesidad, pero a Abraham empezó a aparecérsele uno que por lo visto era solo y único. El hombre se lo tomó en serio y se vino con la familia un poco más cerca, a Canaán. Allí tuvo un hijo llamado Isaac y otro llamado Ismael, unos nietos llamados Esaú y Jacob y un bisnieto, José, que tuvo malos rollos con la esposa de un egipcio llamado Putifar, cuyo nombre lo dice todo. Las peripecias de esos personajes son fascinantes pero no caben aquí, así que si dan ustedes un vistazo a la Biblia, mejor. Lo que importa es que los familiares y descendientes de todos ellos se llamaron hebreos, judíos o israelitas, y rendían culto a un dios llamado Yahvé, que según los textos antiguos (les juro que no es inquina mía), era un dios injusto, vengativo y con muy mala leche. Pero como era el de ellos, pues allá cada cual. Tú mismo con tu mecanismo. Por lo demás, el pueblo judío era, permítanme el chiste pascual, de los que comen sin sentarse. Los israelitas se pasaron la antigüedad de acá para allá, viajando más que la mochila de Frank de la Jungla. Tuvieron guerras, invasiones, emigraron y estuvieron cautivos primero en Egipto y luego en Babilonia. De Egipto los sacó un jefe llamado Moisés (como ustedes habrán visto la película Los Diez Mandamientos, les ahorro detalles) llevándolos de vuelta a su tierra. Allí pasaron la vida dándose de hostias con sus vecinos (siguen haciéndolo treinta y cinco siglos después) y con otros enemigos, en una serie de episodios donde hubo genocidios, adulterios, incestos, caspa, crímenes, sordidez, sexo guarro, batallas y demás sucesos que te dejan turulato cuando los lees. Entre mis personajes favoritos están Sansón, que era un pavo cachas en plan Schwarzenegger aficionado a irse de putas, y Dalila, más golfa que María Martillo, que le jugó la del chino cortándole el pelo para que los filisteos lo dejaran ciego como un topo. Otra que me encanta es Judith, una de las primeras feministas de la historia (como las hijas de Lot, que tras pirarse de Sodoma se lo montaron con su padre). La tal Judith era una hembra espectacular que se llevó al catre a un general asirio llamado Holofernes; y cuando éste iba a empezar la faena le cortó la cabeza y los judíos ganaron la guerra. Por la cara. Pero el que de verdad se infló a ganar batallas fue un pastor guaperas llamado David, que se cargó de un cantazo al gigante Goliat y luego subió al trono de Judea y fue el primer gran rey de allí, porque les dio las del pulpo a filisteos, moabitas, amonitas, edomitas, amalecitas y todos los acabados en -ita que andaban por aquellas tierras. Pero el que ya fue la repera limonera es su hijo Salomón, rey justo y sabio donde los haya (además de poeta erótico muy potable), que en el 996 a. C. construyó en Jerusalén el famoso templo que llevaría su nombre. Después la cosa israelita fue cuesta abajo, porque la Judea del norte fue machacada por las invasiones asirias en el siglo VIII a. C. y la del sur conquistada dos siglos más tarde por los babilonios, que se llevaron cautivos a los judíos donde los ríos de Babilonia y todo eso. A unos ese destierro les fue fatal, pero otros hicieron negocios y, listos como eran, destacaron como intelectuales en las bibliotecas y la cultura babilonia. El cautiverio acabó cuando Ciro el Grande, gobernante de la vecina Persia que era buen chaval, machacó Babilonia y dejó a los judíos volver a su tierra. El reino de Judea volvió a levantar cabeza hasta que en el año 334 a. C. Alejandro Magno se hizo cargo. Luego vendrían los romanos, Jesucristo y lo que contaremos cuando toque. Lo que importa es retener un detalle fundamental: ese concepto judío del Dios único, aportado por Abraham y consolidado por Charlton Heston, iba a influenciar mucho la historia de las religiones y la historia de Europa. Yo soy el que soy, dijo la zarza ardiente. Aquello resolvía de un plumazo (o un fogonazo) el viejo enigma de que cada dios debía haber sido engendrado por un dios anterior. Frente a eso, el nuevo Dios con mayúscula no tenía principio ni fin: quedaba fuera de la comprensión humana y sólo los elegidos, profetas, sacerdotes, podían acceder a él. Quien tuviera de su parte a esos intermediarios tenía garantizados la impunidad, el poder y la gloria: Dios lo ordena, Dios lo quiere, etcétera. Y en caso necesario, sin cargo de conciencia, los no creyentes podían ser pasados a cuchillo.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (V)
Érase una vez una montaña alta y sagrada a la que llamaban Olimpo, que estaba en lo que hoy llamamos Grecia. En torno a esa montaña, por la época en que los judíos salían de Egipto en busca de la tierra prometida, unos trece o catorce siglos antes de que naciera Cristo y más o menos cuando los hombres empezaron a usar el hierro en lugar del bronce, se fue formando un país que todavía entonces eran muchos pueblos y ciudades, hechos (como casi todos se hicieron) de invadidos e invasores. En vez de un solo dios, aquellos fulanos tenían varios que vivían en plan familia Telerín en ese monte griego. La gente no les rezaba para que perdonasen sus pecados ni para ser mejores personas, sino para cosas prácticas como tener buenas cosechas, viajar seguros, degollar y esclavizar a los enemigos, disponer de pan para comer, agua para beber, fuego para calentarse y llegar a viejos en el mejor estado posible. Para eso ofrecían sacrificios derramando vino, matando animales (hecatombe significa sacrificar cien bueyes), les dedicaban bailes, cánticos y cosas así. La peña era también muy supersticiosa, y de que un ave volase a la derecha o la izquierda, de unos relámpagos o de cualquier chorrada así dependía librar batallas, viajar y toda clase de iniciativas. Incluso, en un lugar llamado Delfos, había un chiringuito de adivinación del futuro al que llamaban Oráculo, donde se formaban colas para preguntar; y como las respuestas siempre eran ambiguas, cada cual las interpretaba a su manera. Ibas y preguntabas si tu marido te engañaba con la esclava de casa, el oráculo respondía «Todo puede ser», y tú, como estabas de tu marido hasta la bisectriz, al volver a casa lo envenenabas haciéndole un salmorejo con cicuta. Todo eso, como digo, giraba en torno a una religión presidida por una docena de dioses principales y un montón de secundarios, que a su vez generaron infinidad de subcontratas gestionadas por semidioses, héroes y otros personajes hasta formar una multitud fascinante, que a su vez generaría unas leyendas y una literatura sin cuyo conocimiento es imposible comprender los símbolos y referencias de la Europa que venía de camino. En cuanto a los moradores del Olimpo, los dioses principales no eran buenos y virtuosos como imaginamos a los de ahora. Al contrario, eran adúlteros, lujuriosos, envidiosos, violadores, incestuosos, coléricos, tramposos e impresentables. Unos verdaderos hijos de puta. Además, cada uno tenía sus seres humanos preferidos, favoreciendo a unos y fastidiando a otros. Zeus, que después sería el Júpiter romano, era el padre y rey de todos, la máxima autoridad, aunque los otros, sobre todo las diosas, se choteaban de él y lo engañaban como a un chino de los de antes. Su legítima señora era Hera, la Juno romana, cuyo cuñado Poseidón (el Neptuno del tridente), hermano de Zeus, era rey del mar, capaz de generar tormentas y apaciguarlas por la cara. Hefesto o Vulcano, el dios del fuego, era cojo, feo, gruñón, curraba en una fragua, y en ella lo pintaría Velázquez muchos siglos después. Dionisio, más conocido hoy por Baco, era un borracho que te rilas; y Ares, o sea Marte, dios de la guerra, un psicópata militarista que sólo era feliz cuando había batallas y masacres de por medio. Hermes (el Mercurio de los romanos), mensajero de los dioses, había salido el listo de la familia, dotado para los negocios y las juntas de accionistas. Artemis, luego Diana, aficionada a cazar y pasear por los bosques con arco y flechas, no quería ver a los hombres ni de lejos y era la feminista de la familia. Atenea o Minerva, nacida de un martillazo que Hefesto le dio a Zeus en la cabeza, salió medio guerrera, tenía los ojos verdes y era diosa de la sensatez y la sabiduría (no es casual que la clave del conocimiento se atribuyese a una mujer y no a un hombre). Otros parientes eran Vesta, que presidía el hogar familiar, Ceres, diosa de la agricultura, y Plutón, que gobernaba el mundo subterráneo y vivía bajo tierra, en plan topo. Mención aparte merecen Apolo, que era el guaperas de la familia y conducía una especie de Ferrari celeste, y Afrodita, o sea, nada menos que Venus: la diosa de la belleza y del amor, la Marilyn Monroe del Olimpo. Una señora espectacular, de las que paraban la circulación de las cuadrigas cuando salía a darse una vuelta por el mundo. La guapa entre las guapas. Y que nos viene de perlas para cerrar este episodio, porque en el siguiente veremos cómo ese mismo bellezón, al aceptar una manzana de manos de un simpático chaval llamado Paris, lió un pifostio considerable que acabaría llamándose Guerra de Troya. Con la que nuestra vieja Europa, por así decirlo, iba a entrar ya en serio en la Historia.
[Continuará].
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Érase una vez una montaña alta y sagrada a la que llamaban Olimpo, que estaba en lo que hoy llamamos Grecia. En torno a esa montaña, por la época en que los judíos salían de Egipto en busca de la tierra prometida, unos trece o catorce siglos antes de que naciera Cristo y más o menos cuando los hombres empezaron a usar el hierro en lugar del bronce, se fue formando un país que todavía entonces eran muchos pueblos y ciudades, hechos (como casi todos se hicieron) de invadidos e invasores. En vez de un solo dios, aquellos fulanos tenían varios que vivían en plan familia Telerín en ese monte griego. La gente no les rezaba para que perdonasen sus pecados ni para ser mejores personas, sino para cosas prácticas como tener buenas cosechas, viajar seguros, degollar y esclavizar a los enemigos, disponer de pan para comer, agua para beber, fuego para calentarse y llegar a viejos en el mejor estado posible. Para eso ofrecían sacrificios derramando vino, matando animales (hecatombe significa sacrificar cien bueyes), les dedicaban bailes, cánticos y cosas así. La peña era también muy supersticiosa, y de que un ave volase a la derecha o la izquierda, de unos relámpagos o de cualquier chorrada así dependía librar batallas, viajar y toda clase de iniciativas. Incluso, en un lugar llamado Delfos, había un chiringuito de adivinación del futuro al que llamaban Oráculo, donde se formaban colas para preguntar; y como las respuestas siempre eran ambiguas, cada cual las interpretaba a su manera. Ibas y preguntabas si tu marido te engañaba con la esclava de casa, el oráculo respondía «Todo puede ser», y tú, como estabas de tu marido hasta la bisectriz, al volver a casa lo envenenabas haciéndole un salmorejo con cicuta. Todo eso, como digo, giraba en torno a una religión presidida por una docena de dioses principales y un montón de secundarios, que a su vez generaron infinidad de subcontratas gestionadas por semidioses, héroes y otros personajes hasta formar una multitud fascinante, que a su vez generaría unas leyendas y una literatura sin cuyo conocimiento es imposible comprender los símbolos y referencias de la Europa que venía de camino. En cuanto a los moradores del Olimpo, los dioses principales no eran buenos y virtuosos como imaginamos a los de ahora. Al contrario, eran adúlteros, lujuriosos, envidiosos, violadores, incestuosos, coléricos, tramposos e impresentables. Unos verdaderos hijos de puta. Además, cada uno tenía sus seres humanos preferidos, favoreciendo a unos y fastidiando a otros. Zeus, que después sería el Júpiter romano, era el padre y rey de todos, la máxima autoridad, aunque los otros, sobre todo las diosas, se choteaban de él y lo engañaban como a un chino de los de antes. Su legítima señora era Hera, la Juno romana, cuyo cuñado Poseidón (el Neptuno del tridente), hermano de Zeus, era rey del mar, capaz de generar tormentas y apaciguarlas por la cara. Hefesto o Vulcano, el dios del fuego, era cojo, feo, gruñón, curraba en una fragua, y en ella lo pintaría Velázquez muchos siglos después. Dionisio, más conocido hoy por Baco, era un borracho que te rilas; y Ares, o sea Marte, dios de la guerra, un psicópata militarista que sólo era feliz cuando había batallas y masacres de por medio. Hermes (el Mercurio de los romanos), mensajero de los dioses, había salido el listo de la familia, dotado para los negocios y las juntas de accionistas. Artemis, luego Diana, aficionada a cazar y pasear por los bosques con arco y flechas, no quería ver a los hombres ni de lejos y era la feminista de la familia. Atenea o Minerva, nacida de un martillazo que Hefesto le dio a Zeus en la cabeza, salió medio guerrera, tenía los ojos verdes y era diosa de la sensatez y la sabiduría (no es casual que la clave del conocimiento se atribuyese a una mujer y no a un hombre). Otros parientes eran Vesta, que presidía el hogar familiar, Ceres, diosa de la agricultura, y Plutón, que gobernaba el mundo subterráneo y vivía bajo tierra, en plan topo. Mención aparte merecen Apolo, que era el guaperas de la familia y conducía una especie de Ferrari celeste, y Afrodita, o sea, nada menos que Venus: la diosa de la belleza y del amor, la Marilyn Monroe del Olimpo. Una señora espectacular, de las que paraban la circulación de las cuadrigas cuando salía a darse una vuelta por el mundo. La guapa entre las guapas. Y que nos viene de perlas para cerrar este episodio, porque en el siguiente veremos cómo ese mismo bellezón, al aceptar una manzana de manos de un simpático chaval llamado Paris, lió un pifostio considerable que acabaría llamándose Guerra de Troya. Con la que nuestra vieja Europa, por así decirlo, iba a entrar ya en serio en la Historia.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (VI)
No es casual que todo empezara con una guerra, como la historia de cualquier pueblo, imperio o nación. Y con un mito, naturalmente. Las fechas antiguas son confusas, así que ésta podríamos situarla unos mil doscientos años, siglo más o siglo menos, antes de que naciera Jesucristo. Cuenta la leyenda que estaban las diosas griegas de cotilleo, ya saben, a Artemisa le sienta fatal el peplo, Minerva va de lista por la vida y Juno se está poniendo como una foca, o sea, todo eso de lo que solían hablar y despellejar las diosas mientras veían Sálvame o lo que vieran entonces, y dieron en discutir sobre cuál de ellas era la más guapa. Se puso en juego una manzana de oro en plan Miss Olimpo (la famosa manzana de la discordia) y se recurrió a un joven y guapo pastor para que hiciera de juez. Cada una le prometió cosas al chaval si la elegía a ella (hacerlo rico, hacerlo sabio, hacerlo rey), pero Afrodita, o sea, la que después llamaron Venus los romanos, que conocía a los hombres como si los hubiera parido, le ofreció ligarse a la mujer más hermosa del mundo. El joven se puso como una moto, dijo trato hecho, y Afrodita ganó el concurso. El problema era que la mujer más hermosa del mundo estaba casada, se llamaba Helena y era legítima esposa de Menelao, rey de Esparta. Y para acabar de joder la marrana, o como se diga eso en griego (gamó joirós o algo así, creo), el pastor no era pastor sino hijo del rey de Troya y se llamaba Paris. El muy pirata iba de incógnito. Y la cosa se puso chunga, porque el tal Paris, pretextando una visita oficial a Esparta, se fugó con Helena y se la llevó por la cara a su ciudad, Troya, que tenía unas murallas impresionantes. Y aunque su padre, el rey Príamo, le dio una bronca de cojones llamándolo desaprensivo, niño mimado, golfo y otras lindezas (me vas a buscar la ruina, pijito de mierda, le decía), la madre, que se llamaba Hécuba, metió baza en plan un hijo es un hijo y todo eso; así que al pobre Príamo no le quedó otra que tragarse el sapo y tenerlos allí al niño y a la nuera, que realmente estaba, la gachí, no ya para ponerle un piso, sino para ponerle una ciudad. Que es justo lo que le pusieron. Pero el tal Menelao, el marido espartano burlado, tenía mal perder, estaba cabreado como un diablo de Tasmania y quería a su mujer y venganza, por ese orden; así que convocó a sus parientes y compadres los otros reyes griegos, por aquel tiempo llamados aqueos de hermosas grebas, se juntaron todos y declararon la guerra a Troya. El asedio de la ciudad duró diez años y en él participaron, en uno y otro bando, casi todos los reyes y héroes de la antigüedad helénica (Aquiles, Héctor, Ayax, Ulises, Eneas y los demás colegas), incluidos los dioses; que, cabroncetes como eran, tomaron partido por unos u otros según sus aficiones, como los hinchas de los equipos de fútbol. Al final, aburridos de tanto asedio y de no ganar el pulso a los troyanos, los aqueos construyeron un enorme caballo de madera, fingieron que se retiraban, y los troyanos, creyéndose vencedores, lo metieron como trofeo en la ciudad. Los muy gilipollas. Porque el caballo tenía truco, y dentro llevaba un comando de griegos que, saliendo por la noche en plan Rambo, abrieron las puertas de la ciudad y, dejando entrar a los compañeros, hicieron una escabechina de veinte pares de cojones. Lo más bonito ocurrió cuando Menelao fue en busca de su legítima dispuesto a ejercer injustificable violencia de género, pero al encontrársela en el palacio en llamas toda maquillada, guapa, arrepentida y sexy (Helena era un bellezón, pero no tenía un pelo de tonta sin depilar) se lo pensó mejor y se conformó con degollar a Paris. Luego echaron la adúltera y el rey burlado un polvo en todos los sentidos épico, y volvieron a Esparta más o menos como si nada. Lo del volver a casa, el retorno, el nostos de los griegos vencedores de Troya, trajo mucha cola y mucha literatura, e inspiró poemas y obras de teatro que durante los siglos posteriores y hasta hoy se ocuparon de los personajes. Tres de esos textos son fundamentales para conocer aquel episodio, imaginario sólo en parte: la Ilíada y la Odisea, escritas por un griego, y la Eneida, escrita después por un romano. Los dos primeros relatos, atribuidos al poeta o compilador griego Homero (siglo VIII a. C.), pueden considerarse el primer gran registro cultural, la base narrativa y literaria de lo que después iba a llamarse Europa y Occidente; y su influencia, multiplicada y enorme, llega viva hasta el presente. La guerra de Troya, que como demostraron arqueólogos e historiadores existió de verdad, fue nuestro fascinante paso del mito a la realidad: la bisagra que une la Europa de hoy con el mundo arcaico de las leyendas y los sueños.
[Continuará].
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No es casual que todo empezara con una guerra, como la historia de cualquier pueblo, imperio o nación. Y con un mito, naturalmente. Las fechas antiguas son confusas, así que ésta podríamos situarla unos mil doscientos años, siglo más o siglo menos, antes de que naciera Jesucristo. Cuenta la leyenda que estaban las diosas griegas de cotilleo, ya saben, a Artemisa le sienta fatal el peplo, Minerva va de lista por la vida y Juno se está poniendo como una foca, o sea, todo eso de lo que solían hablar y despellejar las diosas mientras veían Sálvame o lo que vieran entonces, y dieron en discutir sobre cuál de ellas era la más guapa. Se puso en juego una manzana de oro en plan Miss Olimpo (la famosa manzana de la discordia) y se recurrió a un joven y guapo pastor para que hiciera de juez. Cada una le prometió cosas al chaval si la elegía a ella (hacerlo rico, hacerlo sabio, hacerlo rey), pero Afrodita, o sea, la que después llamaron Venus los romanos, que conocía a los hombres como si los hubiera parido, le ofreció ligarse a la mujer más hermosa del mundo. El joven se puso como una moto, dijo trato hecho, y Afrodita ganó el concurso. El problema era que la mujer más hermosa del mundo estaba casada, se llamaba Helena y era legítima esposa de Menelao, rey de Esparta. Y para acabar de joder la marrana, o como se diga eso en griego (gamó joirós o algo así, creo), el pastor no era pastor sino hijo del rey de Troya y se llamaba Paris. El muy pirata iba de incógnito. Y la cosa se puso chunga, porque el tal Paris, pretextando una visita oficial a Esparta, se fugó con Helena y se la llevó por la cara a su ciudad, Troya, que tenía unas murallas impresionantes. Y aunque su padre, el rey Príamo, le dio una bronca de cojones llamándolo desaprensivo, niño mimado, golfo y otras lindezas (me vas a buscar la ruina, pijito de mierda, le decía), la madre, que se llamaba Hécuba, metió baza en plan un hijo es un hijo y todo eso; así que al pobre Príamo no le quedó otra que tragarse el sapo y tenerlos allí al niño y a la nuera, que realmente estaba, la gachí, no ya para ponerle un piso, sino para ponerle una ciudad. Que es justo lo que le pusieron. Pero el tal Menelao, el marido espartano burlado, tenía mal perder, estaba cabreado como un diablo de Tasmania y quería a su mujer y venganza, por ese orden; así que convocó a sus parientes y compadres los otros reyes griegos, por aquel tiempo llamados aqueos de hermosas grebas, se juntaron todos y declararon la guerra a Troya. El asedio de la ciudad duró diez años y en él participaron, en uno y otro bando, casi todos los reyes y héroes de la antigüedad helénica (Aquiles, Héctor, Ayax, Ulises, Eneas y los demás colegas), incluidos los dioses; que, cabroncetes como eran, tomaron partido por unos u otros según sus aficiones, como los hinchas de los equipos de fútbol. Al final, aburridos de tanto asedio y de no ganar el pulso a los troyanos, los aqueos construyeron un enorme caballo de madera, fingieron que se retiraban, y los troyanos, creyéndose vencedores, lo metieron como trofeo en la ciudad. Los muy gilipollas. Porque el caballo tenía truco, y dentro llevaba un comando de griegos que, saliendo por la noche en plan Rambo, abrieron las puertas de la ciudad y, dejando entrar a los compañeros, hicieron una escabechina de veinte pares de cojones. Lo más bonito ocurrió cuando Menelao fue en busca de su legítima dispuesto a ejercer injustificable violencia de género, pero al encontrársela en el palacio en llamas toda maquillada, guapa, arrepentida y sexy (Helena era un bellezón, pero no tenía un pelo de tonta sin depilar) se lo pensó mejor y se conformó con degollar a Paris. Luego echaron la adúltera y el rey burlado un polvo en todos los sentidos épico, y volvieron a Esparta más o menos como si nada. Lo del volver a casa, el retorno, el nostos de los griegos vencedores de Troya, trajo mucha cola y mucha literatura, e inspiró poemas y obras de teatro que durante los siglos posteriores y hasta hoy se ocuparon de los personajes. Tres de esos textos son fundamentales para conocer aquel episodio, imaginario sólo en parte: la Ilíada y la Odisea, escritas por un griego, y la Eneida, escrita después por un romano. Los dos primeros relatos, atribuidos al poeta o compilador griego Homero (siglo VIII a. C.), pueden considerarse el primer gran registro cultural, la base narrativa y literaria de lo que después iba a llamarse Europa y Occidente; y su influencia, multiplicada y enorme, llega viva hasta el presente. La guerra de Troya, que como demostraron arqueólogos e historiadores existió de verdad, fue nuestro fascinante paso del mito a la realidad: la bisagra que une la Europa de hoy con el mundo arcaico de las leyendas y los sueños.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (VII)
Cuando hablamos de la Grecia más antigua tendemos a pensar que era un país como los entendemos hoy, pero eso no se corresponde con la realidad. En aquellos tiempos oscuros, de veinte a diez siglos antes de que naciera Cristo, sería más propio hablar de un mundo griego que de una Grecia concreta. O sea, de lo que los historiadores serios (el que avisa no es traidor) llamarían Hélade. Los griegos de entonces no se denominaban a sí mismos griegos, palabra que es latina o romana, sino helenos, argivos, aqueos y nombres por el estilo, y estaban bastante desparramados, iban, venían y se invadían por el Mediterráneo oriental y sus costas. Sabemos poco de ellos, porque los historiadores de aquellas tierras empezaron a escribir mucho más tarde; pero gracias a arqueólogos espabilados como el alemán Schliemann (que descubrió Micenas y Troya confirmando que ésta había existido realmente), y el inglés Evans (que excavó Cnosos), y cruzando todo eso con los textos más antiguos, podemos hacernos una idea aproximada de por dónde iban los tiros en aquellos tiempos sombríos. Sabemos así de Micenas, cuyos habitantes (dominados por una élite guerrera, culta, que conocía la escritura), tal vez sean los primeros a los que podemos considerar griegos de pata negra. También sabemos de la civilización minoica, que debe su nombre a un rey llamado Minos, las ruinas de cuyo palacio pueden hoy visitar los turistas. Y por cierto: en esa época siglo arriba o abajo, en torno al XVI o XV antes de Cristo, hubo en la isla de Santorini, cerca de Creta, una explosión volcánica en plan Pompeya pero mucho más a lo bestia, que causó un cataclismo de veinte pares de narices, con el hundimiento en el mar de parte de la isla y de la gente que por allí andaba (no hace mucho se descubrió una población conservada bajo las cenizas, abandonada tras la erupción). Aquello fue un zambombazo espectacular, de traca; y es posible, dicen algunos, que la leyenda de la Atlántida, el mítico continente sumergido con ciudades y gentes mencionado por Platón, provenga de ahí. Pero cine de catástrofes aparte y volviendo a los hechos probados, el caso es que edificios, inscripciones y restos de escritura han permitido averiguar cosas interesantes sobre micénicos y minoicos, regidos por castas militares muy cabroncetas que controlaban territorios poblados con aldeas sometidas a la esclavitud; y que (al menos en el caso de los micénicos) ya eran expertos navegantes y comerciaban por el Mediterráneo oriental. Como suele ocurrir con el tiempo, que todo lo masca, eso acabó yéndose al carajo en un período que hoy conocemos con el bonito nombre de Edad Oscura: cuatrocientos años durante los que hubo violentas revoluciones internas (entonces la soberanía popular sólo podía ejercerse degollando a los que mandaban, o sea, mediante auténtico e inequívoco sufragio directo) e invasiones de pueblos empujados por otros pueblos, por el hambre o la ambición. Lo de siempre. Así que, entre unos y otros, cambiaron el panorama egeo. Eran tiempos en los que a la peña no le cabía un cañamón por el ojete: la inseguridad venía por tierra, pero también por mar en forma de incursiones, piratas y saqueos. Salías a dar un paseo y anochecías esclavo en el quinto carajo. A esos invasores poco claros pero peligrosos los conocemos, en lo que de conocible tienen, con el también sugerente nombre de Pueblos del Mar. Sus oleadas dieron la puntilla al mundo micénico, y en los siglos posteriores se dejaron caer por allí tres grandes grupos étnicos que marcarían la historia de la futura Grecia y, de rebote, la de Europa: los jonios, los dorios y los eolios (si nos suenan el mar Jónico o las columnas dóricas, por ejemplo, los nombres provienen de ahí). Estos invasores se establecieron en las costas e islas del Egeo, formaron el primer mundo helénico claramente identificable, y sus tres lenguas dieron lugar a los principales dialectos del griego arcaico y clásico. Empezó así la historia de una Grecia que a partir del siglo VIII a. C. ya podemos considerar como tal, y de la que somos herederos lo sepamos o no. Una Grecia, detalle clave, consciente de sí misma, segura de ser distinta al mundo no griego (representado por los barbaroi o bárbaros, extranjeros de lenguas y dioses diferentes) y en la que el pueblo empezó a nombrarse con el curioso nombre de damos, que más tarde se convirtió en demos, raíz de la hermosa palabra democracia. Pero antes de que esa palabra se asentase como realidad discutida o discutible (seguimos debatiéndola casi treinta siglos después) habían de pasar todavía muchas cosas interesantes. De modo que ya saben: si quieren conocerlas, permanezcan atentos a esta página.
[Continuará].
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Cuando hablamos de la Grecia más antigua tendemos a pensar que era un país como los entendemos hoy, pero eso no se corresponde con la realidad. En aquellos tiempos oscuros, de veinte a diez siglos antes de que naciera Cristo, sería más propio hablar de un mundo griego que de una Grecia concreta. O sea, de lo que los historiadores serios (el que avisa no es traidor) llamarían Hélade. Los griegos de entonces no se denominaban a sí mismos griegos, palabra que es latina o romana, sino helenos, argivos, aqueos y nombres por el estilo, y estaban bastante desparramados, iban, venían y se invadían por el Mediterráneo oriental y sus costas. Sabemos poco de ellos, porque los historiadores de aquellas tierras empezaron a escribir mucho más tarde; pero gracias a arqueólogos espabilados como el alemán Schliemann (que descubrió Micenas y Troya confirmando que ésta había existido realmente), y el inglés Evans (que excavó Cnosos), y cruzando todo eso con los textos más antiguos, podemos hacernos una idea aproximada de por dónde iban los tiros en aquellos tiempos sombríos. Sabemos así de Micenas, cuyos habitantes (dominados por una élite guerrera, culta, que conocía la escritura), tal vez sean los primeros a los que podemos considerar griegos de pata negra. También sabemos de la civilización minoica, que debe su nombre a un rey llamado Minos, las ruinas de cuyo palacio pueden hoy visitar los turistas. Y por cierto: en esa época siglo arriba o abajo, en torno al XVI o XV antes de Cristo, hubo en la isla de Santorini, cerca de Creta, una explosión volcánica en plan Pompeya pero mucho más a lo bestia, que causó un cataclismo de veinte pares de narices, con el hundimiento en el mar de parte de la isla y de la gente que por allí andaba (no hace mucho se descubrió una población conservada bajo las cenizas, abandonada tras la erupción). Aquello fue un zambombazo espectacular, de traca; y es posible, dicen algunos, que la leyenda de la Atlántida, el mítico continente sumergido con ciudades y gentes mencionado por Platón, provenga de ahí. Pero cine de catástrofes aparte y volviendo a los hechos probados, el caso es que edificios, inscripciones y restos de escritura han permitido averiguar cosas interesantes sobre micénicos y minoicos, regidos por castas militares muy cabroncetas que controlaban territorios poblados con aldeas sometidas a la esclavitud; y que (al menos en el caso de los micénicos) ya eran expertos navegantes y comerciaban por el Mediterráneo oriental. Como suele ocurrir con el tiempo, que todo lo masca, eso acabó yéndose al carajo en un período que hoy conocemos con el bonito nombre de Edad Oscura: cuatrocientos años durante los que hubo violentas revoluciones internas (entonces la soberanía popular sólo podía ejercerse degollando a los que mandaban, o sea, mediante auténtico e inequívoco sufragio directo) e invasiones de pueblos empujados por otros pueblos, por el hambre o la ambición. Lo de siempre. Así que, entre unos y otros, cambiaron el panorama egeo. Eran tiempos en los que a la peña no le cabía un cañamón por el ojete: la inseguridad venía por tierra, pero también por mar en forma de incursiones, piratas y saqueos. Salías a dar un paseo y anochecías esclavo en el quinto carajo. A esos invasores poco claros pero peligrosos los conocemos, en lo que de conocible tienen, con el también sugerente nombre de Pueblos del Mar. Sus oleadas dieron la puntilla al mundo micénico, y en los siglos posteriores se dejaron caer por allí tres grandes grupos étnicos que marcarían la historia de la futura Grecia y, de rebote, la de Europa: los jonios, los dorios y los eolios (si nos suenan el mar Jónico o las columnas dóricas, por ejemplo, los nombres provienen de ahí). Estos invasores se establecieron en las costas e islas del Egeo, formaron el primer mundo helénico claramente identificable, y sus tres lenguas dieron lugar a los principales dialectos del griego arcaico y clásico. Empezó así la historia de una Grecia que a partir del siglo VIII a. C. ya podemos considerar como tal, y de la que somos herederos lo sepamos o no. Una Grecia, detalle clave, consciente de sí misma, segura de ser distinta al mundo no griego (representado por los barbaroi o bárbaros, extranjeros de lenguas y dioses diferentes) y en la que el pueblo empezó a nombrarse con el curioso nombre de damos, que más tarde se convirtió en demos, raíz de la hermosa palabra democracia. Pero antes de que esa palabra se asentase como realidad discutida o discutible (seguimos debatiéndola casi treinta siglos después) habían de pasar todavía muchas cosas interesantes. De modo que ya saben: si quieren conocerlas, permanezcan atentos a esta página.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (VIII)
Entra ahora en escena un pueblo que dejó su impronta en las orillas del Mediterráneo y configuró buena parte del escenario de la Europa antigua: marinos, viajeros, comerciantes más listos que los ratones colorados, con una cultura puesta al servicio de lo práctico, esos hombres fueron llamados phoínikes por los griegos y de ahí se les quedó el nombre de fenicios con que los conocemos hoy, aunque ignoremos el origen de esa palabra (que significaba rojos, tal vez por el color cobrizo de su piel o las telas púrpura con que comerciaban) e incluso cómo se llamaban a sí mismos. Encajonados entre el mar y las montañas del actual Líbano, eligieron el mar como camino; y en torno al siglo XI antes de Cristo empezaron a expandirse a partir de dos ciudades, Tiro y Sidón. Lo hicieron desarrollando técnicas de navegación muy avanzadas para la época y siguiendo el camino de los antiguos Pueblos del Mar. Intermediarios entre Oriente y las poblaciones mediterráneas, los fenicios conocían las rutas comerciales como la palma de su mano. Primero negociaron con Mesopotamia, Egipto y las islas y costas del Egeo y luego fueron aventurándose al Oeste para traficar entre otras cosas con cerámica, tejidos, esclavos y metales (importantísimos entonces, incluida la plata de lo que más tarde se llamaría Iberia), pero su intención de colonizar era mínima. Lo que al principio les importaba eran puertos abrigados donde fondear sus naves y estar en contacto con las poblaciones del interior para calzársela doblada a los indígenas, sacándoles cuanto podían. Eran más asentamientos costeros y factorías comerciales que otra cosa. Sólo en una última etapa, a partir del siglo VIII antes de Cristo, estos lugares se fueron convirtiendo en ciudades como Dios manda; en colonización propiamente dicha. Y ahí podemos señalar una curiosidad: mientras las ciudades griegas, las apoikíai o polis que por entonces también se iban formando muy desparramadas, iban cada una a su propio rollo, de forma independiente unas de otras, las colonias fenicias, sobre todo al principio, mantuvieron lazos con sus metrópolis originales. No se conserva memoria de ningún rey de colonia fenicia, pero sí de gobernadores y pago de tributos, lo que prueba que esos lugares no rompieron los vínculos políticos ni afectivos con la lejana patria. De todos ellos, el más famoso y que más cola iba a traer para la historia de Europa fue uno situado en el actual golfo de Túnez; un lugar cuyo nombre se escribía Krt’hdst porque el alfabeto fenicio no tenía vocales, que siglos más tarde tendría una importancia decisiva bajo el nombre de Cartago (Aníbal, los romanos y todo eso). Pero de tal asunto, que iba a dar mucho que hablar y que matar, hablaremos cuando toque. También se calcula el primer asentamiento en Cádiz, que ellos llamaron Gd’r, hacia el siglo XI o el X. El caso es que ocho siglos antes de que naciera Jesucristo los fenicios competían con los griegos paseando sus velas por las costas de España, Sicilia y Cerdeña, asomándose incluso, aunque tímidamente, a las Columnas de Hércules y el Atlántico (se dice que llegaron hasta las Azores, que ya es echarle huevos marineros en aquella época de mares incógnitos). En esa trama de puertos y colonias jugaron un papel importante los templos religiosos, que eran también una especie de depósitos o bibliotecas donde los navegantes podían encontrar información disponible para su oficio: portulanos, derroteros y cosas así. Así que cuando los marineros fenicios llegaban a uno de esos puertos, lo primero que hacían después de irse de putas y agarrar una cogorza era acudir a los templos para informarse y preparar el siguiente viaje. Y otro detalle curioso: si con el tiempo la lengua de Homero acabó siendo el idioma culto de la antigüedad mediterránea, lo cierto es que Grecia siempre admitió el origen fenicio de su alfabeto. Aún lejos del uso literario de la escritura, pero necesitados de documentos comerciales y demás papeleo, los phoínikes habían recurrido al alfabeto mesopotámico para crear el suyo. Así que los griegos, al comprobar lo bien que con él se manejaban sus competidores comerciales, decidieron adaptarlo a su lengua, introdujeron vocales para aclararse un poco más y crearon su propio alfabeto, al que llamaron phoinikeia grammata. Es nada menos que Heródoto, el primer gran historiador de la Antigüedad, quien lo cuenta: Hay que destacar el alfabeto, porque hasta aquel momento los griegos no disponían de él. Griegos de origen jonio adoptaron las letras del alfabeto que los fenicios les habían enseñado, introduciendo en ellas pequeños cambios y conviniendo en darle, como es de justicia, el nombre de ‘caracteres fenicios’.
[Continuará].
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Entra ahora en escena un pueblo que dejó su impronta en las orillas del Mediterráneo y configuró buena parte del escenario de la Europa antigua: marinos, viajeros, comerciantes más listos que los ratones colorados, con una cultura puesta al servicio de lo práctico, esos hombres fueron llamados phoínikes por los griegos y de ahí se les quedó el nombre de fenicios con que los conocemos hoy, aunque ignoremos el origen de esa palabra (que significaba rojos, tal vez por el color cobrizo de su piel o las telas púrpura con que comerciaban) e incluso cómo se llamaban a sí mismos. Encajonados entre el mar y las montañas del actual Líbano, eligieron el mar como camino; y en torno al siglo XI antes de Cristo empezaron a expandirse a partir de dos ciudades, Tiro y Sidón. Lo hicieron desarrollando técnicas de navegación muy avanzadas para la época y siguiendo el camino de los antiguos Pueblos del Mar. Intermediarios entre Oriente y las poblaciones mediterráneas, los fenicios conocían las rutas comerciales como la palma de su mano. Primero negociaron con Mesopotamia, Egipto y las islas y costas del Egeo y luego fueron aventurándose al Oeste para traficar entre otras cosas con cerámica, tejidos, esclavos y metales (importantísimos entonces, incluida la plata de lo que más tarde se llamaría Iberia), pero su intención de colonizar era mínima. Lo que al principio les importaba eran puertos abrigados donde fondear sus naves y estar en contacto con las poblaciones del interior para calzársela doblada a los indígenas, sacándoles cuanto podían. Eran más asentamientos costeros y factorías comerciales que otra cosa. Sólo en una última etapa, a partir del siglo VIII antes de Cristo, estos lugares se fueron convirtiendo en ciudades como Dios manda; en colonización propiamente dicha. Y ahí podemos señalar una curiosidad: mientras las ciudades griegas, las apoikíai o polis que por entonces también se iban formando muy desparramadas, iban cada una a su propio rollo, de forma independiente unas de otras, las colonias fenicias, sobre todo al principio, mantuvieron lazos con sus metrópolis originales. No se conserva memoria de ningún rey de colonia fenicia, pero sí de gobernadores y pago de tributos, lo que prueba que esos lugares no rompieron los vínculos políticos ni afectivos con la lejana patria. De todos ellos, el más famoso y que más cola iba a traer para la historia de Europa fue uno situado en el actual golfo de Túnez; un lugar cuyo nombre se escribía Krt’hdst porque el alfabeto fenicio no tenía vocales, que siglos más tarde tendría una importancia decisiva bajo el nombre de Cartago (Aníbal, los romanos y todo eso). Pero de tal asunto, que iba a dar mucho que hablar y que matar, hablaremos cuando toque. También se calcula el primer asentamiento en Cádiz, que ellos llamaron Gd’r, hacia el siglo XI o el X. El caso es que ocho siglos antes de que naciera Jesucristo los fenicios competían con los griegos paseando sus velas por las costas de España, Sicilia y Cerdeña, asomándose incluso, aunque tímidamente, a las Columnas de Hércules y el Atlántico (se dice que llegaron hasta las Azores, que ya es echarle huevos marineros en aquella época de mares incógnitos). En esa trama de puertos y colonias jugaron un papel importante los templos religiosos, que eran también una especie de depósitos o bibliotecas donde los navegantes podían encontrar información disponible para su oficio: portulanos, derroteros y cosas así. Así que cuando los marineros fenicios llegaban a uno de esos puertos, lo primero que hacían después de irse de putas y agarrar una cogorza era acudir a los templos para informarse y preparar el siguiente viaje. Y otro detalle curioso: si con el tiempo la lengua de Homero acabó siendo el idioma culto de la antigüedad mediterránea, lo cierto es que Grecia siempre admitió el origen fenicio de su alfabeto. Aún lejos del uso literario de la escritura, pero necesitados de documentos comerciales y demás papeleo, los phoínikes habían recurrido al alfabeto mesopotámico para crear el suyo. Así que los griegos, al comprobar lo bien que con él se manejaban sus competidores comerciales, decidieron adaptarlo a su lengua, introdujeron vocales para aclararse un poco más y crearon su propio alfabeto, al que llamaron phoinikeia grammata. Es nada menos que Heródoto, el primer gran historiador de la Antigüedad, quien lo cuenta: Hay que destacar el alfabeto, porque hasta aquel momento los griegos no disponían de él. Griegos de origen jonio adoptaron las letras del alfabeto que los fenicios les habían enseñado, introduciendo en ellas pequeños cambios y conviniendo en darle, como es de justicia, el nombre de ‘caracteres fenicios’.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (IX)
Cosa de unos setecientos años antes de que naciera Jesucristo, siglo más o menos, Grecia seguía sin ser un país ni un estado propiamente dichos. Eran varias ciudades autónomas llamadas poleis, cada una a su aire, independientes unas de otras, que a veces se hacían la puñeta entre sí. La economía de cada una funcionaba razonablemente bien, la peña viajaba y negociaba por mar y por tierra, trincaba dinero, descubría nuevos modos de hacer las cosas. Fue entonces cuando las clases dirigentes aristocráticas de toda la vida empezaron a perder aceite, siendo sustituidas las monarquías locales por otras formas de gobierno más adecuadas a tales tiempos y situaciones. Los ciudadanos, además, participaban activamente en la defensa de su ciudad sirviendo en el ejército, lo que les daba una serie de privilegios. Fueron imponiéndose así formas de gobierno más o menos populares, como las figuras del legislador y el tirano (esta última es una palabra que ahora tiene mala prensa, pero entonces incluía tanto a malvados de película como a gente muy decente). Hubo, en fin, de todo. Pero lo importante, lo decisivo, es que en esas ciudades-estado, y sobre todo en la llamada Atenas, acabó por instalarse un sistema político nuevo en la historia de la humanidad: la democratia, o gobierno del pueblo. Simplificando mucho, el truco del almendruco consistía en que todos los ciudadanos tenían obligación de prestar servicio, en caso de guerra, en las llamadas falanges de hoplitas, que eran soldados equipados con armadura y escudo (el hoplon que les daba nombre). En esa infantería de élite no había privilegios, y servían por igual los ciudadanos ordinarios y los de las clases altas que podían costearse una armadura (Sirva al bien general, al estado y al pueblo, el hombre que, de pie en la vanguardia, pelea tenaz, olvida la huída infamante y arriesga la vida, escribía en el siglo VII antes de Cristo el poeta Tirteo). Y dato fundamental: para ser ciudadano como los dioses mandaban no era suficiente tener viruta y propiedades. Podías ser un millonetis total, podrido de pasta, pero no tener derecho al voto y no comerte una rosca. Era la función militar, la disposición a servir en caso de guerra (ahí donde lo ven, el filósofo Sócrates combatió en tres batallas como hoplita ateniense, el tío), la que daba al ciudadano un prestigio y un estatus especial, convirtiéndolo en parte de una fuerza política con voz y voto en la asamblea de la ciudad. Ser hoplita en caso de zafarrancho y tener una propiedad rural era ya la pera limonera: acceder a lo máximo en derechos y libertades, hasta el punto de que perder la ciudadanía (a perderla se le llamaba atimía) se consideraba una deshonra (atimía y estar deshonrado eran sinónimos). Vista desde el siglo XXI, claro, aquella democracia, limitada a unos fulanos con derechos mientras otros más tiesos carecían de ellos, parece imperfecta. Lo de gobierno del pueblo no era del todo exacto: se beneficiaba sólo una parte de la ciudadanía; y el resto, esclavos incluidos, quedaba fuera. Sólo en los momentos de democracia radical de Atenas (que todo iba a llegar con el tiempo) se dio cuartelillo ciudadano a los que no tenían donde caerse muertos. Pero lo que importa, pues no conviene juzgar el pasado con criterios del presente, es que nunca hasta entonces en el mundo antiguo se había logrado que la gente manejase su propio destino. O sea, en la puta vida. Para hacernos idea, fíjense, mientras hacia el siglo VI antes de Cristo en Atenas o Tebas se debatía ya en asambleas ciudadanas, en la Europa oscura del oeste y el norte se consolidaban, todavía para un rato largo, groseros sistemas aristocráticos basados en la riqueza y la fuerza bruta, dirigidos por verdaderos animales analfabetos (y algunos todavía lo siguen siendo). Lugares éstos, futuros países y naciones europeos, la mayor parte de los cuales, ojo al dato, no conocería la democracia hasta dos mil seiscientos años después. El caso es que esas modestas ciudades griegas empezaron de ese modo, tacita a tacita, casi sin proponérselo, a construir un mundo que hoy llamamos clásico y que generó la política, la filosofía, la ciencia, la literatura y el arte que acabarían definiendo la Europa de los siglos posteriores. Su alma, vaya. Nuestra riqueza cultural y nuestra inteligencia política. Pero no fue fácil, por supuesto. Costó muchos sobresaltos, muchas discordias y mucha sangre. No todo lo arreglaba la democracia. Aquellas ciudades griegas se aliaban o enfrentaban entre sí, y en ese juego de fuerzas del que Atenas acabaría saliendo vencedora moral, dando base ideológica a lo que hoy llamamos Grecia clásica, otra ciudad llamada Esparta tuvo un papel decisivo. Y de ella y sus ciudadanos (los tipos y tipas más duros de la antigüedad clásica, ríanse ustedes de Clint Eastwood y Chuck Norris), hablaremos en el próximo capítulo.
[Continuará].
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Cosa de unos setecientos años antes de que naciera Jesucristo, siglo más o menos, Grecia seguía sin ser un país ni un estado propiamente dichos. Eran varias ciudades autónomas llamadas poleis, cada una a su aire, independientes unas de otras, que a veces se hacían la puñeta entre sí. La economía de cada una funcionaba razonablemente bien, la peña viajaba y negociaba por mar y por tierra, trincaba dinero, descubría nuevos modos de hacer las cosas. Fue entonces cuando las clases dirigentes aristocráticas de toda la vida empezaron a perder aceite, siendo sustituidas las monarquías locales por otras formas de gobierno más adecuadas a tales tiempos y situaciones. Los ciudadanos, además, participaban activamente en la defensa de su ciudad sirviendo en el ejército, lo que les daba una serie de privilegios. Fueron imponiéndose así formas de gobierno más o menos populares, como las figuras del legislador y el tirano (esta última es una palabra que ahora tiene mala prensa, pero entonces incluía tanto a malvados de película como a gente muy decente). Hubo, en fin, de todo. Pero lo importante, lo decisivo, es que en esas ciudades-estado, y sobre todo en la llamada Atenas, acabó por instalarse un sistema político nuevo en la historia de la humanidad: la democratia, o gobierno del pueblo. Simplificando mucho, el truco del almendruco consistía en que todos los ciudadanos tenían obligación de prestar servicio, en caso de guerra, en las llamadas falanges de hoplitas, que eran soldados equipados con armadura y escudo (el hoplon que les daba nombre). En esa infantería de élite no había privilegios, y servían por igual los ciudadanos ordinarios y los de las clases altas que podían costearse una armadura (Sirva al bien general, al estado y al pueblo, el hombre que, de pie en la vanguardia, pelea tenaz, olvida la huída infamante y arriesga la vida, escribía en el siglo VII antes de Cristo el poeta Tirteo). Y dato fundamental: para ser ciudadano como los dioses mandaban no era suficiente tener viruta y propiedades. Podías ser un millonetis total, podrido de pasta, pero no tener derecho al voto y no comerte una rosca. Era la función militar, la disposición a servir en caso de guerra (ahí donde lo ven, el filósofo Sócrates combatió en tres batallas como hoplita ateniense, el tío), la que daba al ciudadano un prestigio y un estatus especial, convirtiéndolo en parte de una fuerza política con voz y voto en la asamblea de la ciudad. Ser hoplita en caso de zafarrancho y tener una propiedad rural era ya la pera limonera: acceder a lo máximo en derechos y libertades, hasta el punto de que perder la ciudadanía (a perderla se le llamaba atimía) se consideraba una deshonra (atimía y estar deshonrado eran sinónimos). Vista desde el siglo XXI, claro, aquella democracia, limitada a unos fulanos con derechos mientras otros más tiesos carecían de ellos, parece imperfecta. Lo de gobierno del pueblo no era del todo exacto: se beneficiaba sólo una parte de la ciudadanía; y el resto, esclavos incluidos, quedaba fuera. Sólo en los momentos de democracia radical de Atenas (que todo iba a llegar con el tiempo) se dio cuartelillo ciudadano a los que no tenían donde caerse muertos. Pero lo que importa, pues no conviene juzgar el pasado con criterios del presente, es que nunca hasta entonces en el mundo antiguo se había logrado que la gente manejase su propio destino. O sea, en la puta vida. Para hacernos idea, fíjense, mientras hacia el siglo VI antes de Cristo en Atenas o Tebas se debatía ya en asambleas ciudadanas, en la Europa oscura del oeste y el norte se consolidaban, todavía para un rato largo, groseros sistemas aristocráticos basados en la riqueza y la fuerza bruta, dirigidos por verdaderos animales analfabetos (y algunos todavía lo siguen siendo). Lugares éstos, futuros países y naciones europeos, la mayor parte de los cuales, ojo al dato, no conocería la democracia hasta dos mil seiscientos años después. El caso es que esas modestas ciudades griegas empezaron de ese modo, tacita a tacita, casi sin proponérselo, a construir un mundo que hoy llamamos clásico y que generó la política, la filosofía, la ciencia, la literatura y el arte que acabarían definiendo la Europa de los siglos posteriores. Su alma, vaya. Nuestra riqueza cultural y nuestra inteligencia política. Pero no fue fácil, por supuesto. Costó muchos sobresaltos, muchas discordias y mucha sangre. No todo lo arreglaba la democracia. Aquellas ciudades griegas se aliaban o enfrentaban entre sí, y en ese juego de fuerzas del que Atenas acabaría saliendo vencedora moral, dando base ideológica a lo que hoy llamamos Grecia clásica, otra ciudad llamada Esparta tuvo un papel decisivo. Y de ella y sus ciudadanos (los tipos y tipas más duros de la antigüedad clásica, ríanse ustedes de Clint Eastwood y Chuck Norris), hablaremos en el próximo capítulo.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (X)
Unos nueve siglos antes de que naciera Cristo, un hombre llamado Licurgo vivió en Esparta. El nombre, Licurgo, suena seco y recio; pero más seco y recio fue lo que hizo con sus conciudadanos. Esparta y Atenas eran los dos estados griegos más importantes de la época; sin embargo, mientras los atenienses se regían por mecanismos democráticos muy avanzados (al fin y al cabo los inventaron ellos) y en su polis florecían el pensamiento filosófico y la cultura en general (o sea, lo que hoy llamaríamos humanismo), Esparta era todo lo contrario. Se regía ésta por un código de leyes creadas por el tal Licurgo, cuyo objetivo era convertir al personal en gente guerrera y sobria, militarizada, resistente, dura como la madre que la parió. Los flojos no tenían lugar allí. Los que nacían débiles o enfermos eran abandonados en el monte. Los otros, a partir de los siete años, eran arrebatados a sus padres y llevados a escuelas-cuarteles sin libros, escritura o ciencia, de los que salían convertidos en los mejores soldados de su tiempo. Su único objeto era combatir; y su obligación, servir en el ejército hasta que cumplían sesenta tacos. Dedican la mayor atención a los niños y se la dedican oficialmente, señalaba con admiración Aristóteles en la Política, donde parece envidiarlos tanto como otros pensadores griegos, entre ellos Jenofonte en su interesante República de los lacedemonios (tal vez porque cuando escribían eso ya estaba la democracia de Atenas en decadencia). De todas formas, como digo, esa atención hacia las criaturas era más atlética y militar que otra cosa, porque durante su formación los pobres espartanitos sufrían un entrenamiento tan duro que, a su lado, los marines y los comandos de las películas (señor, sí, señor, y todo eso) parecen florecillas silvestres. Eran continuamente golpeados para acostumbrarlos a sufrir sin quejarse y obligados a soportar hasta la muerte el frío, el calor, el sueño, y se les hacía robar alimentos para que aprendieran a buscarse la vida. El caso es que, niños o adultos, los espartanos comían poco y mal, vivían en casas sencillas y también, como detalle curioso, se habituaban desde enanos a ser parcos en palabras: poco había entre ellos que no pudiera resolverse con un sí o un no. Y como la región donde estaba Esparta se llamaba Lacedemonia o Laconia, a ese lenguaje breve, tan duro y seco como sus habitantes, se le llamó laconikós, o de estilo espartano. Lacónico, o sea; palabra que todavía hoy usamos para referirnos a lo breve y definitivo. Incluso a la hora de partirse el pecho, degollar y otros etcéteras, la idea era tomárselo todo con sobriedad y calma: las falanges de hoplitas espartanos no corrían jamás, sino que avanzaban despacio, impasibles, lo que acojonaba mucho a sus enemigos (actitud que más tarde iban a adoptar los tercios de infantería española que en los siglos XVI y XVII combatirían en Europa). El caso es que mientras Atenas acabó siendo la democracia más auténtica y radical que ha conocido la Historia, Esparta, con su sociedad militarizada, se convirtió en un pueblo guerrero cuyas leyes y costumbres, o parte de ellas, han sido imitadas después de modo siniestro por regímenes autoritarios como el fascismo, el nazismo y el comunismo, y con diversa fortuna por otros sistemas políticos decentes. Pero ojo: no mezclemos churras con merinas ni siglos con siglos, ni en lo bueno ni en lo malo. Aunque en algunos aspectos la sociedad espartana era un modelo de igualdad, la que se daba en las falanges de hoplitas o en los cuarteles militares no se extendía a toda la sociedad, o tardó tiempo en hacerlo. Durante un largo período, Esparta siguió siendo, por la cara, una oligarquía donde un pequeño consejo de familias destacadas detentaba un poder notable, donde (a diferencia de la vecina Atenas) los cargos públicos no rendían cuentas ante el pueblo, y donde, aparte de los ciudadanos oficiales, a los que se prohibían el trabajo manual y el comercio, estaban los perioicós o periecos (los vecinos, traducido), que carecían de ciudadanía pero comerciaban y poseían sus propias tierras, y los eilotes o ilotas, mayoría sometida a esclavitud y víctima de un trato despiadado (si los espartanos eran duros consigo mismos, imaginen cómo las gastaban con los de abajo). Sin embargo, recios y cabroncetes como eran en casi todo, asombra el estatus singular de sus mujeres. A diferencia de otros lugares donde las señoras eran recluidas en casa por si repetían la jugada de Elena de Troya (Homero dejó a todos los padres y maridos de entonces con la mosca tras la oreja), las espartanas de tronío pisaban fuerte. Eran, literalmente, hembras de armas tomar. Decían a sus hijos vuelve con tu escudo o sobre él (lo que significaba vencedor o fiambre), participaban en los ejercicios gimnásticos, tenían acceso a la educación y una libertad considerable para la época. Tanta, que dejaban como marujas de telenovela al resto de mujeres griegas.
[Continuará].
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Unos nueve siglos antes de que naciera Cristo, un hombre llamado Licurgo vivió en Esparta. El nombre, Licurgo, suena seco y recio; pero más seco y recio fue lo que hizo con sus conciudadanos. Esparta y Atenas eran los dos estados griegos más importantes de la época; sin embargo, mientras los atenienses se regían por mecanismos democráticos muy avanzados (al fin y al cabo los inventaron ellos) y en su polis florecían el pensamiento filosófico y la cultura en general (o sea, lo que hoy llamaríamos humanismo), Esparta era todo lo contrario. Se regía ésta por un código de leyes creadas por el tal Licurgo, cuyo objetivo era convertir al personal en gente guerrera y sobria, militarizada, resistente, dura como la madre que la parió. Los flojos no tenían lugar allí. Los que nacían débiles o enfermos eran abandonados en el monte. Los otros, a partir de los siete años, eran arrebatados a sus padres y llevados a escuelas-cuarteles sin libros, escritura o ciencia, de los que salían convertidos en los mejores soldados de su tiempo. Su único objeto era combatir; y su obligación, servir en el ejército hasta que cumplían sesenta tacos. Dedican la mayor atención a los niños y se la dedican oficialmente, señalaba con admiración Aristóteles en la Política, donde parece envidiarlos tanto como otros pensadores griegos, entre ellos Jenofonte en su interesante República de los lacedemonios (tal vez porque cuando escribían eso ya estaba la democracia de Atenas en decadencia). De todas formas, como digo, esa atención hacia las criaturas era más atlética y militar que otra cosa, porque durante su formación los pobres espartanitos sufrían un entrenamiento tan duro que, a su lado, los marines y los comandos de las películas (señor, sí, señor, y todo eso) parecen florecillas silvestres. Eran continuamente golpeados para acostumbrarlos a sufrir sin quejarse y obligados a soportar hasta la muerte el frío, el calor, el sueño, y se les hacía robar alimentos para que aprendieran a buscarse la vida. El caso es que, niños o adultos, los espartanos comían poco y mal, vivían en casas sencillas y también, como detalle curioso, se habituaban desde enanos a ser parcos en palabras: poco había entre ellos que no pudiera resolverse con un sí o un no. Y como la región donde estaba Esparta se llamaba Lacedemonia o Laconia, a ese lenguaje breve, tan duro y seco como sus habitantes, se le llamó laconikós, o de estilo espartano. Lacónico, o sea; palabra que todavía hoy usamos para referirnos a lo breve y definitivo. Incluso a la hora de partirse el pecho, degollar y otros etcéteras, la idea era tomárselo todo con sobriedad y calma: las falanges de hoplitas espartanos no corrían jamás, sino que avanzaban despacio, impasibles, lo que acojonaba mucho a sus enemigos (actitud que más tarde iban a adoptar los tercios de infantería española que en los siglos XVI y XVII combatirían en Europa). El caso es que mientras Atenas acabó siendo la democracia más auténtica y radical que ha conocido la Historia, Esparta, con su sociedad militarizada, se convirtió en un pueblo guerrero cuyas leyes y costumbres, o parte de ellas, han sido imitadas después de modo siniestro por regímenes autoritarios como el fascismo, el nazismo y el comunismo, y con diversa fortuna por otros sistemas políticos decentes. Pero ojo: no mezclemos churras con merinas ni siglos con siglos, ni en lo bueno ni en lo malo. Aunque en algunos aspectos la sociedad espartana era un modelo de igualdad, la que se daba en las falanges de hoplitas o en los cuarteles militares no se extendía a toda la sociedad, o tardó tiempo en hacerlo. Durante un largo período, Esparta siguió siendo, por la cara, una oligarquía donde un pequeño consejo de familias destacadas detentaba un poder notable, donde (a diferencia de la vecina Atenas) los cargos públicos no rendían cuentas ante el pueblo, y donde, aparte de los ciudadanos oficiales, a los que se prohibían el trabajo manual y el comercio, estaban los perioicós o periecos (los vecinos, traducido), que carecían de ciudadanía pero comerciaban y poseían sus propias tierras, y los eilotes o ilotas, mayoría sometida a esclavitud y víctima de un trato despiadado (si los espartanos eran duros consigo mismos, imaginen cómo las gastaban con los de abajo). Sin embargo, recios y cabroncetes como eran en casi todo, asombra el estatus singular de sus mujeres. A diferencia de otros lugares donde las señoras eran recluidas en casa por si repetían la jugada de Elena de Troya (Homero dejó a todos los padres y maridos de entonces con la mosca tras la oreja), las espartanas de tronío pisaban fuerte. Eran, literalmente, hembras de armas tomar. Decían a sus hijos vuelve con tu escudo o sobre él (lo que significaba vencedor o fiambre), participaban en los ejercicios gimnásticos, tenían acceso a la educación y una libertad considerable para la época. Tanta, que dejaban como marujas de telenovela al resto de mujeres griegas.
[Continuará].
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XI)
Por esas paradojas raras de la Historia (que a menudo tiene ganas de broma), las dos grandes confederaciones griegas del siglo V antes de Cristo, la Esparta sobria y militarizada y la Atenas culta y democrática, iban a ser aliadas en una de las guerras más decisivas de la Antigüedad. A esta guerra, o guerras, se las llamó médicas porque los enemigos eran los persas, también conocidos por medos por la región de Asia de la que provenían, que en aquel momento eran un imperio de lo más potente (algo así como los Estados Unidos de entonces). Y fue el asunto que el rey de Persia, que se llamaba Darío y codiciaba el Mediterráneo, quiso hacerse con Grecia amenazando y tal, en plan chulito. Casi todas las ciudades de allí, acojonadas, intentaron quedarse al margen u ofrecieron a Darío el ojete para evitar problemas, excepto dos: los atenienses, que iban de conciencia intelectual griega y tal, y los brutos y duros espartanos, que cuando los persas les exigieron que entregaran sus armas respondieron algo así como molón labé, que significa ven a quitárnoslas si tienes huevos. Y Darío fue, o hizo ir a su ejército. Así que espartanos y atenienses prepararon las falanges de hoplitas, se despidieron de sus mujeres e hijos como Héctor de Andrómaca y se dispusieron a vender caro el pellejo. El primer intento persa se fastidió porque un temporal hundió la flota. El segundo les fue mejor, y desembarcaron. Como los espartanos no llegaban a tiempo, los atenienses decidieron enfrentarse solos a los invasores (lo hicieron en proporción de uno contra diez, todos los hombres disponibles menos los ancianos y los niños). Y asombrosamente, vencieron. Ocurrió en una llanura llamada Maratón, a 40 kilómetros de Atenas. Y como no había teléfono, automóviles ni internet, los vencedores mandaron a un atleta llamado Filípides para que comunicase la buena noticia. Recorrió éste 40 kilómetros corriendo, gritó «Hemos vencido» al llegar y cayó muerto por el esfuerzo (aunque muchos actuales deportistas no lo sepan, cada vez que corren una maratón están recordando a ese bravo chaval). Aquella batalla fue una de las más famosas de la Historia y timbre de orgullo para los atenienses, hasta el punto de que el autor trágico Esquilo, que combatió en ella (Los griegos no son esclavos ni vasallos de nadie, afirma en Los persas), prefirió que se la mencionara en su epitafio en lugar de sus muchas obras teatrales (algo parecido al autor del Quijote, nuestro querido Cervantes, para quien su mayor orgullo fue haber sido soldado en Lepanto). Sin embargo, no hay dos sin tres. Los persas, a los que ahora gobernaba Jerjes, hijo de Darío, tenían metida Grecia entre ceja y ceja; así que el año 483 a. C. cruzaron el Helesponto con un ejército que Heródoto describe como inmenso. Esta vez Esparta acudió a su cita con la Historia y fue fiel a su fama: 300 hoplitas espartanos y otros auxiliares griegos sucumbieron sin ceder un palmo de terreno, peleando con su rey Leónidas en el paso de las Termópilas en proporción (siempre según Heródoto) de uno contra mil. Después los persas avanzaron hasta Atenas y la incendiaron mientras sus habitantes se refugiaban en las islas de Egina y Salamina. Pero a los invasores les salió el cochino mal capado, porque gracias a un fulano llamado Temístocles habían construido antes de la guerra una buena flota de barcos (llamados trirremes porque tenían tres filas de remos a cada lado). Y como los griegos eran unos marinos estupendos, en la bahía de Salamina se les apareció la Virgen, o la diosa Hera, o quien se apareciese entonces, y le dieron a Jerjes una mano de hostias náuticas que lo hizo bicarbonato. Luego, crecidos por el éxito y para rematar la faena, al año siguiente, que fue el 479 a. C., se vinieron más arriba y también le dieron las del pulpo en la batalla de Platea. Abrió eso un período de prestigio y esplendor para Grecia que florecería en lo que iba a llamarse Edad de Oro (de ella hablaremos en un próximo episodio), que durante medio siglo convertiría a Atenas, vencedora moral de la guerra, en cuna de lo que hoy llamamos cultura europea, u occidental. Así, sobre las cenizas del derrotado ejército persa quedó definida la primera gran frontera geopolítica, tal vez aún simbólica pero significativa, entre el mundo de Oriente y el de Occidente. Entre sumisión al poder absoluto y libertad individual del ser humano (asunto actual, que supongo les suena a ustedes). Y veintiséis siglos después, pese a nuestras contradicciones, crímenes, olvidos y desastres, los europeos de hoy, en lo mejor que tuvimos y aún tenemos, lo sepamos o no, somos nietos históricos de aquellos griegos que lucharon heroicamente, defendiendo su mundo y su libertad (o sea, nuestro mundo y nuestra libertad) en Maratón, las Termópilas y Salamina.
[Continuará].
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Por esas paradojas raras de la Historia (que a menudo tiene ganas de broma), las dos grandes confederaciones griegas del siglo V antes de Cristo, la Esparta sobria y militarizada y la Atenas culta y democrática, iban a ser aliadas en una de las guerras más decisivas de la Antigüedad. A esta guerra, o guerras, se las llamó médicas porque los enemigos eran los persas, también conocidos por medos por la región de Asia de la que provenían, que en aquel momento eran un imperio de lo más potente (algo así como los Estados Unidos de entonces). Y fue el asunto que el rey de Persia, que se llamaba Darío y codiciaba el Mediterráneo, quiso hacerse con Grecia amenazando y tal, en plan chulito. Casi todas las ciudades de allí, acojonadas, intentaron quedarse al margen u ofrecieron a Darío el ojete para evitar problemas, excepto dos: los atenienses, que iban de conciencia intelectual griega y tal, y los brutos y duros espartanos, que cuando los persas les exigieron que entregaran sus armas respondieron algo así como molón labé, que significa ven a quitárnoslas si tienes huevos. Y Darío fue, o hizo ir a su ejército. Así que espartanos y atenienses prepararon las falanges de hoplitas, se despidieron de sus mujeres e hijos como Héctor de Andrómaca y se dispusieron a vender caro el pellejo. El primer intento persa se fastidió porque un temporal hundió la flota. El segundo les fue mejor, y desembarcaron. Como los espartanos no llegaban a tiempo, los atenienses decidieron enfrentarse solos a los invasores (lo hicieron en proporción de uno contra diez, todos los hombres disponibles menos los ancianos y los niños). Y asombrosamente, vencieron. Ocurrió en una llanura llamada Maratón, a 40 kilómetros de Atenas. Y como no había teléfono, automóviles ni internet, los vencedores mandaron a un atleta llamado Filípides para que comunicase la buena noticia. Recorrió éste 40 kilómetros corriendo, gritó «Hemos vencido» al llegar y cayó muerto por el esfuerzo (aunque muchos actuales deportistas no lo sepan, cada vez que corren una maratón están recordando a ese bravo chaval). Aquella batalla fue una de las más famosas de la Historia y timbre de orgullo para los atenienses, hasta el punto de que el autor trágico Esquilo, que combatió en ella (Los griegos no son esclavos ni vasallos de nadie, afirma en Los persas), prefirió que se la mencionara en su epitafio en lugar de sus muchas obras teatrales (algo parecido al autor del Quijote, nuestro querido Cervantes, para quien su mayor orgullo fue haber sido soldado en Lepanto). Sin embargo, no hay dos sin tres. Los persas, a los que ahora gobernaba Jerjes, hijo de Darío, tenían metida Grecia entre ceja y ceja; así que el año 483 a. C. cruzaron el Helesponto con un ejército que Heródoto describe como inmenso. Esta vez Esparta acudió a su cita con la Historia y fue fiel a su fama: 300 hoplitas espartanos y otros auxiliares griegos sucumbieron sin ceder un palmo de terreno, peleando con su rey Leónidas en el paso de las Termópilas en proporción (siempre según Heródoto) de uno contra mil. Después los persas avanzaron hasta Atenas y la incendiaron mientras sus habitantes se refugiaban en las islas de Egina y Salamina. Pero a los invasores les salió el cochino mal capado, porque gracias a un fulano llamado Temístocles habían construido antes de la guerra una buena flota de barcos (llamados trirremes porque tenían tres filas de remos a cada lado). Y como los griegos eran unos marinos estupendos, en la bahía de Salamina se les apareció la Virgen, o la diosa Hera, o quien se apareciese entonces, y le dieron a Jerjes una mano de hostias náuticas que lo hizo bicarbonato. Luego, crecidos por el éxito y para rematar la faena, al año siguiente, que fue el 479 a. C., se vinieron más arriba y también le dieron las del pulpo en la batalla de Platea. Abrió eso un período de prestigio y esplendor para Grecia que florecería en lo que iba a llamarse Edad de Oro (de ella hablaremos en un próximo episodio), que durante medio siglo convertiría a Atenas, vencedora moral de la guerra, en cuna de lo que hoy llamamos cultura europea, u occidental. Así, sobre las cenizas del derrotado ejército persa quedó definida la primera gran frontera geopolítica, tal vez aún simbólica pero significativa, entre el mundo de Oriente y el de Occidente. Entre sumisión al poder absoluto y libertad individual del ser humano (asunto actual, que supongo les suena a ustedes). Y veintiséis siglos después, pese a nuestras contradicciones, crímenes, olvidos y desastres, los europeos de hoy, en lo mejor que tuvimos y aún tenemos, lo sepamos o no, somos nietos históricos de aquellos griegos que lucharon heroicamente, defendiendo su mundo y su libertad (o sea, nuestro mundo y nuestra libertad) en Maratón, las Termópilas y Salamina.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XII)
Es muy posible que nunca haya habido en la historia de la Humanidad alguien tan inteligente como lo fueron los griegos del siglo V antes de Cristo, con la Atenas de la época como centro intelectual de todo. No me pregunten por qué, pero las cinco décadas que siguieron a la victoria de Salamina producen verdadero asombro. Porque lo que llamamos identidad europea, la base que generó el pensamiento, las ciencias, el arte, la literatura forjada en los dos mil quinientos años transcurridos hasta hoy, nació allí y fue cuajando en un largo proceso que tuvo aquel mundo fascinante como referencia. Europa y el llamado Occidente son lo que son (en su parte buena, por supuesto) precisamente porque aquella Grecia fue lo que fue. Nunca en la Historia, excepto tal vez en la Florencia del Renacimiento, el Madrid del Siglo de Oro y el París de la Ilustración, se dio un caso semejante de concentración de figuras ilustres y de talento en el pequeño espacio de una ciudad. Aquella Atenas, gobernada por un hombre ilustre llamado Pericles, se convirtió en una ciudad próspera y hermosa; una ciudad-estado que se regía por reglas democráticas con consultas populares, y que albergaba a grandes artistas, grandes escritores de teatro seguidos por las masas, grandes matemáticos y grandes filósofos: hombres sabios que se dedicaban a pensar y tenían maravillosas ideas. Se equivocaron muchas veces, claro. Ni ellos eran perfectos. Su ciencia tampoco era la nuestra, con hipótesis, pruebas y experimentación. Pero sus intuiciones y aciertos fueron infinitos. Esos extraordinarios fulanos consideraban la geometría como una guía para comprender el Universo (la geometría que se sigue enseñando hoy en los colegios es griega) y trabajaban sólo con la reflexión y con un sistema de inspiradas conjeturas, pero fueron tan lejos con todo eso que te dejan turulato. Ellos intuyeron, por ejemplo, veinticinco siglos antes de que se confirmara el asunto, que toda materia estaba formada por pequeñas partículas llamadas átomos (palabra griega que significa imposible de cortar, indivisible). Por supuesto, vista con ojos del siglo XXI, sobre todo por los demagogos baratos que hoy pretenden regir el mundo (demagogía, por cierto, es otra palabra griega), aquella sociedad distaba de la perfección. La vida, y hay que ser muy estúpido o muy sectario para no comprenderlo, funcionaba de otra manera. La democracia no alcanzaba a todos por igual, y cuando así era en sus momentos más radicales, o casi lo era, los propios atenienses se quejaban de ello, y más de uno y de dos admiraban la férrea disciplina de la vecina Esparta (paradójicamente, las obras de teatro de más éxito popular, como las de Aristófanes, abundan en críticas a los excesos del pueblo). En cuanto a la guerra, por supuesto, también era despiadada (Jenofonte nos lo cuenta con frío detalle), y tras recibirse la rendición incondicional de una ciudad enemiga (veinticuatro póleis fueron aniquiladas en esa época) se degollaba a los varones adultos, se vendía como esclavos a mujeres y niños, y a otra cosa, mariposa. Lo de la esclavitud, sin embargo, resultaba muy llevadero en Atenas en comparación con lo que luego fue en Roma, puestos a considerar. Si es cierto que había tres esclavos por cada ciudadano ateniense libre (y a veces los más crueles amos daban a sus siervos las suyas y las de un bombero), podían comprar su libertad y había leyes que los protegían. O sea que, comparativamente, pueden considerarse los esclavos mejor tratados de la Historia. Por otra parte, y en lo que a las mujeres se refiere, la situación de las atenienses resulta curiosa. Paradójicamente, las que más derechos ciudadanos tenían eran las prostitutas, pues allí su profesión se consideraba socialmente útil. Los griegos las llamaban etairas; palabra que (esto es interesante) podía significar lo mismo puta profesional que compañera, amante o amiga. Menos prejuicios, imposible. Los hombres, o al menos los que podían permitírselo, las contrataban por razones no solo sexuales, las llevaban a fiestas, al teatro y cosas así (lo que hoy llamaríamos escort de lujo, no siempre con derecho a consumar la faena). Y había de todo, claro: señoras de diverso nivel y actividad social, de baja estofa y de tiros largos, según la clientela. Pero la clase superior de las que hoy conocemos como hetairas (véase diccionario de la RAE) abundaba en mujeres educadas, independientes y que pagaban impuestos al Estado por los beneficios obtenidos. Ciudadanas ejemplares, o sea. Señoras, en fin, a menudo tan admiradas y respetables que incluso Pericles, el gran gobernante de Atenas bajo el que floreció aquella edad de oro griega, se casó con una de ellas. Aspasia, se llamaba la dama. Y cuentan los historiadores que era un trueno de señora.
[Continuará].
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Es muy posible que nunca haya habido en la historia de la Humanidad alguien tan inteligente como lo fueron los griegos del siglo V antes de Cristo, con la Atenas de la época como centro intelectual de todo. No me pregunten por qué, pero las cinco décadas que siguieron a la victoria de Salamina producen verdadero asombro. Porque lo que llamamos identidad europea, la base que generó el pensamiento, las ciencias, el arte, la literatura forjada en los dos mil quinientos años transcurridos hasta hoy, nació allí y fue cuajando en un largo proceso que tuvo aquel mundo fascinante como referencia. Europa y el llamado Occidente son lo que son (en su parte buena, por supuesto) precisamente porque aquella Grecia fue lo que fue. Nunca en la Historia, excepto tal vez en la Florencia del Renacimiento, el Madrid del Siglo de Oro y el París de la Ilustración, se dio un caso semejante de concentración de figuras ilustres y de talento en el pequeño espacio de una ciudad. Aquella Atenas, gobernada por un hombre ilustre llamado Pericles, se convirtió en una ciudad próspera y hermosa; una ciudad-estado que se regía por reglas democráticas con consultas populares, y que albergaba a grandes artistas, grandes escritores de teatro seguidos por las masas, grandes matemáticos y grandes filósofos: hombres sabios que se dedicaban a pensar y tenían maravillosas ideas. Se equivocaron muchas veces, claro. Ni ellos eran perfectos. Su ciencia tampoco era la nuestra, con hipótesis, pruebas y experimentación. Pero sus intuiciones y aciertos fueron infinitos. Esos extraordinarios fulanos consideraban la geometría como una guía para comprender el Universo (la geometría que se sigue enseñando hoy en los colegios es griega) y trabajaban sólo con la reflexión y con un sistema de inspiradas conjeturas, pero fueron tan lejos con todo eso que te dejan turulato. Ellos intuyeron, por ejemplo, veinticinco siglos antes de que se confirmara el asunto, que toda materia estaba formada por pequeñas partículas llamadas átomos (palabra griega que significa imposible de cortar, indivisible). Por supuesto, vista con ojos del siglo XXI, sobre todo por los demagogos baratos que hoy pretenden regir el mundo (demagogía, por cierto, es otra palabra griega), aquella sociedad distaba de la perfección. La vida, y hay que ser muy estúpido o muy sectario para no comprenderlo, funcionaba de otra manera. La democracia no alcanzaba a todos por igual, y cuando así era en sus momentos más radicales, o casi lo era, los propios atenienses se quejaban de ello, y más de uno y de dos admiraban la férrea disciplina de la vecina Esparta (paradójicamente, las obras de teatro de más éxito popular, como las de Aristófanes, abundan en críticas a los excesos del pueblo). En cuanto a la guerra, por supuesto, también era despiadada (Jenofonte nos lo cuenta con frío detalle), y tras recibirse la rendición incondicional de una ciudad enemiga (veinticuatro póleis fueron aniquiladas en esa época) se degollaba a los varones adultos, se vendía como esclavos a mujeres y niños, y a otra cosa, mariposa. Lo de la esclavitud, sin embargo, resultaba muy llevadero en Atenas en comparación con lo que luego fue en Roma, puestos a considerar. Si es cierto que había tres esclavos por cada ciudadano ateniense libre (y a veces los más crueles amos daban a sus siervos las suyas y las de un bombero), podían comprar su libertad y había leyes que los protegían. O sea que, comparativamente, pueden considerarse los esclavos mejor tratados de la Historia. Por otra parte, y en lo que a las mujeres se refiere, la situación de las atenienses resulta curiosa. Paradójicamente, las que más derechos ciudadanos tenían eran las prostitutas, pues allí su profesión se consideraba socialmente útil. Los griegos las llamaban etairas; palabra que (esto es interesante) podía significar lo mismo puta profesional que compañera, amante o amiga. Menos prejuicios, imposible. Los hombres, o al menos los que podían permitírselo, las contrataban por razones no solo sexuales, las llevaban a fiestas, al teatro y cosas así (lo que hoy llamaríamos escort de lujo, no siempre con derecho a consumar la faena). Y había de todo, claro: señoras de diverso nivel y actividad social, de baja estofa y de tiros largos, según la clientela. Pero la clase superior de las que hoy conocemos como hetairas (véase diccionario de la RAE) abundaba en mujeres educadas, independientes y que pagaban impuestos al Estado por los beneficios obtenidos. Ciudadanas ejemplares, o sea. Señoras, en fin, a menudo tan admiradas y respetables que incluso Pericles, el gran gobernante de Atenas bajo el que floreció aquella edad de oro griega, se casó con una de ellas. Aspasia, se llamaba la dama. Y cuentan los historiadores que era un trueno de señora.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XIII)
Sobre aquellos años dorados de la Atenas del siglo V antes de Cristo, antes de que (como ocurre siempre en la Historia) todo o casi todo se fuera al carajo, campea una figura entrañable que marcaría el intelecto de la Europa que estaba por venir: se trata de Sócrates, cuyo pensamiento, transmitido y desarrollado por sus discípulos y seguidores Jenofonte, Platón y Aristóteles (él nunca escribió nada), sentaría las bases de la filosofía occidental. Creía aquel fulano que el verdadero conocimiento proviene del interior de cada cual, y que transmitir sabiduría en crudo no es sino adoctrinamiento. Que el educador debía ser comadrona de ideas, orientando al alumno para que hallase sus propias respuestas y creyera ser (y en cierto modo fuese) verdadero descubridor de lo que el maestro le enseñaba. Ese genial Sócrates era feo, desastroso (su mujer le pegaba unas palizas de órdago), pobre y honrado, y se enorgullecía de serlo. A pesar de eso, o tal vez por eso, fue referente intelectual de su tiempo, maestro de hijos de familias nobles y figura polémica entre sus conciudadanos: unos lo respetaban y otros lo odiaban. Al fin sus enemigos consiguieron que fuese condenado a muerte. Apoyado por mucha gente, Sócrates pudo huir pero no quiso (opinaba que, incluso en su propio caso, la ley estaba por encima del parecer de las masas y del populismo), prefirió arrostrar su destino y bebió voluntariamente, con un par de huevos fritos, un veneno llamado cicuta que lo dejó tieso como la mojama pero consagró para siempre su nombre. Atenas, por su parte, iba a pagar caro ese y otros errores. Su edad de oro duró sólo medio siglo, agostada por un conflicto con su antigua aliada Esparta que se llamó guerra del Peloponeso, y que contaría muy bien el historiador Tucídides. Simplificando mucho podríamos decir que el origen fueron los celos que la Esparta dura y militar sentía por el poder de la Atenas culta y próspera. Y considerando que bélicamente las diferencias entre unos y otros eran muchas (los hoplitas espartanos eran soldados profesionales y los atenienses los mejores marinos de su tiempo), la guerra discurrió bastante equilibrada, supliendo Atenas con moral y audacia lo que Esparta oponía de disciplina y rigor castrense. Aquello fue una larga serie de partidas de ajedrez de las que muchas acabaron en tablas, duró la friolera de veintisiete años, arruinó a unos y otros, y acabó con ambos contendientes extenuados y cansados; hasta el punto de que, aunque fue Esparta la que salió mejor librada, ni una ni otra volvieron a ser lo que habían sido. La batalla de Egospótamos señaló el final de la guerra con el marcador favorable a Esparta, que pudo imponer duras medidas a los atenienses: derribo de sus murallas, instalación de una guarnición espartana y liquidación (esto fue lo más triste) del régimen democrático, sustituido por una dictadura que se llamó Oligarquía de los Treinta (una panda de hijos de puta que hizo una escabechina asesinando a demócratas y opositores). Luego, con el tiempo, a trancas y barrancas se acabó restaurando la democracia, pero Atenas ya no era sino sombra de lo que fue: el siglo áureo había pasado. Sin embargo, su prestigio intelectual se mantuvo intacto y llega hasta nuestros días. En el imperio romano que estaba de camino, las familias con posibles enviarían a sus hijos a estudiar a Atenas, por el caché que daba el asunto (más o menos, incluso más, que estudiar ahora en Estados Unidos, Gran Bretaña o Suiza). Durante la noche oscura de las invasiones bárbaras que acabó arrasando Europa siglos más tarde, la herencia socrática, platónica y aristotélica sobrevivió en los monasterios medievales; y también el Renacimiento, los neoclásicos y los románticos se inspiraron en aquella Grecia cuyo inmenso legado llega hasta hoy, pese a los analfabetos que en Bruselas (y en los sucesivos ministerios de Educación y Cultura españoles) se obstinan en envilecerlo y desmantelarlo todo. De todas formas, volviendo al pasado y en otro orden de cosas, Grecia iba todavía a dar mucho juego en el siglo IV antes de Cristo, tallando a golpe de espada la configuración del Mediterráneo oriental y del mundo conocido. Desde un pequeño territorio situado al norte, tierra de pastores considerados extranjeros o barbaroi por los griegos de pata negra, un ambicioso rey local había observado la lucha entre atenienses y espartanos, así como la decadencia de ambos, y vio llegado el momento de agarrarlos a todos por el pescuezo (o por donde más doliera), y hacerse dueño del paisaje. Ese rey se llamaba Filipo de Macedonia, y su hijo sería conocido como Alejandro Magno.
[Continuará].
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Sobre aquellos años dorados de la Atenas del siglo V antes de Cristo, antes de que (como ocurre siempre en la Historia) todo o casi todo se fuera al carajo, campea una figura entrañable que marcaría el intelecto de la Europa que estaba por venir: se trata de Sócrates, cuyo pensamiento, transmitido y desarrollado por sus discípulos y seguidores Jenofonte, Platón y Aristóteles (él nunca escribió nada), sentaría las bases de la filosofía occidental. Creía aquel fulano que el verdadero conocimiento proviene del interior de cada cual, y que transmitir sabiduría en crudo no es sino adoctrinamiento. Que el educador debía ser comadrona de ideas, orientando al alumno para que hallase sus propias respuestas y creyera ser (y en cierto modo fuese) verdadero descubridor de lo que el maestro le enseñaba. Ese genial Sócrates era feo, desastroso (su mujer le pegaba unas palizas de órdago), pobre y honrado, y se enorgullecía de serlo. A pesar de eso, o tal vez por eso, fue referente intelectual de su tiempo, maestro de hijos de familias nobles y figura polémica entre sus conciudadanos: unos lo respetaban y otros lo odiaban. Al fin sus enemigos consiguieron que fuese condenado a muerte. Apoyado por mucha gente, Sócrates pudo huir pero no quiso (opinaba que, incluso en su propio caso, la ley estaba por encima del parecer de las masas y del populismo), prefirió arrostrar su destino y bebió voluntariamente, con un par de huevos fritos, un veneno llamado cicuta que lo dejó tieso como la mojama pero consagró para siempre su nombre. Atenas, por su parte, iba a pagar caro ese y otros errores. Su edad de oro duró sólo medio siglo, agostada por un conflicto con su antigua aliada Esparta que se llamó guerra del Peloponeso, y que contaría muy bien el historiador Tucídides. Simplificando mucho podríamos decir que el origen fueron los celos que la Esparta dura y militar sentía por el poder de la Atenas culta y próspera. Y considerando que bélicamente las diferencias entre unos y otros eran muchas (los hoplitas espartanos eran soldados profesionales y los atenienses los mejores marinos de su tiempo), la guerra discurrió bastante equilibrada, supliendo Atenas con moral y audacia lo que Esparta oponía de disciplina y rigor castrense. Aquello fue una larga serie de partidas de ajedrez de las que muchas acabaron en tablas, duró la friolera de veintisiete años, arruinó a unos y otros, y acabó con ambos contendientes extenuados y cansados; hasta el punto de que, aunque fue Esparta la que salió mejor librada, ni una ni otra volvieron a ser lo que habían sido. La batalla de Egospótamos señaló el final de la guerra con el marcador favorable a Esparta, que pudo imponer duras medidas a los atenienses: derribo de sus murallas, instalación de una guarnición espartana y liquidación (esto fue lo más triste) del régimen democrático, sustituido por una dictadura que se llamó Oligarquía de los Treinta (una panda de hijos de puta que hizo una escabechina asesinando a demócratas y opositores). Luego, con el tiempo, a trancas y barrancas se acabó restaurando la democracia, pero Atenas ya no era sino sombra de lo que fue: el siglo áureo había pasado. Sin embargo, su prestigio intelectual se mantuvo intacto y llega hasta nuestros días. En el imperio romano que estaba de camino, las familias con posibles enviarían a sus hijos a estudiar a Atenas, por el caché que daba el asunto (más o menos, incluso más, que estudiar ahora en Estados Unidos, Gran Bretaña o Suiza). Durante la noche oscura de las invasiones bárbaras que acabó arrasando Europa siglos más tarde, la herencia socrática, platónica y aristotélica sobrevivió en los monasterios medievales; y también el Renacimiento, los neoclásicos y los románticos se inspiraron en aquella Grecia cuyo inmenso legado llega hasta hoy, pese a los analfabetos que en Bruselas (y en los sucesivos ministerios de Educación y Cultura españoles) se obstinan en envilecerlo y desmantelarlo todo. De todas formas, volviendo al pasado y en otro orden de cosas, Grecia iba todavía a dar mucho juego en el siglo IV antes de Cristo, tallando a golpe de espada la configuración del Mediterráneo oriental y del mundo conocido. Desde un pequeño territorio situado al norte, tierra de pastores considerados extranjeros o barbaroi por los griegos de pata negra, un ambicioso rey local había observado la lucha entre atenienses y espartanos, así como la decadencia de ambos, y vio llegado el momento de agarrarlos a todos por el pescuezo (o por donde más doliera), y hacerse dueño del paisaje. Ese rey se llamaba Filipo de Macedonia, y su hijo sería conocido como Alejandro Magno.
[Continuará].
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XIV)
Filipo II era tuerto (perdió un ojo en una batalla) y muy listo. Rey de Macedonia al comienzo de la jugada, decidió hacerse amo de Grecia aprovechando la decadencia de Atenas y Esparta. Él liquidó los conceptos de polis y democracia con mano izquierda y mucho arte. Conocía la alta cultura griega porque de jovencito había sido rehén en Tebas y sabía tocar las teclas oportunas, sobre todo la ojeriza que los helenos tenían a los persas por el recuerdo de las invasiones. Así que se presentó en plan protector reivindicativo, y la peña mordió el anzuelo. El único que lo vio venir fue el brillante político y orador ateniense Demóstenes (un figura que se habría merendado en cinco minutos a todos los analfabetos, golfos y moñas que hoy medran y trincan en el parlamento español). Pero ni los discursos de este fulano, que por ir contra Filipo se llamaron filípicas, frenaron la cosa. Macedonia conquistó territorios, consiguió recursos y una marina, contrató mercenarios y creó una nueva táctica militar con una formación de infantería llamada phálanx (falange) que superó la eficacia de los hoplitas espartanos. Además, incorporó unidades de caballería tracia que cambiaron las reglas de la guerra. Y así, combinando la zanahoria y el palo, tras la batalla de Queronea, que en el año 338 antes de Cristo dio el triunfo a Macedonia, Filipo se convirtió en hegemón de allí. La polis griega, o sea, la idea de ciudad-estado, no desapareció del todo (aún duraría siglos y conocería transformaciones), pero la participación en los asuntos públicos del demos, el pueblo, se fue por completo al carajo. Sin embargo, el ambicioso rey macedonio disfrutó poco del éxito, pues uno de sus hombres de confianza (todos tenemos un mal día) se lo cargó a puñaladas por un vaya usted a saber. Y entonces, en una de esas carambolas fascinantes que tiene la vida, aquel asesinato llevó al trono al hijo de Filipo, Alejandro, un chaval de veinte años que había tenido por maestro nada menos que al filósofo Aristóteles, y cuyo deslumbrante y rápido paso por la Historia, en sólo 13 años de reinado y conquistas, iba a marcar el futuro del mundo. Porque Alejandro fue la repanocha, y considerar lo que hizo esa criatura en tan corto espacio de tiempo te deja de pasta de boniato. Lo primero fue dar una buena mano de hostias a las ciudades griegas que creían (ilusas ellas) que con la muerte de Filipo iban a poder ponerse flamencas. Lo segundo fue devolver a los persas la jugada del siglo anterior, organizando una impresionante expedición militar que cruzó el Helesponto, penetró 25.000 kilómetros en Asia (han leído bien, sí, 25.000 kilómetros), libró y venció las batallas del río Gránico, Iso y Arbelas, se hizo amo absoluto de Persia, Mesopotamia, Siria y Egipto, y tras pacificar esos países llegó hasta la frontera de la india tras cruzar Afganistán. Que tiene tela. Además, como era ferviente lector de Homero y amigo de las ciencias y el progreso, llevó con él a una buena pandilla de matemáticos, geógrafos, botánicos y astrónomos. Respetó las tradiciones locales siempre que pudo (y cuando no, hizo como en Gordium, donde había un nudo sagrado, el Nudo Gordiano, imposible de deshacer, que cortó con un tajo de su espada), fundó ciudades que llevaron su nombre (como la de Alejandría, que lo conserva), casó a sus generales con señoras de las noblezas locales y, como en las películas, él mismo desposó a una guapa y elegante princesa persa llamada Roxana. Fatigados sus soldados de tanto caminar y tantas conquistas, al fin se retiró a Babilonia, donde murió a los 33 años tras haber conquistado el mayor imperio nunca conocido. Un imperio que a su muerte, como suele ocurrir, sus ambiciosos generales dividieron y destrozaron entre ellos. Nunca, en la historia de la Humanidad, volvió a haber nadie como Alejandro: ni siquiera Julio César (lean las Vidas paralelas de Plutarco) o Napoleón Bonaparte. Aventurero, militar y explorador, el macedonio conquistó en su década asombrosa el primero y más grande de los imperios europeos. Y el mundo helénico que expandió de forma tan fulgurante hizo posible que en Mesopotamia calculasen la duración del año en 365 días; que Euclides asentase la geometría; que Arquímedes fuera el primer científico moderno; que Herófilo descubriese (antes que Miguel Servet) la circulación de la sangre; que Eratóstenes calculase la longitud del meridiano y dirigiese la biblioteca de Alejandría; que Heráclides concluyera que la Tierra gira sobre su eje y que Aristarco (adelantándose en varios siglos a Copérnico) estableciese que orbita en torno al sol. Lo mejor de la Europa que estaba por llegar fraguaba despacio en todo aquello, siglo a siglo, en espera de un pueblecito oscuro y apenas conocido llamado Roma.
[Continuará].
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Filipo II era tuerto (perdió un ojo en una batalla) y muy listo. Rey de Macedonia al comienzo de la jugada, decidió hacerse amo de Grecia aprovechando la decadencia de Atenas y Esparta. Él liquidó los conceptos de polis y democracia con mano izquierda y mucho arte. Conocía la alta cultura griega porque de jovencito había sido rehén en Tebas y sabía tocar las teclas oportunas, sobre todo la ojeriza que los helenos tenían a los persas por el recuerdo de las invasiones. Así que se presentó en plan protector reivindicativo, y la peña mordió el anzuelo. El único que lo vio venir fue el brillante político y orador ateniense Demóstenes (un figura que se habría merendado en cinco minutos a todos los analfabetos, golfos y moñas que hoy medran y trincan en el parlamento español). Pero ni los discursos de este fulano, que por ir contra Filipo se llamaron filípicas, frenaron la cosa. Macedonia conquistó territorios, consiguió recursos y una marina, contrató mercenarios y creó una nueva táctica militar con una formación de infantería llamada phálanx (falange) que superó la eficacia de los hoplitas espartanos. Además, incorporó unidades de caballería tracia que cambiaron las reglas de la guerra. Y así, combinando la zanahoria y el palo, tras la batalla de Queronea, que en el año 338 antes de Cristo dio el triunfo a Macedonia, Filipo se convirtió en hegemón de allí. La polis griega, o sea, la idea de ciudad-estado, no desapareció del todo (aún duraría siglos y conocería transformaciones), pero la participación en los asuntos públicos del demos, el pueblo, se fue por completo al carajo. Sin embargo, el ambicioso rey macedonio disfrutó poco del éxito, pues uno de sus hombres de confianza (todos tenemos un mal día) se lo cargó a puñaladas por un vaya usted a saber. Y entonces, en una de esas carambolas fascinantes que tiene la vida, aquel asesinato llevó al trono al hijo de Filipo, Alejandro, un chaval de veinte años que había tenido por maestro nada menos que al filósofo Aristóteles, y cuyo deslumbrante y rápido paso por la Historia, en sólo 13 años de reinado y conquistas, iba a marcar el futuro del mundo. Porque Alejandro fue la repanocha, y considerar lo que hizo esa criatura en tan corto espacio de tiempo te deja de pasta de boniato. Lo primero fue dar una buena mano de hostias a las ciudades griegas que creían (ilusas ellas) que con la muerte de Filipo iban a poder ponerse flamencas. Lo segundo fue devolver a los persas la jugada del siglo anterior, organizando una impresionante expedición militar que cruzó el Helesponto, penetró 25.000 kilómetros en Asia (han leído bien, sí, 25.000 kilómetros), libró y venció las batallas del río Gránico, Iso y Arbelas, se hizo amo absoluto de Persia, Mesopotamia, Siria y Egipto, y tras pacificar esos países llegó hasta la frontera de la india tras cruzar Afganistán. Que tiene tela. Además, como era ferviente lector de Homero y amigo de las ciencias y el progreso, llevó con él a una buena pandilla de matemáticos, geógrafos, botánicos y astrónomos. Respetó las tradiciones locales siempre que pudo (y cuando no, hizo como en Gordium, donde había un nudo sagrado, el Nudo Gordiano, imposible de deshacer, que cortó con un tajo de su espada), fundó ciudades que llevaron su nombre (como la de Alejandría, que lo conserva), casó a sus generales con señoras de las noblezas locales y, como en las películas, él mismo desposó a una guapa y elegante princesa persa llamada Roxana. Fatigados sus soldados de tanto caminar y tantas conquistas, al fin se retiró a Babilonia, donde murió a los 33 años tras haber conquistado el mayor imperio nunca conocido. Un imperio que a su muerte, como suele ocurrir, sus ambiciosos generales dividieron y destrozaron entre ellos. Nunca, en la historia de la Humanidad, volvió a haber nadie como Alejandro: ni siquiera Julio César (lean las Vidas paralelas de Plutarco) o Napoleón Bonaparte. Aventurero, militar y explorador, el macedonio conquistó en su década asombrosa el primero y más grande de los imperios europeos. Y el mundo helénico que expandió de forma tan fulgurante hizo posible que en Mesopotamia calculasen la duración del año en 365 días; que Euclides asentase la geometría; que Arquímedes fuera el primer científico moderno; que Herófilo descubriese (antes que Miguel Servet) la circulación de la sangre; que Eratóstenes calculase la longitud del meridiano y dirigiese la biblioteca de Alejandría; que Heráclides concluyera que la Tierra gira sobre su eje y que Aristarco (adelantándose en varios siglos a Copérnico) estableciese que orbita en torno al sol. Lo mejor de la Europa que estaba por llegar fraguaba despacio en todo aquello, siglo a siglo, en espera de un pueblecito oscuro y apenas conocido llamado Roma.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XV)
El 21 de abril del año 753 antes de Cristo, un joven llamado Rómulo mató a su hermano gemelo Remo. Estaban fundando una ciudad a la manera etrusca, con surcos de arado para delimitar el contorno. Uno se lo tomó a guasa, saltó el surco en vez de entrar por la puerta, y el otro lo puso mirando a Triana o a los montes Albanos, o como se dijera entonces. Le dio matarile, vamos. La historia suena a leyenda, por supuesto; pero es que, desde el principio del principio, Roma estuvo vinculada a la leyenda. Porque aún se daba otra más vieja, o sea, que los dos hermanos descendían del guerrero Eneas: uno de los pocos supervivientes de Troya, que fugitivo de los griegos habría ido a desembarcar en la costa del Lacio, o latina. Lo que ya no es leyenda es que hacia el siglo VIII a. C. había en las tierras cercanas al río Tíber, por arriba y por abajo, varias pequeñas ciudades (pobladas por latinos, sabinos y etruscos) que se llevaban muy mal entre ellas. La más poderosa era Alba Longa, de la que procedían Rómulo y Remo. Siempre según la leyenda, las dos criaturas fueron arrojadas al río por un malvado tío abuelo y amamantados por una loba, etcétera. Y cuando fueron mayores, tras ajustar las cuentas al tío, decidieron establecerse por su cuenta en un bonito lugar rodeado por siete colinas. El fratricida Rómulo fue el primer rey de la nueva ciudad, poblada por hombres jóvenes y fuertes que acudieron con ganas de hacer carrera sin distinción de esclavos y libres, ansiosos de novedad, según escribe Tito Livio. Así que imagínense ustedes la cuadrilla, no precisamente compuesta por intelectuales. Sin embargo, las mujeres escaseaban en la zona; así que Rómulo y sus compadres las robaron por la cara a un pueblo vecino, los sabinos, que estaba bien surtido (tecleen en Google Rapto de las sabinas, que hay cuadros y todo). La faena dio lugar a un buen pifostio bélico, apaciguado por las damas al interponerse entre sus raptores y sus padres y hermanos. No estamos mal con estos chicos nuevos, dijeron, y tampoco los hombres sabinos sois como para tirar cohetes. El caso es que al final fueron todos felices y comieron espaguetis con perdices, decidiendo latinos y sabinos gobernar juntos en plan cuñados, con reyes y tal. Fue así como siguieron creciendo y haciéndose más fuertes, dedicados a machacar a otro pueblo poderoso de la zona, que eran los etruscos. Como dice Indro Montanelli en su Historia de Roma (amena y recomendable, como su Historia de los griegos), rara vez se ha visto desaparecer a un pueblo de la faz de la tierra y a otro borrar sus huellas con tan obstinada ferocidad. Los etruscos, que parecían gente interesante y simpática, habitaban sobre todo la actual Toscana, pero eran una potencia comercial con colonias y todo, buenos navegantes, poseían un grado de civilización superior y miraban a los del Tíber por encima del hombro, tratándolos de rústicos y catetos. En realidad, leyendas aparte, la primera Roma fue probablemente un poblado o colonia etrusca donde los otros se fueron arrimando, primero como lugareños o inmigrantes, haciéndose después dueños del cotarro. Que los etruscos desaparecieran fue una pena, porque vestían bien, eran cultos, sabían de comercio y de urbanismo. Además, las señoras etruscas tenían fama de guapas y elegantes, y las hubo doctas en matemáticas y medicina. También eran bastante libres de costumbres, o eso se dice (incluso el autor teatral Plauto lo dijo), hasta el punto de que en la futura Roma, que al principio fue austera y aburridamente moralista, se llamaba etruscas o de costumbres toscanas a las mujeres ligeras de cascos. Zorriputis, dicho en seco. El caso es que latinos y sabinos, que ya empezaban a ser romanos, odiaron a los etruscos con la misma inquina que luego dedicarían a los cartagineses, combatiéndolos hasta conseguir su destrucción total. Y es que un detalle fundamental en su futuro fue que aquellos primeros ciudadanos de Roma eran gente muy peligrosa (enemigo público número uno los llamó Montanelli). Sabían odiar como nadie, tenaces hasta la tumba, y ésa fue una de las causas de su éxito. El caso es que siete fueron los reyes de Roma desde Rómulo, hasta que el último, Tarquinio el Soberbio, fue derrocado más o menos en el año 509 antes de Cristo. Entonces el pueblo eligió a los dos primeros cónsules democráticos de su historia (No se consentirá rey alguno ni persona que sea peligro para la libertad, proclamaron), y nació de ese modo la famosa república romana. Aquellos surcos de arado sobre los que Rómulo había derramado la sangre de su hermano Remo estaban a punto de convertirse en caput mundi: capital del imperio más asombroso, influyente y decisivo de la Historia.
[Continuará].
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El 21 de abril del año 753 antes de Cristo, un joven llamado Rómulo mató a su hermano gemelo Remo. Estaban fundando una ciudad a la manera etrusca, con surcos de arado para delimitar el contorno. Uno se lo tomó a guasa, saltó el surco en vez de entrar por la puerta, y el otro lo puso mirando a Triana o a los montes Albanos, o como se dijera entonces. Le dio matarile, vamos. La historia suena a leyenda, por supuesto; pero es que, desde el principio del principio, Roma estuvo vinculada a la leyenda. Porque aún se daba otra más vieja, o sea, que los dos hermanos descendían del guerrero Eneas: uno de los pocos supervivientes de Troya, que fugitivo de los griegos habría ido a desembarcar en la costa del Lacio, o latina. Lo que ya no es leyenda es que hacia el siglo VIII a. C. había en las tierras cercanas al río Tíber, por arriba y por abajo, varias pequeñas ciudades (pobladas por latinos, sabinos y etruscos) que se llevaban muy mal entre ellas. La más poderosa era Alba Longa, de la que procedían Rómulo y Remo. Siempre según la leyenda, las dos criaturas fueron arrojadas al río por un malvado tío abuelo y amamantados por una loba, etcétera. Y cuando fueron mayores, tras ajustar las cuentas al tío, decidieron establecerse por su cuenta en un bonito lugar rodeado por siete colinas. El fratricida Rómulo fue el primer rey de la nueva ciudad, poblada por hombres jóvenes y fuertes que acudieron con ganas de hacer carrera sin distinción de esclavos y libres, ansiosos de novedad, según escribe Tito Livio. Así que imagínense ustedes la cuadrilla, no precisamente compuesta por intelectuales. Sin embargo, las mujeres escaseaban en la zona; así que Rómulo y sus compadres las robaron por la cara a un pueblo vecino, los sabinos, que estaba bien surtido (tecleen en Google Rapto de las sabinas, que hay cuadros y todo). La faena dio lugar a un buen pifostio bélico, apaciguado por las damas al interponerse entre sus raptores y sus padres y hermanos. No estamos mal con estos chicos nuevos, dijeron, y tampoco los hombres sabinos sois como para tirar cohetes. El caso es que al final fueron todos felices y comieron espaguetis con perdices, decidiendo latinos y sabinos gobernar juntos en plan cuñados, con reyes y tal. Fue así como siguieron creciendo y haciéndose más fuertes, dedicados a machacar a otro pueblo poderoso de la zona, que eran los etruscos. Como dice Indro Montanelli en su Historia de Roma (amena y recomendable, como su Historia de los griegos), rara vez se ha visto desaparecer a un pueblo de la faz de la tierra y a otro borrar sus huellas con tan obstinada ferocidad. Los etruscos, que parecían gente interesante y simpática, habitaban sobre todo la actual Toscana, pero eran una potencia comercial con colonias y todo, buenos navegantes, poseían un grado de civilización superior y miraban a los del Tíber por encima del hombro, tratándolos de rústicos y catetos. En realidad, leyendas aparte, la primera Roma fue probablemente un poblado o colonia etrusca donde los otros se fueron arrimando, primero como lugareños o inmigrantes, haciéndose después dueños del cotarro. Que los etruscos desaparecieran fue una pena, porque vestían bien, eran cultos, sabían de comercio y de urbanismo. Además, las señoras etruscas tenían fama de guapas y elegantes, y las hubo doctas en matemáticas y medicina. También eran bastante libres de costumbres, o eso se dice (incluso el autor teatral Plauto lo dijo), hasta el punto de que en la futura Roma, que al principio fue austera y aburridamente moralista, se llamaba etruscas o de costumbres toscanas a las mujeres ligeras de cascos. Zorriputis, dicho en seco. El caso es que latinos y sabinos, que ya empezaban a ser romanos, odiaron a los etruscos con la misma inquina que luego dedicarían a los cartagineses, combatiéndolos hasta conseguir su destrucción total. Y es que un detalle fundamental en su futuro fue que aquellos primeros ciudadanos de Roma eran gente muy peligrosa (enemigo público número uno los llamó Montanelli). Sabían odiar como nadie, tenaces hasta la tumba, y ésa fue una de las causas de su éxito. El caso es que siete fueron los reyes de Roma desde Rómulo, hasta que el último, Tarquinio el Soberbio, fue derrocado más o menos en el año 509 antes de Cristo. Entonces el pueblo eligió a los dos primeros cónsules democráticos de su historia (No se consentirá rey alguno ni persona que sea peligro para la libertad, proclamaron), y nació de ese modo la famosa república romana. Aquellos surcos de arado sobre los que Rómulo había derramado la sangre de su hermano Remo estaban a punto de convertirse en caput mundi: capital del imperio más asombroso, influyente y decisivo de la Historia.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XVI)
En menos de noventa años, entre el siglo IV y el III antes de que naciera Jesucristo, los romanos conquistaron el resto de la península italiana. Todo fue ocurriendo sin prisa pero sin pausa, con una política territorial oportunista, agresiva e implacable. Libraron guerras con todos sus vecinos, los sometieron y les impusieron su lengua, el latín. No fue fácil, claro. Aquellos romanos que se habían librado de sus reyes para instaurar una república vivieron no pocos sobresaltos, incluido el saqueo de la capital por unos bárbaros celtas conocidos como galos (los de Astérix y Obélix, pero un poquito antes) y una larga enemistad con Cartago de la que hablaremos otro día. Lo que importa ahora es que, a punto de empezar su expansión por las orillas del Mediterráneo y convertirse en dueña del mundo, creciendo en población y dinero gracias a sus conquistas, Roma se fue dotando de estructuras políticas, sociales y militares decisivas para su grandeza. Fue el tiempo (más tarde añorado y tal vez exagerado por historiadores e intelectuales romanos) de la austeridad, el trabajo y las virtudes republicanas. No había todavía un ejército profesional ni se contrataban mercenarios: el soldado era el propio ciudadano. Se dejaba el arado para combatir a los enemigos y se retornaba a él cuando llegaba la paz. La autoridad se basaba, o decía basarse, en la rectitud moral, la disciplina, la religión, el trabajo y la familia, cuya figura principal era la paterna (el paterfamilias), con imperio absoluto sobre sus componentes, incluido el derecho de vida y muerte. Las hijas vivían sometidas hasta que su papi las entregaba en matrimonio, limitándose a cambiar de dueño. La máxima autoridad política era el senado, controlado al principio por las familias patricias (patricios eran los más ricos y privilegiados, y plebe el pueblo en general), y que más tarde, con la evolución social, fue combinándose con instituciones y figuras más igualitarias. En el aspecto religioso, los romanos salieron eclécticos: tenían dioses a los que respetaban escrupulosamente (muchos de origen griego), pero no ponían pegas a adoptar los de los pueblos conquistados, con lo que llegó un momento en que su Panteón estaba hasta las trancas: tenía deidades para todos los gustos, y Petronio (un guaperas elegante de los tiempos de Nerón) llegó más tarde a chotearse diciendo que había más dioses que ciudadanos. Por lo demás, la prosperidad crecía con el comercio y los esclavos, que era mano de obra conseguida en las conquistas o vendida por los piratas. Aparecieron los equites o caballeros, clase media alta y ricachona, y el pueblo reclamó acceder a todas las magistraturas del Estado. Como nadie regala nada, no faltaron disturbios, pero se impusieron nuevos modos; y a partir de entonces, en todo lo oficial figuraron las siglas SPQR (Senatus Populusque Romanus). Se llegó así a dos figuras novedosas. Una fue la del dictador, palabra todavía desprovista de sentido negativo: un fulano serio y respetable al que se otorgaban durante seis meses todos los poderes, en momentos de grave peligro para la república, y que renunciaba al cumplir su mandato. La otra fueron los tribunos de la plebe, representantes del pueblo cuya influencia equilibró la de los cónsules (altos magistrados procedentes de la pomada dirigente), y cuyas figuras históricas acabarían influyendo, con el paso de los siglos, en el parlamentarismo británico, la Revolución Francesa y la constitución norteamericana (que ya es influir). Los tribunos más dicharacheros y famosos fueron los hermanos Graco: dos chicos de buena familia que se pusieron de parte del pueblo (populismo de clase alta mezclado con ideas sinceras) y dieron la brasa a cónsules y senadores hasta que sus enemigos, como se veía venir, les dieron las suyas y las del pulpo. El caso fue que la lucha por la igualdad, las conquistas, el comercio y otros etcéteras necesitaban garantías formales; y eso dio lugar a algo que hoy sigue vigente o influye en buena parte de la Europa actual: el Derecho romano. O sea, un conjunto de leyes que regularon comercio, libertades y obligaciones, y que se fueron sucediendo y ampliando desde mediados del siglo V a. C. De esa forma, entre pitos y flautas, y al menos hasta finalizar la segunda guerra contra Cartago, aquella cada vez más sólida y asombrosa República conoció momentos de tanto equilibrio entre cónsules, senado y pueblo, que el historiador Polibio (un griego que llegó a Roma como prisionero y se enamoró de ella hasta las cachas) llegó a escribir: Nadie, aunque sea romano, podrá decir con certeza si el sistema de gobierno es aristocrático, democrático o monárquico. Lo que para aquellos interesantes tiempos republicanos resulta una definición estupenda.
[Continuará].
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En menos de noventa años, entre el siglo IV y el III antes de que naciera Jesucristo, los romanos conquistaron el resto de la península italiana. Todo fue ocurriendo sin prisa pero sin pausa, con una política territorial oportunista, agresiva e implacable. Libraron guerras con todos sus vecinos, los sometieron y les impusieron su lengua, el latín. No fue fácil, claro. Aquellos romanos que se habían librado de sus reyes para instaurar una república vivieron no pocos sobresaltos, incluido el saqueo de la capital por unos bárbaros celtas conocidos como galos (los de Astérix y Obélix, pero un poquito antes) y una larga enemistad con Cartago de la que hablaremos otro día. Lo que importa ahora es que, a punto de empezar su expansión por las orillas del Mediterráneo y convertirse en dueña del mundo, creciendo en población y dinero gracias a sus conquistas, Roma se fue dotando de estructuras políticas, sociales y militares decisivas para su grandeza. Fue el tiempo (más tarde añorado y tal vez exagerado por historiadores e intelectuales romanos) de la austeridad, el trabajo y las virtudes republicanas. No había todavía un ejército profesional ni se contrataban mercenarios: el soldado era el propio ciudadano. Se dejaba el arado para combatir a los enemigos y se retornaba a él cuando llegaba la paz. La autoridad se basaba, o decía basarse, en la rectitud moral, la disciplina, la religión, el trabajo y la familia, cuya figura principal era la paterna (el paterfamilias), con imperio absoluto sobre sus componentes, incluido el derecho de vida y muerte. Las hijas vivían sometidas hasta que su papi las entregaba en matrimonio, limitándose a cambiar de dueño. La máxima autoridad política era el senado, controlado al principio por las familias patricias (patricios eran los más ricos y privilegiados, y plebe el pueblo en general), y que más tarde, con la evolución social, fue combinándose con instituciones y figuras más igualitarias. En el aspecto religioso, los romanos salieron eclécticos: tenían dioses a los que respetaban escrupulosamente (muchos de origen griego), pero no ponían pegas a adoptar los de los pueblos conquistados, con lo que llegó un momento en que su Panteón estaba hasta las trancas: tenía deidades para todos los gustos, y Petronio (un guaperas elegante de los tiempos de Nerón) llegó más tarde a chotearse diciendo que había más dioses que ciudadanos. Por lo demás, la prosperidad crecía con el comercio y los esclavos, que era mano de obra conseguida en las conquistas o vendida por los piratas. Aparecieron los equites o caballeros, clase media alta y ricachona, y el pueblo reclamó acceder a todas las magistraturas del Estado. Como nadie regala nada, no faltaron disturbios, pero se impusieron nuevos modos; y a partir de entonces, en todo lo oficial figuraron las siglas SPQR (Senatus Populusque Romanus). Se llegó así a dos figuras novedosas. Una fue la del dictador, palabra todavía desprovista de sentido negativo: un fulano serio y respetable al que se otorgaban durante seis meses todos los poderes, en momentos de grave peligro para la república, y que renunciaba al cumplir su mandato. La otra fueron los tribunos de la plebe, representantes del pueblo cuya influencia equilibró la de los cónsules (altos magistrados procedentes de la pomada dirigente), y cuyas figuras históricas acabarían influyendo, con el paso de los siglos, en el parlamentarismo británico, la Revolución Francesa y la constitución norteamericana (que ya es influir). Los tribunos más dicharacheros y famosos fueron los hermanos Graco: dos chicos de buena familia que se pusieron de parte del pueblo (populismo de clase alta mezclado con ideas sinceras) y dieron la brasa a cónsules y senadores hasta que sus enemigos, como se veía venir, les dieron las suyas y las del pulpo. El caso fue que la lucha por la igualdad, las conquistas, el comercio y otros etcéteras necesitaban garantías formales; y eso dio lugar a algo que hoy sigue vigente o influye en buena parte de la Europa actual: el Derecho romano. O sea, un conjunto de leyes que regularon comercio, libertades y obligaciones, y que se fueron sucediendo y ampliando desde mediados del siglo V a. C. De esa forma, entre pitos y flautas, y al menos hasta finalizar la segunda guerra contra Cartago, aquella cada vez más sólida y asombrosa República conoció momentos de tanto equilibrio entre cónsules, senado y pueblo, que el historiador Polibio (un griego que llegó a Roma como prisionero y se enamoró de ella hasta las cachas) llegó a escribir: Nadie, aunque sea romano, podrá decir con certeza si el sistema de gobierno es aristocrático, democrático o monárquico. Lo que para aquellos interesantes tiempos republicanos resulta una definición estupenda.
[Continuará].
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XVII)
Si miramos un mapa del Mediterráneo, comprobaremos que Italia tiene forma de bota y que frente a la puntera de esa bota, como si fuese a dar una patada a un balón, está Sicilia, que sería el balón. Pues bueno: justo detrás de ese balón, desde el siglo VIII antes de Cristo, estaba Cartago. Y lo del fútbol y las patadas no está cogido por los pelos, ni mucho menos. Porque aquel partido fue encarnizado y sangriento, y decidió el futuro de una Europa que, de haber sido otro el resultado, tal vez sería hoy más africana de lo que es. El asunto es que Cartago era un antiguo establecimiento fenicio, ciudad-estado que había crecido de modo espléndido con la metalurgia, la construcción naval, el comercio y la agricultura (el Manual agrario del cartaginés Mago tuvo enorme influencia cuando se tradujo al griego y al latín). Y mientras Tiro y Sidón declinaban en el Oriente mediterráneo, este enclave se hacía rico y poderoso al otro lado del mismo mar. Cuando hacia el siglo IV a. C. empezó a darse codazos serios con Roma, Cartago era de verdad impresionante. Además de casi toda la costa mediterránea de África, estaba asentada en Sicilia, media España y sur de Francia. Sus marinos eran los más expertos: se aventuraban más allá del estrecho de Gibraltar (llegaron hasta Canarias y las Azores), y navegaron hacia arriba la costa de Europa y hacia abajo la de África, como lo probó una antigua tabla de bronce en la que se narraba el Periplo de Hannón, general y navegante cartaginés que, echándole agallas, barajó el litoral atlántico africano para conseguir establecimientos comerciales y llegó hasta Camerún. Que ahora parece fácil, claro, pero imaginen la hazaña. En cuanto a las aguas del norte, otro marino cartaginés, un tal Himilcón, siguiendo las antiguas rutas náuticas de fenicios y tartesos, alcanzó, o eso dicen, las islas Oestrímindas o Casitérides (o sea, Irlanda y Gran Bretaña) en busca de plomo y estaño. Todo eso fue posible, entre otras cosas, porque en Cartago había mucho dinero y muchas ganas de tener más. La gente con viruta iba a instalarse allí como ocurre hoy en Mónaco, Suiza, Wall Street, la City de Londres y lugares parecidos, y su estructura económica era la más avanzada de su tiempo, hasta el punto de que mientras en otros lugares (la creciente Roma, por ejemplo) sólo acuñaban monedas, en Cartago circulaban ya billetes de banco en forma de tiras de cuero estampilladas con su respaldo en oro o plata. A los cartagineses de clase alta les gustaba vivir bien, su urbanismo era moderno y tenían bibliotecas. Funcionaban con un senado de familias de clase alta, como los romanos, y tenían sus propios dioses. Los principales se llamaban Tanit, que era una señora, y Baal: un grandísimo hijo de puta al que sacrificaban niños para tenerlo contento (cuando tocaba a los ricos entregar a uno suyo, compraban el de una familia pobre y ahí nos las den todas). Las mujeres estaban bastante marginadas e incluso solían ir con velo, pero (o eso afirman Polibio, Plutarco y Apiano, historiadores que barren para casa) la moral orillaba lo disoluto, o sea lo guarro, y los cartagineses eran comedores, bebedores y puteros. En lo militar no se rompían los cuernos propios: la cosa bélico-patriótica la subcontrataban a un ejército de mercenarios (sobre cuya rebelión en el 241 a. C. escribió Flaubert una novela mala e irreal llamada Salambó, pero curiosa de leer). Mercenarios, por cierto, entre los que había un buen manojo de los que luego serían llamados españoles: turdetanos, bastetanos, oretanos, baleares, etcétera. Esto era normal, habida cuenta de que para entonces la presencia cartaginesa en la península ibérica era notable. Un general llamado Amílcar Barca había desembarcado en la antigua colonia fenicia de Gádir (Cádiz) en busca de poder militar, materias primas, soldados y metales preciosos. Pero aquel cartaginés no sabía con qué gente tan peligrosa se jugaba los cuartos; porque en cuanto se descuidó media hora, un caudillo local le dio matarile a traición. Tomó el relevo su pariente Asdrúbal, que se casó con una de allí para asegurarse el pescuezo. Entre lo grande de Asdrúbal se cuenta fundar en el Levante peninsular la importante ciudad de Qart-Hadast (después llamada Cartago Nova y Cartagena) para tener una plaza fuerte y un puerto seguro desde donde controlar las minas de plata y plomo de la región. De esa forma, casi toda la península ibérica al sur del Ebro quedó bajo control (relativo, claro) de los cartagineses. Y por esa razón, en el conflicto que se avecinaba entre Cartago y Roma, o sea, el gran partido de fútbol que ya iba estando a punto de caramelo, la futura España tendría un papel importante, del que hablaremos en el próximo capítulo.
[Continuará].
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XVIII)
Cartago y Roma eran demasiados gallos y demasiada chulería para un solo corral, y aquello sólo podía acabar de mala manera. De todas formas, el proceso fue largo y sangriento: un siglo y pico, entre el año 264 y el 146 antes de Cristo, estuvieron arrimándose candela en varias guerras sucesivas, tal vez el conflicto armado más largo del mundo antiguo, que marcarían el futuro de Europa. Las guerras púnicas (se llamaron así porque púnico era el dialecto fenicio que hablaban los cartagineses) fueron tres, y las conocemos bien porque fueron los primeros sucesos que animaron a los romanos a escribir su propia historia, primero en griego y luego en latín. Eso sigue teniendo importancia, pues las lecciones tácticas y estratégicas de aquellas batallas fueron estudiadas durante veintidós siglos y lo siguen siendo hoy en las academias militares, hasta el punto de que Napoleón, Federico el Grande, Rommel o los generales de las dos guerras del Golfo las mencionaron a menudo. La primera de esas guerras fue de especial ferocidad, librada en torno a Sicilia y Cerdeña, principalmente naval, y terminó con la victoria romana de las islas Égadas y su posesión de aquellas islas mediterráneas. Para recuperarse del revolcón, Cartago buscó una expansión occidental extendiéndose por la península ibérica. Los iberos, muy en su estilo de toda la vida, se dividieron en dos bandos, pro-romano y pro-cartaginés, y el ataque púnico a la ciudad de Sagunto, que era amiga de Roma, desencadenó la segunda guerra, que ya se estaba haciendo esperar. Apareció allí uno de esos fulanos que la Historia produce de vez en cuando: uno de los grandes. Se llamaba Aníbal, cartaginés, hijo de Amílcar y hermano (o cuñado, ya no me acuerdo) de Asdrúbal; y era, como se dice ahora, un puto genio. Mientras los romanos andaban con el bolo colgando, dubitativos sobre si atacar en Hispania o en África, Aníbal (que era tuerto, pero con un ojo veía más que ellos con dos) les jugó la del chino dispuesto a calzárselos por detrás: en un visto y no visto cruzó los Pirineos con un ejército impresionante (con elefantes y todo, el tío), pasó por el sur de la Galia y los Alpes, se metió en Italia repartiendo estopa a diestro y siniestro, y derrotó a los romanos en las batallas de Tesino, Trebia, el lago Trasimeno y Cannas, donde el destrozo fue de órdago: en esta última palmaron 40.000 romanos, uno más o uno menos. A punto estuvo el cartaginés de llegar ad portas de Roma capital; y a los romanos, aterrorizados, no les cabía un cañamón por el ojete. Sin embargo, también ellos tenían hombres excepcionales, y uno se llamaba Escipión, hijo de otro Escipión. Mientras Aníbal, ahíto de victorias y cansadas sus tropas, se relajaba en Italia perdiendo fuelle, los romanos, mostrando unos reflejos admirables y una extraordinaria capacidad de recuperación, enviaron a Escipión padre a Hispania con un ejército que empezó a hacer allí la puñeta, complicándoles la retaguardia a los cartagineses. Luego, muerto el padre, Escipión hijo (Publio Cornelio de nombre), que resultó ser un tío estupendo, un fenómeno y todo un caballero, tomó Qart-Hadast (desde entonces, Cartago Nova) y Gádir (desde entonces, Gades) y asentó del todo a Roma en la península antes de desembarcar en África, llevando la guerra a la misma Cartago. Aníbal, claro, tuvo que volver a toda leche porque se le quemaba el solar; pero en el año 202 a. C., cuatro después de que ya no quedase un cartaginés en Hispania, Escipión derrotó al general tuerto en la batalla de Zama. Lo hizo polvo, y el golpe fue de pronóstico grave: Cartago, hecho una piltrafa, no tuvo más remedio que firmar la paz, consagrando el dominio de los romanos sobre un Mediterráneo que ya empezaban a llamar, viniéndose arriba, Mare nostrum. Sin embargo, Cartago seguía coleando en África; y Roma, implacable y tenaz, quiso rematar la faena. Así que con el pretexto de un conflicto en Numidia, azuzada por los discursos de un político duro y austero llamado Catón que dijo aquello de Delenda est Carthago (hay que darles hasta debajo de la lengua, en traducción libre), declaró la tercera guerra, y en el 146 antes de Cristo la ciudad fue arrasada hasta los cimientos. Los supervivientes fueron vendidos como esclavos y el último reducto cartaginés, borrado del mapa, se convirtió en provincia romana de África. En el mundo entonces conocido, a la república de Roma no había ya quién le mojara la oreja. Aunque la verdad es que no se lo regaló nadie. El historiador Polibio, que fue amigo de Escipión y estuvo presente en la destrucción de Cartago, lo explicó de maravilla: Las conquistas romanas no se debieron al azar. Fueron resultado natural de la dura escuela obtenida en la dificultad y el peligro.
[Continuará].
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Cartago y Roma eran demasiados gallos y demasiada chulería para un solo corral, y aquello sólo podía acabar de mala manera. De todas formas, el proceso fue largo y sangriento: un siglo y pico, entre el año 264 y el 146 antes de Cristo, estuvieron arrimándose candela en varias guerras sucesivas, tal vez el conflicto armado más largo del mundo antiguo, que marcarían el futuro de Europa. Las guerras púnicas (se llamaron así porque púnico era el dialecto fenicio que hablaban los cartagineses) fueron tres, y las conocemos bien porque fueron los primeros sucesos que animaron a los romanos a escribir su propia historia, primero en griego y luego en latín. Eso sigue teniendo importancia, pues las lecciones tácticas y estratégicas de aquellas batallas fueron estudiadas durante veintidós siglos y lo siguen siendo hoy en las academias militares, hasta el punto de que Napoleón, Federico el Grande, Rommel o los generales de las dos guerras del Golfo las mencionaron a menudo. La primera de esas guerras fue de especial ferocidad, librada en torno a Sicilia y Cerdeña, principalmente naval, y terminó con la victoria romana de las islas Égadas y su posesión de aquellas islas mediterráneas. Para recuperarse del revolcón, Cartago buscó una expansión occidental extendiéndose por la península ibérica. Los iberos, muy en su estilo de toda la vida, se dividieron en dos bandos, pro-romano y pro-cartaginés, y el ataque púnico a la ciudad de Sagunto, que era amiga de Roma, desencadenó la segunda guerra, que ya se estaba haciendo esperar. Apareció allí uno de esos fulanos que la Historia produce de vez en cuando: uno de los grandes. Se llamaba Aníbal, cartaginés, hijo de Amílcar y hermano (o cuñado, ya no me acuerdo) de Asdrúbal; y era, como se dice ahora, un puto genio. Mientras los romanos andaban con el bolo colgando, dubitativos sobre si atacar en Hispania o en África, Aníbal (que era tuerto, pero con un ojo veía más que ellos con dos) les jugó la del chino dispuesto a calzárselos por detrás: en un visto y no visto cruzó los Pirineos con un ejército impresionante (con elefantes y todo, el tío), pasó por el sur de la Galia y los Alpes, se metió en Italia repartiendo estopa a diestro y siniestro, y derrotó a los romanos en las batallas de Tesino, Trebia, el lago Trasimeno y Cannas, donde el destrozo fue de órdago: en esta última palmaron 40.000 romanos, uno más o uno menos. A punto estuvo el cartaginés de llegar ad portas de Roma capital; y a los romanos, aterrorizados, no les cabía un cañamón por el ojete. Sin embargo, también ellos tenían hombres excepcionales, y uno se llamaba Escipión, hijo de otro Escipión. Mientras Aníbal, ahíto de victorias y cansadas sus tropas, se relajaba en Italia perdiendo fuelle, los romanos, mostrando unos reflejos admirables y una extraordinaria capacidad de recuperación, enviaron a Escipión padre a Hispania con un ejército que empezó a hacer allí la puñeta, complicándoles la retaguardia a los cartagineses. Luego, muerto el padre, Escipión hijo (Publio Cornelio de nombre), que resultó ser un tío estupendo, un fenómeno y todo un caballero, tomó Qart-Hadast (desde entonces, Cartago Nova) y Gádir (desde entonces, Gades) y asentó del todo a Roma en la península antes de desembarcar en África, llevando la guerra a la misma Cartago. Aníbal, claro, tuvo que volver a toda leche porque se le quemaba el solar; pero en el año 202 a. C., cuatro después de que ya no quedase un cartaginés en Hispania, Escipión derrotó al general tuerto en la batalla de Zama. Lo hizo polvo, y el golpe fue de pronóstico grave: Cartago, hecho una piltrafa, no tuvo más remedio que firmar la paz, consagrando el dominio de los romanos sobre un Mediterráneo que ya empezaban a llamar, viniéndose arriba, Mare nostrum. Sin embargo, Cartago seguía coleando en África; y Roma, implacable y tenaz, quiso rematar la faena. Así que con el pretexto de un conflicto en Numidia, azuzada por los discursos de un político duro y austero llamado Catón que dijo aquello de Delenda est Carthago (hay que darles hasta debajo de la lengua, en traducción libre), declaró la tercera guerra, y en el 146 antes de Cristo la ciudad fue arrasada hasta los cimientos. Los supervivientes fueron vendidos como esclavos y el último reducto cartaginés, borrado del mapa, se convirtió en provincia romana de África. En el mundo entonces conocido, a la república de Roma no había ya quién le mojara la oreja. Aunque la verdad es que no se lo regaló nadie. El historiador Polibio, que fue amigo de Escipión y estuvo presente en la destrucción de Cartago, lo explicó de maravilla: Las conquistas romanas no se debieron al azar. Fueron resultado natural de la dura escuela obtenida en la dificultad y el peligro.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XIX)
Los romanos eran gente dura y sensata. Aniquilada Cartago, dueños del mundo mediterráneo, aplicaron sus puntos de vista tanto en la metrópoli como en los lugares donde se instalaban, tras conquistarlos, con la intención de quedarse en ellos para siempre (y continúan estando, porque en cierto modo muchos europeos seguimos hoy siendo romanos). Su lengua, el latín, la escribían con un alfabeto que al principio tuvo sólo veintiuna letras. Mientras se estuvieron dando de hostias con enemigos y vecinos, los libros no fueron necesarios, pues no había retórica que superase la eficacia de un buen degüello; pero a medida que dejaban de ser sociedad elemental para convertirse en otra compleja, empezaron con el derecho, y luego pasaron a la literatura y la historia. La importancia que el libro, en sus formas de entonces, adquirió a partir del siglo I antes de Cristo fue enorme, y desde ese momento la literatura latina empezó a ser lo mucho e importante que hoy recordamos y disfrutamos: Terencio y Plauto en el teatro, Cicerón en el ensayo, César, Salustio, Tito Livio y Tácito en la historia, Catulo, Virgilio y Horacio y Ovidio en la poesía, Vitrubio en la arquitectura, Catón, Séneca, Lucano, Petronio, Apuleyo y todos los demás: una nómina de talento espectacular que empezó bajo influencia de la cultura griega y acabó siendo romana. Porque si la refinada Grecia (donde las familias pijas enviaban a estudiar a sus hijos) era el referente gracias a su glorioso pasado, los nuevos campeones del mundo mejoraron la copia. Prácticos como eran, construyeron la vasta red de calzadas romanas, vías de comunicación para el comercio y la guerra (dos mil años después todavía se conservan, y numerosas carreteras siguen hoy su trazado original) y aplicaron su talento, entre otras cosas, en dos grandes novedades ciudadanas: acueductos que traían agua fresca (véase el de Segovia, que acojona) y cloacas subterráneas, o sea, alcantarillas (nombre árabe, por cierto) para llevar las aguas sucias a donde no fuesen dañinas ni causaran enfermedades. Y ya metidos en arquitectura, lo cierto es que embellecieron tanto las ciudades de la península itálica como las de provincias y lugares donde se asentaron. Gracias a eso hay ruinas romanas, incluso edificios casi intactos, en lugares insospechados de Europa, Cercano Oriente y norte de África. De ese modo, la república creció hasta hacerse tan poderosa que cobraba tributos a todo cristo. Sus naves surcaban el Mediterráneo llevando y trayendo aceite, vino, salazones y trigo (y también las famosas bailarinas de Gades, atractivas señoritas que arrasaban en la época), los esclavos eran comercio y mano de obra, y todo eso convirtió a Roma capital en la ciudad más rica y marchosa del mundo. Los senadores y millonetis tenían su clientela, pelotilleros que trincaban de ellos y acudían cada mañana a saludarlos a casa, los escoltaban al foro y votaban lo que les ordenaban. La pasta le salía a la clase pudiente por las orejas, y se invertía en obras públicas, templos, termas, circos y anfiteatros (la arquitectura fue ultramoderna y revolucionaria). Lo de circos y anfiteatros no era cosa menor, pues servían para tener contento al pueblo. Cuando había malestar social se organizaba un espectáculo con fieras zampándose a condenados a muerte, crucifixiones (eso encantaba a la peña), carreras de cuadrigas o combates de gladiadores, y todos se quedaban más a gusto que un arbusto. Tranquilitos y a dormir. Lo mismo que hoy somos hinchas de equipos de fútbol, los romanos lo eran de aurigas y gladiadores famosos: los hombres los adoraban y las señoras se los rifaban. Pan y circo, se llamaba aquello; y cuanto menos pan, más circo (quizá les suene a ustedes el concepto). El problema fue que las crecientes diferencias sociales, el peso cada vez mayor de los militares en la vida pública, la decadencia de las austeras virtudes fundacionales, pasaron factura a la antaño ejemplar república romana. Y por ahí se fue colando la ambición: todo el mundo empezó a ver al ejército (las legiones eran la máquina de guerra más profesional y eficaz de su época) como defensor de sus intereses. Las clases altas adulaban a los generales; y para los soldados, que sus jefes tuviesen poder significaba mejores botines y buenos repartos de tierra al jubilarse. Así que los militares empezaron a preguntar qué hay de lo mío. La idea de que la autoridad de un hombre providencial podía ser más eficaz que los tejemanejes de la política ciudadana empezó a cuajar peligrosamente. Y cuando en el año 88 a. C. el general Sila marchó sobre Roma con sus legiones, la república quedó herida de muerte y la expresión bellum civile (guerra de los ciudadanos) entró para siempre en los diccionarios.
[Continuará].
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Los romanos eran gente dura y sensata. Aniquilada Cartago, dueños del mundo mediterráneo, aplicaron sus puntos de vista tanto en la metrópoli como en los lugares donde se instalaban, tras conquistarlos, con la intención de quedarse en ellos para siempre (y continúan estando, porque en cierto modo muchos europeos seguimos hoy siendo romanos). Su lengua, el latín, la escribían con un alfabeto que al principio tuvo sólo veintiuna letras. Mientras se estuvieron dando de hostias con enemigos y vecinos, los libros no fueron necesarios, pues no había retórica que superase la eficacia de un buen degüello; pero a medida que dejaban de ser sociedad elemental para convertirse en otra compleja, empezaron con el derecho, y luego pasaron a la literatura y la historia. La importancia que el libro, en sus formas de entonces, adquirió a partir del siglo I antes de Cristo fue enorme, y desde ese momento la literatura latina empezó a ser lo mucho e importante que hoy recordamos y disfrutamos: Terencio y Plauto en el teatro, Cicerón en el ensayo, César, Salustio, Tito Livio y Tácito en la historia, Catulo, Virgilio y Horacio y Ovidio en la poesía, Vitrubio en la arquitectura, Catón, Séneca, Lucano, Petronio, Apuleyo y todos los demás: una nómina de talento espectacular que empezó bajo influencia de la cultura griega y acabó siendo romana. Porque si la refinada Grecia (donde las familias pijas enviaban a estudiar a sus hijos) era el referente gracias a su glorioso pasado, los nuevos campeones del mundo mejoraron la copia. Prácticos como eran, construyeron la vasta red de calzadas romanas, vías de comunicación para el comercio y la guerra (dos mil años después todavía se conservan, y numerosas carreteras siguen hoy su trazado original) y aplicaron su talento, entre otras cosas, en dos grandes novedades ciudadanas: acueductos que traían agua fresca (véase el de Segovia, que acojona) y cloacas subterráneas, o sea, alcantarillas (nombre árabe, por cierto) para llevar las aguas sucias a donde no fuesen dañinas ni causaran enfermedades. Y ya metidos en arquitectura, lo cierto es que embellecieron tanto las ciudades de la península itálica como las de provincias y lugares donde se asentaron. Gracias a eso hay ruinas romanas, incluso edificios casi intactos, en lugares insospechados de Europa, Cercano Oriente y norte de África. De ese modo, la república creció hasta hacerse tan poderosa que cobraba tributos a todo cristo. Sus naves surcaban el Mediterráneo llevando y trayendo aceite, vino, salazones y trigo (y también las famosas bailarinas de Gades, atractivas señoritas que arrasaban en la época), los esclavos eran comercio y mano de obra, y todo eso convirtió a Roma capital en la ciudad más rica y marchosa del mundo. Los senadores y millonetis tenían su clientela, pelotilleros que trincaban de ellos y acudían cada mañana a saludarlos a casa, los escoltaban al foro y votaban lo que les ordenaban. La pasta le salía a la clase pudiente por las orejas, y se invertía en obras públicas, templos, termas, circos y anfiteatros (la arquitectura fue ultramoderna y revolucionaria). Lo de circos y anfiteatros no era cosa menor, pues servían para tener contento al pueblo. Cuando había malestar social se organizaba un espectáculo con fieras zampándose a condenados a muerte, crucifixiones (eso encantaba a la peña), carreras de cuadrigas o combates de gladiadores, y todos se quedaban más a gusto que un arbusto. Tranquilitos y a dormir. Lo mismo que hoy somos hinchas de equipos de fútbol, los romanos lo eran de aurigas y gladiadores famosos: los hombres los adoraban y las señoras se los rifaban. Pan y circo, se llamaba aquello; y cuanto menos pan, más circo (quizá les suene a ustedes el concepto). El problema fue que las crecientes diferencias sociales, el peso cada vez mayor de los militares en la vida pública, la decadencia de las austeras virtudes fundacionales, pasaron factura a la antaño ejemplar república romana. Y por ahí se fue colando la ambición: todo el mundo empezó a ver al ejército (las legiones eran la máquina de guerra más profesional y eficaz de su época) como defensor de sus intereses. Las clases altas adulaban a los generales; y para los soldados, que sus jefes tuviesen poder significaba mejores botines y buenos repartos de tierra al jubilarse. Así que los militares empezaron a preguntar qué hay de lo mío. La idea de que la autoridad de un hombre providencial podía ser más eficaz que los tejemanejes de la política ciudadana empezó a cuajar peligrosamente. Y cuando en el año 88 a. C. el general Sila marchó sobre Roma con sus legiones, la república quedó herida de muerte y la expresión bellum civile (guerra de los ciudadanos) entró para siempre en los diccionarios.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XX)
Europa no sólo era Roma. Aunque menos civilizados, otros pueblos existían en el norte y el este, más allá de las cordilleras alpinas y los Cárpatos. Cuanto más lejos estaban del Mediterráneo, más brutos eran y menos información hay sobre ellos. Hasta un período comprendido entre los siglos III y I antes de Cristo apenas existen rastros escritos que iluminen las brumas y las sombras de su historia. Son los antiguos textos latinos y la arqueología moderna los que aportan información, y así sabemos que eran poblaciones dispersas de granjas y aldeas dedicadas a la agricultura, el pastoreo, la caza y la pesca: variopinta multitud de rudos estados étnicos y confederaciones tribales cada uno a su aire, dominados por aristocracias rurales. Todo muy primitivo y de aquí te pillo aquí te mato, con un toque cultural más bien celta, de carácter guerrero, donde eran frecuentes el saqueo y hacer la puñeta al vecino, y también los grandes desplazamientos de poblaciones medio nómadas impulsadas hacia mejores tierras por el hambre o la codicia, con lo que implicaba de conflictos, esclavitudes, degüellos y otros bonitos usos sociales de la época. Eso fraguó poco a poco en nuevas formas de vida, y hacia el siglo II a. C. empezaron a ponerse de moda los oppida (palabra que nos viene del latín) y los viereckschanzen (del alemán: fuertes cuadrados), que eran recintos fortificados donde se trabajaban metales, florecía la artesanía y circulaba moneda. También, por esa época, los gobiernos de consejos de ancianos, que eran los de toda la vida, dieron paso a pequeñas monarquías de reyes o régulos que cortaban el bacalao con mayor autoridad y eficacia (era el más bestia de la tribu quien solía hacerse con el poder), hasta el punto de que algunos de esos pueblos, los situados más al sur, empezaron a verse las caras con la pujante Roma, que si te invado y que si no, iniciándose un animado período de paces y guerras fronterizas, trifulcas, áspera vecindad y cambiantes alianzas. Pero lo que alteró de verdad el paisaje de la Europa bárbara (o extranjera, según el viejo concepto griego, vista ahora desde la óptica romana), fue la gran invasión de cimbrios y teutones: movimiento migratorio muy bestia, al filo de los siglos II y I a. C., posiblemente con origen en la actual Dinamarca y el norte de Alemania (según el historiador Plutarco, cimbrio significaba bandido, y por ahí fue el ambiente). Cientos de miles de personas, incluidos mujeres y niños, empezaron a moverse hacia el oeste y el sur en busca de tierras, precedidos por salvajes grupos guerreros que saqueaban todo lo que estaba quieto y mataban o esclavizaban cuanto se movía; y a los que se sumaban, haciendo de la necesidad virtud, otros grupos étnicos de las regiones por las que pasaban dando estopa. Estos invasores nórdicos tenían el pelo rubio y los ojos azules, vestían con pieles y sus hábitos eran de lo más primitivo: mientras las señoras se ocupaban de casa, campos y ganado, los maridos iban de caza, a la guerra, o se dedicaban al oficio más útil en un pueblo guerrero como el suyo, que era la herrería, o sea, la fabricación de espadas, lanzas y puntas de flecha (no es casualidad que en Alemania abunde hoy el apellido Schmidt, asociado con schmied, herrero). Aquellos fulanos no tenían reyes, ni falta que les hacía, pues su sistema de gobierno era electivo sin transmisión familiar, en plan parecido, hilando grueso, a lo que hoy sería un presidente de república. Sus dioses (Thor, Freya y algún otro) nada tenían que ver con los de griegos y romanos: eran deidades tan toscas como quienes los adoraban, y el más pintón resultaba, naturalmente, el de la guerra, que se llamaba Woden, u Odín, y vivía en un palacio del cielo llamado Walhala, donde iban los hombres (y supongo que también las mujeres, aunque no hay pruebas) valientes cuando palmaban. Por influjo de esa gente, y de ese modo, se fueron definiendo un centenar de años antes de Cristo los pueblos de la Europa occidental no romana: cimbrios y teutones dando por saco de un lado para otro (hasta que el general romano Mario los escabechó en las batallas de Aquae Sextiae y Vercellae), germanos en el alto Rhin, galos en la actual Francia, celtíberos en Hispania, belgas en Bélgica, helvecios en lo que hoy es Suiza… El militar, político e historiador Julio César (del que hablaremos cuando toque) iba a describirlos pocos años después en sus Comentarios a la Guerra de las Galias. Los bárbaros, como digo. Las aún indecisas fronteras de una Roma todavía republicana, pero en la que empezaban a pasar cosas raras, con una guerra civil calentita y a punto de nieve. El porvenir de Europa iba a jugarse allí, entre pitos y flautas, y venían de camino episodios apasionantes. Así que no se pierdan ustedes el próximo.
[Continuará].
https://www.zendalibros.com/perez-rever ... europa-xx/
Europa no sólo era Roma. Aunque menos civilizados, otros pueblos existían en el norte y el este, más allá de las cordilleras alpinas y los Cárpatos. Cuanto más lejos estaban del Mediterráneo, más brutos eran y menos información hay sobre ellos. Hasta un período comprendido entre los siglos III y I antes de Cristo apenas existen rastros escritos que iluminen las brumas y las sombras de su historia. Son los antiguos textos latinos y la arqueología moderna los que aportan información, y así sabemos que eran poblaciones dispersas de granjas y aldeas dedicadas a la agricultura, el pastoreo, la caza y la pesca: variopinta multitud de rudos estados étnicos y confederaciones tribales cada uno a su aire, dominados por aristocracias rurales. Todo muy primitivo y de aquí te pillo aquí te mato, con un toque cultural más bien celta, de carácter guerrero, donde eran frecuentes el saqueo y hacer la puñeta al vecino, y también los grandes desplazamientos de poblaciones medio nómadas impulsadas hacia mejores tierras por el hambre o la codicia, con lo que implicaba de conflictos, esclavitudes, degüellos y otros bonitos usos sociales de la época. Eso fraguó poco a poco en nuevas formas de vida, y hacia el siglo II a. C. empezaron a ponerse de moda los oppida (palabra que nos viene del latín) y los viereckschanzen (del alemán: fuertes cuadrados), que eran recintos fortificados donde se trabajaban metales, florecía la artesanía y circulaba moneda. También, por esa época, los gobiernos de consejos de ancianos, que eran los de toda la vida, dieron paso a pequeñas monarquías de reyes o régulos que cortaban el bacalao con mayor autoridad y eficacia (era el más bestia de la tribu quien solía hacerse con el poder), hasta el punto de que algunos de esos pueblos, los situados más al sur, empezaron a verse las caras con la pujante Roma, que si te invado y que si no, iniciándose un animado período de paces y guerras fronterizas, trifulcas, áspera vecindad y cambiantes alianzas. Pero lo que alteró de verdad el paisaje de la Europa bárbara (o extranjera, según el viejo concepto griego, vista ahora desde la óptica romana), fue la gran invasión de cimbrios y teutones: movimiento migratorio muy bestia, al filo de los siglos II y I a. C., posiblemente con origen en la actual Dinamarca y el norte de Alemania (según el historiador Plutarco, cimbrio significaba bandido, y por ahí fue el ambiente). Cientos de miles de personas, incluidos mujeres y niños, empezaron a moverse hacia el oeste y el sur en busca de tierras, precedidos por salvajes grupos guerreros que saqueaban todo lo que estaba quieto y mataban o esclavizaban cuanto se movía; y a los que se sumaban, haciendo de la necesidad virtud, otros grupos étnicos de las regiones por las que pasaban dando estopa. Estos invasores nórdicos tenían el pelo rubio y los ojos azules, vestían con pieles y sus hábitos eran de lo más primitivo: mientras las señoras se ocupaban de casa, campos y ganado, los maridos iban de caza, a la guerra, o se dedicaban al oficio más útil en un pueblo guerrero como el suyo, que era la herrería, o sea, la fabricación de espadas, lanzas y puntas de flecha (no es casualidad que en Alemania abunde hoy el apellido Schmidt, asociado con schmied, herrero). Aquellos fulanos no tenían reyes, ni falta que les hacía, pues su sistema de gobierno era electivo sin transmisión familiar, en plan parecido, hilando grueso, a lo que hoy sería un presidente de república. Sus dioses (Thor, Freya y algún otro) nada tenían que ver con los de griegos y romanos: eran deidades tan toscas como quienes los adoraban, y el más pintón resultaba, naturalmente, el de la guerra, que se llamaba Woden, u Odín, y vivía en un palacio del cielo llamado Walhala, donde iban los hombres (y supongo que también las mujeres, aunque no hay pruebas) valientes cuando palmaban. Por influjo de esa gente, y de ese modo, se fueron definiendo un centenar de años antes de Cristo los pueblos de la Europa occidental no romana: cimbrios y teutones dando por saco de un lado para otro (hasta que el general romano Mario los escabechó en las batallas de Aquae Sextiae y Vercellae), germanos en el alto Rhin, galos en la actual Francia, celtíberos en Hispania, belgas en Bélgica, helvecios en lo que hoy es Suiza… El militar, político e historiador Julio César (del que hablaremos cuando toque) iba a describirlos pocos años después en sus Comentarios a la Guerra de las Galias. Los bárbaros, como digo. Las aún indecisas fronteras de una Roma todavía republicana, pero en la que empezaban a pasar cosas raras, con una guerra civil calentita y a punto de nieve. El porvenir de Europa iba a jugarse allí, entre pitos y flautas, y venían de camino episodios apasionantes. Así que no se pierdan ustedes el próximo.
[Continuará].
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