UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXXI)
Después de dar matarile al rey y la reina (1793) los revolucionarios franceses se lanzaron a un ajuste de cuentas interno que fue conocido (háganse idea del asunto) como el Terror. Se decretó la movilización masiva para defenderse de las potencias extranjeras que, temiendo el contagio, no paraban de tocarle a Francia el trigémino; se decretó el francés como idioma obligatorio y la tricolor como bandera; se decretó que la libertad de todo individuo quedaba subordinada a las obligaciones respecto a la colectividad nacional, y también fue adelante la siniestra Ley de Sospechosos, que permitía detener a cualquiera por la cara, sin razón concreta alguna; con lo que entre aristócratas, contrarrevolucionarios y pringados que pasaban por allí, las prisiones colgaron en la puerta el cartel no hay billetes y la guillotina echaba humo de tanto sube y baja. El papel de la Declaración de Derechos del Hombre acabó sirviendo para lo que en ese momento servía el papel. Además, por eso de que la Revolución, como Saturno y como los hámster a los que se les va la olla, siempre acaba devorando a sus hijos, la enemistad política entre girondinos (partido que tendía a lo federal y debilitaba el poder central) y montañeses (radicales centralistas, jacobinos como Dios manda) se acabó resolviendo con la victoria de estos últimos, que para evitar futuros problemas guillotinaron a sus adversarios, y aquí paz y después gloria. Lo de la paz, sin embargo, fue sólo un refrán, porque de eso precisamente no hubo. De una parte, la represión contra los ciudadanos, ciudades y regiones recalcitrantes fue bestial, incluida una larga y feroz guerra civil surgida en la Vendée, al noroeste de Francia (con mucho aristócrata local y mucho fanatismo religioso de por medio), que los revolucionarios combatieron sin contemplaciones. De la otra, el llamado Comité de Salvación Pública (delicioso eufemismo) procuró hacer picadillo toda oposición política que colease todavía, incluida la de los propios colegas; y eso no se limitó a París, pues también en provincias hubo candela (en Lyon, los rebeldes fueron masacrados a cañonazos o ahogados en el río). Sobre aquel desparrame emergió la poderosa y despiadada figura de Maximiliano Robespierre, alias el Incorruptible; que, como suele ocurrir en casos de incorruptibilidad, resultó ser un hijo de puta con balcones a la calle. El pavo se deshizo o procuró hacerlo, vía guillotina, tanto de la oposición como de los colegas que le estorbaban (el enérgico Dantón, mi favorito de esa época, también acabó en el cadalso) e instauró una dictadura de agárrate y no te menees (supresión de las últimas garantías jurídicas que quedaban y condenas a muerte contra todo quisque) que se hizo insoportable, imaginen el ambiente, hasta para los mismos revolucionarios; hasta que éstos, o más bien los que quedaban vivos a esas alturas, que ya estaban del incorruptible y sus métodos hasta los cojones, le jugaron la de Fu-Manchú, léase la del chino, dándole una especie de golpe de estado interno. Y ya avanzado 1794, para alivio de Francia entera y solaz de la humanidad en general, al sanguinario Robespierre y a sus más cercanos compadres (donde las dan, las toman) les pusieron el cuello pecador bajo la misma guillotina que con tanta alegría habían estado cebando durante el último año y medio (sobre esto hay muchos libros y novelas interesantes, pero siempre recomiendo mi favorito, la monumental Historia de la Revolución Francesa de Jules Michelet, que Blasco Ibáñez tradujo al español). El caso es que, desaparecidos Robespierre y su cuadrilla, acabado el Terror, Francia entró en un período más sosegado al que llamaron Termidor: cinco años que podríamos calificar de república burguesa, donde los revolucionarios intentaron consolidar lo conseguido y adoptaron una nueva Constitución más clase media, más democrática, más así, basada en una estricta separación de poderes, por si las moscas. Tampoco la guerra defensiva y luego ofensiva contra las potencias extranjeras iba mal. Las cosas, sin embargo, no eran fáciles. El nuevo régimen (llamado Directorio), que se pretendía moderado entre tirios y troyanos, no logró imponerse frente a los extremos realistas o conservadores de una parte y revolucionarios de otra. Y como guinda del pastel, la corrupción a todos los niveles, incluido el político, fue estremecedora. En ésas andaba la atormentada república gabacha cuando hizo su entrada en escena un personaje que iba a cambiar la historia de Francia, de Europa y del mundo; o sea, un oscuro capitán de artillería nacido en Córcega, bajito, ambicioso, más listo que los ratones colorados. Y ese capitán, lo han adivinado ustedes, se llamaba Napoleón Bonaparte.
[Continuará].
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Después de dar matarile al rey y la reina (1793) los revolucionarios franceses se lanzaron a un ajuste de cuentas interno que fue conocido (háganse idea del asunto) como el Terror. Se decretó la movilización masiva para defenderse de las potencias extranjeras que, temiendo el contagio, no paraban de tocarle a Francia el trigémino; se decretó el francés como idioma obligatorio y la tricolor como bandera; se decretó que la libertad de todo individuo quedaba subordinada a las obligaciones respecto a la colectividad nacional, y también fue adelante la siniestra Ley de Sospechosos, que permitía detener a cualquiera por la cara, sin razón concreta alguna; con lo que entre aristócratas, contrarrevolucionarios y pringados que pasaban por allí, las prisiones colgaron en la puerta el cartel no hay billetes y la guillotina echaba humo de tanto sube y baja. El papel de la Declaración de Derechos del Hombre acabó sirviendo para lo que en ese momento servía el papel. Además, por eso de que la Revolución, como Saturno y como los hámster a los que se les va la olla, siempre acaba devorando a sus hijos, la enemistad política entre girondinos (partido que tendía a lo federal y debilitaba el poder central) y montañeses (radicales centralistas, jacobinos como Dios manda) se acabó resolviendo con la victoria de estos últimos, que para evitar futuros problemas guillotinaron a sus adversarios, y aquí paz y después gloria. Lo de la paz, sin embargo, fue sólo un refrán, porque de eso precisamente no hubo. De una parte, la represión contra los ciudadanos, ciudades y regiones recalcitrantes fue bestial, incluida una larga y feroz guerra civil surgida en la Vendée, al noroeste de Francia (con mucho aristócrata local y mucho fanatismo religioso de por medio), que los revolucionarios combatieron sin contemplaciones. De la otra, el llamado Comité de Salvación Pública (delicioso eufemismo) procuró hacer picadillo toda oposición política que colease todavía, incluida la de los propios colegas; y eso no se limitó a París, pues también en provincias hubo candela (en Lyon, los rebeldes fueron masacrados a cañonazos o ahogados en el río). Sobre aquel desparrame emergió la poderosa y despiadada figura de Maximiliano Robespierre, alias el Incorruptible; que, como suele ocurrir en casos de incorruptibilidad, resultó ser un hijo de puta con balcones a la calle. El pavo se deshizo o procuró hacerlo, vía guillotina, tanto de la oposición como de los colegas que le estorbaban (el enérgico Dantón, mi favorito de esa época, también acabó en el cadalso) e instauró una dictadura de agárrate y no te menees (supresión de las últimas garantías jurídicas que quedaban y condenas a muerte contra todo quisque) que se hizo insoportable, imaginen el ambiente, hasta para los mismos revolucionarios; hasta que éstos, o más bien los que quedaban vivos a esas alturas, que ya estaban del incorruptible y sus métodos hasta los cojones, le jugaron la de Fu-Manchú, léase la del chino, dándole una especie de golpe de estado interno. Y ya avanzado 1794, para alivio de Francia entera y solaz de la humanidad en general, al sanguinario Robespierre y a sus más cercanos compadres (donde las dan, las toman) les pusieron el cuello pecador bajo la misma guillotina que con tanta alegría habían estado cebando durante el último año y medio (sobre esto hay muchos libros y novelas interesantes, pero siempre recomiendo mi favorito, la monumental Historia de la Revolución Francesa de Jules Michelet, que Blasco Ibáñez tradujo al español). El caso es que, desaparecidos Robespierre y su cuadrilla, acabado el Terror, Francia entró en un período más sosegado al que llamaron Termidor: cinco años que podríamos calificar de república burguesa, donde los revolucionarios intentaron consolidar lo conseguido y adoptaron una nueva Constitución más clase media, más democrática, más así, basada en una estricta separación de poderes, por si las moscas. Tampoco la guerra defensiva y luego ofensiva contra las potencias extranjeras iba mal. Las cosas, sin embargo, no eran fáciles. El nuevo régimen (llamado Directorio), que se pretendía moderado entre tirios y troyanos, no logró imponerse frente a los extremos realistas o conservadores de una parte y revolucionarios de otra. Y como guinda del pastel, la corrupción a todos los niveles, incluido el político, fue estremecedora. En ésas andaba la atormentada república gabacha cuando hizo su entrada en escena un personaje que iba a cambiar la historia de Francia, de Europa y del mundo; o sea, un oscuro capitán de artillería nacido en Córcega, bajito, ambicioso, más listo que los ratones colorados. Y ese capitán, lo han adivinado ustedes, se llamaba Napoleón Bonaparte.
[Continuará].
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXXII)
Las cosas como son: en lo de poner patas arriba el mundo viejo, la Revolución francesa fue más lejos que ninguna (allí donde otros, ni siquiera los norteamericanos, se habían atrevido a llegar, ni nadie llegaría hasta la pajarraca bolchevique de 1917). En ese registro los gabachos fueron más radicales, más violentos, más tenaces y más influyentes que nadie, pues despabilaron a la peña en muchos lugares de Europa; aunque luego, poco después, ellos mismos ayudarían a aplastar las ideas que habían puesto en circulación: participación activa del pueblo llano (en plan paripé, porque el pueblo llano siguió tan puteado como siempre), revolución burguesa, leña a la Iglesia más reaccionaria, destrucción de viejas instituciones, abolición de privilegios feudales y apoyo a la inteligencia frente a la tradición y el dogma. Todo eso, en mayor o menor medida, y aunque la revolución de Francia se diluyó luego en otras cosas, sería alma de los cambios políticos y sociales que Europa iba a conocer en los dos siglos siguientes, lo que no es poco. Pero vamos a no adelantar acontecimientos, porque en el firmamento de la Francia revolucionaria, que ya no lo era tanto, acababa de aparecer una rutilante estrella: un joven y bajito capitán de artillería nacido en Córcega, que había sacado las castañas del fuego a los gerifaltes en los días de algaradas callejeras (apuntando los cañones contra el pueblo, todo sea dicho), y se estaba calzando (o ella a él) a una tal Josefina Beauharnais, amiga íntima de uno de los que más cortaban entonces el bacalao, con la que se acabó casando. El caso fue que, tanto por méritos propios como por méritos de bragueta (que en ambos era un fenómeno), el artillero aquel, Napoleón Bonaparte por más señas, ascendió a general a la tierna edad de veintiséis años, y lo hizo tan bien que en poco tiempo se volvió niño mimado del Directorio, que así se llamaban los que entonces mandaban en la Frans (una pandilla de golfos trincones y corruptos, dicho sea de paso). Como de genio militar andaba sobrado el chaval, lo mandaron a combatir a los enemigos exteriores, que eran numerosos, y lo hizo de cine. Empezó por Italia, cruzando los Alpes con su ejército como había hecho Aníbal (‘Imposible’ es una palabra que no está en mi diccionario, dijo viniéndose arriba), y les dio allí a los enemigos una somanta de palos de la que todavía se acuerdan. La siguiente en la lista era Inglaterra, siempre dispuesta a dar por saco desequilibrando a Europa. De todas las potencias enfrentadas a la Francia revolucionaria, sólo ella, atrincherada en su isla y tras su poderosa flota (la más profesional y potente del mundo), seguía dando la brasa. Convenía cortar a los ingleses la comunicación con las colonias de la India, para hacerles un poquito la puñeta; y el Directorio, que ya empezaba a mosquearse con la fama que estaba consiguiendo el enano corso, vio la manera de quitárselo de en medio enviándolo a Egipto, a ver si con algo de suerte no volvía. Pero les salió el gorrino mal capado: como Julio César (otro gran militar y político con el que, junto a Alejandro de Macedonia, se compara a Napoleón), el Petit Cabrón (lean La sombra del águila, háganme el favor) llegó, vio y venció, rompiéndoles allí los cuernos a los rubios. Lo que pasa es que la jugada sólo le salió a medias, porque de un lado su ejército agarró la peste, palmando a montones, y de otro el almirante inglés Nelson, que era un verdadero artista de los mares, hizo polvo la escuadra franchute en la batalla naval de Abukir (1798). Con ese marrón encima, y enterado de que en Francia los del Directorio le estaban haciendo una cama de cuatro por cuatro, Napoleón dejó tirado a su ejército, se subió al primer barco que tuvo a mano y se plantificó en París, con dos cojones. Y el momento resultó ser perfecto, porque Austria, la vieja enemiga continental, reanudaba la lucha, animada por el hecho de que el nuevo zar de Rusia (desequilibrado y algo majareta, dicho sea de paso) se había aliado con Gran Bretaña, y a los ejércitos ruso-austríacos les iban bien las cosas en Alemania e Italia. También la Francia interior estaba en crisis, pues los del Directorio, que seguían robando a manos llenas, habían convertido aquello en un bebedero de patos. En ésas llegó Bonaparte, acogido como un héroe, y con su ojo de lince (que no le fallaría hasta dieciséis años más tarde en Waterloo) vio la jugada y se puso a ella: el 9 de noviembre de 1799, sostenido por las bayonetas de sus granaderos, dio un golpe de Estado y los diputados del Consejo tuvieron que saltar por las ventanas. Años más tarde, cuando al Petit Cabrón se le reprochara haberse autoproclamado luego emperador de Francia, replicaría con mucho arte: La corona estaba abandonada en el barro y yo me limité a recogerla.
[Continuará].
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Las cosas como son: en lo de poner patas arriba el mundo viejo, la Revolución francesa fue más lejos que ninguna (allí donde otros, ni siquiera los norteamericanos, se habían atrevido a llegar, ni nadie llegaría hasta la pajarraca bolchevique de 1917). En ese registro los gabachos fueron más radicales, más violentos, más tenaces y más influyentes que nadie, pues despabilaron a la peña en muchos lugares de Europa; aunque luego, poco después, ellos mismos ayudarían a aplastar las ideas que habían puesto en circulación: participación activa del pueblo llano (en plan paripé, porque el pueblo llano siguió tan puteado como siempre), revolución burguesa, leña a la Iglesia más reaccionaria, destrucción de viejas instituciones, abolición de privilegios feudales y apoyo a la inteligencia frente a la tradición y el dogma. Todo eso, en mayor o menor medida, y aunque la revolución de Francia se diluyó luego en otras cosas, sería alma de los cambios políticos y sociales que Europa iba a conocer en los dos siglos siguientes, lo que no es poco. Pero vamos a no adelantar acontecimientos, porque en el firmamento de la Francia revolucionaria, que ya no lo era tanto, acababa de aparecer una rutilante estrella: un joven y bajito capitán de artillería nacido en Córcega, que había sacado las castañas del fuego a los gerifaltes en los días de algaradas callejeras (apuntando los cañones contra el pueblo, todo sea dicho), y se estaba calzando (o ella a él) a una tal Josefina Beauharnais, amiga íntima de uno de los que más cortaban entonces el bacalao, con la que se acabó casando. El caso fue que, tanto por méritos propios como por méritos de bragueta (que en ambos era un fenómeno), el artillero aquel, Napoleón Bonaparte por más señas, ascendió a general a la tierna edad de veintiséis años, y lo hizo tan bien que en poco tiempo se volvió niño mimado del Directorio, que así se llamaban los que entonces mandaban en la Frans (una pandilla de golfos trincones y corruptos, dicho sea de paso). Como de genio militar andaba sobrado el chaval, lo mandaron a combatir a los enemigos exteriores, que eran numerosos, y lo hizo de cine. Empezó por Italia, cruzando los Alpes con su ejército como había hecho Aníbal (‘Imposible’ es una palabra que no está en mi diccionario, dijo viniéndose arriba), y les dio allí a los enemigos una somanta de palos de la que todavía se acuerdan. La siguiente en la lista era Inglaterra, siempre dispuesta a dar por saco desequilibrando a Europa. De todas las potencias enfrentadas a la Francia revolucionaria, sólo ella, atrincherada en su isla y tras su poderosa flota (la más profesional y potente del mundo), seguía dando la brasa. Convenía cortar a los ingleses la comunicación con las colonias de la India, para hacerles un poquito la puñeta; y el Directorio, que ya empezaba a mosquearse con la fama que estaba consiguiendo el enano corso, vio la manera de quitárselo de en medio enviándolo a Egipto, a ver si con algo de suerte no volvía. Pero les salió el gorrino mal capado: como Julio César (otro gran militar y político con el que, junto a Alejandro de Macedonia, se compara a Napoleón), el Petit Cabrón (lean La sombra del águila, háganme el favor) llegó, vio y venció, rompiéndoles allí los cuernos a los rubios. Lo que pasa es que la jugada sólo le salió a medias, porque de un lado su ejército agarró la peste, palmando a montones, y de otro el almirante inglés Nelson, que era un verdadero artista de los mares, hizo polvo la escuadra franchute en la batalla naval de Abukir (1798). Con ese marrón encima, y enterado de que en Francia los del Directorio le estaban haciendo una cama de cuatro por cuatro, Napoleón dejó tirado a su ejército, se subió al primer barco que tuvo a mano y se plantificó en París, con dos cojones. Y el momento resultó ser perfecto, porque Austria, la vieja enemiga continental, reanudaba la lucha, animada por el hecho de que el nuevo zar de Rusia (desequilibrado y algo majareta, dicho sea de paso) se había aliado con Gran Bretaña, y a los ejércitos ruso-austríacos les iban bien las cosas en Alemania e Italia. También la Francia interior estaba en crisis, pues los del Directorio, que seguían robando a manos llenas, habían convertido aquello en un bebedero de patos. En ésas llegó Bonaparte, acogido como un héroe, y con su ojo de lince (que no le fallaría hasta dieciséis años más tarde en Waterloo) vio la jugada y se puso a ella: el 9 de noviembre de 1799, sostenido por las bayonetas de sus granaderos, dio un golpe de Estado y los diputados del Consejo tuvieron que saltar por las ventanas. Años más tarde, cuando al Petit Cabrón se le reprochara haberse autoproclamado luego emperador de Francia, replicaría con mucho arte: La corona estaba abandonada en el barro y yo me limité a recogerla.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXXIII)
La verdad es que de puertas adentro, zonas oscuras aparte, Napoleón no lo hizo mal. Quiso reconciliar a los gabachos y hacer reformas importantes; y éstas le salieron tan bien que la actual Francia debe mucho a ellas. Reforzó la Justicia, planificó un eficaz sistema educativo desde la escuela a la universidad, fomentó la ciencia y la cultura, aseguró las finanzas, perfeccionó el ejército y promulgó en 1804 (cuando dejó de ser primer cónsul para liquidar la república y proclamarse emperador por la cara) un Código Civil, más conocido como Código Napoleónico, que tendría notable influencia en Europa y se aplicó en Italia, reino de Nápoles, Alemania, Polonia y un poquito en la España (Pepe Botella y compañía) que Francia llegó a controlar mientras pudo. En lo exterior también se las arregló bien durante una larga temporada, combinando las victorias militares (todavía hoy lo consideran el mayor genio militar de la historia, reconocido hasta por sus enemigos) con una hábil labor diplomática que incluyó un concordato con el papa de Roma, instaurando la religión católica como la de la mayoría de los franceses. De modo indiscutible, el Petit Cabrón (sus soldados lo llamaban el petit caporal, o sea, el pequeño cabo) se convirtió en el pavo más importante de Europa: su encanto personal resultaba devastador, las señoras goteaban agua de limón cuando lo tenían delante, su popularidad e influencia internacional eran enormes (recomiendo vivamente la mejor biografía del fulano, el Napoleón de Emil Ludwig) y hasta el joven zar Alejandro de Rusia (un chico influenciable al principio, aunque luego se cayó del guindo) se confesaba rendido admirador suyo. Pero, como dicen los griegos, algún agujero debía tener la lenteja: tanta fortuna, tanto éxito y tanto poder, combinados con una insaciable ambición personal, se le subieron al Maquiavelo corso a la cabeza (hay una interesante edición de El Príncipe en Austral anotada por él) y perdió de vista los límites razonables del asunto. Audaz, pragmático y oportunista como era, proclamó su monarquía hereditaria, acabó con la prensa libre y convirtió a la policía en vigilante de la opinión política. Sólo se gobierna a lo militar, con espuelas y botas, llegó a decir. Al papa Pío XI, que lo había coronado emperador, lo puteó cuando se negó a tragar con todo, hasta el punto de convertirlo en su prisionero. Y la chulería con los países vencidos (Rusia, Prusia, Austria fueron derrotadas en batallas memorables) le generó odios prolongados y mortales. Más o menos hacia 1811 el Imperio francés alcanzó su máxima extensión territorial, su cumbre militar y diplomática, y la autoridad de Napoleón se extendía desde Sevilla a Varsovia, desde Nápoles al mar Báltico. Hubo, eso es indiscutible, una Europa antes y una después del fulano Bonaparte; y aquélla, marcada por la impronta del gran hombre, ya nunca sería la misma. Curiosamente, esa poderosa influencia iba a registrarse en dos sentidos. Por una parte, en muchos ciudadanos franceses y extranjeros, sobre todo burgueses e intelectuales, suscitó el afán de imitación, el anhelo de leyes más justas e igualitarias, menos poder de la aristocracia y la iglesia, mayor conocimiento del mundo, más educación y cultura, libertad para viajar y eliminación de fronteras. Por la otra, sin embargo (parte negativa del asunto), la arrogancia del poder militar napoleónico pateó la entrepierna de mucha gente, que vio a los franceses como lo que también eran: extranjeros, invasores y ladrones; o sea, unos hijos de la gran puta. Eso tuvo un efecto colateral importante en aquel siglo XIX con el que Europa desayunaba: el surgir de sentimientos patrióticos concretos que se acabó llamando nacionalismo. Inglaterra, por su historia insular, ya lo tenía; y también España en cierta y diferente medida, a causa de su brillante historia. Pero el enfoque moderno era distinto: una devoción no dirigida al monarca o a la iglesia, ni tampoco a una clase social o política determinada, sino a los ciudadanos, a la tierra natal considerada como patria común y al orgullo de la propia memoria, con lo bueno y lo malo (cuando un sentimiento noble degenera en excesivo) del invento. Y así, aquellas energías positivas que a finales del siglo XVIII despertó la Revolución Francesa acabarían en ciertos casos (Alemania fue buen ejemplo) en tendencias nacionalistas radicales, fanáticas, a menudo excluyentes. Que con el tiempo, igual que había ocurrido antes con el extremismo religioso, traerían nuevas zozobras, sobresaltos y sangre. El yo de los franceses es histórico; el nuestro, de los alemanes, es metafísico, escribió hacia 1808 el filósofo Fichte. Lo que explica muchas de las cosas que entonces pasaban en Europa; y también muchas de las que, lamentablemente, iban a pasar.
[Continuará].
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La verdad es que de puertas adentro, zonas oscuras aparte, Napoleón no lo hizo mal. Quiso reconciliar a los gabachos y hacer reformas importantes; y éstas le salieron tan bien que la actual Francia debe mucho a ellas. Reforzó la Justicia, planificó un eficaz sistema educativo desde la escuela a la universidad, fomentó la ciencia y la cultura, aseguró las finanzas, perfeccionó el ejército y promulgó en 1804 (cuando dejó de ser primer cónsul para liquidar la república y proclamarse emperador por la cara) un Código Civil, más conocido como Código Napoleónico, que tendría notable influencia en Europa y se aplicó en Italia, reino de Nápoles, Alemania, Polonia y un poquito en la España (Pepe Botella y compañía) que Francia llegó a controlar mientras pudo. En lo exterior también se las arregló bien durante una larga temporada, combinando las victorias militares (todavía hoy lo consideran el mayor genio militar de la historia, reconocido hasta por sus enemigos) con una hábil labor diplomática que incluyó un concordato con el papa de Roma, instaurando la religión católica como la de la mayoría de los franceses. De modo indiscutible, el Petit Cabrón (sus soldados lo llamaban el petit caporal, o sea, el pequeño cabo) se convirtió en el pavo más importante de Europa: su encanto personal resultaba devastador, las señoras goteaban agua de limón cuando lo tenían delante, su popularidad e influencia internacional eran enormes (recomiendo vivamente la mejor biografía del fulano, el Napoleón de Emil Ludwig) y hasta el joven zar Alejandro de Rusia (un chico influenciable al principio, aunque luego se cayó del guindo) se confesaba rendido admirador suyo. Pero, como dicen los griegos, algún agujero debía tener la lenteja: tanta fortuna, tanto éxito y tanto poder, combinados con una insaciable ambición personal, se le subieron al Maquiavelo corso a la cabeza (hay una interesante edición de El Príncipe en Austral anotada por él) y perdió de vista los límites razonables del asunto. Audaz, pragmático y oportunista como era, proclamó su monarquía hereditaria, acabó con la prensa libre y convirtió a la policía en vigilante de la opinión política. Sólo se gobierna a lo militar, con espuelas y botas, llegó a decir. Al papa Pío XI, que lo había coronado emperador, lo puteó cuando se negó a tragar con todo, hasta el punto de convertirlo en su prisionero. Y la chulería con los países vencidos (Rusia, Prusia, Austria fueron derrotadas en batallas memorables) le generó odios prolongados y mortales. Más o menos hacia 1811 el Imperio francés alcanzó su máxima extensión territorial, su cumbre militar y diplomática, y la autoridad de Napoleón se extendía desde Sevilla a Varsovia, desde Nápoles al mar Báltico. Hubo, eso es indiscutible, una Europa antes y una después del fulano Bonaparte; y aquélla, marcada por la impronta del gran hombre, ya nunca sería la misma. Curiosamente, esa poderosa influencia iba a registrarse en dos sentidos. Por una parte, en muchos ciudadanos franceses y extranjeros, sobre todo burgueses e intelectuales, suscitó el afán de imitación, el anhelo de leyes más justas e igualitarias, menos poder de la aristocracia y la iglesia, mayor conocimiento del mundo, más educación y cultura, libertad para viajar y eliminación de fronteras. Por la otra, sin embargo (parte negativa del asunto), la arrogancia del poder militar napoleónico pateó la entrepierna de mucha gente, que vio a los franceses como lo que también eran: extranjeros, invasores y ladrones; o sea, unos hijos de la gran puta. Eso tuvo un efecto colateral importante en aquel siglo XIX con el que Europa desayunaba: el surgir de sentimientos patrióticos concretos que se acabó llamando nacionalismo. Inglaterra, por su historia insular, ya lo tenía; y también España en cierta y diferente medida, a causa de su brillante historia. Pero el enfoque moderno era distinto: una devoción no dirigida al monarca o a la iglesia, ni tampoco a una clase social o política determinada, sino a los ciudadanos, a la tierra natal considerada como patria común y al orgullo de la propia memoria, con lo bueno y lo malo (cuando un sentimiento noble degenera en excesivo) del invento. Y así, aquellas energías positivas que a finales del siglo XVIII despertó la Revolución Francesa acabarían en ciertos casos (Alemania fue buen ejemplo) en tendencias nacionalistas radicales, fanáticas, a menudo excluyentes. Que con el tiempo, igual que había ocurrido antes con el extremismo religioso, traerían nuevas zozobras, sobresaltos y sangre. El yo de los franceses es histórico; el nuestro, de los alemanes, es metafísico, escribió hacia 1808 el filósofo Fichte. Lo que explica muchas de las cosas que entonces pasaban en Europa; y también muchas de las que, lamentablemente, iban a pasar.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXXIV)
Quien mucho abarca, poco aprieta. Eso decía mi abuela, y también la abuela de Napoleón debía habérselo dicho a él, pero no lo hizo. O tal vez el nieto no hizo caso. De cualquier modo, tras alcanzar la cima del éxito y un lugar de campanillas en los libros de Historia, al Petit Cabrón le llegó la cuesta abajo. La derrota naval de Trafalgar (1805) apenas lo había despeinado, porque justo en ese momento ganaba la batalla de Austerlitz, que fue la cima de su gloria militar. Pero ahora, en menos de dos años (entre 1812 y 1814), todo el tinglado se le fue de golpe al carajo. Su vileza en España, donde quiso sustituir a la dinastía reinante por la suya propia, enredó a su ejército de ocupación en una sucia sangría de batallas y guerrillas (alentada por Gran Bretaña, siempre dispuesta a desequilibrar Europa mandase quien mandase en ella) que acabó costándole un huevo de la cara. Y para acabar de pifiarla invadió Rusia, donde también le salió el cochino mal capado. Todos a los que Bonaparte había estado puteando con su arrogante Imperio gabacho (que era casi toda Europa y parte del extranjero) se coaligaron para ajustarle las cuentas, y en la batalla de Leipzig le dieron al fin las del pulpo. Obligado a abdicar, se fue al exilio durante un rato (isla de Elba, en el Mediterráneo), pero volvió al poco tiempo, queriendo reverdecer viejos laureles. Sin embargo, sus tiempos de fortuna habían pasado: derrotado otra vez en Waterloo (1815), sus vencedores lo encerraron aún más lejos (isla de Santa Elena, en el Atlántico), donde acabó palmando de una dolencia del hígado. Francia, exhausta tras veinticinco años de guerras, quedó reducida a sus fronteras de cuando la Revolución, y volvió temporalmente, aunque muy moderada y limitada en autoridad, la monarquía de los depuestos Borbones (que iban a durar poco, aunque esta vez sin guillotina). Sin embargo, lo que ya nadie podría arrebatar a Francia era la profunda huella de cambios y modernidad que, pese a todos los abusos, tiranías y errores napoleónicos, había dejado en Europa y el mundo. Una Europa y un mundo, aquéllos, que tras tantos sobresaltos anhelaban tranquilidad y concordia entre las grandes potencias. Se reunieron éstas en plan amiguetes en el llamado Congreso de Viena, bajo la idea de llevarse bien, pelillos a la mar y todo eso, resueltas a que las familias reales derrocadas o amenazadas por Napoleón (española incluida) se consolidaran en sus tronos a la manera de antes. Santa Alianza, se llamó aquello, señal de por dónde iban las ganas; aunque la parte más positiva es que por primera vez se intentaba que el diálogo entre naciones (novedoso germen básico de unas futuras Naciones Unidas) fuese permanente para evitar las guerras. Pero demasiadas cosas habían cambiado para que ese retorno al pasado prerevolucionario y prenapoleónico fuera posible. A esas alturas, bestias reaccionarias aparte, hasta pensadores aristocráticos como el francés Tocqueville (elegante fulano, capaz de respetar al adversario y comprender lo que le repugnaba) defendían una libertad moderada, contenida por las creencias, las costumbres y las leyes. Porque ya no había vuelta atrás: miles o millones de ciudadanos europeos habían espabilado con los cambios sociales y políticos de las últimas décadas (palabras como revolución, nacionalismo, derechos, libertad y democracia fueron pronunciadas demasiadas veces como para ser olvidadas); así que el intento de que el siglo XVIII continuase en el XIX como si la Revolución Francesa y Napoleón no hubieran existido sólo funcionó a medias y al principio. Las potencias siguieron siéndolo y los poderosos mantuvieron el control, pero en aquella convaleciente Europa nuevas fuerzas emergían desde abajo, con la convicción, ahora, de que los pueblos eran capaces de gobernarse a sí mismos y de que monarquía y religión eran obstáculos en el camino. Pese a los zarpazos de la reacción, a veces brutales, el fundamento sagrado del trono y el altar estaba tocado del ala, y a la antigua sociedad aristocrática, situada por encima del bien y el mal con su arrogancia y privilegios, le habían puesto de modo irreversible los pavos a la sombra. El statu quo ante era imposible, así que ese intento de retorno al pasado duró poco. Según los países, en unos con más rapidez que en otros (en el este de Europa, Rusia, Austria y Prusia se enrocaron en la ideología dinástica conservadora y el odio cerril a toda idea nacionalista y liberal), la llamada Restauración fue deshaciéndose poco a poco mientras caducaban, una tras otra, las carcamales resoluciones del Congreso de Viena. En los próximos episodios de esta larga y apasionante historia veremos cómo ocurrió todo eso y el alto precio que se pagó en sangre, sudor y lágrimas.
[Continuará].
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Quien mucho abarca, poco aprieta. Eso decía mi abuela, y también la abuela de Napoleón debía habérselo dicho a él, pero no lo hizo. O tal vez el nieto no hizo caso. De cualquier modo, tras alcanzar la cima del éxito y un lugar de campanillas en los libros de Historia, al Petit Cabrón le llegó la cuesta abajo. La derrota naval de Trafalgar (1805) apenas lo había despeinado, porque justo en ese momento ganaba la batalla de Austerlitz, que fue la cima de su gloria militar. Pero ahora, en menos de dos años (entre 1812 y 1814), todo el tinglado se le fue de golpe al carajo. Su vileza en España, donde quiso sustituir a la dinastía reinante por la suya propia, enredó a su ejército de ocupación en una sucia sangría de batallas y guerrillas (alentada por Gran Bretaña, siempre dispuesta a desequilibrar Europa mandase quien mandase en ella) que acabó costándole un huevo de la cara. Y para acabar de pifiarla invadió Rusia, donde también le salió el cochino mal capado. Todos a los que Bonaparte había estado puteando con su arrogante Imperio gabacho (que era casi toda Europa y parte del extranjero) se coaligaron para ajustarle las cuentas, y en la batalla de Leipzig le dieron al fin las del pulpo. Obligado a abdicar, se fue al exilio durante un rato (isla de Elba, en el Mediterráneo), pero volvió al poco tiempo, queriendo reverdecer viejos laureles. Sin embargo, sus tiempos de fortuna habían pasado: derrotado otra vez en Waterloo (1815), sus vencedores lo encerraron aún más lejos (isla de Santa Elena, en el Atlántico), donde acabó palmando de una dolencia del hígado. Francia, exhausta tras veinticinco años de guerras, quedó reducida a sus fronteras de cuando la Revolución, y volvió temporalmente, aunque muy moderada y limitada en autoridad, la monarquía de los depuestos Borbones (que iban a durar poco, aunque esta vez sin guillotina). Sin embargo, lo que ya nadie podría arrebatar a Francia era la profunda huella de cambios y modernidad que, pese a todos los abusos, tiranías y errores napoleónicos, había dejado en Europa y el mundo. Una Europa y un mundo, aquéllos, que tras tantos sobresaltos anhelaban tranquilidad y concordia entre las grandes potencias. Se reunieron éstas en plan amiguetes en el llamado Congreso de Viena, bajo la idea de llevarse bien, pelillos a la mar y todo eso, resueltas a que las familias reales derrocadas o amenazadas por Napoleón (española incluida) se consolidaran en sus tronos a la manera de antes. Santa Alianza, se llamó aquello, señal de por dónde iban las ganas; aunque la parte más positiva es que por primera vez se intentaba que el diálogo entre naciones (novedoso germen básico de unas futuras Naciones Unidas) fuese permanente para evitar las guerras. Pero demasiadas cosas habían cambiado para que ese retorno al pasado prerevolucionario y prenapoleónico fuera posible. A esas alturas, bestias reaccionarias aparte, hasta pensadores aristocráticos como el francés Tocqueville (elegante fulano, capaz de respetar al adversario y comprender lo que le repugnaba) defendían una libertad moderada, contenida por las creencias, las costumbres y las leyes. Porque ya no había vuelta atrás: miles o millones de ciudadanos europeos habían espabilado con los cambios sociales y políticos de las últimas décadas (palabras como revolución, nacionalismo, derechos, libertad y democracia fueron pronunciadas demasiadas veces como para ser olvidadas); así que el intento de que el siglo XVIII continuase en el XIX como si la Revolución Francesa y Napoleón no hubieran existido sólo funcionó a medias y al principio. Las potencias siguieron siéndolo y los poderosos mantuvieron el control, pero en aquella convaleciente Europa nuevas fuerzas emergían desde abajo, con la convicción, ahora, de que los pueblos eran capaces de gobernarse a sí mismos y de que monarquía y religión eran obstáculos en el camino. Pese a los zarpazos de la reacción, a veces brutales, el fundamento sagrado del trono y el altar estaba tocado del ala, y a la antigua sociedad aristocrática, situada por encima del bien y el mal con su arrogancia y privilegios, le habían puesto de modo irreversible los pavos a la sombra. El statu quo ante era imposible, así que ese intento de retorno al pasado duró poco. Según los países, en unos con más rapidez que en otros (en el este de Europa, Rusia, Austria y Prusia se enrocaron en la ideología dinástica conservadora y el odio cerril a toda idea nacionalista y liberal), la llamada Restauración fue deshaciéndose poco a poco mientras caducaban, una tras otra, las carcamales resoluciones del Congreso de Viena. En los próximos episodios de esta larga y apasionante historia veremos cómo ocurrió todo eso y el alto precio que se pagó en sangre, sudor y lágrimas.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXXV)
Aunque el Congreso de Viena y la Santa Alianza aún darían duros golpes, Europa ya no iba a envainársela en materia de instituciones, religión, monarquías y modos de vida. Newton, Montesquieu, Voltaire, Rousseau, no podían ser borrados de universidades y bibliotecas. Los esfuerzos por anular las fuerzas liberadas con la Revolución Francesa y el Imperio napoleónico acabaron yéndose al carajo, y la represión de cuanto olía a cambio retrasó la modernidad, pero no pudo impedirla. Una burguesía liberal, flamante en lo técnico y lo económico (en su momento hablaremos de la Revolución Industrial), fue el motor principal del nuevo estado de cosas. Liberalismo y nacionalismo (que no siempre iban juntos, y a veces se enfrentaron entre sí) se convirtieron en palabras de moda. Eso tuvo consecuencias en América, donde los territorios españoles y portugueses, animados por Inglaterra (siempre dispuesta a dar por saco en su propio beneficio), empezaron a independizarse de la metrópoli. Y también tuvo efectos en Europa. Si la influencia religiosa empezaba a palmar aquí de modo notable, una moda ideológico-cultural llamada romanticismo (lo hubo de carácter liberal y también conservador y reaccionario) vino a cubrir ciertos huecos espirituales. Por su vitola heroica, la guerra de independencia de Grecia y Serbia contra la opresión turca, comenzada en los años 20 del siglo, se ganó casi todas las simpatías; y voluntarios extranjeros (el inglés Lord Byron entre ellos, que cascó allí) acudieron en ayuda de los patriotas helenos. Por lo demás, los carcamales de la Santa Alianza se habían pasado por el forro las aspiraciones de muchos pueblos de Europa: el Congreso de Viena dividió Polonia entre Rusia, Prusia y Austria; Venecia se entregó a los austríacos; Noruega a Suecia; Bélgica a Holanda, e Italia volvió a ser bebedero de patos de las potencias extranjeras. Al sur de los Pirineos, donde los liberales se oponían a los rancios partidarios del trono y el altar, el regreso en 1814 del rey Fernando VII (el mayor hijo de puta de nuestra historia, tan abundante en ellos incluso ahora) convirtió a España, convaleciente de la guerra de la Independencia, en lo que el historiador George Rudé califica de uno de los pocos países de Europa en los que el monarca restaurado hizo retroceder firmemente el reloj del tiempo. De una u otra forma, con más o menos éxito según cada cual, todo el siglo iba a quedar marcado por los leñazos entre liberales y conservadores, entre anticlericales y religiosos, entre revolución y reacción, entre nacionalismo y fuerzas contrarias. De ahí acabarían naciendo, dolorosamente, los estados modernos que hoy configuran Europa. Sírvanos Francia como ejemplo: a través de diversas turbulencias (restauración, nueva revolución, segunda república, nueva monarquía, revolución de 1848, segundo imperio, guerra franco-prusiana, tercera república), los gabachos lograrían mantenerse como gran potencia europea y mundial hasta convertirse en democracia parlamentaria moderna, con libertad de prensa, leyes escolares, sindicatos y separación de la Iglesia y el estado. En cuanto a Rusia, los sucesivos zares iban a gobernar sus enormes 22 millones de kilómetros cuadrados de modo implacable, absolutista y antiliberal mediante el ejército, la policía y la Iglesia ortodoxa, dedicando los ratos libres a organizar pogromos (que es la palabra elegante para definir matanzas de judíos). El siglo XIX vería también la anhelada (por ellos) unidad alemana, realizada por influencia de Prusia y su enérgico canciller Bismarck (guerra contra Austria en 1866, guerra contra Francia en 1870), y gracias también a una prosperidad económica debida al desarrollo industrial y a excelentes redes ferroviarias. Por su parte, pese a la victoria sobre Napoleón Bonaparte, el imperio austríaco iba cuesta abajo en su rodada: un sindiós de naciones y lenguas (35 millones de súbditos) controlado mediante ejército, policía, burocracia e Iglesia era incompatible con la modernidad, minado además por los nacionalismos alemán, húngaro, checo, eslovaco, eslavo y polaco. Añadamos una burguesía y opinión pública que reclamaban reformas liberales, cambios sociales y sufragio universal. Y también (eran pocos y parió la abuela) lo que ocurría en torno a las posesiones meridionales austríacas, en la vieja y puteada Italia; donde, avivados por los recientes meneos napoleónicos, despertaban el sentimiento nacional y el deseo de unidad patriótica (burguesía del norte, estudiantes, profesores y artistas), que acabaron llamándose Risorgimento y que, entre 1859 y 1861, alumbrarían la creación del reino de Italia. Para respirar el ambiente lean ustedes El Gatopardo, si todavía no lo han hecho. O vean la película, porque en ella Burt Lancaster está inmenso.
[Continuará].
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Aunque el Congreso de Viena y la Santa Alianza aún darían duros golpes, Europa ya no iba a envainársela en materia de instituciones, religión, monarquías y modos de vida. Newton, Montesquieu, Voltaire, Rousseau, no podían ser borrados de universidades y bibliotecas. Los esfuerzos por anular las fuerzas liberadas con la Revolución Francesa y el Imperio napoleónico acabaron yéndose al carajo, y la represión de cuanto olía a cambio retrasó la modernidad, pero no pudo impedirla. Una burguesía liberal, flamante en lo técnico y lo económico (en su momento hablaremos de la Revolución Industrial), fue el motor principal del nuevo estado de cosas. Liberalismo y nacionalismo (que no siempre iban juntos, y a veces se enfrentaron entre sí) se convirtieron en palabras de moda. Eso tuvo consecuencias en América, donde los territorios españoles y portugueses, animados por Inglaterra (siempre dispuesta a dar por saco en su propio beneficio), empezaron a independizarse de la metrópoli. Y también tuvo efectos en Europa. Si la influencia religiosa empezaba a palmar aquí de modo notable, una moda ideológico-cultural llamada romanticismo (lo hubo de carácter liberal y también conservador y reaccionario) vino a cubrir ciertos huecos espirituales. Por su vitola heroica, la guerra de independencia de Grecia y Serbia contra la opresión turca, comenzada en los años 20 del siglo, se ganó casi todas las simpatías; y voluntarios extranjeros (el inglés Lord Byron entre ellos, que cascó allí) acudieron en ayuda de los patriotas helenos. Por lo demás, los carcamales de la Santa Alianza se habían pasado por el forro las aspiraciones de muchos pueblos de Europa: el Congreso de Viena dividió Polonia entre Rusia, Prusia y Austria; Venecia se entregó a los austríacos; Noruega a Suecia; Bélgica a Holanda, e Italia volvió a ser bebedero de patos de las potencias extranjeras. Al sur de los Pirineos, donde los liberales se oponían a los rancios partidarios del trono y el altar, el regreso en 1814 del rey Fernando VII (el mayor hijo de puta de nuestra historia, tan abundante en ellos incluso ahora) convirtió a España, convaleciente de la guerra de la Independencia, en lo que el historiador George Rudé califica de uno de los pocos países de Europa en los que el monarca restaurado hizo retroceder firmemente el reloj del tiempo. De una u otra forma, con más o menos éxito según cada cual, todo el siglo iba a quedar marcado por los leñazos entre liberales y conservadores, entre anticlericales y religiosos, entre revolución y reacción, entre nacionalismo y fuerzas contrarias. De ahí acabarían naciendo, dolorosamente, los estados modernos que hoy configuran Europa. Sírvanos Francia como ejemplo: a través de diversas turbulencias (restauración, nueva revolución, segunda república, nueva monarquía, revolución de 1848, segundo imperio, guerra franco-prusiana, tercera república), los gabachos lograrían mantenerse como gran potencia europea y mundial hasta convertirse en democracia parlamentaria moderna, con libertad de prensa, leyes escolares, sindicatos y separación de la Iglesia y el estado. En cuanto a Rusia, los sucesivos zares iban a gobernar sus enormes 22 millones de kilómetros cuadrados de modo implacable, absolutista y antiliberal mediante el ejército, la policía y la Iglesia ortodoxa, dedicando los ratos libres a organizar pogromos (que es la palabra elegante para definir matanzas de judíos). El siglo XIX vería también la anhelada (por ellos) unidad alemana, realizada por influencia de Prusia y su enérgico canciller Bismarck (guerra contra Austria en 1866, guerra contra Francia en 1870), y gracias también a una prosperidad económica debida al desarrollo industrial y a excelentes redes ferroviarias. Por su parte, pese a la victoria sobre Napoleón Bonaparte, el imperio austríaco iba cuesta abajo en su rodada: un sindiós de naciones y lenguas (35 millones de súbditos) controlado mediante ejército, policía, burocracia e Iglesia era incompatible con la modernidad, minado además por los nacionalismos alemán, húngaro, checo, eslovaco, eslavo y polaco. Añadamos una burguesía y opinión pública que reclamaban reformas liberales, cambios sociales y sufragio universal. Y también (eran pocos y parió la abuela) lo que ocurría en torno a las posesiones meridionales austríacas, en la vieja y puteada Italia; donde, avivados por los recientes meneos napoleónicos, despertaban el sentimiento nacional y el deseo de unidad patriótica (burguesía del norte, estudiantes, profesores y artistas), que acabaron llamándose Risorgimento y que, entre 1859 y 1861, alumbrarían la creación del reino de Italia. Para respirar el ambiente lean ustedes El Gatopardo, si todavía no lo han hecho. O vean la película, porque en ella Burt Lancaster está inmenso.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXXVI)
La Europa del XIX, salida de las turbulencias revolucionarias y las guerras napoleónicas, acabaría el siglo dominando el mundo, o casi. Revolución industrial, liberalismo, nacionalismo, imperialismo y socialismo fueron cinco términos clave que caracterizaron el que iba a ser un tiempo asombroso, del que para bien y para mal (a veces de modo espléndido y otras trágico) surgiría el mundo que hoy conocemos. Europa llegaría así al umbral del siguiente siglo con una impresionante supremacía mundial económica y financiera, acompañada de inmensas posesiones coloniales en África y Asia a medida que el nacionalismo se convirtió en imperialismo. Y fue la revolución industrial la causa primera y madre del cordero. Ya había empezado ésta en el siglo XVIII, pero el progreso técnico alcanzó ahora unas cotas cada vez más altas que lo cambiaron todo y, según lo abrazaran o rechazaran, situó en el mapa a potencias de primer y segundo orden, con Inglaterra en lo más alto. Entre 1815 y 1850 se consolidó allí la primera gran industria capitalista gracias a la existencia de un gobierno parlamentario, único en Europa, cuyas clases dirigentes, repartido el pastel entre liberales y conservadores (whigs y tories), dieron pruebas, o eso dice el historiador Mommsen, de poseer una educación política y social y un criterio más abierto que la nobleza del Continente (excepto en el grave conflicto de Irlanda, que se prolongaría hasta finales del siglo XX y aún le cuelgan flecos). El caso es que siguieron a Inglaterra en prosperidad industrial los Países Bajos y Francia (y algo más tarde, Alemania), mientras que Rusia y España (la del trono y el altar, la de Fernando VII y lo que ese mal nacido nos dejó como triste herencia) llevaban el farolillo rojo en el tren de la modernidad. Como escribió el historiador Jean Touchard: la revolución industrial abrió un foso entre las naciones que se lanzaron febrilmente por la vía del progreso y las que, como España, se refugiaron en el recuerdo del pasado. Todo fue demasiado complejo para resumirlo aquí (cada vez se me pone más difícil contar esta maldita Historia de Europa en la que me metí como un pardillo), pero podemos decir que fue la revolución industrial, o sus consecuencias (sufragio universal, escolarización y otros etcéteras), lo que trasladó a la burguesía emergente, y mucho más tarde a las clases trabajadoras, el poder que hasta entonces habían detentado reyes y aristócratas cabroncetes. Las mejores cabezas europeas habían inventado máquinas para aumentar la eficacia laboral, y aunque la industria textil fue de las primeras beneficiadas, la máquina de vapor alimentada por carbón acabó utilizándose para todo. Aunque lo industrial tardó en relevar a lo rural (y no llegó a hacerlo por completo) vino el tiempo del cristal, el paso del hierro al acero, la mejoría de los transportes, el decisivo ferrocarril y las fábricas que cambiaron el paisaje urbano. Con Inglaterra a la cabeza, insisto, la Europa avanzada se fue llenando de chimeneas humeantes y surgió una nueva mano de obra, clase proletaria que en muchos lugares emigraba del campo para trabajar en las ciudades. La parte positiva fue que eso hizo posible un pelotazo industrial sin precedentes con nuevas fortunas y negocios, dio trabajo a mucha gente y también desarrolló (aunque de modo todavía imperfecto) la oportunidad de que las mujeres se ganaran la vida como obreras independientes, por sí mismas. La parte negativa es que todo ocurría en condiciones de esclavitud laboral, con exiguas pagas, trabajo de niños, hacinamiento en casas miserables, epidemias en barrios pobres y esperanza de vida muy corta en una población cuya longevidad media no superaba los veinticinco años. Eso suscitó los primeros intentos de trabajadores por organizarse en asociaciones y sindicatos, con reivindicaciones que a veces resultaron atendidas (mejores salarios, atención médica, escuelas, ayuda a familias numerosas) y otras fueron aplastadas con violencia. Pero además de la pugna social que iría exacerbándose según avanzaba el siglo, otra batalla se daba entre la ciencia (que no podía renunciar al largo camino recorrido) y la religión (que no se resignaba a perder el control de cuerpos y almas): Charles Darwin, naturalista inglés, pateó el avispero con nuevas ideas sobre la evolución biológica y la selección natural publicadas en su best seller mundial El origen de las especies, que indignó a los cristianos (y no solamente a los católicos) al afirmar que animales y seres humanos tenemos antepasados comunes: lo del mono y tal. Aquello ponía patas arriba, dándole aire de milonga pampera, a la vieja murga de que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Y en torno a eso, a favor y en contra, se lió un carajal que dos siglos después no deja de consumir tinta y saliva.
[Continuará].
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La Europa del XIX, salida de las turbulencias revolucionarias y las guerras napoleónicas, acabaría el siglo dominando el mundo, o casi. Revolución industrial, liberalismo, nacionalismo, imperialismo y socialismo fueron cinco términos clave que caracterizaron el que iba a ser un tiempo asombroso, del que para bien y para mal (a veces de modo espléndido y otras trágico) surgiría el mundo que hoy conocemos. Europa llegaría así al umbral del siguiente siglo con una impresionante supremacía mundial económica y financiera, acompañada de inmensas posesiones coloniales en África y Asia a medida que el nacionalismo se convirtió en imperialismo. Y fue la revolución industrial la causa primera y madre del cordero. Ya había empezado ésta en el siglo XVIII, pero el progreso técnico alcanzó ahora unas cotas cada vez más altas que lo cambiaron todo y, según lo abrazaran o rechazaran, situó en el mapa a potencias de primer y segundo orden, con Inglaterra en lo más alto. Entre 1815 y 1850 se consolidó allí la primera gran industria capitalista gracias a la existencia de un gobierno parlamentario, único en Europa, cuyas clases dirigentes, repartido el pastel entre liberales y conservadores (whigs y tories), dieron pruebas, o eso dice el historiador Mommsen, de poseer una educación política y social y un criterio más abierto que la nobleza del Continente (excepto en el grave conflicto de Irlanda, que se prolongaría hasta finales del siglo XX y aún le cuelgan flecos). El caso es que siguieron a Inglaterra en prosperidad industrial los Países Bajos y Francia (y algo más tarde, Alemania), mientras que Rusia y España (la del trono y el altar, la de Fernando VII y lo que ese mal nacido nos dejó como triste herencia) llevaban el farolillo rojo en el tren de la modernidad. Como escribió el historiador Jean Touchard: la revolución industrial abrió un foso entre las naciones que se lanzaron febrilmente por la vía del progreso y las que, como España, se refugiaron en el recuerdo del pasado. Todo fue demasiado complejo para resumirlo aquí (cada vez se me pone más difícil contar esta maldita Historia de Europa en la que me metí como un pardillo), pero podemos decir que fue la revolución industrial, o sus consecuencias (sufragio universal, escolarización y otros etcéteras), lo que trasladó a la burguesía emergente, y mucho más tarde a las clases trabajadoras, el poder que hasta entonces habían detentado reyes y aristócratas cabroncetes. Las mejores cabezas europeas habían inventado máquinas para aumentar la eficacia laboral, y aunque la industria textil fue de las primeras beneficiadas, la máquina de vapor alimentada por carbón acabó utilizándose para todo. Aunque lo industrial tardó en relevar a lo rural (y no llegó a hacerlo por completo) vino el tiempo del cristal, el paso del hierro al acero, la mejoría de los transportes, el decisivo ferrocarril y las fábricas que cambiaron el paisaje urbano. Con Inglaterra a la cabeza, insisto, la Europa avanzada se fue llenando de chimeneas humeantes y surgió una nueva mano de obra, clase proletaria que en muchos lugares emigraba del campo para trabajar en las ciudades. La parte positiva fue que eso hizo posible un pelotazo industrial sin precedentes con nuevas fortunas y negocios, dio trabajo a mucha gente y también desarrolló (aunque de modo todavía imperfecto) la oportunidad de que las mujeres se ganaran la vida como obreras independientes, por sí mismas. La parte negativa es que todo ocurría en condiciones de esclavitud laboral, con exiguas pagas, trabajo de niños, hacinamiento en casas miserables, epidemias en barrios pobres y esperanza de vida muy corta en una población cuya longevidad media no superaba los veinticinco años. Eso suscitó los primeros intentos de trabajadores por organizarse en asociaciones y sindicatos, con reivindicaciones que a veces resultaron atendidas (mejores salarios, atención médica, escuelas, ayuda a familias numerosas) y otras fueron aplastadas con violencia. Pero además de la pugna social que iría exacerbándose según avanzaba el siglo, otra batalla se daba entre la ciencia (que no podía renunciar al largo camino recorrido) y la religión (que no se resignaba a perder el control de cuerpos y almas): Charles Darwin, naturalista inglés, pateó el avispero con nuevas ideas sobre la evolución biológica y la selección natural publicadas en su best seller mundial El origen de las especies, que indignó a los cristianos (y no solamente a los católicos) al afirmar que animales y seres humanos tenemos antepasados comunes: lo del mono y tal. Aquello ponía patas arriba, dándole aire de milonga pampera, a la vieja murga de que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Y en torno a eso, a favor y en contra, se lió un carajal que dos siglos después no deja de consumir tinta y saliva.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXXVII)
La palabra socialismo está a punto de cumplir doscientos años; o sea, que es relativamente moderna. Empezó a utilizarse en Europa, concretamente en Francia e Inglaterra, hacia 1830, aunque no estuviera tan clara como ahora. En aquel tiempo de industrialización despiadada, de esclavitud laboral, de trabajo infantil, de bajos salarios, las ideas humanitarias del siglo XVIII se habían ido al carajo. Las nuevas doctrinas eran más realistas, más paulatinamente agresivas y más duras. Las victorias políticas y sociales lo eran para la burguesía, nueva propietaria de los destinos de las naciones, y no para los trabajadores, que se limitaban al papel de mano de obra barata. Todo era una contradicción: los productos se encarecían (con el beneficio correspondiente) y los salarios se hundían (con las tragedias familiares que eso ocasionaba). Por supuesto, el enfrentamiento entre pobres y ricos no era nuevo (desde Grecia y Roma la historia de la Humanidad abundaba en ejemplos) y la esclavitud laboral era vieja como el mundo. Sin embargo, ahora se daba la contradicción de que las máquinas y el progreso, con su rápida escalada, hundían a los de abajo en la miseria y la desesperación con idéntica celeridad. Había patrones filántropos que construían casas para sus trabajadores y les procuraban asistencia sanitaria, pero ésa no era la tendencia general; y enormes fortunas se edificaban sobre la espalda de los miserables, en episodios que fueron muy bien contados literariamente por Dickens, Balzac, Víctor Hugo y Eugenio Sue. Para un obrero de la primera mitad del siglo XIX, en adecuadas palabras del doctor Guépin, vivir consistía sencillamente en conseguir no morir (una encuesta hecha en los barrios más desfavorecidos de Londres averiguó que más de 10.000 madres habían estrangulado a sus hijos al nacer, incapaces de darles sustento). Fue entonces cuando los escritores con inquietud social y los intelectuales perspicaces empezaron a denunciar la parte oscura de aquel liberalismo sin límites, la necesidad de acotar la concentración capitalista y la urgencia de una legislación social que protegiera a los desgraciados. Y también fue entonces cuando los sectores más reaccionarios, las clases situadas en la cúspide del sistema, recordando los episodios de la todavía fresca Revolución Francesa, etiquetaron a las clases trabajadoras como peligrosas, nuevos bárbaros que amenazaban, si se perdía el control sobre ellos, la paz social. Y no les faltaban motivos para andar con la mosca tras la oreja, porque ya en esa época el poeta Vinçard llamaba a los proletarios valientes hijos de la miseria, y Charles Gile, en su canción El salario (significativo título), proclamaba obtendremos el derecho a vivir / o moriremos con las armas en la mano. Se iba perfilando así el principal conflicto del inmediato futuro, aunque las ideas regeneradoras aún fuesen confusas, utópicas e incluso opuestas entre sí. El socialismo no había adquirido la vitola científica que pronto tendría con Marx y Engels, pero daba serios pasos en esa dirección, aunque renqueando todavía con floripondios utópicos. En ese desbrozar camino, lenta transición hacia la verdadera lucha proletaria (que tendría su antes y después en la gran revolución de 1848), hay intelectuales (muchos franceses, pocos ingleses y ningún español) que deben ser tenidos en cuenta. El gabacho conde de Saint-Simon lamentó la explotación del hombre por el hombre y propuso la organización práctica de la sociedad, la marginación de los individuos improductivos, la utilidad para el Estado de científicos, artistas e industriales, la supresión del derecho de herencia y la primacía del trabajo y el talento a cada cual según sus capacidades y a cada capacidad según sus obras. Charles Fourier, por su parte, defendió un socialismo agrícola y artesanal más utópico que práctico, y quiso resolver el problema de la autoridad por el sencillo método de suprimirla. De parecido registro fue Pierre Proudhon (la propiedad es un robo y Dios es el mal) que predicó una bucólica sociedad artesanal y agrícola donde la peña se llevaría de puta madre. Casi todos dejaban al Estado al margen; pero a tanto ensueño asociacionista, imposible de aplicar en la práctica, iba a suceder el socialismo autoritario, que tenía los pies en la tierra y no confiaba en la bondad humana. Me refiero a Louis Blanc (No tomar el poder como instrumento es tenerlo como obstáculo), a Étienne Cabet, que no dejaba ninguna libertad al individuo sino que encomendaba al Estado garantizar derechos a costa de suprimir libertades, y Louis Blanqui, revolucionario anticlerical (se pasó media vida en el talego), para quien la única salvación del proletariado era la conquista del poder (Quien hace la sopa es el que debe comérsela). Con lo que se iba, con claridad, viendo venir lo que vino.
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[Continuará].
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La palabra socialismo está a punto de cumplir doscientos años; o sea, que es relativamente moderna. Empezó a utilizarse en Europa, concretamente en Francia e Inglaterra, hacia 1830, aunque no estuviera tan clara como ahora. En aquel tiempo de industrialización despiadada, de esclavitud laboral, de trabajo infantil, de bajos salarios, las ideas humanitarias del siglo XVIII se habían ido al carajo. Las nuevas doctrinas eran más realistas, más paulatinamente agresivas y más duras. Las victorias políticas y sociales lo eran para la burguesía, nueva propietaria de los destinos de las naciones, y no para los trabajadores, que se limitaban al papel de mano de obra barata. Todo era una contradicción: los productos se encarecían (con el beneficio correspondiente) y los salarios se hundían (con las tragedias familiares que eso ocasionaba). Por supuesto, el enfrentamiento entre pobres y ricos no era nuevo (desde Grecia y Roma la historia de la Humanidad abundaba en ejemplos) y la esclavitud laboral era vieja como el mundo. Sin embargo, ahora se daba la contradicción de que las máquinas y el progreso, con su rápida escalada, hundían a los de abajo en la miseria y la desesperación con idéntica celeridad. Había patrones filántropos que construían casas para sus trabajadores y les procuraban asistencia sanitaria, pero ésa no era la tendencia general; y enormes fortunas se edificaban sobre la espalda de los miserables, en episodios que fueron muy bien contados literariamente por Dickens, Balzac, Víctor Hugo y Eugenio Sue. Para un obrero de la primera mitad del siglo XIX, en adecuadas palabras del doctor Guépin, vivir consistía sencillamente en conseguir no morir (una encuesta hecha en los barrios más desfavorecidos de Londres averiguó que más de 10.000 madres habían estrangulado a sus hijos al nacer, incapaces de darles sustento). Fue entonces cuando los escritores con inquietud social y los intelectuales perspicaces empezaron a denunciar la parte oscura de aquel liberalismo sin límites, la necesidad de acotar la concentración capitalista y la urgencia de una legislación social que protegiera a los desgraciados. Y también fue entonces cuando los sectores más reaccionarios, las clases situadas en la cúspide del sistema, recordando los episodios de la todavía fresca Revolución Francesa, etiquetaron a las clases trabajadoras como peligrosas, nuevos bárbaros que amenazaban, si se perdía el control sobre ellos, la paz social. Y no les faltaban motivos para andar con la mosca tras la oreja, porque ya en esa época el poeta Vinçard llamaba a los proletarios valientes hijos de la miseria, y Charles Gile, en su canción El salario (significativo título), proclamaba obtendremos el derecho a vivir / o moriremos con las armas en la mano. Se iba perfilando así el principal conflicto del inmediato futuro, aunque las ideas regeneradoras aún fuesen confusas, utópicas e incluso opuestas entre sí. El socialismo no había adquirido la vitola científica que pronto tendría con Marx y Engels, pero daba serios pasos en esa dirección, aunque renqueando todavía con floripondios utópicos. En ese desbrozar camino, lenta transición hacia la verdadera lucha proletaria (que tendría su antes y después en la gran revolución de 1848), hay intelectuales (muchos franceses, pocos ingleses y ningún español) que deben ser tenidos en cuenta. El gabacho conde de Saint-Simon lamentó la explotación del hombre por el hombre y propuso la organización práctica de la sociedad, la marginación de los individuos improductivos, la utilidad para el Estado de científicos, artistas e industriales, la supresión del derecho de herencia y la primacía del trabajo y el talento a cada cual según sus capacidades y a cada capacidad según sus obras. Charles Fourier, por su parte, defendió un socialismo agrícola y artesanal más utópico que práctico, y quiso resolver el problema de la autoridad por el sencillo método de suprimirla. De parecido registro fue Pierre Proudhon (la propiedad es un robo y Dios es el mal) que predicó una bucólica sociedad artesanal y agrícola donde la peña se llevaría de puta madre. Casi todos dejaban al Estado al margen; pero a tanto ensueño asociacionista, imposible de aplicar en la práctica, iba a suceder el socialismo autoritario, que tenía los pies en la tierra y no confiaba en la bondad humana. Me refiero a Louis Blanc (No tomar el poder como instrumento es tenerlo como obstáculo), a Étienne Cabet, que no dejaba ninguna libertad al individuo sino que encomendaba al Estado garantizar derechos a costa de suprimir libertades, y Louis Blanqui, revolucionario anticlerical (se pasó media vida en el talego), para quien la única salvación del proletariado era la conquista del poder (Quien hace la sopa es el que debe comérsela). Con lo que se iba, con claridad, viendo venir lo que vino.
.
[Continuará].
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXXVIII)
Casi todo el siglo XIX fue un intento (frustrado) de contener las fuerzas sociales y políticas que se habían desencadenado con la Revolución Francesa. Pese al esfuerzo tenaz de los sectores más reaccionarios por devolver Europa al statu quo ante de 1789, aquello no había ya quien lo parase. Pero el Antiguo Régimen vendió caro su pellejo, disputando al liberalismo cada palmo de terreno (podríamos hablar de un liberalismo inglés sosegado y no revolucionario, influenciado por las clases altas, y de un liberalismo francés más burgués, jalonado de crisis y revoluciones). De todas formas, quien llevó la batuta europea durante casi medio siglo (cuarenta años) fue un reaccionario especialmente dotado, el canciller austríaco Clemente de Metternich (del que, biografías aparte, conviene leer sus interesantes Memorias): notable personaje, hábil diplomático, ferviente partidario del trono y el altar, había pastoreado el concierto que las naciones hicieron entre sí tras la derrota de Napoleón. El sistema operativo de este cabroncete, obsesionado con mantener la influencia del todavía gran imperio austríaco, fue la guerra total, propia y ajena, contra cuanto consideraba revolucionario, que era prácticamente todo: ideas nacionalistas, constitucionalismo, democracia, laicismo, libertad. Es el único medio de resistir las tempestades de los tiempos, escribió. A Metternich se debe (hay quien dice que también a su puta madre) el célebre Principio de Intervención, que daba a los países europeos más reaccionarios, conchabados entre ellos, la facultad de meterse en los asuntos internos de otros estados cuando éstos se desviaban del santo y recto camino. Y el primer conejillo de Indias de tan vergonzoso sistema, cómo no, fue España: reducido Fernando VII, nuestro rey felón por excelencia, a la voluntad popular (sólo tres años duró el experimento), Metternich y sus secuaces enviaron un ejército francés (los 100.000 hijos de San Luis los llaman los historiadores, aunque también se les llama de otra manera) que salvó la autoridad borbónica, devolvió el poder absoluto al rey infame, diezmó las filas liberales y metió a España en un pozo negro durante décadas (pozo del que, dos siglos después, los españoles seguimos sin salir del todo). En su tarea de acogotar liberales, Metternich no estuvo solo, pues otra influyente institución internacional, otro secular protagonista, se puso de su parte. Las iglesias protestantes, a excepción de los luteranos germánicos, mostraron mayor atención que la Iglesia católica hacia las exigencias del mundo moderno, escribió el historiador Jacques Droz. Y es de lo más interesante analizar el comportamiento de los papas de Roma durante aquellos años decisivos, porque en la partida de ajedrez que en Europa se jugaba entre pasado y futuro, entre reacción y libertad, entre aire fresco y carcundia ultramontana, los pontífices, sus obispos, sus sacerdotes y feligreses, no podían quedar al margen. Había que mojarse, y a fondo. No quedaba sino elegir campo: seguir siendo herramienta del trono y el absolutismo (y verse arrastrado en su caída, si caían), o conservar la autoridad moral comprometiéndose con el mundo que venía de camino. Y ahí fue donde, desafortunadamente para ella, la Iglesia católica perdió el tren de la modernidad. Excepto durante un corto período bajo el pontificado de Pío VII (papa bondadoso, con la vitola de haberse enfrentado a Napoleón y ser maltratado por él), cuando el cardenal Consalvi y otros hombres razonables intentaron adaptarse a los cambios ocurridos en Europa, el Vaticano se abrazó al trono y la reacción, procurando no dar dolores de cabeza a las monarquías absolutas. Los intentos de poner a la Iglesia al paso de lo inevitable se hicieron al margen de los papas, gracias a eclesiásticos partidarios de unir catolicismo y liberalismo para conseguir una sociedad más justa; pero éstos fueron represaliados y silenciados en favor del trono y el altar. León XII anunció las futuras condenas del liberalismo (Hay que defender contra los lobos el rebaño de Cristo), Pío VIII siguió el mismo camino; y con Gregorio XVI, martillo de liberales, empezó la guerra abierta contra el mundo moderno. En 1832 el Vaticano condenó la insurrección patriótica de Polonia, hasta diez años más tarde no hubo crítica de los brutales métodos de los zares rusos, y se ninguneó a los católicos irlandeses que luchaban por su libertad contra Inglaterra. En lo demás, háganse idea. El teólogo Hans Küng (mi disidente favorito, si me disculpa el muy respetado Castillo) lo definió con mano maestra en La Iglesia Católica (libro conciso, lúcido y claro que recomiendo mucho): En el siglo XIX el estado pontificio era el más retrógrado de Europa: el papa clamaba incluso contra el ferrocarril, el alumbrado a gas, los puentes colgantes e innovaciones similares.
[Continuará].
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Casi todo el siglo XIX fue un intento (frustrado) de contener las fuerzas sociales y políticas que se habían desencadenado con la Revolución Francesa. Pese al esfuerzo tenaz de los sectores más reaccionarios por devolver Europa al statu quo ante de 1789, aquello no había ya quien lo parase. Pero el Antiguo Régimen vendió caro su pellejo, disputando al liberalismo cada palmo de terreno (podríamos hablar de un liberalismo inglés sosegado y no revolucionario, influenciado por las clases altas, y de un liberalismo francés más burgués, jalonado de crisis y revoluciones). De todas formas, quien llevó la batuta europea durante casi medio siglo (cuarenta años) fue un reaccionario especialmente dotado, el canciller austríaco Clemente de Metternich (del que, biografías aparte, conviene leer sus interesantes Memorias): notable personaje, hábil diplomático, ferviente partidario del trono y el altar, había pastoreado el concierto que las naciones hicieron entre sí tras la derrota de Napoleón. El sistema operativo de este cabroncete, obsesionado con mantener la influencia del todavía gran imperio austríaco, fue la guerra total, propia y ajena, contra cuanto consideraba revolucionario, que era prácticamente todo: ideas nacionalistas, constitucionalismo, democracia, laicismo, libertad. Es el único medio de resistir las tempestades de los tiempos, escribió. A Metternich se debe (hay quien dice que también a su puta madre) el célebre Principio de Intervención, que daba a los países europeos más reaccionarios, conchabados entre ellos, la facultad de meterse en los asuntos internos de otros estados cuando éstos se desviaban del santo y recto camino. Y el primer conejillo de Indias de tan vergonzoso sistema, cómo no, fue España: reducido Fernando VII, nuestro rey felón por excelencia, a la voluntad popular (sólo tres años duró el experimento), Metternich y sus secuaces enviaron un ejército francés (los 100.000 hijos de San Luis los llaman los historiadores, aunque también se les llama de otra manera) que salvó la autoridad borbónica, devolvió el poder absoluto al rey infame, diezmó las filas liberales y metió a España en un pozo negro durante décadas (pozo del que, dos siglos después, los españoles seguimos sin salir del todo). En su tarea de acogotar liberales, Metternich no estuvo solo, pues otra influyente institución internacional, otro secular protagonista, se puso de su parte. Las iglesias protestantes, a excepción de los luteranos germánicos, mostraron mayor atención que la Iglesia católica hacia las exigencias del mundo moderno, escribió el historiador Jacques Droz. Y es de lo más interesante analizar el comportamiento de los papas de Roma durante aquellos años decisivos, porque en la partida de ajedrez que en Europa se jugaba entre pasado y futuro, entre reacción y libertad, entre aire fresco y carcundia ultramontana, los pontífices, sus obispos, sus sacerdotes y feligreses, no podían quedar al margen. Había que mojarse, y a fondo. No quedaba sino elegir campo: seguir siendo herramienta del trono y el absolutismo (y verse arrastrado en su caída, si caían), o conservar la autoridad moral comprometiéndose con el mundo que venía de camino. Y ahí fue donde, desafortunadamente para ella, la Iglesia católica perdió el tren de la modernidad. Excepto durante un corto período bajo el pontificado de Pío VII (papa bondadoso, con la vitola de haberse enfrentado a Napoleón y ser maltratado por él), cuando el cardenal Consalvi y otros hombres razonables intentaron adaptarse a los cambios ocurridos en Europa, el Vaticano se abrazó al trono y la reacción, procurando no dar dolores de cabeza a las monarquías absolutas. Los intentos de poner a la Iglesia al paso de lo inevitable se hicieron al margen de los papas, gracias a eclesiásticos partidarios de unir catolicismo y liberalismo para conseguir una sociedad más justa; pero éstos fueron represaliados y silenciados en favor del trono y el altar. León XII anunció las futuras condenas del liberalismo (Hay que defender contra los lobos el rebaño de Cristo), Pío VIII siguió el mismo camino; y con Gregorio XVI, martillo de liberales, empezó la guerra abierta contra el mundo moderno. En 1832 el Vaticano condenó la insurrección patriótica de Polonia, hasta diez años más tarde no hubo crítica de los brutales métodos de los zares rusos, y se ninguneó a los católicos irlandeses que luchaban por su libertad contra Inglaterra. En lo demás, háganse idea. El teólogo Hans Küng (mi disidente favorito, si me disculpa el muy respetado Castillo) lo definió con mano maestra en La Iglesia Católica (libro conciso, lúcido y claro que recomiendo mucho): En el siglo XIX el estado pontificio era el más retrógrado de Europa: el papa clamaba incluso contra el ferrocarril, el alumbrado a gas, los puentes colgantes e innovaciones similares.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXXIX)
Hacia la mitad del siglo XIX, una serie de revoluciones simultáneas sacudió Europa. En realidad, la llamada por los historiadores Revolución de 1848 fue un fracaso desde el punto de vista de poner el mundo patas arriba, pero dejó las cosas orientadas hacia lo que vendría después. Hablar de estallido coordinado en todas partes sería inexacto, pues se trató de un contagio y cada cual fue de su padre y su madre, aunque hubo un común aire de familia. La industrialización había cambiado el continente, marcando distancias entre las naciones que como Inglaterra y Francia conducían el tren del progreso y las que se resignaban a ocupar el furgón de cola. Para esas fechas, las utopías iban olvidándose y el mundo posible se presentaba en toda su crudeza; pero el proletariado, los que más sudaban para ganarse el pan, todavía estaba lejos de ser actor principal en el asunto. Ya se perfilaba, por supuesto, como clase vigorosa; no ya los currantes clásicos de antaño, sino obreros de fábricas, artesanos de los suburbios y trabajadores agrícolas, cada vez más conscientes (sobre todo en las ciudades y centros industriales) de su explotación y miseria. Sin embargo, la de 1848 iba a ser una revolución burguesa, incluso pequeñoburguesa: la hicieron los intelectuales, las profesiones liberales, los estudiantes y las clases bajas más o menos acomodadas, pero no las masas proletarias, aunque en algunos momentos mojaran en la salsa. Todo arrancó de causas diversas que coincidieron en el momento oportuno. El sistema autoritario de las potencias legítimas vencedoras de Napoleón, anclado en la reacción y egoísmo de sus clases dirigentes, alta burguesía megapija que se negaba a compartir el poder (Francia) o se atrincheraba en privilegios feudales (Europa central), era incompatible con los nuevos tiempos y realidades. Para empeorar el ambiente, quiebras financieras y crisis agrícolas (las hambrunas de Irlanda, Países Bajos y Alemania llevaron oleadas de emigrantes a América) pusieron más chunga la cosa. Erosionados el crédito y la autoridad de los gobiernos, puesto de moda en muchos lugares el nacionalismo local, el viejo sistema y la ausencia de libertad olían a rancio. Lo característico del 48 europeo es que se planteó como una lucha de clases con tres ángulos: la alta burguesía, la pequeña burguesía, y las masas obreras (más concienciadas y solidarias) y campesinas (todavía dispersas); pero en realidad ese tercer elemento, el proletariado, fue marginal en esta etapa revolucionaria, donde se limitó a llevar el botijo. La verdadera confrontación se dio entre la alta y la baja burguesía; aunque luego, acojonadas por los estallidos populares, ambas volvieron a formar un frente común. Empezó así a hablarse del peligro rojo, y las clases más o menos acomodadas se inquietaron en serio. Aun así, no fue igual en todas partes. Inglaterra, estable en su creciente prosperidad, casi ni se enteró; pero fiel a su vieja táctica de no tolerar la estabilidad en Europa, alentó cuanto pudo las conmociones ajenas, apoyando ahora a las fuerzas liberales. En cuanto a Francia (tradicional madrina de revoluciones), la inepta monarquía burguesa instalada tras la caída de Napoleón se había ido a hacer puñetas, pero el gobierno provisional bloqueaba las demandas que los liberales radicales planteaban. Aplicado allí el sufragio universal, la clase obrera sufrió una espectacular derrota; eso reforzó la arrogancia de los gobernantes y estallaron conflictos callejeros que fueron reprimidos con brutalidad. En Austria, mientras tanto, la caída del sistema absolutista del canciller Metternich causó una crisis en el vasto imperio de los Habsburgo, cuya naturaleza era incompatible con los anhelos de autonomía y liberalismo de las naciones que lo integraban; y sólo la lealtad del ejército a la monarquía impidió el derrumbe del estado (de Italia, sometida en parte a Austria, y también de España, hablaremos en otro episodio). Y en Alemania, la burguesía de allí, enfrentada a las viejas clases dirigentes, quiso apoyarse en las masas populares; pero las reacciones violentas de éstas terminaron por asustarla y volvió a pastelear con los de arriba. Este detalle retrata el fracaso revolucionario. Las clases potencialmente subversivas de aquella Europa convaleciente del Ancien Régime no estaban preparadas para hacer frente común; y la que era clave en ese momento, la pequeña burguesía intelectual, comercial y trabajadora, jugó en torno a 1848 un papel ambiguo, ni chicha ni limoná, como sostuvo Engels (el colega de Marx) cuando escribió: Aspira a la posición de la alta burguesía, pero el menor revés de fortuna la precipita en el proletariado, siempre debatiéndose entre la esperanza de elevarse hasta las filas de los ricos y el miedo a verse reducida al estado de la clase proletaria.
[Continuará].
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Hacia la mitad del siglo XIX, una serie de revoluciones simultáneas sacudió Europa. En realidad, la llamada por los historiadores Revolución de 1848 fue un fracaso desde el punto de vista de poner el mundo patas arriba, pero dejó las cosas orientadas hacia lo que vendría después. Hablar de estallido coordinado en todas partes sería inexacto, pues se trató de un contagio y cada cual fue de su padre y su madre, aunque hubo un común aire de familia. La industrialización había cambiado el continente, marcando distancias entre las naciones que como Inglaterra y Francia conducían el tren del progreso y las que se resignaban a ocupar el furgón de cola. Para esas fechas, las utopías iban olvidándose y el mundo posible se presentaba en toda su crudeza; pero el proletariado, los que más sudaban para ganarse el pan, todavía estaba lejos de ser actor principal en el asunto. Ya se perfilaba, por supuesto, como clase vigorosa; no ya los currantes clásicos de antaño, sino obreros de fábricas, artesanos de los suburbios y trabajadores agrícolas, cada vez más conscientes (sobre todo en las ciudades y centros industriales) de su explotación y miseria. Sin embargo, la de 1848 iba a ser una revolución burguesa, incluso pequeñoburguesa: la hicieron los intelectuales, las profesiones liberales, los estudiantes y las clases bajas más o menos acomodadas, pero no las masas proletarias, aunque en algunos momentos mojaran en la salsa. Todo arrancó de causas diversas que coincidieron en el momento oportuno. El sistema autoritario de las potencias legítimas vencedoras de Napoleón, anclado en la reacción y egoísmo de sus clases dirigentes, alta burguesía megapija que se negaba a compartir el poder (Francia) o se atrincheraba en privilegios feudales (Europa central), era incompatible con los nuevos tiempos y realidades. Para empeorar el ambiente, quiebras financieras y crisis agrícolas (las hambrunas de Irlanda, Países Bajos y Alemania llevaron oleadas de emigrantes a América) pusieron más chunga la cosa. Erosionados el crédito y la autoridad de los gobiernos, puesto de moda en muchos lugares el nacionalismo local, el viejo sistema y la ausencia de libertad olían a rancio. Lo característico del 48 europeo es que se planteó como una lucha de clases con tres ángulos: la alta burguesía, la pequeña burguesía, y las masas obreras (más concienciadas y solidarias) y campesinas (todavía dispersas); pero en realidad ese tercer elemento, el proletariado, fue marginal en esta etapa revolucionaria, donde se limitó a llevar el botijo. La verdadera confrontación se dio entre la alta y la baja burguesía; aunque luego, acojonadas por los estallidos populares, ambas volvieron a formar un frente común. Empezó así a hablarse del peligro rojo, y las clases más o menos acomodadas se inquietaron en serio. Aun así, no fue igual en todas partes. Inglaterra, estable en su creciente prosperidad, casi ni se enteró; pero fiel a su vieja táctica de no tolerar la estabilidad en Europa, alentó cuanto pudo las conmociones ajenas, apoyando ahora a las fuerzas liberales. En cuanto a Francia (tradicional madrina de revoluciones), la inepta monarquía burguesa instalada tras la caída de Napoleón se había ido a hacer puñetas, pero el gobierno provisional bloqueaba las demandas que los liberales radicales planteaban. Aplicado allí el sufragio universal, la clase obrera sufrió una espectacular derrota; eso reforzó la arrogancia de los gobernantes y estallaron conflictos callejeros que fueron reprimidos con brutalidad. En Austria, mientras tanto, la caída del sistema absolutista del canciller Metternich causó una crisis en el vasto imperio de los Habsburgo, cuya naturaleza era incompatible con los anhelos de autonomía y liberalismo de las naciones que lo integraban; y sólo la lealtad del ejército a la monarquía impidió el derrumbe del estado (de Italia, sometida en parte a Austria, y también de España, hablaremos en otro episodio). Y en Alemania, la burguesía de allí, enfrentada a las viejas clases dirigentes, quiso apoyarse en las masas populares; pero las reacciones violentas de éstas terminaron por asustarla y volvió a pastelear con los de arriba. Este detalle retrata el fracaso revolucionario. Las clases potencialmente subversivas de aquella Europa convaleciente del Ancien Régime no estaban preparadas para hacer frente común; y la que era clave en ese momento, la pequeña burguesía intelectual, comercial y trabajadora, jugó en torno a 1848 un papel ambiguo, ni chicha ni limoná, como sostuvo Engels (el colega de Marx) cuando escribió: Aspira a la posición de la alta burguesía, pero el menor revés de fortuna la precipita en el proletariado, siempre debatiéndose entre la esperanza de elevarse hasta las filas de los ricos y el miedo a verse reducida al estado de la clase proletaria.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XC)
Yahora, señoras y caballeros, me toca atar una mosca por el rabo: contar en folio y medio (no explicar, que de eso se ocupan los que saben hacerlo) quién fue Carlos Marx y qué papel jugó en la historia de Europa y del mundo. Y como dicen los toreros, se hará lo que se pueda. Por ejemplo, decir que aquel alemán de origen judío, independientemente de lecturas y juicios diversos sobre su vida y obra, fue un intelectual de campanillas; un pensador profundo y privilegiado con gran cultura clásica, filosófica, política y literaria (era admirador de nuestro Cervantes), enemigo de toda religión (opio que adormece al pueblo), amante de los perros (tuvo tres), que con sus ideas sobre economía política y capitalismo acabó convirtiéndose en una de las personalidades más influyentes en la historia de la Humanidad. Tuvo siete u ocho hijos, pasó la vida pobre como una rata (ayudado por su amigo Friedrich Engels), viviendo en el exilio, hostigado por la policía, expulsado de todas partes hasta que se instaló en Inglaterra. Publicó mucho en editoriales y revistas, pero sobre todo, cuatro obras fundamentales: El Manifiesto Comunista (1848, a medias con su compadre Engels), El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), El capital (1867) y Crítica del Programa de Gotha (1875). Palmó apátrida en 1883 (sólo once personas asistieron a su funeral) y nunca imaginó las enormes consecuencias que tendría su obra en lo que quedaba del siglo y en el siguiente. Más que filósofo a secas o revolucionario emocional, Marx era un científico frío, un pensador influenciado por Hegel y Darwin que aplicó un método riguroso a las ideas políticas y económicas. Su asunto clave fue el estudio de cómo las clases trabajadoras, los desgraciados currantes de todo el mundo que, convertidos en mercancía para el capital, vendían su trabajo y libertad a cambio de un salario, podían enfrentarse y derrotar a los patronos y clases superiores, los burgueses y capitalistas que les chupaban la sangre. Y el análisis marxista, puestos a resumir (a resumir lo imposible, advierto de nuevo), fue más o menos el siguiente: la historia de la Humanidad era la de una lucha de clases entre los de arriba (explotadores) y los de abajo (explotados), en la que los segundos llevaban la peor parte, pues capital y esclavitud laboral eran inseparables; y la propiedad privada suponía fuente continua de corrupción. Por otra parte, Marx no compartía la idea anarquista (Bakunin) de que el origen de todos los males era el Estado, y que con la simple destrucción de éste llegaría Disneylandia. Al contrario: la única forma de acabar con eso sería reemplazarlo por un nuevo sistema, sociedad sin clases a la que se iba a llegar mediante una sucesión de etapas; un proceso impulsado y dirigido por la clase trabajadora, los proletarios, que tras la fase intermedia de un Estado socialista (dictadura del proletariado) se convertiría al fin en una solidaridad internacional sin Estado, sin propiedad privada y sin diferencia de clases, llamada comunismo. Es decir, que aquella dictadura no sería permanente, sino sólo una etapa temporal hacia una sociedad final justa e igualitaria, en la que cada uno contribuirá según sus capacidades y recibirá según sus necesidades. Para la mirada científica de Marx, esto era algo que la dinámica natural de la Historia hacía inevitable; y a la clase obrera correspondía dirigir un cambio que, si en democracias como Estados Unidos, Inglaterra o Países Bajos podría quizás alcanzarse con una transición pacífica, en casi todas partes requería la aplicación de una violencia organizada (Tiemblen las clases gobernantes. Los proletarios no tienen nada que perder, sino sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo por ganar. ¡Proletarios de todos los países, uníos!). Resumiendo: organización revolucionaria internacional, primero. Después, lucha y violencia anticapitalista (aliada con unas clases medias a las que, tras la victoria, se machacaría también) cuya represión reforzará la conciencia de clase proletaria. Luego vendría un breve período transitorio de Estado socialista como instrumento transformador a cargo de la clase trabajadora, en cuyas manos estarían ya el poder público y todos los medios de producción: la necesaria dictadura del proletariado. Y al cabo, como desenlace feliz, una extinción del Estado cuando la colectividad asumiera las nuevas reglas, los ciudadanos se reeducaran como es debido y todos (alcanzada al fin la sociedad comunista) fueran felices y comieran perdices. Y es que a Marx, a su fría y lúcida exposición del socialismo científico, a su interesante análisis político, económico y social, se le escapó un importante detalle: confiar tan admirable empresa a los seres humanos era ponerla, también, en manos de la turbia e infame condición humana.
[Continuará].
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Yahora, señoras y caballeros, me toca atar una mosca por el rabo: contar en folio y medio (no explicar, que de eso se ocupan los que saben hacerlo) quién fue Carlos Marx y qué papel jugó en la historia de Europa y del mundo. Y como dicen los toreros, se hará lo que se pueda. Por ejemplo, decir que aquel alemán de origen judío, independientemente de lecturas y juicios diversos sobre su vida y obra, fue un intelectual de campanillas; un pensador profundo y privilegiado con gran cultura clásica, filosófica, política y literaria (era admirador de nuestro Cervantes), enemigo de toda religión (opio que adormece al pueblo), amante de los perros (tuvo tres), que con sus ideas sobre economía política y capitalismo acabó convirtiéndose en una de las personalidades más influyentes en la historia de la Humanidad. Tuvo siete u ocho hijos, pasó la vida pobre como una rata (ayudado por su amigo Friedrich Engels), viviendo en el exilio, hostigado por la policía, expulsado de todas partes hasta que se instaló en Inglaterra. Publicó mucho en editoriales y revistas, pero sobre todo, cuatro obras fundamentales: El Manifiesto Comunista (1848, a medias con su compadre Engels), El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), El capital (1867) y Crítica del Programa de Gotha (1875). Palmó apátrida en 1883 (sólo once personas asistieron a su funeral) y nunca imaginó las enormes consecuencias que tendría su obra en lo que quedaba del siglo y en el siguiente. Más que filósofo a secas o revolucionario emocional, Marx era un científico frío, un pensador influenciado por Hegel y Darwin que aplicó un método riguroso a las ideas políticas y económicas. Su asunto clave fue el estudio de cómo las clases trabajadoras, los desgraciados currantes de todo el mundo que, convertidos en mercancía para el capital, vendían su trabajo y libertad a cambio de un salario, podían enfrentarse y derrotar a los patronos y clases superiores, los burgueses y capitalistas que les chupaban la sangre. Y el análisis marxista, puestos a resumir (a resumir lo imposible, advierto de nuevo), fue más o menos el siguiente: la historia de la Humanidad era la de una lucha de clases entre los de arriba (explotadores) y los de abajo (explotados), en la que los segundos llevaban la peor parte, pues capital y esclavitud laboral eran inseparables; y la propiedad privada suponía fuente continua de corrupción. Por otra parte, Marx no compartía la idea anarquista (Bakunin) de que el origen de todos los males era el Estado, y que con la simple destrucción de éste llegaría Disneylandia. Al contrario: la única forma de acabar con eso sería reemplazarlo por un nuevo sistema, sociedad sin clases a la que se iba a llegar mediante una sucesión de etapas; un proceso impulsado y dirigido por la clase trabajadora, los proletarios, que tras la fase intermedia de un Estado socialista (dictadura del proletariado) se convertiría al fin en una solidaridad internacional sin Estado, sin propiedad privada y sin diferencia de clases, llamada comunismo. Es decir, que aquella dictadura no sería permanente, sino sólo una etapa temporal hacia una sociedad final justa e igualitaria, en la que cada uno contribuirá según sus capacidades y recibirá según sus necesidades. Para la mirada científica de Marx, esto era algo que la dinámica natural de la Historia hacía inevitable; y a la clase obrera correspondía dirigir un cambio que, si en democracias como Estados Unidos, Inglaterra o Países Bajos podría quizás alcanzarse con una transición pacífica, en casi todas partes requería la aplicación de una violencia organizada (Tiemblen las clases gobernantes. Los proletarios no tienen nada que perder, sino sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo por ganar. ¡Proletarios de todos los países, uníos!). Resumiendo: organización revolucionaria internacional, primero. Después, lucha y violencia anticapitalista (aliada con unas clases medias a las que, tras la victoria, se machacaría también) cuya represión reforzará la conciencia de clase proletaria. Luego vendría un breve período transitorio de Estado socialista como instrumento transformador a cargo de la clase trabajadora, en cuyas manos estarían ya el poder público y todos los medios de producción: la necesaria dictadura del proletariado. Y al cabo, como desenlace feliz, una extinción del Estado cuando la colectividad asumiera las nuevas reglas, los ciudadanos se reeducaran como es debido y todos (alcanzada al fin la sociedad comunista) fueran felices y comieran perdices. Y es que a Marx, a su fría y lúcida exposición del socialismo científico, a su interesante análisis político, económico y social, se le escapó un importante detalle: confiar tan admirable empresa a los seres humanos era ponerla, también, en manos de la turbia e infame condición humana.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XCI)
La segunda mitad del siglo XIX iba a ver cambios tan espectaculares en el paisaje que a Europa no la reconocería ni la madre que la parió. Uno de los lugares donde más iba a alterarse el asunto fue la fragmentada Italia, viejo coto de caza de españoles, franceses, austríacos y todo el que pasaba por allí. Incluidos los Estados Pontificios, núcleo duro, aquello era un bebedero de patos donde cada perro se lamía su órgano. Pero los tiempos napoleónicos habían caldeado el espíritu nacional, que andaba en busca de quien le diera forma; y el momento llegó cuando, descuajeringados los restos del Ancien Regime por la revolución de 1848, Austria, dueña del norte de Italia (la película Senso, de Visconti, ambienta bien ese momento), empezó a flojear, aquejada de sus achaques domésticos. Más que movimiento popular, pues eso vino luego, la idea de una Italia unida (expresada en la bonita palabra Risorgimento) fue un impulso romántico donde se mezclaron tradición, literatura, música, liberalismo, conspiraciones revolucionarias y sociedades secretas: ingredientes que inevitablemente debían seducir a una juventud de procedencia burguesa, que se lanzó con entusiasmo a la aventura. Alentadas al principio por el patriota exiliado Mazzini, fundador del periódico La Joven Italia, menudearon insurrecciones, represión, fusilamientos (en Calabria, los hermanos Bandiera y sus camaradas supieron morir gritando ¡Viva Italia!), y todo eso alimentó la hermosa idea de una república unificada e independiente que incluía, ojo al dato, la desmembración del todavía potente Estado Pontificio. Surgió ahí la figura providencial del conde de Cavour, ministro del reino del Piamonte, liberal muy demócrata y muy burgués, consciente de dos detalles: que el principal obstáculo era la presencia austríaca en Lombardía y el Véneto, y que las masas populares, incultas y apegadas a las tradiciones, no estaban maduras para una república. Así que, con mucha inteligencia y barriendo para casa, propuso unificar Italia bajo los auspicios de la casa de Saboya, que reinaba en el Piamonte y Cerdeña. Y para hacer la idea más apetitosa convirtió el pequeño enclave piamontés en un estado moderno, polo de atracción para el resto de una península sometida a regímenes reaccionarios; hasta el punto de que Turín, capital piamontesa, se convirtió en refugio de cuanto patriota italiano lograba salvar el pellejo. La idea encontró apoyo en la burguesía y también en republicanos duros como Daniele Manin (Unifique Italia y todos los republicanos patriotas estaremos con usted, escribió a Víctor Manuel de Saboya) o como el legendario Garibaldi, pintoresco revolucionario profesional dispuesto a aplazar sus convicciones, pues consideraba la unidad italiana más urgente que la misma libertad. Se abrió a partir de 1859 un tormentoso período de insurrecciones, guerras, victorias y derrotas (la Francia de Napoleón III, de la que hablaremos más adelante, primero fue aliada y enemiga después); pero poco a poco la nueva Italia se fue llevando el gato al agua tanto en el norte, donde la guerra con los austríacos tuvo sus altibajos, como en el sur, en Sicilia, donde Garibaldi, con un millar de sus famosos camisas rojas (lean El Gatopardo o vean la película, porque Burt Lancaster está enorme), desembarcó y, tras expulsar a los apolillados Borbones que regían aquello, se dirigió a Nápoles, destronando al rey local, Francisco II. De ese modo, por la cara, Nápoles y Sicilia fueron incorporadas al nuevo estado federal; y el primer parlamento, reunido en Turín, proclamó rey de Italia a Víctor Manuel II. Después de la victoria franco-italiana de Magenta contra los austríacos (1859) el rey entró en Milán, capital de Lombardía, entre el entusiasmo popular. Sólo quedaban dos fichas de dominó por caer: el Véneto, que seguía en manos austríacas, y Roma y su región, en manos del papa. Siete años después, una Austria tambaleante (además de a los italianos se enfrentaba a Francia y Prusia) tuvo que entregar Venecia. Y en cuanto a la Roma papal, el siempre travieso Garibaldi dirigió una insurrección que puso a Su Santidad contra las cuerdas, salvado en último extremo gracias a una intervención militar francesa. Presionado por sus católicos (Ne laissez-pas les italiens s’emparer du siège de Saint-Pierre!), Napoleón III se tornaba adversario. Sin embargo, dos años después, la política internacional (desastre gabacho ante Prusia) obligó al tercer Napo a decir al papa si te he visto no me acuerdo, chaval. Y en septiembre de 1870, tras un simulacro de combate para salvar la cara con más tongo que la lucha libre americana, las tropas reales entraron en la ciudad, proclamándola capital y consumando, al fin, la anhelada unidad de Italia.
[Continuará].
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La segunda mitad del siglo XIX iba a ver cambios tan espectaculares en el paisaje que a Europa no la reconocería ni la madre que la parió. Uno de los lugares donde más iba a alterarse el asunto fue la fragmentada Italia, viejo coto de caza de españoles, franceses, austríacos y todo el que pasaba por allí. Incluidos los Estados Pontificios, núcleo duro, aquello era un bebedero de patos donde cada perro se lamía su órgano. Pero los tiempos napoleónicos habían caldeado el espíritu nacional, que andaba en busca de quien le diera forma; y el momento llegó cuando, descuajeringados los restos del Ancien Regime por la revolución de 1848, Austria, dueña del norte de Italia (la película Senso, de Visconti, ambienta bien ese momento), empezó a flojear, aquejada de sus achaques domésticos. Más que movimiento popular, pues eso vino luego, la idea de una Italia unida (expresada en la bonita palabra Risorgimento) fue un impulso romántico donde se mezclaron tradición, literatura, música, liberalismo, conspiraciones revolucionarias y sociedades secretas: ingredientes que inevitablemente debían seducir a una juventud de procedencia burguesa, que se lanzó con entusiasmo a la aventura. Alentadas al principio por el patriota exiliado Mazzini, fundador del periódico La Joven Italia, menudearon insurrecciones, represión, fusilamientos (en Calabria, los hermanos Bandiera y sus camaradas supieron morir gritando ¡Viva Italia!), y todo eso alimentó la hermosa idea de una república unificada e independiente que incluía, ojo al dato, la desmembración del todavía potente Estado Pontificio. Surgió ahí la figura providencial del conde de Cavour, ministro del reino del Piamonte, liberal muy demócrata y muy burgués, consciente de dos detalles: que el principal obstáculo era la presencia austríaca en Lombardía y el Véneto, y que las masas populares, incultas y apegadas a las tradiciones, no estaban maduras para una república. Así que, con mucha inteligencia y barriendo para casa, propuso unificar Italia bajo los auspicios de la casa de Saboya, que reinaba en el Piamonte y Cerdeña. Y para hacer la idea más apetitosa convirtió el pequeño enclave piamontés en un estado moderno, polo de atracción para el resto de una península sometida a regímenes reaccionarios; hasta el punto de que Turín, capital piamontesa, se convirtió en refugio de cuanto patriota italiano lograba salvar el pellejo. La idea encontró apoyo en la burguesía y también en republicanos duros como Daniele Manin (Unifique Italia y todos los republicanos patriotas estaremos con usted, escribió a Víctor Manuel de Saboya) o como el legendario Garibaldi, pintoresco revolucionario profesional dispuesto a aplazar sus convicciones, pues consideraba la unidad italiana más urgente que la misma libertad. Se abrió a partir de 1859 un tormentoso período de insurrecciones, guerras, victorias y derrotas (la Francia de Napoleón III, de la que hablaremos más adelante, primero fue aliada y enemiga después); pero poco a poco la nueva Italia se fue llevando el gato al agua tanto en el norte, donde la guerra con los austríacos tuvo sus altibajos, como en el sur, en Sicilia, donde Garibaldi, con un millar de sus famosos camisas rojas (lean El Gatopardo o vean la película, porque Burt Lancaster está enorme), desembarcó y, tras expulsar a los apolillados Borbones que regían aquello, se dirigió a Nápoles, destronando al rey local, Francisco II. De ese modo, por la cara, Nápoles y Sicilia fueron incorporadas al nuevo estado federal; y el primer parlamento, reunido en Turín, proclamó rey de Italia a Víctor Manuel II. Después de la victoria franco-italiana de Magenta contra los austríacos (1859) el rey entró en Milán, capital de Lombardía, entre el entusiasmo popular. Sólo quedaban dos fichas de dominó por caer: el Véneto, que seguía en manos austríacas, y Roma y su región, en manos del papa. Siete años después, una Austria tambaleante (además de a los italianos se enfrentaba a Francia y Prusia) tuvo que entregar Venecia. Y en cuanto a la Roma papal, el siempre travieso Garibaldi dirigió una insurrección que puso a Su Santidad contra las cuerdas, salvado en último extremo gracias a una intervención militar francesa. Presionado por sus católicos (Ne laissez-pas les italiens s’emparer du siège de Saint-Pierre!), Napoleón III se tornaba adversario. Sin embargo, dos años después, la política internacional (desastre gabacho ante Prusia) obligó al tercer Napo a decir al papa si te he visto no me acuerdo, chaval. Y en septiembre de 1870, tras un simulacro de combate para salvar la cara con más tongo que la lucha libre americana, las tropas reales entraron en la ciudad, proclamándola capital y consumando, al fin, la anhelada unidad de Italia.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XCII)
Aestas avanzadas alturas del siglo XIX se estarán preguntando ustedes, como yo, qué pasaba con España. Qué tal iba el asunto por aquí. Y la respuesta es que iba como de costumbre. El Estado policial instaurado por el infame Fernando VII, a base de mucho trono, mucho altar y mucha represión de cuanto oliese a progresía y libertad (llegó a haber 20.000 liberales en el exilio; o sea, casi todos), apoyado al principio por las carcamales potencias europeas que ahora blasonaban de modernas, había convertido esto en un callejón oscuro, mitad calabozo y mitad sacristía. Casi toda la América española ya estaba perdida (1836), aunque allí seguían mandando los de siempre, la sociedad criolla, y los indios se habían limitado a cambiar de amo (así siguen doscientos años después). En cuanto a lo de aquí, Isabel II, hija del infame Narizotas, reinaba en la disparatada herencia recibida de su papi (disculpen si me cito a mí mismo en Una historia de España, pero no soy capaz de repetirlo mejor), de un malo de película, unos buenos heroicos y torpes y un pueblo embrutecido y gandumbas, que se movía según le comían la oreja y al que bastaba, para ponerlo de tu parte, un poquito de música de verbena, una corrida de toros, un sermón de misa dominical o una arenga en la plaza del pueblo, a condición de que el tabaco se repartiera gratis. Y, bueno. Entre guerras carlistas, curas trabucaires o de los que mordían con la boquita cerrada, reaccionarios meapilas, liberales incompetentes, bandolerismo, pronunciamientos, algaradas y revoluciones civiles y militares, la estabilidad política era una coña marinera, y la España isabelina iba quedando tan atrás, tan poco influyente, tan fuera del siglo, que los más conspicuos historiadores guiris (y les aseguro que para hilar esta historia de Europa refresqué unos cuantos) suelen ocuparse a fondo de Inglaterra, Francia, Italia, Alemania, Austria y Rusia, pero dejan a la España del XIX aparte, fuera de contexto, casi reducida a una nota a pie de página; ausente de cualquier tratado serio de ideas políticas, porque de ésas y en aquel tiempo aquí hubo pocas. Sin embargo, para no ser injustamente cabroncetes, señalemos que salvaba la honrilla nacional una producción literaria sensible a los nuevos valores sociales, caracterizada por el deseo manifiesto de educar al público y también por la destacada influencia social que entre la burguesía culta (la que leía libros y periódicos e iba al teatro) tuvieron intelectuales como Quintana, Gallardo, Flórez Estrada o el gran Jovellanos. Tampoco en lo económico se descolgaba absolutamente España de la modernidad europea, pues avispados emprendedores supieron buscarse la vida y la industrialización dio trabajo a muchos y riqueza a algunos. Se abrían minas y bancos, se tendían ferrocarriles, se construían buques, se hacían buenos negocios, prosperaban las clases medias, y la alta burguesía trincaba una pasta enorme con la industria textil, el comercio y la metalurgia (como entonces corría la viruta y se llenaban los bolsillos, a vascos y catalanes les encantaba ser españoles). Sin embargo, todo aquello discurría en un páramo ideológicamente yermo, desprovisto de la necesaria evolución política. En ese aspecto, nuestro siglo (disculpen si me cito de nuevo, pero me ahorra trabajo) se limitó a ser la más desvergonzada cacería por el poder que, aun conociendo muchas, conoce nuestra historia, mientras los campesinos vivían en una pobreza mayor, y la industrialización que llegaba a los grandes núcleos urbanos empezaba a crear masas proletarias, obreros mal pagados y hambrientos que rumiaban un justificado rencor. De manera que, entre espadones ambiciosos y políticos corruptos, obispos que mojaban picatostes en toda clase de chocolates, jefes de gobierno sobornados por banqueros extranjeros y farsas electorales compradas con dinero y garrotazos, el reinado de Isabel II, hasta su caída con la revolución de 1868, fue un descarado reparto de poder en manos de forajidos políticos, gentuza instalada en las Cortes y en las capitanías generales, demagogos, sinvergüenzas militares y civiles que, liberales o conservadores, trincaban del mismo negocio. Y para hacernos idea de la catadura moral de algunos, basta comparar dos citas de pensamiento político casi contemporáneas. Una es del presidente francés Mac-Mahon: Sinceramente obediente al régimen parlamentario, jamás me opondré a la voluntad nacional expresada por sus órganos constitucionales. La otra, del ministro español González Brabo: La lucha pequeña y de policía me fastidia. Venga algo gordo que haga latir la bilis. Entonces tiraremos resueltamente del puñal y nos agarraremos de cerca y a muerte.
[Continuará].
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Aestas avanzadas alturas del siglo XIX se estarán preguntando ustedes, como yo, qué pasaba con España. Qué tal iba el asunto por aquí. Y la respuesta es que iba como de costumbre. El Estado policial instaurado por el infame Fernando VII, a base de mucho trono, mucho altar y mucha represión de cuanto oliese a progresía y libertad (llegó a haber 20.000 liberales en el exilio; o sea, casi todos), apoyado al principio por las carcamales potencias europeas que ahora blasonaban de modernas, había convertido esto en un callejón oscuro, mitad calabozo y mitad sacristía. Casi toda la América española ya estaba perdida (1836), aunque allí seguían mandando los de siempre, la sociedad criolla, y los indios se habían limitado a cambiar de amo (así siguen doscientos años después). En cuanto a lo de aquí, Isabel II, hija del infame Narizotas, reinaba en la disparatada herencia recibida de su papi (disculpen si me cito a mí mismo en Una historia de España, pero no soy capaz de repetirlo mejor), de un malo de película, unos buenos heroicos y torpes y un pueblo embrutecido y gandumbas, que se movía según le comían la oreja y al que bastaba, para ponerlo de tu parte, un poquito de música de verbena, una corrida de toros, un sermón de misa dominical o una arenga en la plaza del pueblo, a condición de que el tabaco se repartiera gratis. Y, bueno. Entre guerras carlistas, curas trabucaires o de los que mordían con la boquita cerrada, reaccionarios meapilas, liberales incompetentes, bandolerismo, pronunciamientos, algaradas y revoluciones civiles y militares, la estabilidad política era una coña marinera, y la España isabelina iba quedando tan atrás, tan poco influyente, tan fuera del siglo, que los más conspicuos historiadores guiris (y les aseguro que para hilar esta historia de Europa refresqué unos cuantos) suelen ocuparse a fondo de Inglaterra, Francia, Italia, Alemania, Austria y Rusia, pero dejan a la España del XIX aparte, fuera de contexto, casi reducida a una nota a pie de página; ausente de cualquier tratado serio de ideas políticas, porque de ésas y en aquel tiempo aquí hubo pocas. Sin embargo, para no ser injustamente cabroncetes, señalemos que salvaba la honrilla nacional una producción literaria sensible a los nuevos valores sociales, caracterizada por el deseo manifiesto de educar al público y también por la destacada influencia social que entre la burguesía culta (la que leía libros y periódicos e iba al teatro) tuvieron intelectuales como Quintana, Gallardo, Flórez Estrada o el gran Jovellanos. Tampoco en lo económico se descolgaba absolutamente España de la modernidad europea, pues avispados emprendedores supieron buscarse la vida y la industrialización dio trabajo a muchos y riqueza a algunos. Se abrían minas y bancos, se tendían ferrocarriles, se construían buques, se hacían buenos negocios, prosperaban las clases medias, y la alta burguesía trincaba una pasta enorme con la industria textil, el comercio y la metalurgia (como entonces corría la viruta y se llenaban los bolsillos, a vascos y catalanes les encantaba ser españoles). Sin embargo, todo aquello discurría en un páramo ideológicamente yermo, desprovisto de la necesaria evolución política. En ese aspecto, nuestro siglo (disculpen si me cito de nuevo, pero me ahorra trabajo) se limitó a ser la más desvergonzada cacería por el poder que, aun conociendo muchas, conoce nuestra historia, mientras los campesinos vivían en una pobreza mayor, y la industrialización que llegaba a los grandes núcleos urbanos empezaba a crear masas proletarias, obreros mal pagados y hambrientos que rumiaban un justificado rencor. De manera que, entre espadones ambiciosos y políticos corruptos, obispos que mojaban picatostes en toda clase de chocolates, jefes de gobierno sobornados por banqueros extranjeros y farsas electorales compradas con dinero y garrotazos, el reinado de Isabel II, hasta su caída con la revolución de 1868, fue un descarado reparto de poder en manos de forajidos políticos, gentuza instalada en las Cortes y en las capitanías generales, demagogos, sinvergüenzas militares y civiles que, liberales o conservadores, trincaban del mismo negocio. Y para hacernos idea de la catadura moral de algunos, basta comparar dos citas de pensamiento político casi contemporáneas. Una es del presidente francés Mac-Mahon: Sinceramente obediente al régimen parlamentario, jamás me opondré a la voluntad nacional expresada por sus órganos constitucionales. La otra, del ministro español González Brabo: La lucha pequeña y de policía me fastidia. Venga algo gordo que haga latir la bilis. Entonces tiraremos resueltamente del puñal y nos agarraremos de cerca y a muerte.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XCIII)
Lo de Napoleón III y el Segundo Imperio francés fue un experimento interesante. Acabaría como el rosario de la Aurora, pero durante dos décadas marcó uno de los períodos más prósperos y esperanzadores de la historia de Europa. Se debió sobre todo a un fulano, Luis Napoleón, que era sobrino del gran Bonaparte. El retrato que de él hicieron muchos contemporáneos no lo favorecía demasiado (Marx dijo que era idiota y otros historiadores lo calificaron de oportunista, mediocre y aventurero de la política). Pero en mi opinión, y sobre todo en la de quienes de verdad conocen el asunto, tuvo su puntito. Por un lado, conservador ilustrado como era, el chaval creía que el Estado debía ocuparse del bienestar de las clases humildes en vez de abandonarlas a su suerte en manos de un capitalismo cada vez más voraz. Tampoco perdía de vista los logros de la Revolución francesa en lo referente a igualdad de todos los ciudadanos y que la gente de talento y esfuerzo pudiera prosperar. Y además, estaba convencido de que la autoridad del Estado, la garantía de ley y orden, aseguraba la propiedad privada y la riqueza nacional proporcionando estabilidad política, económica y social. En materia exterior lo tuvo menos claro, metió la gamba varias veces, y pese a varios éxitos militares encajó un par de bofetadas internacionales que le dejaron la boca hecha un sonajero. Y en lo privado, pues bueno. Se casó con una aristócrata megapija española, Eugenia de Montijo (hay biografías de ella, canciones y películas: no se pierdan Violetas imperiales, con Carmen Sevilla y Luis Mariano), que se metía mucho en política y era bastante meapilas en plan por Dios, esposo mío, cómo pretendes que te haga eso, qué dirá mi confesor, etcétera. De cualquier manera, el caso es que Luis Napoleón llegó al poder de forma curiosa y salió de él por la puerta trasera, pero situó de nuevo a Francia entre las grandes potencias de Europa, con una influencia que aún colea en el siglo XXI. También convirtió París, gracias al prefecto Haussmann, en la moderna y hermosa ciudad que es hoy, incluida la monumental Ópera del arquitecto Garnier. El caso es que, después de la revolución de 1848 (que en Francia fueron tres días de guerra civil), la flamante II república gabacha, más conservadora y reaccionaria que otra cosa, decepcionaba a todo cristo, excepto, como dice el historiador Grenville (e igual les suena a ustedes el concepto) a los políticos que se beneficiaban directamente de ella. A diferencia de sus homólogos ingleses, que sabían manejar con tacto el negocio, los parlamentarios franceses (también este concepto les sonará mucho) eran basura despreciable y trincona. Ya había sufragio masculino, y nueve millones de votantes eligieron nuevo presidente al príncipe Luis Napoleón, que prometía limpieza y autoridad beneficiándose del antiguo prestigio y gloria de la familia Bonaparte. Pero a la chita callando, el muy cabroncete y sus asesores tenían otros planes: en cuanto el nuevo mandatario se sintió seguro, dio un cuartelazo (sin sangre, eso sí), se cargó la República, y dos nuevos plebiscitos con gran respaldo popular confirmaron su mando y tronío: uno (1851) aprobó por abrumadora mayoría su golpe de Estado (7.439.216 votos a favor y 640.737 en contra); y otro, su proyecto de restaurar el Imperio (1852). El asunto tuvo dos etapas diferentes: una primera autoritaria, clerical (fue importante el apoyo de los párrocos de provincias), con censura de prensa, policía a tope, 27.000 detenciones, 10.000 deportaciones y 1.500 exiliados (entre ellos el prestigioso escritor e intelectual Víctor Hugo), y otra moderada, liberal, en la que Luis Napoleón dio cuartel a la oposición republicana y a la pequeña burguesía de tradición anticlerical, para comerles el tarro, e hizo una generosa apertura al debate parlamentario, político y social. Pero ahí le salió el gorrino mal capado, pues habiendo concedido a los obreros el derecho de huelga, éstos lo estrenaron montándole notables pajarracas (se acababa de fundar la I Internacional y la cosa andaba caliente). Sin embargo, manejando con habilidad diferentes platos chinos (¡Qué vida la mía! La emperatriz es legitimista; Jerome, republicano; Morny, orleanista, y yo socialista. El único bonapartista es Persigny, pero está loco), Napoleón III aguantó veinte años sin despeinarse hasta que se le acabó la suerte, rematada por errores gordos en política exterior: fallido intento de imponer un emperador en México (lo fusilaron), vaivenes respecto a la independencia de Italia y la cuestión papal, y sobre todo la absurda guerra franco-prusiana de 1870. Pero de todo eso, que fue un auténtico novelón, hablaremos despacio cuando toque hacerlo.
[Continuará].
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Lo de Napoleón III y el Segundo Imperio francés fue un experimento interesante. Acabaría como el rosario de la Aurora, pero durante dos décadas marcó uno de los períodos más prósperos y esperanzadores de la historia de Europa. Se debió sobre todo a un fulano, Luis Napoleón, que era sobrino del gran Bonaparte. El retrato que de él hicieron muchos contemporáneos no lo favorecía demasiado (Marx dijo que era idiota y otros historiadores lo calificaron de oportunista, mediocre y aventurero de la política). Pero en mi opinión, y sobre todo en la de quienes de verdad conocen el asunto, tuvo su puntito. Por un lado, conservador ilustrado como era, el chaval creía que el Estado debía ocuparse del bienestar de las clases humildes en vez de abandonarlas a su suerte en manos de un capitalismo cada vez más voraz. Tampoco perdía de vista los logros de la Revolución francesa en lo referente a igualdad de todos los ciudadanos y que la gente de talento y esfuerzo pudiera prosperar. Y además, estaba convencido de que la autoridad del Estado, la garantía de ley y orden, aseguraba la propiedad privada y la riqueza nacional proporcionando estabilidad política, económica y social. En materia exterior lo tuvo menos claro, metió la gamba varias veces, y pese a varios éxitos militares encajó un par de bofetadas internacionales que le dejaron la boca hecha un sonajero. Y en lo privado, pues bueno. Se casó con una aristócrata megapija española, Eugenia de Montijo (hay biografías de ella, canciones y películas: no se pierdan Violetas imperiales, con Carmen Sevilla y Luis Mariano), que se metía mucho en política y era bastante meapilas en plan por Dios, esposo mío, cómo pretendes que te haga eso, qué dirá mi confesor, etcétera. De cualquier manera, el caso es que Luis Napoleón llegó al poder de forma curiosa y salió de él por la puerta trasera, pero situó de nuevo a Francia entre las grandes potencias de Europa, con una influencia que aún colea en el siglo XXI. También convirtió París, gracias al prefecto Haussmann, en la moderna y hermosa ciudad que es hoy, incluida la monumental Ópera del arquitecto Garnier. El caso es que, después de la revolución de 1848 (que en Francia fueron tres días de guerra civil), la flamante II república gabacha, más conservadora y reaccionaria que otra cosa, decepcionaba a todo cristo, excepto, como dice el historiador Grenville (e igual les suena a ustedes el concepto) a los políticos que se beneficiaban directamente de ella. A diferencia de sus homólogos ingleses, que sabían manejar con tacto el negocio, los parlamentarios franceses (también este concepto les sonará mucho) eran basura despreciable y trincona. Ya había sufragio masculino, y nueve millones de votantes eligieron nuevo presidente al príncipe Luis Napoleón, que prometía limpieza y autoridad beneficiándose del antiguo prestigio y gloria de la familia Bonaparte. Pero a la chita callando, el muy cabroncete y sus asesores tenían otros planes: en cuanto el nuevo mandatario se sintió seguro, dio un cuartelazo (sin sangre, eso sí), se cargó la República, y dos nuevos plebiscitos con gran respaldo popular confirmaron su mando y tronío: uno (1851) aprobó por abrumadora mayoría su golpe de Estado (7.439.216 votos a favor y 640.737 en contra); y otro, su proyecto de restaurar el Imperio (1852). El asunto tuvo dos etapas diferentes: una primera autoritaria, clerical (fue importante el apoyo de los párrocos de provincias), con censura de prensa, policía a tope, 27.000 detenciones, 10.000 deportaciones y 1.500 exiliados (entre ellos el prestigioso escritor e intelectual Víctor Hugo), y otra moderada, liberal, en la que Luis Napoleón dio cuartel a la oposición republicana y a la pequeña burguesía de tradición anticlerical, para comerles el tarro, e hizo una generosa apertura al debate parlamentario, político y social. Pero ahí le salió el gorrino mal capado, pues habiendo concedido a los obreros el derecho de huelga, éstos lo estrenaron montándole notables pajarracas (se acababa de fundar la I Internacional y la cosa andaba caliente). Sin embargo, manejando con habilidad diferentes platos chinos (¡Qué vida la mía! La emperatriz es legitimista; Jerome, republicano; Morny, orleanista, y yo socialista. El único bonapartista es Persigny, pero está loco), Napoleón III aguantó veinte años sin despeinarse hasta que se le acabó la suerte, rematada por errores gordos en política exterior: fallido intento de imponer un emperador en México (lo fusilaron), vaivenes respecto a la independencia de Italia y la cuestión papal, y sobre todo la absurda guerra franco-prusiana de 1870. Pero de todo eso, que fue un auténtico novelón, hablaremos despacio cuando toque hacerlo.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XCIV)
Atodo esto, que ya es hora, se estarán preguntando ustedes qué pasaba con la antigua Germania de Tácito. O sea, con los alemanes, los prusianos y, de paso, con los austríacos. Y lo que pasaba era que la vieja y enorme Austria, su descomunal imperio, era cualquier cosa menos una unidad real, y se mantenía sólo gracias a una vasta estructura de funcionarios, policías, párrocos y militares. Aquello era un sindiós, un desparrame de nacionalidades, grupos étnicos y lenguas. De sus 35 millones de habitantes, sólo la cuarta parte eran alemanes de pata negra; los demás formaban mogollones nacionales diferentes, ya fueran grupos etnolingüísticos a la manera de Eslovaquia o verdaderas naciones históricas como los húngaros, los checos y los polacos. Y a muchos de ellos, el recuerdo de la Revolución Francesa, las ideas románticas y los estallidos nacionales en Europa los tenían calientes. Después de la revolución de 1848, el joven emperador Francisco José (el de Sissí, los valses de Viena, el Danubio azul y todo eso) se había visto obligado a conceder a sus súbditos una Constitución, aunque negándose a considerar el peliagudo asunto de las nacionalidades. Eso encabronó a los húngaros, que se revolvieron como gato panza arriba, así que a Francisco José se le acabó la mano izquierda y quiso recurrir al palo y tentetieso, a la ley y el orden de toda la vida. Pero los tiempos cambiaban que era una barbaridad, y la cada vez más fuerte burguesía austríaca, cuya pujanza económica exigía reformas liberales para sus negocios, le entorpeció el manejo del látigo. Lo de Hungría quiso resolverlo el emperata mediante la reconversión del Estado en Imperio Austro-Húngaro, pero las otras nacionalidades preguntaron qué hay de lo mío: los checos, los eslovacos y los eslavos del sur (que deseaban un estado yugoslavo independiente) dieron por saco cuanto pudieron. Y en fin: entre 1867 y la Primera Guerra Mundial (1914), Austria aguantó como pudo, renqueante y apolillada, evolucionando despacio hacia una democracia con instituciones liberales, parlamento, sufragio universal y esas cosas, cuesta abajo en cuanto a influencia internacional mientras las vecinas Prusia y Alemania, detalle importante, iban para arriba. Del mismo modo que por aquel tiempo se construía la nueva Italia gracias a los patriotas (republicanos incluidos) agrupados en torno a la casa de Saboya, la unidad en tierras alemanas fraguó mediante el impulso de Prusia, y sobre todo de un militar enemigo de la palabra democracia, conservador y autoritario, al que acabaron apodando el canciller de hierro y que se llamó Otto von Bismarck. Los alemanes llevaban toda la vida cada uno por su cuenta, divididos en pequeños estados, y la idea ambiciosa de un segundo Imperio alemán que marcase el paso de la oca le rondaba a Bismarck la cabeza; así que se puso tenazmente a la faena. Facilitó mucho las cosas que, al empezar la segunda mitad del siglo XIX, Prusia (la vieja y dura enemiga del emperador Napoleón I, que aliada con los ingleses lo derrotó en Waterloo) había experimentado un enorme desarrollo económico con sus potentes industrias, sobre todo carbón y acero, y también gracias a una avanzada red ferroviaria tan eficaz y puntual que (si me permiten el pésimo chiste) podríamos calificar de prusiana. El caso es que, para su proyecto nacional, el canciller de hierro necesitaba romperle los cuernos al imperio austríaco, que desde hacía siglos venía siendo chulo indiscutible de Europa Central. Así que, tras preparar la maniobra y cuando se sintió fuerte para ello, Bismarck les montó a los de Viena una importante pajarraca bélica que acabó derrotándolos en la batalla de Sadowa (1866), donde les dio las suyas y las del pulpo, anexionándose luego los ducados de Hanóver y Schleswig-Holstein. Despejado por ahí el camino, el paso siguiente fue trincar por la cara los estados de Sajonia, Turingia y Mecklemburgo, y hacer que los príncipes de allí se zamparan la constitución de una Confederación de Alemania del Norte presidida por el rey de Prusia, Guillermo I Hohenzollern. Y tres años después, para rematar la faena amputándole Alsacia y Lorena a Francia, Bismarck declaró a Napoleón III una guerra, la franco-prusiana, en la que el ejército gabacho, derrotado en la batalla de Sedán, quedó hecho bicarbonato de sosa. De manera que, consumado el proyecto, en enero de 1871 (en Versalles, para más recochineo de una Francia en pleno desastre), Guillermo I fue proclamado emperador alemán. Y, bueno. En esa lengua, Imperio se traduce como Reich: una palabra que (no precisamente para bien de los vecinos ni del mundo) tendría mucho protagonismo en la Europa de los siguientes setenta y cinco años.
[Continuará].
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Atodo esto, que ya es hora, se estarán preguntando ustedes qué pasaba con la antigua Germania de Tácito. O sea, con los alemanes, los prusianos y, de paso, con los austríacos. Y lo que pasaba era que la vieja y enorme Austria, su descomunal imperio, era cualquier cosa menos una unidad real, y se mantenía sólo gracias a una vasta estructura de funcionarios, policías, párrocos y militares. Aquello era un sindiós, un desparrame de nacionalidades, grupos étnicos y lenguas. De sus 35 millones de habitantes, sólo la cuarta parte eran alemanes de pata negra; los demás formaban mogollones nacionales diferentes, ya fueran grupos etnolingüísticos a la manera de Eslovaquia o verdaderas naciones históricas como los húngaros, los checos y los polacos. Y a muchos de ellos, el recuerdo de la Revolución Francesa, las ideas románticas y los estallidos nacionales en Europa los tenían calientes. Después de la revolución de 1848, el joven emperador Francisco José (el de Sissí, los valses de Viena, el Danubio azul y todo eso) se había visto obligado a conceder a sus súbditos una Constitución, aunque negándose a considerar el peliagudo asunto de las nacionalidades. Eso encabronó a los húngaros, que se revolvieron como gato panza arriba, así que a Francisco José se le acabó la mano izquierda y quiso recurrir al palo y tentetieso, a la ley y el orden de toda la vida. Pero los tiempos cambiaban que era una barbaridad, y la cada vez más fuerte burguesía austríaca, cuya pujanza económica exigía reformas liberales para sus negocios, le entorpeció el manejo del látigo. Lo de Hungría quiso resolverlo el emperata mediante la reconversión del Estado en Imperio Austro-Húngaro, pero las otras nacionalidades preguntaron qué hay de lo mío: los checos, los eslovacos y los eslavos del sur (que deseaban un estado yugoslavo independiente) dieron por saco cuanto pudieron. Y en fin: entre 1867 y la Primera Guerra Mundial (1914), Austria aguantó como pudo, renqueante y apolillada, evolucionando despacio hacia una democracia con instituciones liberales, parlamento, sufragio universal y esas cosas, cuesta abajo en cuanto a influencia internacional mientras las vecinas Prusia y Alemania, detalle importante, iban para arriba. Del mismo modo que por aquel tiempo se construía la nueva Italia gracias a los patriotas (republicanos incluidos) agrupados en torno a la casa de Saboya, la unidad en tierras alemanas fraguó mediante el impulso de Prusia, y sobre todo de un militar enemigo de la palabra democracia, conservador y autoritario, al que acabaron apodando el canciller de hierro y que se llamó Otto von Bismarck. Los alemanes llevaban toda la vida cada uno por su cuenta, divididos en pequeños estados, y la idea ambiciosa de un segundo Imperio alemán que marcase el paso de la oca le rondaba a Bismarck la cabeza; así que se puso tenazmente a la faena. Facilitó mucho las cosas que, al empezar la segunda mitad del siglo XIX, Prusia (la vieja y dura enemiga del emperador Napoleón I, que aliada con los ingleses lo derrotó en Waterloo) había experimentado un enorme desarrollo económico con sus potentes industrias, sobre todo carbón y acero, y también gracias a una avanzada red ferroviaria tan eficaz y puntual que (si me permiten el pésimo chiste) podríamos calificar de prusiana. El caso es que, para su proyecto nacional, el canciller de hierro necesitaba romperle los cuernos al imperio austríaco, que desde hacía siglos venía siendo chulo indiscutible de Europa Central. Así que, tras preparar la maniobra y cuando se sintió fuerte para ello, Bismarck les montó a los de Viena una importante pajarraca bélica que acabó derrotándolos en la batalla de Sadowa (1866), donde les dio las suyas y las del pulpo, anexionándose luego los ducados de Hanóver y Schleswig-Holstein. Despejado por ahí el camino, el paso siguiente fue trincar por la cara los estados de Sajonia, Turingia y Mecklemburgo, y hacer que los príncipes de allí se zamparan la constitución de una Confederación de Alemania del Norte presidida por el rey de Prusia, Guillermo I Hohenzollern. Y tres años después, para rematar la faena amputándole Alsacia y Lorena a Francia, Bismarck declaró a Napoleón III una guerra, la franco-prusiana, en la que el ejército gabacho, derrotado en la batalla de Sedán, quedó hecho bicarbonato de sosa. De manera que, consumado el proyecto, en enero de 1871 (en Versalles, para más recochineo de una Francia en pleno desastre), Guillermo I fue proclamado emperador alemán. Y, bueno. En esa lengua, Imperio se traduce como Reich: una palabra que (no precisamente para bien de los vecinos ni del mundo) tendría mucho protagonismo en la Europa de los siguientes setenta y cinco años.
[Continuará].
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XCV)
Volvamos a Francia; al Segundo Imperio de allí, que al principio del último tercio del siglo XIX vivía tiempos interesantes. Con Napoleón III, sus iniciativas urbanas y sus suntuosas fiestas, París se había convertido en la Ville-lumière, la Ciudad-luz que fascinaba a los visitantes extranjeros, convertida en referente mundial del urbanismo, el arte, la moda y el buen gusto (todavía, siglo y medio después, vive de lo que colea aquello), hasta el punto de que ese ambiente, muy bien descrito por los novelistas de la época, Hugo, Flaubert, Dumas y otros grandes narradores franceses, puede calificarse como una auténtica edad de oro de la burguesía y el dinero (para quien lo tenía, por supuesto), con la aparición de grandes dinastías industriales y financieras como los Talbot, los Wendel, los Péreire y los Schneider. En lo social, claro, allí como en todas partes, era la clase obrera (relegada a insalubres barrios periféricos y cada vez más encabronada) la que sudaba a chorros para pagar la fiesta; pero la cosa se disimulaba con los buenos negocios, el auge de la clase media y el hecho de que, en una Francia mayoritariamente agrícola, los campesinos, en su mayoría de talante conservador, se mostraban satisfechos con la política económica del gobierno. Se las prometía así Napoleón III muy felices para comer perdices, pero una serie de metidas de pata en política exterior le capó de mala manera el gorrino. Consciente (en esto fue de verdad perspicaz) de que el nacionalismo iba a ser la fuerza más poderosa en el futuro inmediato, mostró querencia a mezclarse en asuntos ajenos, resuelto a convertir a Francia en árbitro de las viejas y las nuevas naciones; y así anduvo por jardines cada vez más complicados. Dispuesto a conchabarse con la Inglaterra liberal para segar la hierba bajo los pies de potencias reaccionarias como Austria y Rusia, metió a Francia en la guerra de Crimea (la de la famosa carga de caballería británica en Balaclava), de la que salió con los pies fríos y la cabeza caliente, sin beneficio alguno. Tampoco en Italia le fueron bien las cosas, porque sus victorias militares contra los austríacos en Magenta y Solferino, con la anexión de Niza y Saboya, más que admiración suscitaron la desconfianza de una Europa que veía demasiado chulesco al emperata gabacho, en plan de dónde sacas, chaval, para tanto como destacas. Y ni siquiera mojarse como se mojó por la unidad italiana le sirvió de gran cosa; porque, al final, su apoyo al papa le enajenó la simpatía de los de allí. En lo colonial le fueron mejor las cosas, pacificando Argelia y estableciéndose en África Negra, Conchinchina y el Pacífico; pero hasta ahí llegó el nivel, pues una pésima racha, de desastre en desastre y tiro porque me toca, se le acabó llevando el crédito y el negocio. Lo más pintoresco (y descabellado) fue el intento de crear en América un imperio hispano-latino que equilibrase por abajo el poder creciente que los Estados Unidos alcanzaban por arriba. La idea no era mala sobre el papel, pero irrealizable sobre el terreno. Sin embargo, empeñado en llevarla adelante con el apoyo de España, Napo envió a México una expedición militar hispano-franchute (a los nuestros los mandaba el general Prim) para afirmar en el trono de allí a un pobre tiñalpa que se sacó de la manga, Maximiliano de Austria, al que los mexicanos se apresuraron a fusilar como Dios manda; con lo que el proyecto imperial americano se fue al carajo. Pero la guinda del pastel consistió en que, como toda Europa, Napoleón III subestimaba el poderío creciente de Prusia. Aunque su ejército era inferior al prusiano y sus generales más incompetentes (estaba el canciller Bismarck al mando de los boches, así que calculen), le declaró la guerra, que hace falta ser pringado, y su querida Frans se comió en la batalla de Sedán (1870) una derrota como el sombrero de Pancho Villa. Habiendo hecho el ridículo ante toda Europa, no le quedó al francés sino abdicar y largarse a Inglaterra, donde palmó dos años después. Dándose así la curiosa circunstancia de que un emperador dos veces respaldado en plebiscitos cayó fulminado por una derrota militar, lamentable fin a uno de los períodos más esperanzadores y prósperos de la historia europea. Pero así es la puñetera vida. El caso fue que, mientras Napoleón III hacía las maletas, los diputados republicanos constituyeron en París un gobierno provisional que acabaría proclamando la Tercera República. Si iba a ser liberal o conservadora (pese a lo que en España piensan algunos idiotas, siempre hubo republicanos de derechas), eso se decidiría en los siguientes años. Y no sin sangrientos sobresaltos.
[Continuará].
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Volvamos a Francia; al Segundo Imperio de allí, que al principio del último tercio del siglo XIX vivía tiempos interesantes. Con Napoleón III, sus iniciativas urbanas y sus suntuosas fiestas, París se había convertido en la Ville-lumière, la Ciudad-luz que fascinaba a los visitantes extranjeros, convertida en referente mundial del urbanismo, el arte, la moda y el buen gusto (todavía, siglo y medio después, vive de lo que colea aquello), hasta el punto de que ese ambiente, muy bien descrito por los novelistas de la época, Hugo, Flaubert, Dumas y otros grandes narradores franceses, puede calificarse como una auténtica edad de oro de la burguesía y el dinero (para quien lo tenía, por supuesto), con la aparición de grandes dinastías industriales y financieras como los Talbot, los Wendel, los Péreire y los Schneider. En lo social, claro, allí como en todas partes, era la clase obrera (relegada a insalubres barrios periféricos y cada vez más encabronada) la que sudaba a chorros para pagar la fiesta; pero la cosa se disimulaba con los buenos negocios, el auge de la clase media y el hecho de que, en una Francia mayoritariamente agrícola, los campesinos, en su mayoría de talante conservador, se mostraban satisfechos con la política económica del gobierno. Se las prometía así Napoleón III muy felices para comer perdices, pero una serie de metidas de pata en política exterior le capó de mala manera el gorrino. Consciente (en esto fue de verdad perspicaz) de que el nacionalismo iba a ser la fuerza más poderosa en el futuro inmediato, mostró querencia a mezclarse en asuntos ajenos, resuelto a convertir a Francia en árbitro de las viejas y las nuevas naciones; y así anduvo por jardines cada vez más complicados. Dispuesto a conchabarse con la Inglaterra liberal para segar la hierba bajo los pies de potencias reaccionarias como Austria y Rusia, metió a Francia en la guerra de Crimea (la de la famosa carga de caballería británica en Balaclava), de la que salió con los pies fríos y la cabeza caliente, sin beneficio alguno. Tampoco en Italia le fueron bien las cosas, porque sus victorias militares contra los austríacos en Magenta y Solferino, con la anexión de Niza y Saboya, más que admiración suscitaron la desconfianza de una Europa que veía demasiado chulesco al emperata gabacho, en plan de dónde sacas, chaval, para tanto como destacas. Y ni siquiera mojarse como se mojó por la unidad italiana le sirvió de gran cosa; porque, al final, su apoyo al papa le enajenó la simpatía de los de allí. En lo colonial le fueron mejor las cosas, pacificando Argelia y estableciéndose en África Negra, Conchinchina y el Pacífico; pero hasta ahí llegó el nivel, pues una pésima racha, de desastre en desastre y tiro porque me toca, se le acabó llevando el crédito y el negocio. Lo más pintoresco (y descabellado) fue el intento de crear en América un imperio hispano-latino que equilibrase por abajo el poder creciente que los Estados Unidos alcanzaban por arriba. La idea no era mala sobre el papel, pero irrealizable sobre el terreno. Sin embargo, empeñado en llevarla adelante con el apoyo de España, Napo envió a México una expedición militar hispano-franchute (a los nuestros los mandaba el general Prim) para afirmar en el trono de allí a un pobre tiñalpa que se sacó de la manga, Maximiliano de Austria, al que los mexicanos se apresuraron a fusilar como Dios manda; con lo que el proyecto imperial americano se fue al carajo. Pero la guinda del pastel consistió en que, como toda Europa, Napoleón III subestimaba el poderío creciente de Prusia. Aunque su ejército era inferior al prusiano y sus generales más incompetentes (estaba el canciller Bismarck al mando de los boches, así que calculen), le declaró la guerra, que hace falta ser pringado, y su querida Frans se comió en la batalla de Sedán (1870) una derrota como el sombrero de Pancho Villa. Habiendo hecho el ridículo ante toda Europa, no le quedó al francés sino abdicar y largarse a Inglaterra, donde palmó dos años después. Dándose así la curiosa circunstancia de que un emperador dos veces respaldado en plebiscitos cayó fulminado por una derrota militar, lamentable fin a uno de los períodos más esperanzadores y prósperos de la historia europea. Pero así es la puñetera vida. El caso fue que, mientras Napoleón III hacía las maletas, los diputados republicanos constituyeron en París un gobierno provisional que acabaría proclamando la Tercera República. Si iba a ser liberal o conservadora (pese a lo que en España piensan algunos idiotas, siempre hubo republicanos de derechas), eso se decidiría en los siguientes años. Y no sin sangrientos sobresaltos.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XCVI)
El largo reinado de Isabel II en España, inestable, vergonzoso, incierto en manos de una reina irresponsable y frívola (es puta pero piadosa, dijo el papa Pío Nono), transcurrió entre descarados repartos de poder entre políticos conservadores y liberales, ruido de sables, pronunciamientos militares y campañas africanas; y a eso hay que añadir, como guindas negras del pastel, una contienda naval contra Chile, Perú y Bolivia, y otra guerra civil, la segunda carlista. Todo eso, poquito a poco, fue dejando el paisaje a punto de nieve para la revolución que en septiembre de 1868 mandó a la reina a tomar por saco, dejando vacante el trono. Los que se la habían cargado y tenían la sartén por el mango (el general Serrano, el general Prim y las inmediatas Cortes Constituyentes) elaboraron una Carta Constitucional muy democrática, bastante potable para la época; pero la palabra república todavía daba repelús, así que ofrecieron el trono a un joven voluntarioso llamado Amadeo, de la entonces prestigiosa casa de Saboya, y para más datos segundo hijo del rey de Italia. Pero cuando el chaval vino a España se encontró con que a su principal padrino (el general Prim, estatua en la Castellana y calle junto al café Gijón) lo acababan de asesinar, que los republicanos lo puteaban, que los partidarios de la reina depuesta y su hijo Alfonsito le hacían luz de gas y que todo el mundo se lo tomaba a cachondeo. Así que hizo las maletas y dijo a los españoles, con palmas de copla: si os he visto no me acuerdo, madre no hay más que una y a ti te encontré en la calle. Se proclamó entonces con mucho tronío la Primera República, también conocida como La Breve (no duró once meses); que, aunque en ella destacaron políticos de verbo y cabeza como Pi y Margall, Figueras, Salmerón y Castelar, fue incapaz de sobrevivir en un caos de rebeliones carlistas y cantonalistas, zancadillas entre republicanos, indiferencia popular, incultura política y golfería generalizada. Así que un cuartelazo de los generales Serrano y Pavía, derribó al gobierno, disolvió las Cortes y formó un gobierno provisional hasta que, meses después, otro espadón llamado Martínez Campos (como se ve, eran los mílites gloriosos quienes cortaban el bacalao) proclamó en Sagunto como nuevo rey de España al hijo (Borbón, recordemos) de la depuesta Isabel, con el nombre de Alfonso XII. Fue este chico un rey amado por el pueblo, con excelentes intenciones; pero sólo reinó diez años, pues a los 27 de edad se lo llevó la tuberculosis (las películas ¿Dónde vas, Alfonso XII? y ¿Dónde vas, triste de ti? cuentan bastante bien aquella época). En ese período, que alumbró una nueva Constitución (vigente hasta 1931), se dio un curioso sistema de gobierno bipartidista: la alternancia pacífica en el poder, conchabados como compadres de cochinera, de políticos liberales y conservadores, en plan vamos a llevarnos bien y entre bomberos no nos pisemos la manguera. Y así, sucediéndose el uno al otro, alternándose en la gobernanza, dirigieron España el astuto liberal Práxedes Mateo Sagasta y el culto conservador Cánovas del Castillo. Que no fue tarea fácil, por cierto, pues tuvieron que comerse el marrón de otra guerra carlista y la crisis de las últimas posesiones americanas. El caso es que así, entre pitos y flautas, España iba encaminándose hacia el final de un siglo incómodo y turbulento que no acabó por integrarla del todo en Europa, sino que la distanció de ella; sobre todo porque la escasa industrialización, que otros abordaban con entusiasmo, se limitó aquí a zonas concretas y producía desconfianza entre las clases altas conservadoras, que veían en los obreros un inquietante germen de chusma revolucionaria. El caso es que, fallecido el duodécimo Alfonso, su segunda esposa, María Cristina de Habsburgo (la primera, muerta muy joven, fue la Mercedes de la famosa canción), se encargó de la regencia, encinta del hijo póstumo del rey fallecido: o sea, del futuro Alfonso XIII, bisabuelo del Felipe VI de ahora. Y no fue un tiempo cómodo para la madre ni para la criatura, porque además de las crisis políticas habituales hubo que hacer frente a la insurrección de Cuba y a la guerra con los Estados Unidos de América. Pese a su heroica resolución, las escuadras de Cervera y Montojo fueron destruidas en los desastres de Santiago y Cavite; y mediante el Tratado de París (1898) una humillada España tuvo que renunciar a Cuba, Puerto Rico y Filipinas, últimos restos de su viejo imperio colonial. En el concierto de las potencias europeas dirigido por Inglaterra, Alemania, Francia y Rusia, limitada a unas modestas posesiones en Marruecos y África ecuatorial, España se resignaba a ser pequeña nota a pie de página.
[Continuará].
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El largo reinado de Isabel II en España, inestable, vergonzoso, incierto en manos de una reina irresponsable y frívola (es puta pero piadosa, dijo el papa Pío Nono), transcurrió entre descarados repartos de poder entre políticos conservadores y liberales, ruido de sables, pronunciamientos militares y campañas africanas; y a eso hay que añadir, como guindas negras del pastel, una contienda naval contra Chile, Perú y Bolivia, y otra guerra civil, la segunda carlista. Todo eso, poquito a poco, fue dejando el paisaje a punto de nieve para la revolución que en septiembre de 1868 mandó a la reina a tomar por saco, dejando vacante el trono. Los que se la habían cargado y tenían la sartén por el mango (el general Serrano, el general Prim y las inmediatas Cortes Constituyentes) elaboraron una Carta Constitucional muy democrática, bastante potable para la época; pero la palabra república todavía daba repelús, así que ofrecieron el trono a un joven voluntarioso llamado Amadeo, de la entonces prestigiosa casa de Saboya, y para más datos segundo hijo del rey de Italia. Pero cuando el chaval vino a España se encontró con que a su principal padrino (el general Prim, estatua en la Castellana y calle junto al café Gijón) lo acababan de asesinar, que los republicanos lo puteaban, que los partidarios de la reina depuesta y su hijo Alfonsito le hacían luz de gas y que todo el mundo se lo tomaba a cachondeo. Así que hizo las maletas y dijo a los españoles, con palmas de copla: si os he visto no me acuerdo, madre no hay más que una y a ti te encontré en la calle. Se proclamó entonces con mucho tronío la Primera República, también conocida como La Breve (no duró once meses); que, aunque en ella destacaron políticos de verbo y cabeza como Pi y Margall, Figueras, Salmerón y Castelar, fue incapaz de sobrevivir en un caos de rebeliones carlistas y cantonalistas, zancadillas entre republicanos, indiferencia popular, incultura política y golfería generalizada. Así que un cuartelazo de los generales Serrano y Pavía, derribó al gobierno, disolvió las Cortes y formó un gobierno provisional hasta que, meses después, otro espadón llamado Martínez Campos (como se ve, eran los mílites gloriosos quienes cortaban el bacalao) proclamó en Sagunto como nuevo rey de España al hijo (Borbón, recordemos) de la depuesta Isabel, con el nombre de Alfonso XII. Fue este chico un rey amado por el pueblo, con excelentes intenciones; pero sólo reinó diez años, pues a los 27 de edad se lo llevó la tuberculosis (las películas ¿Dónde vas, Alfonso XII? y ¿Dónde vas, triste de ti? cuentan bastante bien aquella época). En ese período, que alumbró una nueva Constitución (vigente hasta 1931), se dio un curioso sistema de gobierno bipartidista: la alternancia pacífica en el poder, conchabados como compadres de cochinera, de políticos liberales y conservadores, en plan vamos a llevarnos bien y entre bomberos no nos pisemos la manguera. Y así, sucediéndose el uno al otro, alternándose en la gobernanza, dirigieron España el astuto liberal Práxedes Mateo Sagasta y el culto conservador Cánovas del Castillo. Que no fue tarea fácil, por cierto, pues tuvieron que comerse el marrón de otra guerra carlista y la crisis de las últimas posesiones americanas. El caso es que así, entre pitos y flautas, España iba encaminándose hacia el final de un siglo incómodo y turbulento que no acabó por integrarla del todo en Europa, sino que la distanció de ella; sobre todo porque la escasa industrialización, que otros abordaban con entusiasmo, se limitó aquí a zonas concretas y producía desconfianza entre las clases altas conservadoras, que veían en los obreros un inquietante germen de chusma revolucionaria. El caso es que, fallecido el duodécimo Alfonso, su segunda esposa, María Cristina de Habsburgo (la primera, muerta muy joven, fue la Mercedes de la famosa canción), se encargó de la regencia, encinta del hijo póstumo del rey fallecido: o sea, del futuro Alfonso XIII, bisabuelo del Felipe VI de ahora. Y no fue un tiempo cómodo para la madre ni para la criatura, porque además de las crisis políticas habituales hubo que hacer frente a la insurrección de Cuba y a la guerra con los Estados Unidos de América. Pese a su heroica resolución, las escuadras de Cervera y Montojo fueron destruidas en los desastres de Santiago y Cavite; y mediante el Tratado de París (1898) una humillada España tuvo que renunciar a Cuba, Puerto Rico y Filipinas, últimos restos de su viejo imperio colonial. En el concierto de las potencias europeas dirigido por Inglaterra, Alemania, Francia y Rusia, limitada a unas modestas posesiones en Marruecos y África ecuatorial, España se resignaba a ser pequeña nota a pie de página.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XCVII)
Mientras a la Europa de la segunda mitad del XIX le crujían las costuras con el nacimiento, bélico y doloroso, de nuevas naciones y nuevas maneras, Gran Bretaña gozaba de una prosperidad y un prestigio extraordinarios bajo el larguísimo gobierno de la reina Victoria (desde 1837 hasta 1901). En su dominio comercial y militar de tierras y mares, eran suyas Inglaterra, Escocia, Gales, Irlanda, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, la India y otros enclaves menores. De puertas adentro gozaba de una pujanza industrial y comercial indiscutible, una economía sólida y una estabilidad política que la hacían ser admirada por todos (desde Garibaldi hasta Marx) como modelo de tolerancia, libertad de expresión, libertad de prensa e instituciones representativas. Nadie disolvió allí nunca un parlamento con bayonetas, como en Francia, España o Alemania, y en ninguna otra gran potencia europea estaba tan profundamente arraigada la libertad, escribió el historiador Grenville. Merced a una excelente combinación de prudencia y sentido práctico de su clase política, los ingleses pasaron sin sobresaltos del viejo parlamento aristocrático a una democracia sostenida por las clases medias. La era victoriana fue para ellos (para los acomodados, se entiende) una época feliz, cuyo espíritu clavó la conservadora The Quarterley Review en 1866: Nuestra riqueza es desbordante, y nada enturbia nuestro comercio ni perturba la paz y satisfacción de que disfrutamos en esta isla. Ayudó mucho el alto nivel intelectual de los políticos de entonces (compárenlos con los que allí tienen ahora o los que tenemos aquí y les dará la risa loca), encarnados en el liberal Gladstone y el conservador Disraeli. Fue este último el más eminente político victoriano (hay una estupenda biografía escrita por André Maurois), que hizo posible, además, la consolidación del poder ultramarino inglés mediante la compra de acciones del canal de Suez, y convirtió la posesión colonial de la India en joya de la corona y eje del imperio británico. Lo curioso (o no mucho, siendo Inglaterra) es que tanto Disraeli como Gladstone habían pertenecido al partido opuesto, y cambiaron de bando sin despeinarse y sin que nadie se extrañara en absoluto. Incluso, leyes preparadas por los liberales fueron aprobadas por los conservadores al llegar al gobierno. Esa elasticidad y ese pragmatismo contrastaban con la intransigencia sectaria de liberales y conservadores europeos, capaces de saltarse ellos un ojo con tal de que los adversarios se quedaran ciegos. Y así les fue a unos y a otros. Hubo en Inglaterra reformas electorales (aunque el voto seguía siendo masculino y limitado a quienes poseían casas o propiedades) y avances político-sociales que hoy parecen tímidos, pero que fueron grandes novedades democráticas. Paradójicamente, la mayor parte de las reformas las hicieron políticos conservadores que, con mucha sagacidad, veían venir los nublados y advertían la necesidad de una paz social para la prosperidad común. Aunque siempre hay un pelo en la sopa, y lo que se les atravesó en el gaznate fue el problema de la sometida Irlanda (católica en un 80 por ciento, pero en manos de propietarios anglicanos), donde el hambre y la represión de que eran víctimas los campesinos fomentaron, de una parte, la emigración a América; y de la otra, un duro nacionalismo que derivó en atentados terroristas y lucha clandestina contra la ocupación inglesa. Pero, bueno. Avispero irlandés aparte, Inglaterra siguió prosperando convertida en potencia mundial tan poderosa como lo había sido España en los siglos XVI y XVII. Después de la insatisfactoria guerra de Crimea contra Rusia (la famosa carga de Balaclava), el Imperio de la longeva Victoria no tuvo serios patinazos bélicos, e incluso sus enemigos consideraban a los británicos una civilización superior. Los propios ingleses lo creían así, convencidos de que sus intereses coincidían con los de la Humanidad y, por tanto, las razas inferiores e incivilizadas debían respetarlos o sufrir el castigo correspondiente. Nunca la chulería colonial de aquellos fulanos fue tanta (después el cine de aventuras la glorificó hasta extremos grotescos). Todavía en 1897, la revista Nineteenth Century afirmaba, con dos cojones: Nos ha sido asignado, a nosotros y no a los demás, el deber de llevar la civilización, la moral y la religión a los lugares sombríos del mundo. Para captar la materialización de esa idea basta con leer al gran Rudyard Kipling (lo cortés no quita lo moctezuma) en La bandera inglesa, El canto de Inglaterra, La carga del hombre blanco y el magnífico Libro de las tierras vírgenes. Que aparte de estar muy bien escritos, en lo ideológico son tela marinera.
[Continuará].
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Mientras a la Europa de la segunda mitad del XIX le crujían las costuras con el nacimiento, bélico y doloroso, de nuevas naciones y nuevas maneras, Gran Bretaña gozaba de una prosperidad y un prestigio extraordinarios bajo el larguísimo gobierno de la reina Victoria (desde 1837 hasta 1901). En su dominio comercial y militar de tierras y mares, eran suyas Inglaterra, Escocia, Gales, Irlanda, Canadá, Australia, Nueva Zelanda, la India y otros enclaves menores. De puertas adentro gozaba de una pujanza industrial y comercial indiscutible, una economía sólida y una estabilidad política que la hacían ser admirada por todos (desde Garibaldi hasta Marx) como modelo de tolerancia, libertad de expresión, libertad de prensa e instituciones representativas. Nadie disolvió allí nunca un parlamento con bayonetas, como en Francia, España o Alemania, y en ninguna otra gran potencia europea estaba tan profundamente arraigada la libertad, escribió el historiador Grenville. Merced a una excelente combinación de prudencia y sentido práctico de su clase política, los ingleses pasaron sin sobresaltos del viejo parlamento aristocrático a una democracia sostenida por las clases medias. La era victoriana fue para ellos (para los acomodados, se entiende) una época feliz, cuyo espíritu clavó la conservadora The Quarterley Review en 1866: Nuestra riqueza es desbordante, y nada enturbia nuestro comercio ni perturba la paz y satisfacción de que disfrutamos en esta isla. Ayudó mucho el alto nivel intelectual de los políticos de entonces (compárenlos con los que allí tienen ahora o los que tenemos aquí y les dará la risa loca), encarnados en el liberal Gladstone y el conservador Disraeli. Fue este último el más eminente político victoriano (hay una estupenda biografía escrita por André Maurois), que hizo posible, además, la consolidación del poder ultramarino inglés mediante la compra de acciones del canal de Suez, y convirtió la posesión colonial de la India en joya de la corona y eje del imperio británico. Lo curioso (o no mucho, siendo Inglaterra) es que tanto Disraeli como Gladstone habían pertenecido al partido opuesto, y cambiaron de bando sin despeinarse y sin que nadie se extrañara en absoluto. Incluso, leyes preparadas por los liberales fueron aprobadas por los conservadores al llegar al gobierno. Esa elasticidad y ese pragmatismo contrastaban con la intransigencia sectaria de liberales y conservadores europeos, capaces de saltarse ellos un ojo con tal de que los adversarios se quedaran ciegos. Y así les fue a unos y a otros. Hubo en Inglaterra reformas electorales (aunque el voto seguía siendo masculino y limitado a quienes poseían casas o propiedades) y avances político-sociales que hoy parecen tímidos, pero que fueron grandes novedades democráticas. Paradójicamente, la mayor parte de las reformas las hicieron políticos conservadores que, con mucha sagacidad, veían venir los nublados y advertían la necesidad de una paz social para la prosperidad común. Aunque siempre hay un pelo en la sopa, y lo que se les atravesó en el gaznate fue el problema de la sometida Irlanda (católica en un 80 por ciento, pero en manos de propietarios anglicanos), donde el hambre y la represión de que eran víctimas los campesinos fomentaron, de una parte, la emigración a América; y de la otra, un duro nacionalismo que derivó en atentados terroristas y lucha clandestina contra la ocupación inglesa. Pero, bueno. Avispero irlandés aparte, Inglaterra siguió prosperando convertida en potencia mundial tan poderosa como lo había sido España en los siglos XVI y XVII. Después de la insatisfactoria guerra de Crimea contra Rusia (la famosa carga de Balaclava), el Imperio de la longeva Victoria no tuvo serios patinazos bélicos, e incluso sus enemigos consideraban a los británicos una civilización superior. Los propios ingleses lo creían así, convencidos de que sus intereses coincidían con los de la Humanidad y, por tanto, las razas inferiores e incivilizadas debían respetarlos o sufrir el castigo correspondiente. Nunca la chulería colonial de aquellos fulanos fue tanta (después el cine de aventuras la glorificó hasta extremos grotescos). Todavía en 1897, la revista Nineteenth Century afirmaba, con dos cojones: Nos ha sido asignado, a nosotros y no a los demás, el deber de llevar la civilización, la moral y la religión a los lugares sombríos del mundo. Para captar la materialización de esa idea basta con leer al gran Rudyard Kipling (lo cortés no quita lo moctezuma) en La bandera inglesa, El canto de Inglaterra, La carga del hombre blanco y el magnífico Libro de las tierras vírgenes. Que aparte de estar muy bien escritos, en lo ideológico son tela marinera.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XCVIII)
Con la derrota y liquidación política de Napoleón III en la desastrosa guerra franco-prusiana (desastrosa para Francia, se entiende), Alemania, con su férreo canciller Bismarck al mando y con el emperador Guillermo I en segundo plano, se había convertido en la potencia militar absoluta; pero es que, además, poseedora de la mayor siderurgia del continente (los Krupp y compañía, que vendían armamento hasta a los enemigos), incluso le mojaba la oreja a Inglaterra en ciencia, artes y tecnología. La cosa, que iba muy bien, sólo cojeaba en lo político, porque ahí el progreso era escaso. Ocurría en el Reich alemán y prusiano lo que en el resto de Europa a excepción de Rusia (reducida a un asunto de amos reaccionarios y esclavos sumisos): los propietarios, grandes industriales y otros privilegiados, que tenían todas las sartenes por el mango, estaban cada vez más mosqueados con los de abajo. Veían venir el nublado, por supuesto, aunque los tranquilizaba saber a la chusma incapaz todavía de organizarse de una manera eficaz para la violencia revolucionaria; y cuando tales pasos se daban, solía salir el cochino mal capado. El sangriento fracaso de la Comuna en Francia (de eso hablaremos en el próximo capítulo, porque tiene candela), por ejemplo, echaba a muchos para atrás. Dicho en corto, la breva de materializar las aspiraciones de las masas todavía no estaba madura, y ni siquiera las propias masas se aclaraban al respecto. Por esto resulta interesante, sobre este particular, fijarse en la Alemania de Bismarck. Dispuesto a prusianizar por el morro a todo cristo, el canciller boche (para situarnos ideológicamente, señalemos que detestaba con toda su alma el sistema político británico) se dedicó durante sus veinte años de poder indiscutido a torear por los dos pitones a los dirigentes parlamentarios. Incluso a la Iglesia Católica, minoritaria desde la reforma protestante, le puso los pavos a la sombra, o quiso hacerlo, puteándola con el poderoso aparato del estado (Kulturkampf se llamó aquello, ya se iban definiendo deliciosas palabritas del futuro); aunque en eso no tuvo éxito, y un partido católico independiente y disciplinado se mantuvo como fuerza opositora, lo que tuvo su mérito. Todo eso lo hizo Bismarck con bastante desahogo, consciente de tres cosas. Una, que la mayoría de los presuntos opositores del Parlamento no aspiraba a quitarles el poder a él y al káiser, sino sólo a gozar de la suficiente libertad y derechos personales y, naturalmente, trincar lo más posible. El segundo factor manejado por el hábil canciller (que conocía a sus paisanos como si los hubiera parido) fue comprobar que era posible buscarse la vida al margen o por encima de los partidos políticos, manejándolos a favor o en contra según las necesidades de cada momento, y que los electores, almas benditas, podían ser llevados al huerto mediante una propaganda estatal eficaz (experiencia que resultó bien aprendida para un futuro más o menos próximo). Y en tercer lugar, tanto Bismarck como el monarca estaban seguros de contar con el aplauso de la mayoría de la población, lo mismo los de arriba que los de abajo. Y es que al patriota alemán medio, al de toda la vida, se le hacía el ojete agua de limón con el paternalismo feudal del káiser y el Reich. Hay un viejo refrán que sostiene que sarna con gusto no pica, y eso es precisamente lo que pasaba: que a la mayor parte de los alemanes de la época no les picaba en absoluto aquella sarna totalitaria, sino que marcar el paso de la oca los ponía calientes (como luego los pondría con Hitler, estirando un poquito más el brazo). La monarquía era respetadísima, como digo, y sólo el tiempo y la torpe gestión del siguiente káiser, Guillermo II (un idiota redondo, compacto, sin poros), con trágicas consecuencias que desembocaron en la Primera Guerra Mundial, harían derrumbarse tan desaforada veneración. Por lo demás, otro factor destacable era el ejército alemán, tan prestigioso que resultaba casi sagrado: virtudes militares, obediencia, disciplina, suscitaban respeto y entusiasmo, todo buen alemán suspiraba por obtener títulos y condecoraciones, muchos eran capaces de vender a su hija por conseguir un von delante del apellido, había uniformes militares o civiles hasta en la sopa, y el más mísero funcionario de provincias se paseaba orgulloso con sus aires de mando, sus insignias y su gorra. Para visitar el ambiente recomiendo una divertida película alemana, El capitán de Köpenick, que cuenta el caso real de cómo un audaz estafador, por el simple hecho de vestirse con uniforme del ejército, puso un pueblo entero a su disposición, se hizo obedecer por todos y robó la caja del ayuntamiento.
[Continuará].
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Con la derrota y liquidación política de Napoleón III en la desastrosa guerra franco-prusiana (desastrosa para Francia, se entiende), Alemania, con su férreo canciller Bismarck al mando y con el emperador Guillermo I en segundo plano, se había convertido en la potencia militar absoluta; pero es que, además, poseedora de la mayor siderurgia del continente (los Krupp y compañía, que vendían armamento hasta a los enemigos), incluso le mojaba la oreja a Inglaterra en ciencia, artes y tecnología. La cosa, que iba muy bien, sólo cojeaba en lo político, porque ahí el progreso era escaso. Ocurría en el Reich alemán y prusiano lo que en el resto de Europa a excepción de Rusia (reducida a un asunto de amos reaccionarios y esclavos sumisos): los propietarios, grandes industriales y otros privilegiados, que tenían todas las sartenes por el mango, estaban cada vez más mosqueados con los de abajo. Veían venir el nublado, por supuesto, aunque los tranquilizaba saber a la chusma incapaz todavía de organizarse de una manera eficaz para la violencia revolucionaria; y cuando tales pasos se daban, solía salir el cochino mal capado. El sangriento fracaso de la Comuna en Francia (de eso hablaremos en el próximo capítulo, porque tiene candela), por ejemplo, echaba a muchos para atrás. Dicho en corto, la breva de materializar las aspiraciones de las masas todavía no estaba madura, y ni siquiera las propias masas se aclaraban al respecto. Por esto resulta interesante, sobre este particular, fijarse en la Alemania de Bismarck. Dispuesto a prusianizar por el morro a todo cristo, el canciller boche (para situarnos ideológicamente, señalemos que detestaba con toda su alma el sistema político británico) se dedicó durante sus veinte años de poder indiscutido a torear por los dos pitones a los dirigentes parlamentarios. Incluso a la Iglesia Católica, minoritaria desde la reforma protestante, le puso los pavos a la sombra, o quiso hacerlo, puteándola con el poderoso aparato del estado (Kulturkampf se llamó aquello, ya se iban definiendo deliciosas palabritas del futuro); aunque en eso no tuvo éxito, y un partido católico independiente y disciplinado se mantuvo como fuerza opositora, lo que tuvo su mérito. Todo eso lo hizo Bismarck con bastante desahogo, consciente de tres cosas. Una, que la mayoría de los presuntos opositores del Parlamento no aspiraba a quitarles el poder a él y al káiser, sino sólo a gozar de la suficiente libertad y derechos personales y, naturalmente, trincar lo más posible. El segundo factor manejado por el hábil canciller (que conocía a sus paisanos como si los hubiera parido) fue comprobar que era posible buscarse la vida al margen o por encima de los partidos políticos, manejándolos a favor o en contra según las necesidades de cada momento, y que los electores, almas benditas, podían ser llevados al huerto mediante una propaganda estatal eficaz (experiencia que resultó bien aprendida para un futuro más o menos próximo). Y en tercer lugar, tanto Bismarck como el monarca estaban seguros de contar con el aplauso de la mayoría de la población, lo mismo los de arriba que los de abajo. Y es que al patriota alemán medio, al de toda la vida, se le hacía el ojete agua de limón con el paternalismo feudal del káiser y el Reich. Hay un viejo refrán que sostiene que sarna con gusto no pica, y eso es precisamente lo que pasaba: que a la mayor parte de los alemanes de la época no les picaba en absoluto aquella sarna totalitaria, sino que marcar el paso de la oca los ponía calientes (como luego los pondría con Hitler, estirando un poquito más el brazo). La monarquía era respetadísima, como digo, y sólo el tiempo y la torpe gestión del siguiente káiser, Guillermo II (un idiota redondo, compacto, sin poros), con trágicas consecuencias que desembocaron en la Primera Guerra Mundial, harían derrumbarse tan desaforada veneración. Por lo demás, otro factor destacable era el ejército alemán, tan prestigioso que resultaba casi sagrado: virtudes militares, obediencia, disciplina, suscitaban respeto y entusiasmo, todo buen alemán suspiraba por obtener títulos y condecoraciones, muchos eran capaces de vender a su hija por conseguir un von delante del apellido, había uniformes militares o civiles hasta en la sopa, y el más mísero funcionario de provincias se paseaba orgulloso con sus aires de mando, sus insignias y su gorra. Para visitar el ambiente recomiendo una divertida película alemana, El capitán de Köpenick, que cuenta el caso real de cómo un audaz estafador, por el simple hecho de vestirse con uniforme del ejército, puso un pueblo entero a su disposición, se hizo obedecer por todos y robó la caja del ayuntamiento.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XCIX)
Y en ésas, tatatachán, cuando parecía que todo iba a ser industrialización, paz y progreso, la historia de Europa tuvo un sobresalto aún más bestia que el de la revolución del 48, porque en Francia iba a liarse una pajarraca de veinte pares de narices: lo que se llamó la insurrección, drama o tragedia de la Comuna. Todo se puso a punto de nieve durante la guerra franco-prusiana, cuando la capital estuvo asediada por la invasión enemiga (de ahí viene el viejo dicho de que las carreteras francesas están bordeadas de árboles para que los alemanes puedan invadirlos a la sombra) y se hizo una leva masiva de ciudadanos para defender París, como en tiempos de la Revolución Franchute. Ése era el espíritu del momento, calentado por movimientos populares, clubs de nostalgia revolucionaria, periódicos, folletos, banderas y toda la parafernalia jacobina y patriótica. Con el detalle añadido de que, al cesar por la guerra numerosas actividades industriales y comerciales, mucha gente dependía de la paga como milicianos de la Guardia Nacional para dar de comer a la familia. En tan delicada coyuntura, con el humillante desastre militar francés que mandó al carajo a Napoleón III y la anexión por parte germana de dos provincias gabachas, Alsacia (por eso mi tatarabuelo Gaspard Joseph Replinger fue alemán durante una temporada) y parte de Lorena, el gobierno de la República, ahora en manos del moderado Adolfo Thiers, se vio acosado por los jefes de batallón de la Guardia Nacional; que, muy venidos arriba, preguntaban qué hay de lo mío y consideraban al presidente de la Asamblea un mierdecilla de campeonato. Así que, con el fin de la guerra, la supresión de pagas a los guardias nacionales y la cancelación de moratorias en el pago de alquileres encendieron la cólera de los barrios pobres de la ciudad, donde en marzo de 1871 estalló una insurrección que pretendía reemplazar al gobierno por una Comuna de París al estilo de la movilización jacobina de antaño. En ese ambiente de cabreo general, Thiers no se mostró muy hábil, y la orden dada al ejército regular de requisar los 227 cañones que custodiaba la Guardia Nacional desató el desparrame: parte de los militares confraternizó con los milicianos, dos generales fueron hechos picadillo, Thiers tomó las de Villadiego (las de Versalles, en concreto) y el comité central de la Guardia Nacional, sin pretenderlo siquiera, se encontró dueño de la ciudad y al frente de una importante milicia armada. Historiadores modernos como Bernstein y Milza sostienen que fue algo muy lejos de la revolución proletaria que los marxistas han querido ver en la comuna de París, y lo cierto es que el comité fue escasamente revolucionario: queriendo regresar a los valores de 1789, organizó elecciones limpias con intención más reformista que comunista, incluidas libertad de enseñanza, anticlericalismo y ayudas para la clase trabajadora. La vida parisién siguió su curso, reabrieron los comercios, la gente iba a los teatros y tal; pero poco a poco las disensiones políticas complicaron el panorama, extremistas y radicales se impusieron, y el exiliado gobierno de Thiers, resuelto desde Versalles a recobrar la perdida autoridad, reorganizó el ejército para lanzarlo contra la ciudad, primero asediándola y luego penetrando en ella, con una despiadada guerra civil que alcanzó extrema ferocidad por el abandono de toda conducta civilizada. La barbarie y el salvajismo triunfaron en ambos lados, escribe el historiador Grenville. Y así fue: barricadas, combates callejeros, terror en la ciudad, incendio de las Tullerías y el Ayuntamiento, asesinato del obispo de París, matanza de rehenes y prisioneros, fusilamiento sin juicio previo de casi 20.000 personas… El pifostio fue de padre y muy señor mío, y los últimos combates, que tuvieron lugar en el cementerio del Père-Lachaise, acabaron con la ejecución de los communards vencidos en el llamado Paredón de los Federados. Tampoco la inmediata represión se quedó corta: 40.000 detenidos, 13.000 deportados a Argelia y Nueva Caledonia, y el movimiento obrero francés aniquilado casi hasta finales de siglo. Con el detalle importante de que, desconfiando burgueses y campesinos de las intenciones de la Comuna, y con casi todo el país aplaudiendo su aplastamiento (los franceses tuvieron siempre el corazón a la izquierda y la cartera a la derecha, en magistral definición del periodista y escritor español Raúl del Pozo), la posibilidad de un retorno al régimen monárquico quedó excluida para siempre, y la idea de un republicanismo parlamentario burgués, moderado, sin excesos ni sobresaltos progresistas, se fortaleció del todo. Como afirmó el propio Thiers, la III República francesa será conservadora o no será.
[Continuará].
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Y en ésas, tatatachán, cuando parecía que todo iba a ser industrialización, paz y progreso, la historia de Europa tuvo un sobresalto aún más bestia que el de la revolución del 48, porque en Francia iba a liarse una pajarraca de veinte pares de narices: lo que se llamó la insurrección, drama o tragedia de la Comuna. Todo se puso a punto de nieve durante la guerra franco-prusiana, cuando la capital estuvo asediada por la invasión enemiga (de ahí viene el viejo dicho de que las carreteras francesas están bordeadas de árboles para que los alemanes puedan invadirlos a la sombra) y se hizo una leva masiva de ciudadanos para defender París, como en tiempos de la Revolución Franchute. Ése era el espíritu del momento, calentado por movimientos populares, clubs de nostalgia revolucionaria, periódicos, folletos, banderas y toda la parafernalia jacobina y patriótica. Con el detalle añadido de que, al cesar por la guerra numerosas actividades industriales y comerciales, mucha gente dependía de la paga como milicianos de la Guardia Nacional para dar de comer a la familia. En tan delicada coyuntura, con el humillante desastre militar francés que mandó al carajo a Napoleón III y la anexión por parte germana de dos provincias gabachas, Alsacia (por eso mi tatarabuelo Gaspard Joseph Replinger fue alemán durante una temporada) y parte de Lorena, el gobierno de la República, ahora en manos del moderado Adolfo Thiers, se vio acosado por los jefes de batallón de la Guardia Nacional; que, muy venidos arriba, preguntaban qué hay de lo mío y consideraban al presidente de la Asamblea un mierdecilla de campeonato. Así que, con el fin de la guerra, la supresión de pagas a los guardias nacionales y la cancelación de moratorias en el pago de alquileres encendieron la cólera de los barrios pobres de la ciudad, donde en marzo de 1871 estalló una insurrección que pretendía reemplazar al gobierno por una Comuna de París al estilo de la movilización jacobina de antaño. En ese ambiente de cabreo general, Thiers no se mostró muy hábil, y la orden dada al ejército regular de requisar los 227 cañones que custodiaba la Guardia Nacional desató el desparrame: parte de los militares confraternizó con los milicianos, dos generales fueron hechos picadillo, Thiers tomó las de Villadiego (las de Versalles, en concreto) y el comité central de la Guardia Nacional, sin pretenderlo siquiera, se encontró dueño de la ciudad y al frente de una importante milicia armada. Historiadores modernos como Bernstein y Milza sostienen que fue algo muy lejos de la revolución proletaria que los marxistas han querido ver en la comuna de París, y lo cierto es que el comité fue escasamente revolucionario: queriendo regresar a los valores de 1789, organizó elecciones limpias con intención más reformista que comunista, incluidas libertad de enseñanza, anticlericalismo y ayudas para la clase trabajadora. La vida parisién siguió su curso, reabrieron los comercios, la gente iba a los teatros y tal; pero poco a poco las disensiones políticas complicaron el panorama, extremistas y radicales se impusieron, y el exiliado gobierno de Thiers, resuelto desde Versalles a recobrar la perdida autoridad, reorganizó el ejército para lanzarlo contra la ciudad, primero asediándola y luego penetrando en ella, con una despiadada guerra civil que alcanzó extrema ferocidad por el abandono de toda conducta civilizada. La barbarie y el salvajismo triunfaron en ambos lados, escribe el historiador Grenville. Y así fue: barricadas, combates callejeros, terror en la ciudad, incendio de las Tullerías y el Ayuntamiento, asesinato del obispo de París, matanza de rehenes y prisioneros, fusilamiento sin juicio previo de casi 20.000 personas… El pifostio fue de padre y muy señor mío, y los últimos combates, que tuvieron lugar en el cementerio del Père-Lachaise, acabaron con la ejecución de los communards vencidos en el llamado Paredón de los Federados. Tampoco la inmediata represión se quedó corta: 40.000 detenidos, 13.000 deportados a Argelia y Nueva Caledonia, y el movimiento obrero francés aniquilado casi hasta finales de siglo. Con el detalle importante de que, desconfiando burgueses y campesinos de las intenciones de la Comuna, y con casi todo el país aplaudiendo su aplastamiento (los franceses tuvieron siempre el corazón a la izquierda y la cartera a la derecha, en magistral definición del periodista y escritor español Raúl del Pozo), la posibilidad de un retorno al régimen monárquico quedó excluida para siempre, y la idea de un republicanismo parlamentario burgués, moderado, sin excesos ni sobresaltos progresistas, se fortaleció del todo. Como afirmó el propio Thiers, la III República francesa será conservadora o no será.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (C)
La Europa de finales del siglo XIX dominó el mundo, por todo el morro. Su poder financiero, sus técnicas industriales, sus ideas modernas, habían llegado a colonizar la tierra entera. Todo cristo en América, Asia, África y Oceanía, desde el conspicuo millonetis hasta el más humilde tiñalpa, anhelaba imitar las tendencias impuestas por el Viejo Continente en economía, política y cultura. Nacionalismos pujantes, medios y dinero convertían el momento en perfecto para la expansión colonial, y Europa se aplicó a ella con entusiasmo. La idea básica venía ya del siglo anterior, de la Ilustración, y manejaba el argumento (léase hábil truco o pretexto) de que los países europeos, más avanzados en todos los aspectos (incluido, por supuesto, el militar), tenían la obligación moral de beneficiar a los pueblos atrasados, llevando a cabo con ellos una misión civilizadora. El gabacho Ernest Renan lo había definido perfectamente: El porvenir es de Europa y sólo de ella. Conquistaremos el mundo y le aplicaremos nuestra religión, que es el derecho, la libertad, el respeto al género humano. Sin embargo, a la hora de la verdad eso del respeto no quedó nada claro, porque buena parte de aquella intensa actividad colonial (los belgas en el Congo, los alemanes en Namibia, los franceses en Argelia y los ingleses en todas partes) se llevó a cabo con el más absoluto desprecio hacia las poblaciones indígenas; que mientras eran despojadas de sus tierras y riquezas, reducidas al servilismo y a una más o menos disimulada esclavitud, sufrieron innumerables abusos y verdaderos genocidios. Y así, respaldada por su notable potencia demográfica, su tecnología e industria punteras y su fuerza intelectual sin igual en el mundo, jaleada desde dentro por una prensa triunfalista que excitaba los sentimientos populares, aquella sociedad colonial violenta, como la definió Françoise Martinetti, se lanzó a una desaforada competición para ver quién colonizaba más, mejor y más rápido, en plan, como se decía antes, maricón el último. A partir de la Conferencia de Berlín (que fue en 1885), casi toda África y el resto del planeta (Océano Índico, Pacífico, Oriente Medio y Sudeste Asiático) se la repartieron entre Gran Bretaña, Francia y Alemania, dejando a España y Portugal algunas antiguas migajas. Misiones cristianas de diverso signo, sobre todo anglosajonas (no se pierdan la turbia hipocresía victoriana narrada en el relato Lluvia de Somerset Maugham y en la película protagonizada por Joan Crawford), proliferaron como setas, transformando (a veces para bien y otras muchas para mal) las costumbres locales, la cultura y los conceptos de familia y sociedad de los pueblos colonizados. Hasta los que no lo fueron, pero se fijaban mucho en lo que pasaba cerca y lejos, procuraban imitar las maneras occidentales; como fue el caso del Japón feudal, que en la última década del siglo se calzó a sí mismo una señora constitución, una organización militar y un código civil calcados de los europeos. Y del mismo modo que entre los siglos XV y XVII el idioma español, y en menor medida el portugués, se habían asentado en los territorios ultramarinos de ambos imperios, la parla de los nuevos amos del mundo también se impuso en todas partes, en especial el inglés y el francés, aunque nunca llegaron a la profunda penetración popular de las dos lenguas ibéricas y fueron más bien patrimonio de las élites coloniales y de las clases dirigentes locales. Dándose así la absurda circunstancia de que los indígenas que (en número limitado y selecto, naturalmente) accedían a la educación escolar eran despojados de la historia y cultura de su país para adoptar como propias las de las potencias colonizadoras. Eso fundió no pocos plomos y tuvo sus consecuencias, porque muchos de los jóvenes de las élites locales, mestizos culturales indecisos entre dos mundos opuestos, que iban a completar sus estudios superiores en Oxford, Cambridge o París, se encontraban con la inquietante contradicción de que los valores de libertad, equidad, derechos y amor a la humanidad que les enseñaban en las universidades nada tenían que ver con lo que las autoridades coloniales practicaban en sus países de origen. Y de esa contradicción, o sea, de la mala leche que ser conscientes de tanto camelo retórico y tanto timo de la estampita les fue dejando a esos chavales en la cabeza, surgirían, más rápido que deprisa, las ideas nacionales y anticoloniales (Gandhi, Sun Yat-sen y compañía) que algo más tarde iban a agitar el paisaje, después de que Europa, descubierta su estúpida vocación suicida, marchase cada vez con más rapidez hacia los grandes cataclismos del siglo XX, y la primera y la segunda guerras mundiales destruyeran su rancia hegemonía, mandándolo todo a tomar por saco.
[Continuará].
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La Europa de finales del siglo XIX dominó el mundo, por todo el morro. Su poder financiero, sus técnicas industriales, sus ideas modernas, habían llegado a colonizar la tierra entera. Todo cristo en América, Asia, África y Oceanía, desde el conspicuo millonetis hasta el más humilde tiñalpa, anhelaba imitar las tendencias impuestas por el Viejo Continente en economía, política y cultura. Nacionalismos pujantes, medios y dinero convertían el momento en perfecto para la expansión colonial, y Europa se aplicó a ella con entusiasmo. La idea básica venía ya del siglo anterior, de la Ilustración, y manejaba el argumento (léase hábil truco o pretexto) de que los países europeos, más avanzados en todos los aspectos (incluido, por supuesto, el militar), tenían la obligación moral de beneficiar a los pueblos atrasados, llevando a cabo con ellos una misión civilizadora. El gabacho Ernest Renan lo había definido perfectamente: El porvenir es de Europa y sólo de ella. Conquistaremos el mundo y le aplicaremos nuestra religión, que es el derecho, la libertad, el respeto al género humano. Sin embargo, a la hora de la verdad eso del respeto no quedó nada claro, porque buena parte de aquella intensa actividad colonial (los belgas en el Congo, los alemanes en Namibia, los franceses en Argelia y los ingleses en todas partes) se llevó a cabo con el más absoluto desprecio hacia las poblaciones indígenas; que mientras eran despojadas de sus tierras y riquezas, reducidas al servilismo y a una más o menos disimulada esclavitud, sufrieron innumerables abusos y verdaderos genocidios. Y así, respaldada por su notable potencia demográfica, su tecnología e industria punteras y su fuerza intelectual sin igual en el mundo, jaleada desde dentro por una prensa triunfalista que excitaba los sentimientos populares, aquella sociedad colonial violenta, como la definió Françoise Martinetti, se lanzó a una desaforada competición para ver quién colonizaba más, mejor y más rápido, en plan, como se decía antes, maricón el último. A partir de la Conferencia de Berlín (que fue en 1885), casi toda África y el resto del planeta (Océano Índico, Pacífico, Oriente Medio y Sudeste Asiático) se la repartieron entre Gran Bretaña, Francia y Alemania, dejando a España y Portugal algunas antiguas migajas. Misiones cristianas de diverso signo, sobre todo anglosajonas (no se pierdan la turbia hipocresía victoriana narrada en el relato Lluvia de Somerset Maugham y en la película protagonizada por Joan Crawford), proliferaron como setas, transformando (a veces para bien y otras muchas para mal) las costumbres locales, la cultura y los conceptos de familia y sociedad de los pueblos colonizados. Hasta los que no lo fueron, pero se fijaban mucho en lo que pasaba cerca y lejos, procuraban imitar las maneras occidentales; como fue el caso del Japón feudal, que en la última década del siglo se calzó a sí mismo una señora constitución, una organización militar y un código civil calcados de los europeos. Y del mismo modo que entre los siglos XV y XVII el idioma español, y en menor medida el portugués, se habían asentado en los territorios ultramarinos de ambos imperios, la parla de los nuevos amos del mundo también se impuso en todas partes, en especial el inglés y el francés, aunque nunca llegaron a la profunda penetración popular de las dos lenguas ibéricas y fueron más bien patrimonio de las élites coloniales y de las clases dirigentes locales. Dándose así la absurda circunstancia de que los indígenas que (en número limitado y selecto, naturalmente) accedían a la educación escolar eran despojados de la historia y cultura de su país para adoptar como propias las de las potencias colonizadoras. Eso fundió no pocos plomos y tuvo sus consecuencias, porque muchos de los jóvenes de las élites locales, mestizos culturales indecisos entre dos mundos opuestos, que iban a completar sus estudios superiores en Oxford, Cambridge o París, se encontraban con la inquietante contradicción de que los valores de libertad, equidad, derechos y amor a la humanidad que les enseñaban en las universidades nada tenían que ver con lo que las autoridades coloniales practicaban en sus países de origen. Y de esa contradicción, o sea, de la mala leche que ser conscientes de tanto camelo retórico y tanto timo de la estampita les fue dejando a esos chavales en la cabeza, surgirían, más rápido que deprisa, las ideas nacionales y anticoloniales (Gandhi, Sun Yat-sen y compañía) que algo más tarde iban a agitar el paisaje, después de que Europa, descubierta su estúpida vocación suicida, marchase cada vez con más rapidez hacia los grandes cataclismos del siglo XX, y la primera y la segunda guerras mundiales destruyeran su rancia hegemonía, mandándolo todo a tomar por saco.
[Continuará].
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