Una historia de Europa (LXXXI)
Después de dar matarile al rey y la reina (1793) los revolucionarios franceses se lanzaron a un ajuste de cuentas interno que fue conocido (háganse idea del asunto) como el Terror. Se decretó la movilización masiva para defenderse de las potencias extranjeras que, temiendo el contagio, no paraban de tocarle a Francia el trigémino; se decretó el francés como idioma obligatorio y la tricolor como bandera; se decretó que la libertad de todo individuo quedaba subordinada a las obligaciones respecto a la colectividad nacional, y también fue adelante la siniestra Ley de Sospechosos, que permitía detener a cualquiera por la cara, sin razón concreta alguna; con lo que entre aristócratas, contrarrevolucionarios y pringados que pasaban por allí, las prisiones colgaron en la puerta el cartel no hay billetes y la guillotina echaba humo de tanto sube y baja. El papel de la Declaración de Derechos del Hombre acabó sirviendo para lo que en ese momento servía el papel. Además, por eso de que la Revolución, como Saturno y como los hámster a los que se les va la olla, siempre acaba devorando a sus hijos, la enemistad política entre girondinos (partido que tendía a lo federal y debilitaba el poder central) y montañeses (radicales centralistas, jacobinos como Dios manda) se acabó resolviendo con la victoria de estos últimos, que para evitar futuros problemas guillotinaron a sus adversarios, y aquí paz y después gloria. Lo de la paz, sin embargo, fue sólo un refrán, porque de eso precisamente no hubo. De una parte, la represión contra los ciudadanos, ciudades y regiones recalcitrantes fue bestial, incluida una larga y feroz guerra civil surgida en la Vendée, al noroeste de Francia (con mucho aristócrata local y mucho fanatismo religioso de por medio), que los revolucionarios combatieron sin contemplaciones. De la otra, el llamado Comité de Salvación Pública (delicioso eufemismo) procuró hacer picadillo toda oposición política que colease todavía, incluida la de los propios colegas; y eso no se limitó a París, pues también en provincias hubo candela (en Lyon, los rebeldes fueron masacrados a cañonazos o ahogados en el río). Sobre aquel desparrame emergió la poderosa y despiadada figura de Maximiliano Robespierre, alias el Incorruptible; que, como suele ocurrir en casos de incorruptibilidad, resultó ser un hijo de puta con balcones a la calle. El pavo se deshizo o procuró hacerlo, vía guillotina, tanto de la oposición como de los colegas que le estorbaban (el enérgico Dantón, mi favorito de esa época, también acabó en el cadalso) e instauró una dictadura de agárrate y no te menees (supresión de las últimas garantías jurídicas que quedaban y condenas a muerte contra todo quisque) que se hizo insoportable, imaginen el ambiente, hasta para los mismos revolucionarios; hasta que éstos, o más bien los que quedaban vivos a esas alturas, que ya estaban del incorruptible y sus métodos hasta los cojones, le jugaron la de Fu-Manchú, léase la del chino, dándole una especie de golpe de estado interno. Y ya avanzado 1794, para alivio de Francia entera y solaz de la humanidad en general, al sanguinario Robespierre y a sus más cercanos compadres (donde las dan, las toman) les pusieron el cuello pecador bajo la misma guillotina que con tanta alegría habían estado cebando durante el último año y medio (sobre esto hay muchos libros y novelas interesantes, pero siempre recomiendo mi favorito, la monumental Historia de la Revolución Francesa de Jules Michelet, que Blasco Ibáñez tradujo al español). El caso es que, desaparecidos Robespierre y su cuadrilla, acabado el Terror, Francia entró en un período más sosegado al que llamaron Termidor: cinco años que podríamos calificar de república burguesa, donde los revolucionarios intentaron consolidar lo conseguido y adoptaron una nueva Constitución más clase media, más democrática, más así, basada en una estricta separación de poderes, por si las moscas. Tampoco la guerra defensiva y luego ofensiva contra las potencias extranjeras iba mal. Las cosas, sin embargo, no eran fáciles. El nuevo régimen (llamado Directorio), que se pretendía moderado entre tirios y troyanos, no logró imponerse frente a los extremos realistas o conservadores de una parte y revolucionarios de otra. Y como guinda del pastel, la corrupción a todos los niveles, incluido el político, fue estremecedora. En ésas andaba la atormentada república gabacha cuando hizo su entrada en escena un personaje que iba a cambiar la historia de Francia, de Europa y del mundo; o sea, un oscuro capitán de artillería nacido en Córcega, bajito, ambicioso, más listo que los ratones colorados. Y ese capitán, lo han adivinado ustedes, se llamaba Napoleón Bonaparte.
[Continuará].
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UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXXII)
Las cosas como son: en lo de poner patas arriba el mundo viejo, la Revolución francesa fue más lejos que ninguna (allí donde otros, ni siquiera los norteamericanos, se habían atrevido a llegar, ni nadie llegaría hasta la pajarraca bolchevique de 1917). En ese registro los gabachos fueron más radicales, más violentos, más tenaces y más influyentes que nadie, pues despabilaron a la peña en muchos lugares de Europa; aunque luego, poco después, ellos mismos ayudarían a aplastar las ideas que habían puesto en circulación: participación activa del pueblo llano (en plan paripé, porque el pueblo llano siguió tan puteado como siempre), revolución burguesa, leña a la Iglesia más reaccionaria, destrucción de viejas instituciones, abolición de privilegios feudales y apoyo a la inteligencia frente a la tradición y el dogma. Todo eso, en mayor o menor medida, y aunque la revolución de Francia se diluyó luego en otras cosas, sería alma de los cambios políticos y sociales que Europa iba a conocer en los dos siglos siguientes, lo que no es poco. Pero vamos a no adelantar acontecimientos, porque en el firmamento de la Francia revolucionaria, que ya no lo era tanto, acababa de aparecer una rutilante estrella: un joven y bajito capitán de artillería nacido en Córcega, que había sacado las castañas del fuego a los gerifaltes en los días de algaradas callejeras (apuntando los cañones contra el pueblo, todo sea dicho), y se estaba calzando (o ella a él) a una tal Josefina Beauharnais, amiga íntima de uno de los que más cortaban entonces el bacalao, con la que se acabó casando. El caso fue que, tanto por méritos propios como por méritos de bragueta (que en ambos era un fenómeno), el artillero aquel, Napoleón Bonaparte por más señas, ascendió a general a la tierna edad de veintiséis años, y lo hizo tan bien que en poco tiempo se volvió niño mimado del Directorio, que así se llamaban los que entonces mandaban en la Frans (una pandilla de golfos trincones y corruptos, dicho sea de paso). Como de genio militar andaba sobrado el chaval, lo mandaron a combatir a los enemigos exteriores, que eran numerosos, y lo hizo de cine. Empezó por Italia, cruzando los Alpes con su ejército como había hecho Aníbal (‘Imposible’ es una palabra que no está en mi diccionario, dijo viniéndose arriba), y les dio allí a los enemigos una somanta de palos de la que todavía se acuerdan. La siguiente en la lista era Inglaterra, siempre dispuesta a dar por saco desequilibrando a Europa. De todas las potencias enfrentadas a la Francia revolucionaria, sólo ella, atrincherada en su isla y tras su poderosa flota (la más profesional y potente del mundo), seguía dando la brasa. Convenía cortar a los ingleses la comunicación con las colonias de la India, para hacerles un poquito la puñeta; y el Directorio, que ya empezaba a mosquearse con la fama que estaba consiguiendo el enano corso, vio la manera de quitárselo de en medio enviándolo a Egipto, a ver si con algo de suerte no volvía. Pero les salió el gorrino mal capado: como Julio César (otro gran militar y político con el que, junto a Alejandro de Macedonia, se compara a Napoleón), el Petit Cabrón (lean La sombra del águila, háganme el favor) llegó, vio y venció, rompiéndoles allí los cuernos a los rubios. Lo que pasa es que la jugada sólo le salió a medias, porque de un lado su ejército agarró la peste, palmando a montones, y de otro el almirante inglés Nelson, que era un verdadero artista de los mares, hizo polvo la escuadra franchute en la batalla naval de Abukir (1798). Con ese marrón encima, y enterado de que en Francia los del Directorio le estaban haciendo una cama de cuatro por cuatro, Napoleón dejó tirado a su ejército, se subió al primer barco que tuvo a mano y se plantificó en París, con dos cojones. Y el momento resultó ser perfecto, porque Austria, la vieja enemiga continental, reanudaba la lucha, animada por el hecho de que el nuevo zar de Rusia (desequilibrado y algo majareta, dicho sea de paso) se había aliado con Gran Bretaña, y a los ejércitos ruso-austríacos les iban bien las cosas en Alemania e Italia. También la Francia interior estaba en crisis, pues los del Directorio, que seguían robando a manos llenas, habían convertido aquello en un bebedero de patos. En ésas llegó Bonaparte, acogido como un héroe, y con su ojo de lince (que no le fallaría hasta dieciséis años más tarde en Waterloo) vio la jugada y se puso a ella: el 9 de noviembre de 1799, sostenido por las bayonetas de sus granaderos, dio un golpe de Estado y los diputados del Consejo tuvieron que saltar por las ventanas. Años más tarde, cuando al Petit Cabrón se le reprochara haberse autoproclamado luego emperador de Francia, replicaría con mucho arte: La corona estaba abandonada en el barro y yo me limité a recogerla.
[Continuará].
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Las cosas como son: en lo de poner patas arriba el mundo viejo, la Revolución francesa fue más lejos que ninguna (allí donde otros, ni siquiera los norteamericanos, se habían atrevido a llegar, ni nadie llegaría hasta la pajarraca bolchevique de 1917). En ese registro los gabachos fueron más radicales, más violentos, más tenaces y más influyentes que nadie, pues despabilaron a la peña en muchos lugares de Europa; aunque luego, poco después, ellos mismos ayudarían a aplastar las ideas que habían puesto en circulación: participación activa del pueblo llano (en plan paripé, porque el pueblo llano siguió tan puteado como siempre), revolución burguesa, leña a la Iglesia más reaccionaria, destrucción de viejas instituciones, abolición de privilegios feudales y apoyo a la inteligencia frente a la tradición y el dogma. Todo eso, en mayor o menor medida, y aunque la revolución de Francia se diluyó luego en otras cosas, sería alma de los cambios políticos y sociales que Europa iba a conocer en los dos siglos siguientes, lo que no es poco. Pero vamos a no adelantar acontecimientos, porque en el firmamento de la Francia revolucionaria, que ya no lo era tanto, acababa de aparecer una rutilante estrella: un joven y bajito capitán de artillería nacido en Córcega, que había sacado las castañas del fuego a los gerifaltes en los días de algaradas callejeras (apuntando los cañones contra el pueblo, todo sea dicho), y se estaba calzando (o ella a él) a una tal Josefina Beauharnais, amiga íntima de uno de los que más cortaban entonces el bacalao, con la que se acabó casando. El caso fue que, tanto por méritos propios como por méritos de bragueta (que en ambos era un fenómeno), el artillero aquel, Napoleón Bonaparte por más señas, ascendió a general a la tierna edad de veintiséis años, y lo hizo tan bien que en poco tiempo se volvió niño mimado del Directorio, que así se llamaban los que entonces mandaban en la Frans (una pandilla de golfos trincones y corruptos, dicho sea de paso). Como de genio militar andaba sobrado el chaval, lo mandaron a combatir a los enemigos exteriores, que eran numerosos, y lo hizo de cine. Empezó por Italia, cruzando los Alpes con su ejército como había hecho Aníbal (‘Imposible’ es una palabra que no está en mi diccionario, dijo viniéndose arriba), y les dio allí a los enemigos una somanta de palos de la que todavía se acuerdan. La siguiente en la lista era Inglaterra, siempre dispuesta a dar por saco desequilibrando a Europa. De todas las potencias enfrentadas a la Francia revolucionaria, sólo ella, atrincherada en su isla y tras su poderosa flota (la más profesional y potente del mundo), seguía dando la brasa. Convenía cortar a los ingleses la comunicación con las colonias de la India, para hacerles un poquito la puñeta; y el Directorio, que ya empezaba a mosquearse con la fama que estaba consiguiendo el enano corso, vio la manera de quitárselo de en medio enviándolo a Egipto, a ver si con algo de suerte no volvía. Pero les salió el gorrino mal capado: como Julio César (otro gran militar y político con el que, junto a Alejandro de Macedonia, se compara a Napoleón), el Petit Cabrón (lean La sombra del águila, háganme el favor) llegó, vio y venció, rompiéndoles allí los cuernos a los rubios. Lo que pasa es que la jugada sólo le salió a medias, porque de un lado su ejército agarró la peste, palmando a montones, y de otro el almirante inglés Nelson, que era un verdadero artista de los mares, hizo polvo la escuadra franchute en la batalla naval de Abukir (1798). Con ese marrón encima, y enterado de que en Francia los del Directorio le estaban haciendo una cama de cuatro por cuatro, Napoleón dejó tirado a su ejército, se subió al primer barco que tuvo a mano y se plantificó en París, con dos cojones. Y el momento resultó ser perfecto, porque Austria, la vieja enemiga continental, reanudaba la lucha, animada por el hecho de que el nuevo zar de Rusia (desequilibrado y algo majareta, dicho sea de paso) se había aliado con Gran Bretaña, y a los ejércitos ruso-austríacos les iban bien las cosas en Alemania e Italia. También la Francia interior estaba en crisis, pues los del Directorio, que seguían robando a manos llenas, habían convertido aquello en un bebedero de patos. En ésas llegó Bonaparte, acogido como un héroe, y con su ojo de lince (que no le fallaría hasta dieciséis años más tarde en Waterloo) vio la jugada y se puso a ella: el 9 de noviembre de 1799, sostenido por las bayonetas de sus granaderos, dio un golpe de Estado y los diputados del Consejo tuvieron que saltar por las ventanas. Años más tarde, cuando al Petit Cabrón se le reprochara haberse autoproclamado luego emperador de Francia, replicaría con mucho arte: La corona estaba abandonada en el barro y yo me limité a recogerla.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXXIII)
La verdad es que de puertas adentro, zonas oscuras aparte, Napoleón no lo hizo mal. Quiso reconciliar a los gabachos y hacer reformas importantes; y éstas le salieron tan bien que la actual Francia debe mucho a ellas. Reforzó la Justicia, planificó un eficaz sistema educativo desde la escuela a la universidad, fomentó la ciencia y la cultura, aseguró las finanzas, perfeccionó el ejército y promulgó en 1804 (cuando dejó de ser primer cónsul para liquidar la república y proclamarse emperador por la cara) un Código Civil, más conocido como Código Napoleónico, que tendría notable influencia en Europa y se aplicó en Italia, reino de Nápoles, Alemania, Polonia y un poquito en la España (Pepe Botella y compañía) que Francia llegó a controlar mientras pudo. En lo exterior también se las arregló bien durante una larga temporada, combinando las victorias militares (todavía hoy lo consideran el mayor genio militar de la historia, reconocido hasta por sus enemigos) con una hábil labor diplomática que incluyó un concordato con el papa de Roma, instaurando la religión católica como la de la mayoría de los franceses. De modo indiscutible, el Petit Cabrón (sus soldados lo llamaban el petit caporal, o sea, el pequeño cabo) se convirtió en el pavo más importante de Europa: su encanto personal resultaba devastador, las señoras goteaban agua de limón cuando lo tenían delante, su popularidad e influencia internacional eran enormes (recomiendo vivamente la mejor biografía del fulano, el Napoleón de Emil Ludwig) y hasta el joven zar Alejandro de Rusia (un chico influenciable al principio, aunque luego se cayó del guindo) se confesaba rendido admirador suyo. Pero, como dicen los griegos, algún agujero debía tener la lenteja: tanta fortuna, tanto éxito y tanto poder, combinados con una insaciable ambición personal, se le subieron al Maquiavelo corso a la cabeza (hay una interesante edición de El Príncipe en Austral anotada por él) y perdió de vista los límites razonables del asunto. Audaz, pragmático y oportunista como era, proclamó su monarquía hereditaria, acabó con la prensa libre y convirtió a la policía en vigilante de la opinión política. Sólo se gobierna a lo militar, con espuelas y botas, llegó a decir. Al papa Pío XI, que lo había coronado emperador, lo puteó cuando se negó a tragar con todo, hasta el punto de convertirlo en su prisionero. Y la chulería con los países vencidos (Rusia, Prusia, Austria fueron derrotadas en batallas memorables) le generó odios prolongados y mortales. Más o menos hacia 1811 el Imperio francés alcanzó su máxima extensión territorial, su cumbre militar y diplomática, y la autoridad de Napoleón se extendía desde Sevilla a Varsovia, desde Nápoles al mar Báltico. Hubo, eso es indiscutible, una Europa antes y una después del fulano Bonaparte; y aquélla, marcada por la impronta del gran hombre, ya nunca sería la misma. Curiosamente, esa poderosa influencia iba a registrarse en dos sentidos. Por una parte, en muchos ciudadanos franceses y extranjeros, sobre todo burgueses e intelectuales, suscitó el afán de imitación, el anhelo de leyes más justas e igualitarias, menos poder de la aristocracia y la iglesia, mayor conocimiento del mundo, más educación y cultura, libertad para viajar y eliminación de fronteras. Por la otra, sin embargo (parte negativa del asunto), la arrogancia del poder militar napoleónico pateó la entrepierna de mucha gente, que vio a los franceses como lo que también eran: extranjeros, invasores y ladrones; o sea, unos hijos de la gran puta. Eso tuvo un efecto colateral importante en aquel siglo XIX con el que Europa desayunaba: el surgir de sentimientos patrióticos concretos que se acabó llamando nacionalismo. Inglaterra, por su historia insular, ya lo tenía; y también España en cierta y diferente medida, a causa de su brillante historia. Pero el enfoque moderno era distinto: una devoción no dirigida al monarca o a la iglesia, ni tampoco a una clase social o política determinada, sino a los ciudadanos, a la tierra natal considerada como patria común y al orgullo de la propia memoria, con lo bueno y lo malo (cuando un sentimiento noble degenera en excesivo) del invento. Y así, aquellas energías positivas que a finales del siglo XVIII despertó la Revolución Francesa acabarían en ciertos casos (Alemania fue buen ejemplo) en tendencias nacionalistas radicales, fanáticas, a menudo excluyentes. Que con el tiempo, igual que había ocurrido antes con el extremismo religioso, traerían nuevas zozobras, sobresaltos y sangre. El yo de los franceses es histórico; el nuestro, de los alemanes, es metafísico, escribió hacia 1808 el filósofo Fichte. Lo que explica muchas de las cosas que entonces pasaban en Europa; y también muchas de las que, lamentablemente, iban a pasar.
[Continuará].
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La verdad es que de puertas adentro, zonas oscuras aparte, Napoleón no lo hizo mal. Quiso reconciliar a los gabachos y hacer reformas importantes; y éstas le salieron tan bien que la actual Francia debe mucho a ellas. Reforzó la Justicia, planificó un eficaz sistema educativo desde la escuela a la universidad, fomentó la ciencia y la cultura, aseguró las finanzas, perfeccionó el ejército y promulgó en 1804 (cuando dejó de ser primer cónsul para liquidar la república y proclamarse emperador por la cara) un Código Civil, más conocido como Código Napoleónico, que tendría notable influencia en Europa y se aplicó en Italia, reino de Nápoles, Alemania, Polonia y un poquito en la España (Pepe Botella y compañía) que Francia llegó a controlar mientras pudo. En lo exterior también se las arregló bien durante una larga temporada, combinando las victorias militares (todavía hoy lo consideran el mayor genio militar de la historia, reconocido hasta por sus enemigos) con una hábil labor diplomática que incluyó un concordato con el papa de Roma, instaurando la religión católica como la de la mayoría de los franceses. De modo indiscutible, el Petit Cabrón (sus soldados lo llamaban el petit caporal, o sea, el pequeño cabo) se convirtió en el pavo más importante de Europa: su encanto personal resultaba devastador, las señoras goteaban agua de limón cuando lo tenían delante, su popularidad e influencia internacional eran enormes (recomiendo vivamente la mejor biografía del fulano, el Napoleón de Emil Ludwig) y hasta el joven zar Alejandro de Rusia (un chico influenciable al principio, aunque luego se cayó del guindo) se confesaba rendido admirador suyo. Pero, como dicen los griegos, algún agujero debía tener la lenteja: tanta fortuna, tanto éxito y tanto poder, combinados con una insaciable ambición personal, se le subieron al Maquiavelo corso a la cabeza (hay una interesante edición de El Príncipe en Austral anotada por él) y perdió de vista los límites razonables del asunto. Audaz, pragmático y oportunista como era, proclamó su monarquía hereditaria, acabó con la prensa libre y convirtió a la policía en vigilante de la opinión política. Sólo se gobierna a lo militar, con espuelas y botas, llegó a decir. Al papa Pío XI, que lo había coronado emperador, lo puteó cuando se negó a tragar con todo, hasta el punto de convertirlo en su prisionero. Y la chulería con los países vencidos (Rusia, Prusia, Austria fueron derrotadas en batallas memorables) le generó odios prolongados y mortales. Más o menos hacia 1811 el Imperio francés alcanzó su máxima extensión territorial, su cumbre militar y diplomática, y la autoridad de Napoleón se extendía desde Sevilla a Varsovia, desde Nápoles al mar Báltico. Hubo, eso es indiscutible, una Europa antes y una después del fulano Bonaparte; y aquélla, marcada por la impronta del gran hombre, ya nunca sería la misma. Curiosamente, esa poderosa influencia iba a registrarse en dos sentidos. Por una parte, en muchos ciudadanos franceses y extranjeros, sobre todo burgueses e intelectuales, suscitó el afán de imitación, el anhelo de leyes más justas e igualitarias, menos poder de la aristocracia y la iglesia, mayor conocimiento del mundo, más educación y cultura, libertad para viajar y eliminación de fronteras. Por la otra, sin embargo (parte negativa del asunto), la arrogancia del poder militar napoleónico pateó la entrepierna de mucha gente, que vio a los franceses como lo que también eran: extranjeros, invasores y ladrones; o sea, unos hijos de la gran puta. Eso tuvo un efecto colateral importante en aquel siglo XIX con el que Europa desayunaba: el surgir de sentimientos patrióticos concretos que se acabó llamando nacionalismo. Inglaterra, por su historia insular, ya lo tenía; y también España en cierta y diferente medida, a causa de su brillante historia. Pero el enfoque moderno era distinto: una devoción no dirigida al monarca o a la iglesia, ni tampoco a una clase social o política determinada, sino a los ciudadanos, a la tierra natal considerada como patria común y al orgullo de la propia memoria, con lo bueno y lo malo (cuando un sentimiento noble degenera en excesivo) del invento. Y así, aquellas energías positivas que a finales del siglo XVIII despertó la Revolución Francesa acabarían en ciertos casos (Alemania fue buen ejemplo) en tendencias nacionalistas radicales, fanáticas, a menudo excluyentes. Que con el tiempo, igual que había ocurrido antes con el extremismo religioso, traerían nuevas zozobras, sobresaltos y sangre. El yo de los franceses es histórico; el nuestro, de los alemanes, es metafísico, escribió hacia 1808 el filósofo Fichte. Lo que explica muchas de las cosas que entonces pasaban en Europa; y también muchas de las que, lamentablemente, iban a pasar.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXXIV)
Quien mucho abarca, poco aprieta. Eso decía mi abuela, y también la abuela de Napoleón debía habérselo dicho a él, pero no lo hizo. O tal vez el nieto no hizo caso. De cualquier modo, tras alcanzar la cima del éxito y un lugar de campanillas en los libros de Historia, al Petit Cabrón le llegó la cuesta abajo. La derrota naval de Trafalgar (1805) apenas lo había despeinado, porque justo en ese momento ganaba la batalla de Austerlitz, que fue la cima de su gloria militar. Pero ahora, en menos de dos años (entre 1812 y 1814), todo el tinglado se le fue de golpe al carajo. Su vileza en España, donde quiso sustituir a la dinastía reinante por la suya propia, enredó a su ejército de ocupación en una sucia sangría de batallas y guerrillas (alentada por Gran Bretaña, siempre dispuesta a desequilibrar Europa mandase quien mandase en ella) que acabó costándole un huevo de la cara. Y para acabar de pifiarla invadió Rusia, donde también le salió el cochino mal capado. Todos a los que Bonaparte había estado puteando con su arrogante Imperio gabacho (que era casi toda Europa y parte del extranjero) se coaligaron para ajustarle las cuentas, y en la batalla de Leipzig le dieron al fin las del pulpo. Obligado a abdicar, se fue al exilio durante un rato (isla de Elba, en el Mediterráneo), pero volvió al poco tiempo, queriendo reverdecer viejos laureles. Sin embargo, sus tiempos de fortuna habían pasado: derrotado otra vez en Waterloo (1815), sus vencedores lo encerraron aún más lejos (isla de Santa Elena, en el Atlántico), donde acabó palmando de una dolencia del hígado. Francia, exhausta tras veinticinco años de guerras, quedó reducida a sus fronteras de cuando la Revolución, y volvió temporalmente, aunque muy moderada y limitada en autoridad, la monarquía de los depuestos Borbones (que iban a durar poco, aunque esta vez sin guillotina). Sin embargo, lo que ya nadie podría arrebatar a Francia era la profunda huella de cambios y modernidad que, pese a todos los abusos, tiranías y errores napoleónicos, había dejado en Europa y el mundo. Una Europa y un mundo, aquéllos, que tras tantos sobresaltos anhelaban tranquilidad y concordia entre las grandes potencias. Se reunieron éstas en plan amiguetes en el llamado Congreso de Viena, bajo la idea de llevarse bien, pelillos a la mar y todo eso, resueltas a que las familias reales derrocadas o amenazadas por Napoleón (española incluida) se consolidaran en sus tronos a la manera de antes. Santa Alianza, se llamó aquello, señal de por dónde iban las ganas; aunque la parte más positiva es que por primera vez se intentaba que el diálogo entre naciones (novedoso germen básico de unas futuras Naciones Unidas) fuese permanente para evitar las guerras. Pero demasiadas cosas habían cambiado para que ese retorno al pasado prerevolucionario y prenapoleónico fuera posible. A esas alturas, bestias reaccionarias aparte, hasta pensadores aristocráticos como el francés Tocqueville (elegante fulano, capaz de respetar al adversario y comprender lo que le repugnaba) defendían una libertad moderada, contenida por las creencias, las costumbres y las leyes. Porque ya no había vuelta atrás: miles o millones de ciudadanos europeos habían espabilado con los cambios sociales y políticos de las últimas décadas (palabras como revolución, nacionalismo, derechos, libertad y democracia fueron pronunciadas demasiadas veces como para ser olvidadas); así que el intento de que el siglo XVIII continuase en el XIX como si la Revolución Francesa y Napoleón no hubieran existido sólo funcionó a medias y al principio. Las potencias siguieron siéndolo y los poderosos mantuvieron el control, pero en aquella convaleciente Europa nuevas fuerzas emergían desde abajo, con la convicción, ahora, de que los pueblos eran capaces de gobernarse a sí mismos y de que monarquía y religión eran obstáculos en el camino. Pese a los zarpazos de la reacción, a veces brutales, el fundamento sagrado del trono y el altar estaba tocado del ala, y a la antigua sociedad aristocrática, situada por encima del bien y el mal con su arrogancia y privilegios, le habían puesto de modo irreversible los pavos a la sombra. El statu quo ante era imposible, así que ese intento de retorno al pasado duró poco. Según los países, en unos con más rapidez que en otros (en el este de Europa, Rusia, Austria y Prusia se enrocaron en la ideología dinástica conservadora y el odio cerril a toda idea nacionalista y liberal), la llamada Restauración fue deshaciéndose poco a poco mientras caducaban, una tras otra, las carcamales resoluciones del Congreso de Viena. En los próximos episodios de esta larga y apasionante historia veremos cómo ocurrió todo eso y el alto precio que se pagó en sangre, sudor y lágrimas.
[Continuará].
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Quien mucho abarca, poco aprieta. Eso decía mi abuela, y también la abuela de Napoleón debía habérselo dicho a él, pero no lo hizo. O tal vez el nieto no hizo caso. De cualquier modo, tras alcanzar la cima del éxito y un lugar de campanillas en los libros de Historia, al Petit Cabrón le llegó la cuesta abajo. La derrota naval de Trafalgar (1805) apenas lo había despeinado, porque justo en ese momento ganaba la batalla de Austerlitz, que fue la cima de su gloria militar. Pero ahora, en menos de dos años (entre 1812 y 1814), todo el tinglado se le fue de golpe al carajo. Su vileza en España, donde quiso sustituir a la dinastía reinante por la suya propia, enredó a su ejército de ocupación en una sucia sangría de batallas y guerrillas (alentada por Gran Bretaña, siempre dispuesta a desequilibrar Europa mandase quien mandase en ella) que acabó costándole un huevo de la cara. Y para acabar de pifiarla invadió Rusia, donde también le salió el cochino mal capado. Todos a los que Bonaparte había estado puteando con su arrogante Imperio gabacho (que era casi toda Europa y parte del extranjero) se coaligaron para ajustarle las cuentas, y en la batalla de Leipzig le dieron al fin las del pulpo. Obligado a abdicar, se fue al exilio durante un rato (isla de Elba, en el Mediterráneo), pero volvió al poco tiempo, queriendo reverdecer viejos laureles. Sin embargo, sus tiempos de fortuna habían pasado: derrotado otra vez en Waterloo (1815), sus vencedores lo encerraron aún más lejos (isla de Santa Elena, en el Atlántico), donde acabó palmando de una dolencia del hígado. Francia, exhausta tras veinticinco años de guerras, quedó reducida a sus fronteras de cuando la Revolución, y volvió temporalmente, aunque muy moderada y limitada en autoridad, la monarquía de los depuestos Borbones (que iban a durar poco, aunque esta vez sin guillotina). Sin embargo, lo que ya nadie podría arrebatar a Francia era la profunda huella de cambios y modernidad que, pese a todos los abusos, tiranías y errores napoleónicos, había dejado en Europa y el mundo. Una Europa y un mundo, aquéllos, que tras tantos sobresaltos anhelaban tranquilidad y concordia entre las grandes potencias. Se reunieron éstas en plan amiguetes en el llamado Congreso de Viena, bajo la idea de llevarse bien, pelillos a la mar y todo eso, resueltas a que las familias reales derrocadas o amenazadas por Napoleón (española incluida) se consolidaran en sus tronos a la manera de antes. Santa Alianza, se llamó aquello, señal de por dónde iban las ganas; aunque la parte más positiva es que por primera vez se intentaba que el diálogo entre naciones (novedoso germen básico de unas futuras Naciones Unidas) fuese permanente para evitar las guerras. Pero demasiadas cosas habían cambiado para que ese retorno al pasado prerevolucionario y prenapoleónico fuera posible. A esas alturas, bestias reaccionarias aparte, hasta pensadores aristocráticos como el francés Tocqueville (elegante fulano, capaz de respetar al adversario y comprender lo que le repugnaba) defendían una libertad moderada, contenida por las creencias, las costumbres y las leyes. Porque ya no había vuelta atrás: miles o millones de ciudadanos europeos habían espabilado con los cambios sociales y políticos de las últimas décadas (palabras como revolución, nacionalismo, derechos, libertad y democracia fueron pronunciadas demasiadas veces como para ser olvidadas); así que el intento de que el siglo XVIII continuase en el XIX como si la Revolución Francesa y Napoleón no hubieran existido sólo funcionó a medias y al principio. Las potencias siguieron siéndolo y los poderosos mantuvieron el control, pero en aquella convaleciente Europa nuevas fuerzas emergían desde abajo, con la convicción, ahora, de que los pueblos eran capaces de gobernarse a sí mismos y de que monarquía y religión eran obstáculos en el camino. Pese a los zarpazos de la reacción, a veces brutales, el fundamento sagrado del trono y el altar estaba tocado del ala, y a la antigua sociedad aristocrática, situada por encima del bien y el mal con su arrogancia y privilegios, le habían puesto de modo irreversible los pavos a la sombra. El statu quo ante era imposible, así que ese intento de retorno al pasado duró poco. Según los países, en unos con más rapidez que en otros (en el este de Europa, Rusia, Austria y Prusia se enrocaron en la ideología dinástica conservadora y el odio cerril a toda idea nacionalista y liberal), la llamada Restauración fue deshaciéndose poco a poco mientras caducaban, una tras otra, las carcamales resoluciones del Congreso de Viena. En los próximos episodios de esta larga y apasionante historia veremos cómo ocurrió todo eso y el alto precio que se pagó en sangre, sudor y lágrimas.
[Continuará].
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXXV)
Aunque el Congreso de Viena y la Santa Alianza aún darían duros golpes, Europa ya no iba a envainársela en materia de instituciones, religión, monarquías y modos de vida. Newton, Montesquieu, Voltaire, Rousseau, no podían ser borrados de universidades y bibliotecas. Los esfuerzos por anular las fuerzas liberadas con la Revolución Francesa y el Imperio napoleónico acabaron yéndose al carajo, y la represión de cuanto olía a cambio retrasó la modernidad, pero no pudo impedirla. Una burguesía liberal, flamante en lo técnico y lo económico (en su momento hablaremos de la Revolución Industrial), fue el motor principal del nuevo estado de cosas. Liberalismo y nacionalismo (que no siempre iban juntos, y a veces se enfrentaron entre sí) se convirtieron en palabras de moda. Eso tuvo consecuencias en América, donde los territorios españoles y portugueses, animados por Inglaterra (siempre dispuesta a dar por saco en su propio beneficio), empezaron a independizarse de la metrópoli. Y también tuvo efectos en Europa. Si la influencia religiosa empezaba a palmar aquí de modo notable, una moda ideológico-cultural llamada romanticismo (lo hubo de carácter liberal y también conservador y reaccionario) vino a cubrir ciertos huecos espirituales. Por su vitola heroica, la guerra de independencia de Grecia y Serbia contra la opresión turca, comenzada en los años 20 del siglo, se ganó casi todas las simpatías; y voluntarios extranjeros (el inglés Lord Byron entre ellos, que cascó allí) acudieron en ayuda de los patriotas helenos. Por lo demás, los carcamales de la Santa Alianza se habían pasado por el forro las aspiraciones de muchos pueblos de Europa: el Congreso de Viena dividió Polonia entre Rusia, Prusia y Austria; Venecia se entregó a los austríacos; Noruega a Suecia; Bélgica a Holanda, e Italia volvió a ser bebedero de patos de las potencias extranjeras. Al sur de los Pirineos, donde los liberales se oponían a los rancios partidarios del trono y el altar, el regreso en 1814 del rey Fernando VII (el mayor hijo de puta de nuestra historia, tan abundante en ellos incluso ahora) convirtió a España, convaleciente de la guerra de la Independencia, en lo que el historiador George Rudé califica de uno de los pocos países de Europa en los que el monarca restaurado hizo retroceder firmemente el reloj del tiempo. De una u otra forma, con más o menos éxito según cada cual, todo el siglo iba a quedar marcado por los leñazos entre liberales y conservadores, entre anticlericales y religiosos, entre revolución y reacción, entre nacionalismo y fuerzas contrarias. De ahí acabarían naciendo, dolorosamente, los estados modernos que hoy configuran Europa. Sírvanos Francia como ejemplo: a través de diversas turbulencias (restauración, nueva revolución, segunda república, nueva monarquía, revolución de 1848, segundo imperio, guerra franco-prusiana, tercera república), los gabachos lograrían mantenerse como gran potencia europea y mundial hasta convertirse en democracia parlamentaria moderna, con libertad de prensa, leyes escolares, sindicatos y separación de la Iglesia y el estado. En cuanto a Rusia, los sucesivos zares iban a gobernar sus enormes 22 millones de kilómetros cuadrados de modo implacable, absolutista y antiliberal mediante el ejército, la policía y la Iglesia ortodoxa, dedicando los ratos libres a organizar pogromos (que es la palabra elegante para definir matanzas de judíos). El siglo XIX vería también la anhelada (por ellos) unidad alemana, realizada por influencia de Prusia y su enérgico canciller Bismarck (guerra contra Austria en 1866, guerra contra Francia en 1870), y gracias también a una prosperidad económica debida al desarrollo industrial y a excelentes redes ferroviarias. Por su parte, pese a la victoria sobre Napoleón Bonaparte, el imperio austríaco iba cuesta abajo en su rodada: un sindiós de naciones y lenguas (35 millones de súbditos) controlado mediante ejército, policía, burocracia e Iglesia era incompatible con la modernidad, minado además por los nacionalismos alemán, húngaro, checo, eslovaco, eslavo y polaco. Añadamos una burguesía y opinión pública que reclamaban reformas liberales, cambios sociales y sufragio universal. Y también (eran pocos y parió la abuela) lo que ocurría en torno a las posesiones meridionales austríacas, en la vieja y puteada Italia; donde, avivados por los recientes meneos napoleónicos, despertaban el sentimiento nacional y el deseo de unidad patriótica (burguesía del norte, estudiantes, profesores y artistas), que acabaron llamándose Risorgimento y que, entre 1859 y 1861, alumbrarían la creación del reino de Italia. Para respirar el ambiente lean ustedes El Gatopardo, si todavía no lo han hecho. O vean la película, porque en ella Burt Lancaster está inmenso.
[Continuará].
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Aunque el Congreso de Viena y la Santa Alianza aún darían duros golpes, Europa ya no iba a envainársela en materia de instituciones, religión, monarquías y modos de vida. Newton, Montesquieu, Voltaire, Rousseau, no podían ser borrados de universidades y bibliotecas. Los esfuerzos por anular las fuerzas liberadas con la Revolución Francesa y el Imperio napoleónico acabaron yéndose al carajo, y la represión de cuanto olía a cambio retrasó la modernidad, pero no pudo impedirla. Una burguesía liberal, flamante en lo técnico y lo económico (en su momento hablaremos de la Revolución Industrial), fue el motor principal del nuevo estado de cosas. Liberalismo y nacionalismo (que no siempre iban juntos, y a veces se enfrentaron entre sí) se convirtieron en palabras de moda. Eso tuvo consecuencias en América, donde los territorios españoles y portugueses, animados por Inglaterra (siempre dispuesta a dar por saco en su propio beneficio), empezaron a independizarse de la metrópoli. Y también tuvo efectos en Europa. Si la influencia religiosa empezaba a palmar aquí de modo notable, una moda ideológico-cultural llamada romanticismo (lo hubo de carácter liberal y también conservador y reaccionario) vino a cubrir ciertos huecos espirituales. Por su vitola heroica, la guerra de independencia de Grecia y Serbia contra la opresión turca, comenzada en los años 20 del siglo, se ganó casi todas las simpatías; y voluntarios extranjeros (el inglés Lord Byron entre ellos, que cascó allí) acudieron en ayuda de los patriotas helenos. Por lo demás, los carcamales de la Santa Alianza se habían pasado por el forro las aspiraciones de muchos pueblos de Europa: el Congreso de Viena dividió Polonia entre Rusia, Prusia y Austria; Venecia se entregó a los austríacos; Noruega a Suecia; Bélgica a Holanda, e Italia volvió a ser bebedero de patos de las potencias extranjeras. Al sur de los Pirineos, donde los liberales se oponían a los rancios partidarios del trono y el altar, el regreso en 1814 del rey Fernando VII (el mayor hijo de puta de nuestra historia, tan abundante en ellos incluso ahora) convirtió a España, convaleciente de la guerra de la Independencia, en lo que el historiador George Rudé califica de uno de los pocos países de Europa en los que el monarca restaurado hizo retroceder firmemente el reloj del tiempo. De una u otra forma, con más o menos éxito según cada cual, todo el siglo iba a quedar marcado por los leñazos entre liberales y conservadores, entre anticlericales y religiosos, entre revolución y reacción, entre nacionalismo y fuerzas contrarias. De ahí acabarían naciendo, dolorosamente, los estados modernos que hoy configuran Europa. Sírvanos Francia como ejemplo: a través de diversas turbulencias (restauración, nueva revolución, segunda república, nueva monarquía, revolución de 1848, segundo imperio, guerra franco-prusiana, tercera república), los gabachos lograrían mantenerse como gran potencia europea y mundial hasta convertirse en democracia parlamentaria moderna, con libertad de prensa, leyes escolares, sindicatos y separación de la Iglesia y el estado. En cuanto a Rusia, los sucesivos zares iban a gobernar sus enormes 22 millones de kilómetros cuadrados de modo implacable, absolutista y antiliberal mediante el ejército, la policía y la Iglesia ortodoxa, dedicando los ratos libres a organizar pogromos (que es la palabra elegante para definir matanzas de judíos). El siglo XIX vería también la anhelada (por ellos) unidad alemana, realizada por influencia de Prusia y su enérgico canciller Bismarck (guerra contra Austria en 1866, guerra contra Francia en 1870), y gracias también a una prosperidad económica debida al desarrollo industrial y a excelentes redes ferroviarias. Por su parte, pese a la victoria sobre Napoleón Bonaparte, el imperio austríaco iba cuesta abajo en su rodada: un sindiós de naciones y lenguas (35 millones de súbditos) controlado mediante ejército, policía, burocracia e Iglesia era incompatible con la modernidad, minado además por los nacionalismos alemán, húngaro, checo, eslovaco, eslavo y polaco. Añadamos una burguesía y opinión pública que reclamaban reformas liberales, cambios sociales y sufragio universal. Y también (eran pocos y parió la abuela) lo que ocurría en torno a las posesiones meridionales austríacas, en la vieja y puteada Italia; donde, avivados por los recientes meneos napoleónicos, despertaban el sentimiento nacional y el deseo de unidad patriótica (burguesía del norte, estudiantes, profesores y artistas), que acabaron llamándose Risorgimento y que, entre 1859 y 1861, alumbrarían la creación del reino de Italia. Para respirar el ambiente lean ustedes El Gatopardo, si todavía no lo han hecho. O vean la película, porque en ella Burt Lancaster está inmenso.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXXVI)
La Europa del XIX, salida de las turbulencias revolucionarias y las guerras napoleónicas, acabaría el siglo dominando el mundo, o casi. Revolución industrial, liberalismo, nacionalismo, imperialismo y socialismo fueron cinco términos clave que caracterizaron el que iba a ser un tiempo asombroso, del que para bien y para mal (a veces de modo espléndido y otras trágico) surgiría el mundo que hoy conocemos. Europa llegaría así al umbral del siguiente siglo con una impresionante supremacía mundial económica y financiera, acompañada de inmensas posesiones coloniales en África y Asia a medida que el nacionalismo se convirtió en imperialismo. Y fue la revolución industrial la causa primera y madre del cordero. Ya había empezado ésta en el siglo XVIII, pero el progreso técnico alcanzó ahora unas cotas cada vez más altas que lo cambiaron todo y, según lo abrazaran o rechazaran, situó en el mapa a potencias de primer y segundo orden, con Inglaterra en lo más alto. Entre 1815 y 1850 se consolidó allí la primera gran industria capitalista gracias a la existencia de un gobierno parlamentario, único en Europa, cuyas clases dirigentes, repartido el pastel entre liberales y conservadores (whigs y tories), dieron pruebas, o eso dice el historiador Mommsen, de poseer una educación política y social y un criterio más abierto que la nobleza del Continente (excepto en el grave conflicto de Irlanda, que se prolongaría hasta finales del siglo XX y aún le cuelgan flecos). El caso es que siguieron a Inglaterra en prosperidad industrial los Países Bajos y Francia (y algo más tarde, Alemania), mientras que Rusia y España (la del trono y el altar, la de Fernando VII y lo que ese mal nacido nos dejó como triste herencia) llevaban el farolillo rojo en el tren de la modernidad. Como escribió el historiador Jean Touchard: la revolución industrial abrió un foso entre las naciones que se lanzaron febrilmente por la vía del progreso y las que, como España, se refugiaron en el recuerdo del pasado. Todo fue demasiado complejo para resumirlo aquí (cada vez se me pone más difícil contar esta maldita Historia de Europa en la que me metí como un pardillo), pero podemos decir que fue la revolución industrial, o sus consecuencias (sufragio universal, escolarización y otros etcéteras), lo que trasladó a la burguesía emergente, y mucho más tarde a las clases trabajadoras, el poder que hasta entonces habían detentado reyes y aristócratas cabroncetes. Las mejores cabezas europeas habían inventado máquinas para aumentar la eficacia laboral, y aunque la industria textil fue de las primeras beneficiadas, la máquina de vapor alimentada por carbón acabó utilizándose para todo. Aunque lo industrial tardó en relevar a lo rural (y no llegó a hacerlo por completo) vino el tiempo del cristal, el paso del hierro al acero, la mejoría de los transportes, el decisivo ferrocarril y las fábricas que cambiaron el paisaje urbano. Con Inglaterra a la cabeza, insisto, la Europa avanzada se fue llenando de chimeneas humeantes y surgió una nueva mano de obra, clase proletaria que en muchos lugares emigraba del campo para trabajar en las ciudades. La parte positiva fue que eso hizo posible un pelotazo industrial sin precedentes con nuevas fortunas y negocios, dio trabajo a mucha gente y también desarrolló (aunque de modo todavía imperfecto) la oportunidad de que las mujeres se ganaran la vida como obreras independientes, por sí mismas. La parte negativa es que todo ocurría en condiciones de esclavitud laboral, con exiguas pagas, trabajo de niños, hacinamiento en casas miserables, epidemias en barrios pobres y esperanza de vida muy corta en una población cuya longevidad media no superaba los veinticinco años. Eso suscitó los primeros intentos de trabajadores por organizarse en asociaciones y sindicatos, con reivindicaciones que a veces resultaron atendidas (mejores salarios, atención médica, escuelas, ayuda a familias numerosas) y otras fueron aplastadas con violencia. Pero además de la pugna social que iría exacerbándose según avanzaba el siglo, otra batalla se daba entre la ciencia (que no podía renunciar al largo camino recorrido) y la religión (que no se resignaba a perder el control de cuerpos y almas): Charles Darwin, naturalista inglés, pateó el avispero con nuevas ideas sobre la evolución biológica y la selección natural publicadas en su best seller mundial El origen de las especies, que indignó a los cristianos (y no solamente a los católicos) al afirmar que animales y seres humanos tenemos antepasados comunes: lo del mono y tal. Aquello ponía patas arriba, dándole aire de milonga pampera, a la vieja murga de que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Y en torno a eso, a favor y en contra, se lió un carajal que dos siglos después no deja de consumir tinta y saliva.
[Continuará].
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La Europa del XIX, salida de las turbulencias revolucionarias y las guerras napoleónicas, acabaría el siglo dominando el mundo, o casi. Revolución industrial, liberalismo, nacionalismo, imperialismo y socialismo fueron cinco términos clave que caracterizaron el que iba a ser un tiempo asombroso, del que para bien y para mal (a veces de modo espléndido y otras trágico) surgiría el mundo que hoy conocemos. Europa llegaría así al umbral del siguiente siglo con una impresionante supremacía mundial económica y financiera, acompañada de inmensas posesiones coloniales en África y Asia a medida que el nacionalismo se convirtió en imperialismo. Y fue la revolución industrial la causa primera y madre del cordero. Ya había empezado ésta en el siglo XVIII, pero el progreso técnico alcanzó ahora unas cotas cada vez más altas que lo cambiaron todo y, según lo abrazaran o rechazaran, situó en el mapa a potencias de primer y segundo orden, con Inglaterra en lo más alto. Entre 1815 y 1850 se consolidó allí la primera gran industria capitalista gracias a la existencia de un gobierno parlamentario, único en Europa, cuyas clases dirigentes, repartido el pastel entre liberales y conservadores (whigs y tories), dieron pruebas, o eso dice el historiador Mommsen, de poseer una educación política y social y un criterio más abierto que la nobleza del Continente (excepto en el grave conflicto de Irlanda, que se prolongaría hasta finales del siglo XX y aún le cuelgan flecos). El caso es que siguieron a Inglaterra en prosperidad industrial los Países Bajos y Francia (y algo más tarde, Alemania), mientras que Rusia y España (la del trono y el altar, la de Fernando VII y lo que ese mal nacido nos dejó como triste herencia) llevaban el farolillo rojo en el tren de la modernidad. Como escribió el historiador Jean Touchard: la revolución industrial abrió un foso entre las naciones que se lanzaron febrilmente por la vía del progreso y las que, como España, se refugiaron en el recuerdo del pasado. Todo fue demasiado complejo para resumirlo aquí (cada vez se me pone más difícil contar esta maldita Historia de Europa en la que me metí como un pardillo), pero podemos decir que fue la revolución industrial, o sus consecuencias (sufragio universal, escolarización y otros etcéteras), lo que trasladó a la burguesía emergente, y mucho más tarde a las clases trabajadoras, el poder que hasta entonces habían detentado reyes y aristócratas cabroncetes. Las mejores cabezas europeas habían inventado máquinas para aumentar la eficacia laboral, y aunque la industria textil fue de las primeras beneficiadas, la máquina de vapor alimentada por carbón acabó utilizándose para todo. Aunque lo industrial tardó en relevar a lo rural (y no llegó a hacerlo por completo) vino el tiempo del cristal, el paso del hierro al acero, la mejoría de los transportes, el decisivo ferrocarril y las fábricas que cambiaron el paisaje urbano. Con Inglaterra a la cabeza, insisto, la Europa avanzada se fue llenando de chimeneas humeantes y surgió una nueva mano de obra, clase proletaria que en muchos lugares emigraba del campo para trabajar en las ciudades. La parte positiva fue que eso hizo posible un pelotazo industrial sin precedentes con nuevas fortunas y negocios, dio trabajo a mucha gente y también desarrolló (aunque de modo todavía imperfecto) la oportunidad de que las mujeres se ganaran la vida como obreras independientes, por sí mismas. La parte negativa es que todo ocurría en condiciones de esclavitud laboral, con exiguas pagas, trabajo de niños, hacinamiento en casas miserables, epidemias en barrios pobres y esperanza de vida muy corta en una población cuya longevidad media no superaba los veinticinco años. Eso suscitó los primeros intentos de trabajadores por organizarse en asociaciones y sindicatos, con reivindicaciones que a veces resultaron atendidas (mejores salarios, atención médica, escuelas, ayuda a familias numerosas) y otras fueron aplastadas con violencia. Pero además de la pugna social que iría exacerbándose según avanzaba el siglo, otra batalla se daba entre la ciencia (que no podía renunciar al largo camino recorrido) y la religión (que no se resignaba a perder el control de cuerpos y almas): Charles Darwin, naturalista inglés, pateó el avispero con nuevas ideas sobre la evolución biológica y la selección natural publicadas en su best seller mundial El origen de las especies, que indignó a los cristianos (y no solamente a los católicos) al afirmar que animales y seres humanos tenemos antepasados comunes: lo del mono y tal. Aquello ponía patas arriba, dándole aire de milonga pampera, a la vieja murga de que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Y en torno a eso, a favor y en contra, se lió un carajal que dos siglos después no deja de consumir tinta y saliva.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXXVII)
La palabra socialismo está a punto de cumplir doscientos años; o sea, que es relativamente moderna. Empezó a utilizarse en Europa, concretamente en Francia e Inglaterra, hacia 1830, aunque no estuviera tan clara como ahora. En aquel tiempo de industrialización despiadada, de esclavitud laboral, de trabajo infantil, de bajos salarios, las ideas humanitarias del siglo XVIII se habían ido al carajo. Las nuevas doctrinas eran más realistas, más paulatinamente agresivas y más duras. Las victorias políticas y sociales lo eran para la burguesía, nueva propietaria de los destinos de las naciones, y no para los trabajadores, que se limitaban al papel de mano de obra barata. Todo era una contradicción: los productos se encarecían (con el beneficio correspondiente) y los salarios se hundían (con las tragedias familiares que eso ocasionaba). Por supuesto, el enfrentamiento entre pobres y ricos no era nuevo (desde Grecia y Roma la historia de la Humanidad abundaba en ejemplos) y la esclavitud laboral era vieja como el mundo. Sin embargo, ahora se daba la contradicción de que las máquinas y el progreso, con su rápida escalada, hundían a los de abajo en la miseria y la desesperación con idéntica celeridad. Había patrones filántropos que construían casas para sus trabajadores y les procuraban asistencia sanitaria, pero ésa no era la tendencia general; y enormes fortunas se edificaban sobre la espalda de los miserables, en episodios que fueron muy bien contados literariamente por Dickens, Balzac, Víctor Hugo y Eugenio Sue. Para un obrero de la primera mitad del siglo XIX, en adecuadas palabras del doctor Guépin, vivir consistía sencillamente en conseguir no morir (una encuesta hecha en los barrios más desfavorecidos de Londres averiguó que más de 10.000 madres habían estrangulado a sus hijos al nacer, incapaces de darles sustento). Fue entonces cuando los escritores con inquietud social y los intelectuales perspicaces empezaron a denunciar la parte oscura de aquel liberalismo sin límites, la necesidad de acotar la concentración capitalista y la urgencia de una legislación social que protegiera a los desgraciados. Y también fue entonces cuando los sectores más reaccionarios, las clases situadas en la cúspide del sistema, recordando los episodios de la todavía fresca Revolución Francesa, etiquetaron a las clases trabajadoras como peligrosas, nuevos bárbaros que amenazaban, si se perdía el control sobre ellos, la paz social. Y no les faltaban motivos para andar con la mosca tras la oreja, porque ya en esa época el poeta Vinçard llamaba a los proletarios valientes hijos de la miseria, y Charles Gile, en su canción El salario (significativo título), proclamaba obtendremos el derecho a vivir / o moriremos con las armas en la mano. Se iba perfilando así el principal conflicto del inmediato futuro, aunque las ideas regeneradoras aún fuesen confusas, utópicas e incluso opuestas entre sí. El socialismo no había adquirido la vitola científica que pronto tendría con Marx y Engels, pero daba serios pasos en esa dirección, aunque renqueando todavía con floripondios utópicos. En ese desbrozar camino, lenta transición hacia la verdadera lucha proletaria (que tendría su antes y después en la gran revolución de 1848), hay intelectuales (muchos franceses, pocos ingleses y ningún español) que deben ser tenidos en cuenta. El gabacho conde de Saint-Simon lamentó la explotación del hombre por el hombre y propuso la organización práctica de la sociedad, la marginación de los individuos improductivos, la utilidad para el Estado de científicos, artistas e industriales, la supresión del derecho de herencia y la primacía del trabajo y el talento a cada cual según sus capacidades y a cada capacidad según sus obras. Charles Fourier, por su parte, defendió un socialismo agrícola y artesanal más utópico que práctico, y quiso resolver el problema de la autoridad por el sencillo método de suprimirla. De parecido registro fue Pierre Proudhon (la propiedad es un robo y Dios es el mal) que predicó una bucólica sociedad artesanal y agrícola donde la peña se llevaría de puta madre. Casi todos dejaban al Estado al margen; pero a tanto ensueño asociacionista, imposible de aplicar en la práctica, iba a suceder el socialismo autoritario, que tenía los pies en la tierra y no confiaba en la bondad humana. Me refiero a Louis Blanc (No tomar el poder como instrumento es tenerlo como obstáculo), a Étienne Cabet, que no dejaba ninguna libertad al individuo sino que encomendaba al Estado garantizar derechos a costa de suprimir libertades, y Louis Blanqui, revolucionario anticlerical (se pasó media vida en el talego), para quien la única salvación del proletariado era la conquista del poder (Quien hace la sopa es el que debe comérsela). Con lo que se iba, con claridad, viendo venir lo que vino.
.
[Continuará].
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La palabra socialismo está a punto de cumplir doscientos años; o sea, que es relativamente moderna. Empezó a utilizarse en Europa, concretamente en Francia e Inglaterra, hacia 1830, aunque no estuviera tan clara como ahora. En aquel tiempo de industrialización despiadada, de esclavitud laboral, de trabajo infantil, de bajos salarios, las ideas humanitarias del siglo XVIII se habían ido al carajo. Las nuevas doctrinas eran más realistas, más paulatinamente agresivas y más duras. Las victorias políticas y sociales lo eran para la burguesía, nueva propietaria de los destinos de las naciones, y no para los trabajadores, que se limitaban al papel de mano de obra barata. Todo era una contradicción: los productos se encarecían (con el beneficio correspondiente) y los salarios se hundían (con las tragedias familiares que eso ocasionaba). Por supuesto, el enfrentamiento entre pobres y ricos no era nuevo (desde Grecia y Roma la historia de la Humanidad abundaba en ejemplos) y la esclavitud laboral era vieja como el mundo. Sin embargo, ahora se daba la contradicción de que las máquinas y el progreso, con su rápida escalada, hundían a los de abajo en la miseria y la desesperación con idéntica celeridad. Había patrones filántropos que construían casas para sus trabajadores y les procuraban asistencia sanitaria, pero ésa no era la tendencia general; y enormes fortunas se edificaban sobre la espalda de los miserables, en episodios que fueron muy bien contados literariamente por Dickens, Balzac, Víctor Hugo y Eugenio Sue. Para un obrero de la primera mitad del siglo XIX, en adecuadas palabras del doctor Guépin, vivir consistía sencillamente en conseguir no morir (una encuesta hecha en los barrios más desfavorecidos de Londres averiguó que más de 10.000 madres habían estrangulado a sus hijos al nacer, incapaces de darles sustento). Fue entonces cuando los escritores con inquietud social y los intelectuales perspicaces empezaron a denunciar la parte oscura de aquel liberalismo sin límites, la necesidad de acotar la concentración capitalista y la urgencia de una legislación social que protegiera a los desgraciados. Y también fue entonces cuando los sectores más reaccionarios, las clases situadas en la cúspide del sistema, recordando los episodios de la todavía fresca Revolución Francesa, etiquetaron a las clases trabajadoras como peligrosas, nuevos bárbaros que amenazaban, si se perdía el control sobre ellos, la paz social. Y no les faltaban motivos para andar con la mosca tras la oreja, porque ya en esa época el poeta Vinçard llamaba a los proletarios valientes hijos de la miseria, y Charles Gile, en su canción El salario (significativo título), proclamaba obtendremos el derecho a vivir / o moriremos con las armas en la mano. Se iba perfilando así el principal conflicto del inmediato futuro, aunque las ideas regeneradoras aún fuesen confusas, utópicas e incluso opuestas entre sí. El socialismo no había adquirido la vitola científica que pronto tendría con Marx y Engels, pero daba serios pasos en esa dirección, aunque renqueando todavía con floripondios utópicos. En ese desbrozar camino, lenta transición hacia la verdadera lucha proletaria (que tendría su antes y después en la gran revolución de 1848), hay intelectuales (muchos franceses, pocos ingleses y ningún español) que deben ser tenidos en cuenta. El gabacho conde de Saint-Simon lamentó la explotación del hombre por el hombre y propuso la organización práctica de la sociedad, la marginación de los individuos improductivos, la utilidad para el Estado de científicos, artistas e industriales, la supresión del derecho de herencia y la primacía del trabajo y el talento a cada cual según sus capacidades y a cada capacidad según sus obras. Charles Fourier, por su parte, defendió un socialismo agrícola y artesanal más utópico que práctico, y quiso resolver el problema de la autoridad por el sencillo método de suprimirla. De parecido registro fue Pierre Proudhon (la propiedad es un robo y Dios es el mal) que predicó una bucólica sociedad artesanal y agrícola donde la peña se llevaría de puta madre. Casi todos dejaban al Estado al margen; pero a tanto ensueño asociacionista, imposible de aplicar en la práctica, iba a suceder el socialismo autoritario, que tenía los pies en la tierra y no confiaba en la bondad humana. Me refiero a Louis Blanc (No tomar el poder como instrumento es tenerlo como obstáculo), a Étienne Cabet, que no dejaba ninguna libertad al individuo sino que encomendaba al Estado garantizar derechos a costa de suprimir libertades, y Louis Blanqui, revolucionario anticlerical (se pasó media vida en el talego), para quien la única salvación del proletariado era la conquista del poder (Quien hace la sopa es el que debe comérsela). Con lo que se iba, con claridad, viendo venir lo que vino.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXXXVIII)
Casi todo el siglo XIX fue un intento (frustrado) de contener las fuerzas sociales y políticas que se habían desencadenado con la Revolución Francesa. Pese al esfuerzo tenaz de los sectores más reaccionarios por devolver Europa al statu quo ante de 1789, aquello no había ya quien lo parase. Pero el Antiguo Régimen vendió caro su pellejo, disputando al liberalismo cada palmo de terreno (podríamos hablar de un liberalismo inglés sosegado y no revolucionario, influenciado por las clases altas, y de un liberalismo francés más burgués, jalonado de crisis y revoluciones). De todas formas, quien llevó la batuta europea durante casi medio siglo (cuarenta años) fue un reaccionario especialmente dotado, el canciller austríaco Clemente de Metternich (del que, biografías aparte, conviene leer sus interesantes Memorias): notable personaje, hábil diplomático, ferviente partidario del trono y el altar, había pastoreado el concierto que las naciones hicieron entre sí tras la derrota de Napoleón. El sistema operativo de este cabroncete, obsesionado con mantener la influencia del todavía gran imperio austríaco, fue la guerra total, propia y ajena, contra cuanto consideraba revolucionario, que era prácticamente todo: ideas nacionalistas, constitucionalismo, democracia, laicismo, libertad. Es el único medio de resistir las tempestades de los tiempos, escribió. A Metternich se debe (hay quien dice que también a su puta madre) el célebre Principio de Intervención, que daba a los países europeos más reaccionarios, conchabados entre ellos, la facultad de meterse en los asuntos internos de otros estados cuando éstos se desviaban del santo y recto camino. Y el primer conejillo de Indias de tan vergonzoso sistema, cómo no, fue España: reducido Fernando VII, nuestro rey felón por excelencia, a la voluntad popular (sólo tres años duró el experimento), Metternich y sus secuaces enviaron un ejército francés (los 100.000 hijos de San Luis los llaman los historiadores, aunque también se les llama de otra manera) que salvó la autoridad borbónica, devolvió el poder absoluto al rey infame, diezmó las filas liberales y metió a España en un pozo negro durante décadas (pozo del que, dos siglos después, los españoles seguimos sin salir del todo). En su tarea de acogotar liberales, Metternich no estuvo solo, pues otra influyente institución internacional, otro secular protagonista, se puso de su parte. Las iglesias protestantes, a excepción de los luteranos germánicos, mostraron mayor atención que la Iglesia católica hacia las exigencias del mundo moderno, escribió el historiador Jacques Droz. Y es de lo más interesante analizar el comportamiento de los papas de Roma durante aquellos años decisivos, porque en la partida de ajedrez que en Europa se jugaba entre pasado y futuro, entre reacción y libertad, entre aire fresco y carcundia ultramontana, los pontífices, sus obispos, sus sacerdotes y feligreses, no podían quedar al margen. Había que mojarse, y a fondo. No quedaba sino elegir campo: seguir siendo herramienta del trono y el absolutismo (y verse arrastrado en su caída, si caían), o conservar la autoridad moral comprometiéndose con el mundo que venía de camino. Y ahí fue donde, desafortunadamente para ella, la Iglesia católica perdió el tren de la modernidad. Excepto durante un corto período bajo el pontificado de Pío VII (papa bondadoso, con la vitola de haberse enfrentado a Napoleón y ser maltratado por él), cuando el cardenal Consalvi y otros hombres razonables intentaron adaptarse a los cambios ocurridos en Europa, el Vaticano se abrazó al trono y la reacción, procurando no dar dolores de cabeza a las monarquías absolutas. Los intentos de poner a la Iglesia al paso de lo inevitable se hicieron al margen de los papas, gracias a eclesiásticos partidarios de unir catolicismo y liberalismo para conseguir una sociedad más justa; pero éstos fueron represaliados y silenciados en favor del trono y el altar. León XII anunció las futuras condenas del liberalismo (Hay que defender contra los lobos el rebaño de Cristo), Pío VIII siguió el mismo camino; y con Gregorio XVI, martillo de liberales, empezó la guerra abierta contra el mundo moderno. En 1832 el Vaticano condenó la insurrección patriótica de Polonia, hasta diez años más tarde no hubo crítica de los brutales métodos de los zares rusos, y se ninguneó a los católicos irlandeses que luchaban por su libertad contra Inglaterra. En lo demás, háganse idea. El teólogo Hans Küng (mi disidente favorito, si me disculpa el muy respetado Castillo) lo definió con mano maestra en La Iglesia Católica (libro conciso, lúcido y claro que recomiendo mucho): En el siglo XIX el estado pontificio era el más retrógrado de Europa: el papa clamaba incluso contra el ferrocarril, el alumbrado a gas, los puentes colgantes e innovaciones similares.
[Continuará].
https://www.zendalibros.com/perez-rever ... -lxxxviii/
Casi todo el siglo XIX fue un intento (frustrado) de contener las fuerzas sociales y políticas que se habían desencadenado con la Revolución Francesa. Pese al esfuerzo tenaz de los sectores más reaccionarios por devolver Europa al statu quo ante de 1789, aquello no había ya quien lo parase. Pero el Antiguo Régimen vendió caro su pellejo, disputando al liberalismo cada palmo de terreno (podríamos hablar de un liberalismo inglés sosegado y no revolucionario, influenciado por las clases altas, y de un liberalismo francés más burgués, jalonado de crisis y revoluciones). De todas formas, quien llevó la batuta europea durante casi medio siglo (cuarenta años) fue un reaccionario especialmente dotado, el canciller austríaco Clemente de Metternich (del que, biografías aparte, conviene leer sus interesantes Memorias): notable personaje, hábil diplomático, ferviente partidario del trono y el altar, había pastoreado el concierto que las naciones hicieron entre sí tras la derrota de Napoleón. El sistema operativo de este cabroncete, obsesionado con mantener la influencia del todavía gran imperio austríaco, fue la guerra total, propia y ajena, contra cuanto consideraba revolucionario, que era prácticamente todo: ideas nacionalistas, constitucionalismo, democracia, laicismo, libertad. Es el único medio de resistir las tempestades de los tiempos, escribió. A Metternich se debe (hay quien dice que también a su puta madre) el célebre Principio de Intervención, que daba a los países europeos más reaccionarios, conchabados entre ellos, la facultad de meterse en los asuntos internos de otros estados cuando éstos se desviaban del santo y recto camino. Y el primer conejillo de Indias de tan vergonzoso sistema, cómo no, fue España: reducido Fernando VII, nuestro rey felón por excelencia, a la voluntad popular (sólo tres años duró el experimento), Metternich y sus secuaces enviaron un ejército francés (los 100.000 hijos de San Luis los llaman los historiadores, aunque también se les llama de otra manera) que salvó la autoridad borbónica, devolvió el poder absoluto al rey infame, diezmó las filas liberales y metió a España en un pozo negro durante décadas (pozo del que, dos siglos después, los españoles seguimos sin salir del todo). En su tarea de acogotar liberales, Metternich no estuvo solo, pues otra influyente institución internacional, otro secular protagonista, se puso de su parte. Las iglesias protestantes, a excepción de los luteranos germánicos, mostraron mayor atención que la Iglesia católica hacia las exigencias del mundo moderno, escribió el historiador Jacques Droz. Y es de lo más interesante analizar el comportamiento de los papas de Roma durante aquellos años decisivos, porque en la partida de ajedrez que en Europa se jugaba entre pasado y futuro, entre reacción y libertad, entre aire fresco y carcundia ultramontana, los pontífices, sus obispos, sus sacerdotes y feligreses, no podían quedar al margen. Había que mojarse, y a fondo. No quedaba sino elegir campo: seguir siendo herramienta del trono y el absolutismo (y verse arrastrado en su caída, si caían), o conservar la autoridad moral comprometiéndose con el mundo que venía de camino. Y ahí fue donde, desafortunadamente para ella, la Iglesia católica perdió el tren de la modernidad. Excepto durante un corto período bajo el pontificado de Pío VII (papa bondadoso, con la vitola de haberse enfrentado a Napoleón y ser maltratado por él), cuando el cardenal Consalvi y otros hombres razonables intentaron adaptarse a los cambios ocurridos en Europa, el Vaticano se abrazó al trono y la reacción, procurando no dar dolores de cabeza a las monarquías absolutas. Los intentos de poner a la Iglesia al paso de lo inevitable se hicieron al margen de los papas, gracias a eclesiásticos partidarios de unir catolicismo y liberalismo para conseguir una sociedad más justa; pero éstos fueron represaliados y silenciados en favor del trono y el altar. León XII anunció las futuras condenas del liberalismo (Hay que defender contra los lobos el rebaño de Cristo), Pío VIII siguió el mismo camino; y con Gregorio XVI, martillo de liberales, empezó la guerra abierta contra el mundo moderno. En 1832 el Vaticano condenó la insurrección patriótica de Polonia, hasta diez años más tarde no hubo crítica de los brutales métodos de los zares rusos, y se ninguneó a los católicos irlandeses que luchaban por su libertad contra Inglaterra. En lo demás, háganse idea. El teólogo Hans Küng (mi disidente favorito, si me disculpa el muy respetado Castillo) lo definió con mano maestra en La Iglesia Católica (libro conciso, lúcido y claro que recomiendo mucho): En el siglo XIX el estado pontificio era el más retrógrado de Europa: el papa clamaba incluso contra el ferrocarril, el alumbrado a gas, los puentes colgantes e innovaciones similares.
[Continuará].
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