UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

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kekodi
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

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Una historia de Europa (CI)

Atodo esto, mientras el pastel mundial lo cocinaban Inglaterra, Alemania y Francia (y al otro lado del Atlántico los jóvenes Estados Unidos se preparaban para engullir su porción) y se lo repartían entre ellos, los extremos del Viejo Continente, oriental y occidental, Rusia por un lado y la península ibérica por otro, jugaban papeles secundarios en el cogollo europeo, al margen del negocio principal. Lo que no quita que Rusia se convirtiera en gran potencia, pues tal era la ambición de sus zares e iba realmente camino de eso, extendiéndose por Asia hasta las costas mismas del Pacífico. Pero a esa pujanza exterior no correspondía una felicidad interior. De una parte, el imperio estaba formado por nacionalidades mal avenidas entre sí (rusos, polacos, fineses, lituanos, letones, estonios, bielorrusos y otros más). Por otro lado, el régimen seguía siendo despótico y feudal en manos de la monarquía, la aristocracia y la iglesia, no había clase media que industrializara un carajo, y se daba la paradoja de que, en un país que vivía de la agricultura, con masivas exportaciones de trigo como principal riqueza nacional, los mujiks, los campesinos, palmaban en la más cruda miseria. Tampoco la clase intelectual era numerosa, y los brotes de oposición nihilistas y anarquistas, así como las revueltas de campesinos hambrientos, fueron aplastados con fácil crueldad, primero bajo el zar Alejandro III y luego, a caballo entre los dos siglos, por Nicolás II (que acabaría pagando la factura, con su familia, dos décadas más tarde). La guerra de Crimea, librada contra Turquía (a la que apoyaban las potencias occidentales), puso de manifiesto las muchas deficiencias de Rusia; y las clamorosas derrotas navales y terrestres sufridas en otra guerra contra el Japón (1904), con el que chocaban los intereses rusos en Asia, aumentó el descrédito internacional de los zares. Pero lo más grave fueron las consecuencias internas de ese último desastre militar, con protestas y revueltas que acabarían cambiando no sólo la faz de Rusia, sino la del mundo (trifulcas en San Petersburgo, socialistas, Lenin, etcétera). Y mientras eso ocurría en la parte oriental de Europa, en la otra punta, la ibérica, Portugal y España progresaban a trancas y barrancas, muy lejos ya de los grandes imperios que habían sido, con papeles secundarios en el nuevo concierto mundial. Entre los portugueses, después de casi medio siglo de monarquía parlamentaria, la tensión de corona y república se había disparado. Con Luis I (que reinó entre 1861 y 1889) hubo un momento chachi en lo económico gracias a la gestión patriótica del eficaz ministro Saldanha; pero la cosa se descuajeringó en la última década del siglo, bajo el reinado del sucesor Carlos I, a quien todo se le fue de las manos: progresistas y regeneradores (los dos partidos que se turnaban en el poder) iban a lo suyo y emputecían un ambiente agravado por campañas de los más destacados escritores, periodistas e intelectuales (Herculano, Martins, Quental), que sacudían fuerte a la monarquía, en plan republicano e incluso revolucionario. Para completar el pifostio, que iba a más, en Brasil se proclamó la república; y en los territorios coloniales de África, la omnipresente Inglaterra (que seguía siendo conspicuo macarra internacional) procuraba incordiar cuanto podía, que era mucho. El caso es que, entre pitos y flautas, el Portugal monárquico se fue yendo al garete en un caos político y social que reventaba las costuras. Acojonado con el panorama, el nuevo rey (Carlos I se llamaba la criatura) inauguró el siglo XX clausurando el parlamento, que ya era un gallinero ingobernable, y se puso en manos de un dictador inteligente y moderado, razonable para el momento, Julián Franco, quien puso buena voluntad en democratizar la monarquía; pero todo se descompuso con un atentado (anarquistas y revolucionarios habían puesto de moda el magnicidio en Europa) que en 1908 se llevó por delante, dos al precio de uno, al rey y al príncipe heredero. Eso llevó al trono al segundón de la familia, Manuel II: un tiñalpa blandito y obtuso que se confió a otro dictador, el almirante Ferreira de Amaral. Pero aquello no había ya quien lo salvara, y una revolución en la que participaron el ejército y la armada estalló en Lisboa. Con la sublevación de las dotaciones de los cruceros San Rafael y Adamastor y la pajarraca callejera subsiguiente, el rey puso pies en polvorosa y se proclamó una república que incluía separación de iglesia y estado, abolición de títulos de nobleza, divorcio y sufragio universal. Mientras tanto, la España monárquica (lo veremos en el siguiente episodio) miraba de reojo, enfrentada a sus propios y muchos problemas. Que en realidad eran casi los mismos.

[Continuará].



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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

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Una historia de Europa (CII)

Aestas alturas del asunto, con el siglo XX a punto de romper aguas (y sangre), es injusto dejar atrás el anterior sin hablar de otras revoluciones de las que esa centuria fue cauce, testigo y protagonista. No todo fueron guerras, nacionalismos y política, y la palabra cultura es capital para considerarlo. Resultaba inevitable que tanto progreso industrial y científico, los usos democráticos que se habían ido imponiendo en Europa, tuviera consecuencias culturales. La más notable fue que las masas rurales emigradas a las ciudades perdían su carácter original, folklore y tradiciones, para convertirse en carne de cañón urbana; de manera que, huérfana de raíces, esa gente necesitaba a qué agarrarse. Las canciones, la música, resultaron ser un buen recurso (por esa época Clément compuso la maravillosa Le temps des cerises y Pottier el texto de La Internacional) y los cabarets, los bailes de merendero y los cafés cantantes aparecieron en París (capital de la modernidad cultural cosmopolita) siendo imitados en Viena, Londres y Berlín. Los empresarios, con buen ojo, comprendieron que los ciudadanos eran un gran mercado potencial, y la moda y ciertos objetos de lujo, antes exclusivos de las clases altas, inundaron bazares, galerías comerciales y grandes almacenes (inventados en Francia en tiempos de Napoleón III). Nacía así la moderna sociedad de consumo, acicateada por la publicidad: técnica comercial que se benefició de la aparición de una prensa popular agresiva y sensacionalista que, a diferencia de la respetable, no pretendía influir en las élites, sino divertir y manipular a las masas. Por lo demás, en cuanto a tendencias literarias y artísticas, si la primera mitad del siglo vio la bronca entre clasicismo y romanticismo, los abusos, cursiladas y pijoterías de este último (lean el hilarante relato sobre su sobrino romántico escrito por Mesonero Romanos) dieron lugar a la reacción contraria: un nuevo realismo en pintura, escultura, novela y teatro procuró una descripción minuciosa, casi científica, de las realidades sociales por crudas y amargas que fueran. Eso afectó a las artes plásticas (Los picapedreros de Courbet, pintado en 1849, fue el pistoletazo de salida), aunque la madre del cordero fue la literatura de masas, la novela popular, que puso la cultura antes reservada a la élite a tiro de una muchedumbre ávida de conocimientos y diversión, y que gracias a la educación pública estaba aprendiendo a leer. Y junto a los excelentes folletines y novelas de Dumas, Balzac, Dickens, Tolstoi, Verne o Conan Doyle, devorados por millones de lectores, una literatura realista de mayor pretensión intelectual y conciencia social se abrió camino, y el éxito de Madame Bovary de Flaubert precedió a las novelas de Zola, Thackeray, Dostoievski, Turgueniev y el español Benito Pérez Galdós, así como, en registro más académico, a los imponentes libros de Historia de los innovadores Michelet, Mommsen y Fustel de Coulanges. Pero siempre hay algún pelo en la sopa, y a menudo la novedad no era bien acogida: a Wagner le habían silbado el estreno de Tannhaüser y a Eiffel le dijeron de todo menos guapo por su hoy famosa torre de París. También el formal cientificismo, tendencia oficial, fue puesto patas arriba por subjetivistas tocapelotas (la moral del superhombre y otras variedades del yo, mi, me, conmigo, etcétera) como el alemán Nietzsche, el italiano D’Annunzio y el francés Gide. Las artes plásticas finolis tampoco se fueron de rositas, y la segunda mitad del siglo presenció la mayor gamberrada artística en la historia de la pintura: tras los pasos del gabacho Manet, un grupo de jóvenes artistas (Degas, Monet, Renoir, Cézanne y otros) rompió con el arte oficial en plan chicos malos, se ciscó en la jeta del clasicismo formal admitido por exposiciones, museos y gente con pasta, y emprendió una aventura pictórica espectacular llamada impresionismo. La verdad es que hacían falta muchas pelotas para enfrentarse, como ellos hicieron (nadie compraba sus cuadros y vivieron casi todos en la miseria), a la doble incomprensión del público y la crítica; pero siguieron adelante, destrozando lo establecido. El movimiento impresionista se disgregó y evolucionó con el tiempo, pero el trabajo estaba hecho y en su huella pisarían muy pronto grandes precursores del arte moderno como Gauguin y Van Gogh (un infeliz tiñalpa que, paradojas de la época, no vendió un cuadro en su puta vida). Y de ese modo, lo mismo en artes plásticas que en lo demás, aquellas novedades filosóficas, estéticas y literarias, salidas de las entrañas del siglo que agonizaba, abonaron el paisaje para las asombrosas revoluciones culturales que, junto a las grandes tragedias colectivas, conocería el inminente siglo XX.

[Continuará].


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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

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Una historia de Europa (CIII)

Atodo esto, ahora que caigo, he olvidado contar cómo iban las cosas en España. Y eso es casi un símbolo de lo que había; o más bien de lo que ya no había, porque lo cierto es que la primera nación en formarse como tal en Europa, la que tuvo al mundo agarrado por las pelotas un par de siglos atrás, en ese final de centuria y comienzo de la siguiente era ya de una patética irrelevancia internacional. No había sido el XIX un siglo simpático para los españoles (los Episodios nacionales de Pérez Galdós lo retratan magistralmente), que empezaron con la invasión napoleónica, siguieron con zozobras políticas, pronunciamientos y revoluciones (república frustrada incluida) y remataron la faena con los desastres de Cuba y Filipinas. La desafortunada guerra con los todavía jóvenes Estados Unidos de América nos había dejado para el arrastre, la destrucción de nuestras escuadras en Santiago de Cuba y Cavite nos arrebataba el título de potencia marítima, y el Tratado de París (firmado en 1898) nos sopló por la cara Cuba, Puerto Rico y Filipinas, últimos restos de un antaño enorme imperio colonial, limitado ahora a una presencia en el norte de África que ni siquiera era tranquila, pues debía ser sostenida a tiro limpio por el ejército, y sobre todo por los desgraciados que de modo forzoso formaban la tropa, con mucho sacrificio y demasiada sangre. Tal era el panorama que, cumplidos al fin dieciséis años (exactamente el 17 de mayo de 1902), el rey Alfonsito XIII fue declarado mayor de edad y se hizo cargo del asunto. Se repartían el pastel, según la añeja costumbre hispana, los dos partidos políticos habituales, únicos que cortaban el bacalao: conservadores de Antonio Maura y liberales (Moret, Canalejas, conde de Romanones) se turnaban en el ejercicio del poder, trincando unos durante una temporada y cediendo luego el trinque a los otros, en un movimiento político pendular perfectamente sincronizado. Pero la realidad, que siempre pasa factura, no dejó de aportar sobresaltos. Anarquistas y revolucionarios de diverso pelaje, que estaban hasta los cojones de todo aquel paripé, practicaban en cuanto tenían ocasión un deporte que se había puesto de moda en Europa: el tiro al blanco contra políticos, reyes y gente de alcurnia (hasta a la emperatriz Sissí se la cargaron en Suiza, y al propio Alfonso XIII casi lo despachan el día de su boda). El ambiente se iba enrareciendo cada vez más, pese al crecimiento demográfico e industrial, o precisamente a causa de él: los campesinos estaban en la miseria, las clases dirigentes iban a lo suyo y el recurso a la violencia se hizo habitual. Los movimientos sociales, reprimidos con dureza por el poder, derivaron hacia el pistolerismo y la inseguridad, la descompuesta vida parlamentaria era una auténtica basura y la sociedad española se desintegraba en grupos intransigentes (religiosos, sociales, regionales) para con el adversario, con cada cual defendiendo sus intereses particulares sin pensar en los generales: monarquía, república, centralismo, federalismo, burguesía, mundo obrero, clericales, anticlericales y veinte etcéteras más. No había quien conciliase semejante pajarraca. Además, el año 1909, gobernando Antonio Maura, iba a ser un año nefasto, con dos desgracias nacionales de categoría: la guerra de Melilla (todavía no la tragedia de Annual, sino otra de antes) trajo el sangriento desastre militar del Barranco del Lobo; y los violentos disturbios de la Semana Trágica de Barcelona, con el posterior fusilamiento del destacado anarquista Ferrer Guardia, emputecieron el ambiente y aumentaron el descrédito internacional de la maltrecha España. De fronteras adentro, el extremismo de represores y reprimidos alcanzaba cotas gravísimas, y las fuerzas antimonárquicas, que apretaban fuerte, eran cada vez más activas. Esa situación de inestabilidad iba a prolongarse hasta la Primera Guerra Mundial e incluso más allá, cuando la influencia de los militares fogueados en África se hizo aún más intensa y acabó en lo que todos sabemos. El caso es que, de momento, aquel putiferio hispano iba a conducir a la sublevación del general Miguel Primo de Rivera, capitán general de Cataluña (padre del José Antonio del mismo apellido, luego fundador de la Falange): un espadón con relativas buenas intenciones, que con el beneplácito de Alfonso XIII acabaría ejerciendo en España una dictadura más bien benigna, casi paternalista, de osada modernidad en algunas cosas y de graves metidas de pata en otras, ni carne ni pescado, ni chicha ni limoná, que terminó costándole la corona al rey. Pero de todo eso hablaremos despacio cuando toque. Porque en Europa, mientras tanto, estaban ocurriendo cosas muy interesantes.

[Continuará].



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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

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Una historia de Europa (CIV)


Todo parecía establecido sólidamente y destinado a durar, y el mismo Estado aparecía como garantía suprema de esa duración… Así describía el austríaco Stefan Zweig (judío, para más inri) en El mundo de ayer la Europa con que dio comienzo el siglo XX, y que durante la primera mitad de ese siglo se vería destrozada por dos guerras mundiales y una revolución de las de agárrate que vienen curvas. Pero a todo se llegó como llegan las cosas del querer, poquito a poco, sin que nadie mire las lecciones del pasado ni aprenda de ellas, porque es más fácil y optimista mirar hacia delante; y luego, cuando todo se va a tomar por saco, la peña se queda con cara de idiota preguntándose cómo diablos pudo ocurrir aquello para lo que llevaba todas las papeletas. Pero lo que pasa es que los aguafiestas que ven venir el nublado incomodan mucho, se les ignora o tapa la boca para que no calienten el champaña, y se aplaude a los tontos, a los irresponsables y a los sinvergüenzas que dicen tenerlo todo bajo control. Y la verdad es que bajo control estaba Europa en el albor de aquella vigésima centuria después de Cristo (o más bien parecía estarlo). Había una veintena de estados en el continente, grandes y chicos, pero en realidad sólo cinco dominaban el cotarro, todos con una vitola más o menos imperial: Gran Bretaña y Francia como democracias con extensas posesiones coloniales, Rusia y Austro-Hungría como monarquías totalitarias y multiétnicas, y Alemania (último llegado al reparto, pero reclamando su parte con mucha chulería), como joven y vigoroso competidor en pleno crecimiento militar y económico. En cuanto al otro imperio no europeo pero con un pie en Europa, el turco, muy influyente en el pasado, se hallaba en decadencia y franco retroceso, y pronto iba a verse aún más puteado por las guerras de independencia en los Balcanes. El caso es que el Viejo Continente, al menos en su parte más acomodada, estaba que se salía de guapo y marchoso, de moda en el mundo; y todos, hasta los crecientes Estados Unidos al otro lado del Atlántico, receptores de una inmigración que huía de la opresión y la miseria (13,5 millones de europeos pasaron por Ellis Island entre 1901 y 1915), imitaban sus gustos y maneras. Existía una especie de complejo de superioridad flamenca en industria, negocio, cultura y dinero, y también una excesiva arrogancia internacional en la búsqueda de prestigio y materias primas que llevó a conflictos exteriores de los llamados de baja intensidad (guerra de los Boers, crisis de Agadir, Marruecos); pero el caso es que nadie cuestionaba, de momento, lo que parecía fundamental: Europa era la perfección, el no va más de la modernidad y el progreso, la pera limonera. De todas formas, a medida que crecían y se consolidaban en lo suyo, por muchos valses que bailaran entre sí, las grandes potencias iban mirándose de reojo, por aquello de si vis pacem, para bellum (sobre esa época permítanme recomendarles, Stefan Zweig aparte, la serie de televisión Reilly, as de espías, la novela El enigma de las arenas o el excelente ensayo Sonámbulos de Christopher Clark). Y, bueno. Entre abrazos y suspicacias, con mucho diplomático paripé de por medio, las rivalidades imperiales ocultas o manifiestas terminaron propiciando la formación de dos grandes bloques políticos y militares: ingleses, franceses y rusos de una parte, y austrohúngaros y alemanes de la otra. Había además un elemento que, aunque ya había tenido tristes consecuencias en el pasado, iba a tenerlas mayores y más graves en el futuro, hasta alcanzar a lo bestia, tres o cuatro décadas después, dimensiones de tragedia y horror inimaginables. Me refiero, claro, al antisemitismo; que después de los antiguos tiempos inquisitoriales (España, a la que la Leyenda Negra atribuye en exclusiva el marrón, fue sólo uno más de los muchos responsables europeos) tenía un sangriento y reciente currículum con los pogroms que, a la caza de judíos, se habían sucedido en el imperio ruso durante el siglo XIX, especialmente en Polonia, Ucrania y Moldavia. Ahora, debido entre otras cosas a la actividad comercial e industrial y a la influencia de familias acomodadas y banqueros de origen judío en los negocios internacionales, el sentimiento de odio se iba extendiendo como un virus maligno por toda Europa: Francia vivió con pasión el vergonzoso asunto Dreyfus, y el alcalde de Viena, Karl Lueger, capitaneó un partido cristiano-social caracterizado por un antisemitismo feroz. Todo eso condujo al periodista de origen húngaro Theodor Herzl a proponer la idea de un estado sionista en un libro famoso, El estado judío (1896), que iba a traer mucha cola. Y que un siglo y pico después la sigue trayendo todavía.

[Continuará].



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