Una historia de Europa (LXI)
Los turcos eran el problema. Y de los gordos. Una de las grandes paradojas de los siglos XVI y XVII en la fascinante historia de Europa fue que mientras a los pobres moros españoles del reino de Granada, que se dedicaban a trabajar y no se metían con nadie, los Reyes Católicos les habían hecho del todo la puñeta en 1492, expulsándolos a África, los turcos, que eran agresivos y peligrosos que te rilas, se paseaban por Europa oriental como Pedro por su casa y nadie se ponía de acuerdo para romperles el espinazo. Los pactos secretos de Francisco I de Francia con Solimán el Magnífico (animando el gabacho a los piratas otomanos a asolar las costas españolas para reventar a su odiado Carlos V de España y Alemania) son una muestra de por dónde iban los tiros. Las cruzadas contra el Islam ya eran pretérito pluscuamperfecto: en la Europa cristiana, alterada por las tensiones religiosas y nacionales, cada uno iba a su negocio y los grandes acuerdos parecían imposibles. Los cada vez más definidos estados modernos se hallaban ocupados en consolidarse y trazar límites con sus vecinos, y sus monarcas ejercían ya un poder interior casi absoluto, que ni hartos de Jumilla habrían soñado sus abuelos. Entraba además en juego un elemento casi nuevo: el capitalismo en su sentido actual. Los monarcas, desde el primero al último, comprendían que lo de acudir al parlamento para que les aprobaran impuestos y recursos encabronaba a la peña, y a menudo les decían que te subsidie Rita la Cantaora, chaval. Anda y vete por ahí. Sin embargo, los banqueros soltaban la viruta muy a gusto (a cambio de privilegios, claro), sin que hubiera que rendir cuentas a nadie. Así, amparado por las monarquías, el capital europeo se puso tan gordo y lustroso como choto de dos madres. La palabra santa era dinero, y quien disponía de él dormía tranquilo. Todo eso, lógicamente, trajo consigo una nueva e inevitable libertad intelectual, con el desarrollo potente de las artes, las ciencias y las letras que habían fraguado en el Renacimiento. En ese registro de modernidad fueron ejemplares los Países Bajos, prósperos por su industria de paños y comercio internacional, unidos entonces en un solo espacio político (bajo la monarquía española, lo que traería problemas en un futuro inmediato), precedente de lo que hoy conocemos como Bélgica y Holanda. Las ciudades de Brujas y Amberes eran puertos internacionales de mucho tronío, con una potente burguesía local que estaba superpodrida de pasta, y sus barcos mercantes empezaban a moverse por el ancho mundo al socaire de los grandes descubrimientos de españoles y portugueses. En cuanto al imperio austríaco, en ese momento vinculado al español con Carlos V y luego (cuando Carlos abdicó en su hijo Felipe) por estrechos lazos de familia, era entonces la gran potencia indiscutible de Europa central. Habría sido ése, ojo al dato, un momento óptimo para dar en los morros a la amenaza turca y al Islam que seguía dando por saco desde Levante; pero los trajines domésticos y la falta de unidad europea hacían imposible tan deseable firmeza. Y fue una lástima, de la que todavía hoy sufre Europa las consecuencias. En los siglos XV y XVI la invasión turca fue la mayor desgracia que desde el fin del imperio romano afligió a Europa (eso fue Henri Pirenne quien lo dijo); y los pueblos que cayeron bajo su dominio, búlgaros, serbios, rumanos, albaneses y griegos, se vieron sumidos en un despotismo, crueldad y barbarie propia y ajena (la despiadada manera turca de hacer entonces las cosas) que no cesaron hasta el siglo XIX, con serios coletazos en el XX que incluyeron, hasta ayer mismo, las guerras de los Balcanes. Tiene mala sombra constatar que mientras los pueblos germanos que en otro tiempo habían invadido el imperio romano (todos más brutos que un sushi de panceta) acabaron adquiriendo virtudes y costumbres de los pueblos conquistados, cristianismo incluido, los turcos hicieron justo lo contrario. Los súbditos forzosos de su enorme imperio no les interesaron nunca un carajo excepto como chusma a explotar en todos los terrenos: laboral, militar, sexual y cuantos etcéteras quieran añadir ustedes. Durante cinco siglos, vivir bajo el yugo turco (casi nadie de allí se convirtió al Islam, salvo parte de los albaneses) fue una verdadera pesadilla, y cualquier insurgencia se resolvía con matanzas que ponen los pelos de punta. Para darle de hostias a la Sublime Puerta y expulsarla de Europa habría hecho falta una coalición de potencias occidentales como las que luego se formarían contra la Francia de Napoleón, contra la Alemania del Káiser y contra la de Hitler. Pero no hubo ganas, ni huevos.
[Continuará].
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UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXII)
Cuando Carlos V se quitó de en medio jubilándose, a su hijo Felipe, segundo de España, le cayó encima una herencia descomunal y envenenada: además de la península ibérica (completa, pues por su madre heredó el trono de Portugal, que fue español durante sesenta años) y de Nápoles, Milán, Borgoña, los Países Bajos y los territorios de América y el Pacífico; con lo que eso del imperio donde no se ponía el sol no tuvo nada de metáfora. Pero es que, para mejor capar el cochino, sus tíos, primos y parientes gobernaban el vasto imperio de Austria; así que entre las dos ramas de la familia Ausburgo tenían a Europa bien agarrada por el pescuezo. Imaginen la mala leche con que Francia e Inglaterra, todavía frágiles, amenazadas y tragando bilis, contemplaban el asunto. No es de extrañar que una y otra aprovecharan la inestabilidad de la Reforma y la Contrarreforma para conchabarse con los protestantes y con quien hiciera falta, currándose la vida; y lo cierto es que acabaron haciéndolo bastante bien. El mayor problema al que tuvo que enfrentarse Felipe II fue el de los Países Bajos, o sea, Flandes (el de los tercios y el capitán Alatriste): conflicto en el que ideología, religión y nacionalismo iban juntos y revueltos. Los flamencos no querían vivir sometidos a una potencia extranjera, y eran muy dueños de no querer. Además, la mitad eran protestantes; así que empezaron los disturbios y el dar por saco. Fiel seguidor de la política de su padre, religioso, prudente, culto, trabajador, convencido de que su misión era conservar la unidad del imperio y ser guardián de la fe católica, Felipe II fue maltratado por sus detractores (sobre todo por sus enemigos de entonces, que tenían papel e imprentas), presentado como un gobernante cruel, fanático, cerrado al influjo exterior. Pero eso es una mentira guarra. Felipe sólo fue un hombre de su tiempo con una enorme responsabilidad encima, que lo hizo lo mejor que pudo en una Europa endiabladamente difícil. Su mayor error histórico, en mi opinión, fue que en vez de olvidarse del maldito y levantisco Flandes, trasladar la capital del imperio a Lisboa, construir muchos barcos y dedicarse a ser potencia atlántica y americana (el Portugal heredado de su madre incluía la India y el África portuguesas, las Molucas y Brasil), se enredó en la sucia sangría de los Países Bajos, que tanto iba a durar y de la que el imperio español acabaría saliendo hecho polvo, o a punto de caramelo para estarlo. La cosa no tuvo marcha atrás cuando el ejército del duque de Alba emprendió allí una represión implacable, los tercios saquearon Amberes por la cara, los flamencos pidieron ayuda a Inglaterra, se armó la de Dios es Cristo, y al final (solución parcial, porque las guerras flamencas seguirían en el siguiente siglo) las provincias del sur, católicas de toda la vida (actual Bélgica), siguieron unidas a España mientras las siete provincias del norte, protestantes de nuevo cuño, se convirtieron en el estado independiente que hoy conocemos como Holanda. La factura gorda, todo hay que decirlo, la pagó Castilla, de donde salieron la mayor parte de los soldados y el dinero (Aragón, Cataluña y Valencia tenían sus fueros, así que no soltaban un puto maravedí) hasta el extremo de que hubo quien protestó porque España en general y Castilla en particular se comieran todos los marrones en la defensa del catolicismo mundial, vía impuestos y carne de cañón (A la guerra me lleva mi necesidad, cantaba el mancebo de El Quijote), mientras otras naciones católicas, incluidos los papas de Roma, que temían a España y la odiaban con toda su alma, pasaban del asunto o procuraban que Felipe no triunfara demasiado. Si los rebeldes contrarios a la fe santa quieren ir al infierno, que vayan, que ése es problema suyo y no nuestro, llegó a decirse en las cortes hispanas en 1593. El caso es que, una vez liberada del dominio español, la Holanda salida de aquel pifostio se disparó en lo económico y cultural hasta convertirse en primera potencia comercial de Europa. La Compañía de las Indias Orientales, creada a principios del XVII por comerciantes interesados en las riquezas de Asia, consiguió un imperio ultramarino propio que incluiría Ceilán, Java y Ciudad del Cabo. Pero no todo fue comercio, porque con su defensa de la libertad intelectual (a diferencia de los españoles y de otros, ellos podían estudiar en universidades extranjeras), Holanda contribuyó a la cultura y el pensamiento político de su tiempo. Hugo Grocio, por ejemplo, con su tratado De iure belli ac pacis (tan importante como el De legibus del español Francisco Suárez), fue uno de los padres del Derecho internacional moderno. En la Europa que alboreaba, la vieja idea de una comunidad cristiano-política se había ido al carajo, y los estados nacionales eran ya una realidad indiscutible.
[Continuará].
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Cuando Carlos V se quitó de en medio jubilándose, a su hijo Felipe, segundo de España, le cayó encima una herencia descomunal y envenenada: además de la península ibérica (completa, pues por su madre heredó el trono de Portugal, que fue español durante sesenta años) y de Nápoles, Milán, Borgoña, los Países Bajos y los territorios de América y el Pacífico; con lo que eso del imperio donde no se ponía el sol no tuvo nada de metáfora. Pero es que, para mejor capar el cochino, sus tíos, primos y parientes gobernaban el vasto imperio de Austria; así que entre las dos ramas de la familia Ausburgo tenían a Europa bien agarrada por el pescuezo. Imaginen la mala leche con que Francia e Inglaterra, todavía frágiles, amenazadas y tragando bilis, contemplaban el asunto. No es de extrañar que una y otra aprovecharan la inestabilidad de la Reforma y la Contrarreforma para conchabarse con los protestantes y con quien hiciera falta, currándose la vida; y lo cierto es que acabaron haciéndolo bastante bien. El mayor problema al que tuvo que enfrentarse Felipe II fue el de los Países Bajos, o sea, Flandes (el de los tercios y el capitán Alatriste): conflicto en el que ideología, religión y nacionalismo iban juntos y revueltos. Los flamencos no querían vivir sometidos a una potencia extranjera, y eran muy dueños de no querer. Además, la mitad eran protestantes; así que empezaron los disturbios y el dar por saco. Fiel seguidor de la política de su padre, religioso, prudente, culto, trabajador, convencido de que su misión era conservar la unidad del imperio y ser guardián de la fe católica, Felipe II fue maltratado por sus detractores (sobre todo por sus enemigos de entonces, que tenían papel e imprentas), presentado como un gobernante cruel, fanático, cerrado al influjo exterior. Pero eso es una mentira guarra. Felipe sólo fue un hombre de su tiempo con una enorme responsabilidad encima, que lo hizo lo mejor que pudo en una Europa endiabladamente difícil. Su mayor error histórico, en mi opinión, fue que en vez de olvidarse del maldito y levantisco Flandes, trasladar la capital del imperio a Lisboa, construir muchos barcos y dedicarse a ser potencia atlántica y americana (el Portugal heredado de su madre incluía la India y el África portuguesas, las Molucas y Brasil), se enredó en la sucia sangría de los Países Bajos, que tanto iba a durar y de la que el imperio español acabaría saliendo hecho polvo, o a punto de caramelo para estarlo. La cosa no tuvo marcha atrás cuando el ejército del duque de Alba emprendió allí una represión implacable, los tercios saquearon Amberes por la cara, los flamencos pidieron ayuda a Inglaterra, se armó la de Dios es Cristo, y al final (solución parcial, porque las guerras flamencas seguirían en el siguiente siglo) las provincias del sur, católicas de toda la vida (actual Bélgica), siguieron unidas a España mientras las siete provincias del norte, protestantes de nuevo cuño, se convirtieron en el estado independiente que hoy conocemos como Holanda. La factura gorda, todo hay que decirlo, la pagó Castilla, de donde salieron la mayor parte de los soldados y el dinero (Aragón, Cataluña y Valencia tenían sus fueros, así que no soltaban un puto maravedí) hasta el extremo de que hubo quien protestó porque España en general y Castilla en particular se comieran todos los marrones en la defensa del catolicismo mundial, vía impuestos y carne de cañón (A la guerra me lleva mi necesidad, cantaba el mancebo de El Quijote), mientras otras naciones católicas, incluidos los papas de Roma, que temían a España y la odiaban con toda su alma, pasaban del asunto o procuraban que Felipe no triunfara demasiado. Si los rebeldes contrarios a la fe santa quieren ir al infierno, que vayan, que ése es problema suyo y no nuestro, llegó a decirse en las cortes hispanas en 1593. El caso es que, una vez liberada del dominio español, la Holanda salida de aquel pifostio se disparó en lo económico y cultural hasta convertirse en primera potencia comercial de Europa. La Compañía de las Indias Orientales, creada a principios del XVII por comerciantes interesados en las riquezas de Asia, consiguió un imperio ultramarino propio que incluiría Ceilán, Java y Ciudad del Cabo. Pero no todo fue comercio, porque con su defensa de la libertad intelectual (a diferencia de los españoles y de otros, ellos podían estudiar en universidades extranjeras), Holanda contribuyó a la cultura y el pensamiento político de su tiempo. Hugo Grocio, por ejemplo, con su tratado De iure belli ac pacis (tan importante como el De legibus del español Francisco Suárez), fue uno de los padres del Derecho internacional moderno. En la Europa que alboreaba, la vieja idea de una comunidad cristiano-política se había ido al carajo, y los estados nacionales eran ya una realidad indiscutible.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXIII)
La última cruzada de la cristiandad contra el Islam (por llamarla de alguna forma, ya que cada uno iba a lo suyo) fue la campaña de Lepanto. Calculen ustedes lo que desde entonces ha llovido. Por aquella época los turcos se habían apoderado de Túnez y de Chipre e iban de chulos de playa por el Mediterráneo, que ellos y sus compadres los corsarios berberiscos dominaban casi por completo. Así que, mosqueados por el panorama, España, la Roma del papa de turno y Venecia se pusieron de acuerdo para pararles los pies, o los remos. Entre las tres potencias católicas juntaron 300 barcos, sobre todo galeras, llenos de marineros y soldados (entre ellos, un joven español llamado Miguel de Cervantes), y el 7 de octubre de 1571, en el golfo de Lepanto, dieron a los turcos las suyas y las del pulpo, mandando al paraíso de Mahoma, a disfrutar de las huríes prometidas por el profeta, a unos 30.000 fulanos con turbante. Aquella fue la final de copa más espléndida de la historia naval europea, y desde ese momento los turcos anduvieron más suaves y dieron menos por saco en un mar que ya era, de nuevo, más nostrum que suyum. Sin embargo, aparte de frenar a los otomanos, aquel exitazo no tuvo especiales consecuencias positivas para Occidente, porque no se supo o no se quiso aprovechar. Lepanto fue un derroche medio inútil, ya que al papa y a los venecianos, que mordían con la boquita cerrada, les preocupaba que España y su entonces poderoso imperio triunfaran en exceso; así que se desmarcaron rápido de la coalición. A la media hora de la batalla, Venecia (cuyo comercio marítimo estaba muy afectado por la guerra, y eso era tocarle lo más sagrado) firmaba con los turcos un tratado de paz tan desfavorable que unos y otros podían haberse ahorrado la batalla, los muertos y el pifostio (y Cervantes el brazo que le estropearon allí). Al final salió lo comido por lo servido y la cosa quedó en tablas: la Sublime Puerta, preocupada por sus conflictos con Persia, aflojó la presión sobre Europa; mientras que la España de Felipe II, con la sangre y el dinero puestos en Flandes, dedicó la mayor parte de sus esfuerzos, como escribió John Elliott, a un enemigo que estaba empezando a mostrarse todavía más peligroso que el Islam: la pugna entre el católico sur y el norte protestante. Además, Lepanto tuvo una consecuencia negativa para los viejos países mediterráneos, aunque positiva para los nuevos cabroncetes del norte; porque, al atenuarse un poco la amenaza islámica, crecientes potencias navales como Holanda e Inglaterra (y también los navegantes hanseáticos de más arriba) se animaron a pasar a este lado del estrecho de Gibraltar, por la cara, practicando una hábil especialidad suya, a medio camino entre el comercio y la piratería. Eso cambiaría el paisaje económico de la Europa del sur. La itálica Toscana, con su floreciente puerto de Livorno, fue hacia arriba y Venecia (a esas alturas más esclerótica que Joe Biden), acosada por corsarios ingleses, neerlandeses, españoles, florentinos, malteses y adriáticos, fue cuesta abajo en su rodada, perdiendo la influencia de antaño. Hubo mucho trajín de mercancías, comercio y dinero que benefició a los viejos países mediterráneos; pero la pauta de Europa ya no la marcaban ellos, cada vez más subordinados a los competidores guiris y con el imperio español malgastando energías y recursos en romperse los cuernos en la Europa de arriba. A finales del siglo XVI y principios del XVII, el antiguo mar de los griegos y los romanos, el del vino tinto, el mármol, los dioses y el aceite de oliva, se transformó en lago anglo-holandés. Eso tuvo una importancia enorme: fluyeron de un lado a otro el dinero, la cultura y las ideas. Como siempre ocurre entre conquistadores y conquistados, los rubios se sintieron cada vez más fascinados por el sol, la pizza y la paella, decidieron que de allí no los despegaban ni con agua caliente, y ahí siguen: Gibraltar, Benidorm, tirarse a la piscina desde los balcones de Ibiza, etcétera. La colonización guiri del Mediterráneo trajo al sur muchas novedades, aunque no la más deseable. Situando la actividad mercantil y la prosperidad comercial por encima de la ortodoxia religiosa, bendecida por un Dios práctico y moderno para su tiempo, cuajaba en algunos lugares de la Europa norteña una nueva clase dirigente cuya principal virtud (al menos, guardando las apariencias) era la seriedad política, económica y social: gente destacada por su respeto a las leyes, amor al trabajo, ejemplaridad moral, integridad y prestigio. Ciudadanos libres, en fin, elegidos entre sus iguales. Para lo bueno y lo malo (calculen ustedes mismos lo bueno y lo malo), dos Europas estaban en camino. Y una tenía más futuro que la otra.
[Continuará].
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La última cruzada de la cristiandad contra el Islam (por llamarla de alguna forma, ya que cada uno iba a lo suyo) fue la campaña de Lepanto. Calculen ustedes lo que desde entonces ha llovido. Por aquella época los turcos se habían apoderado de Túnez y de Chipre e iban de chulos de playa por el Mediterráneo, que ellos y sus compadres los corsarios berberiscos dominaban casi por completo. Así que, mosqueados por el panorama, España, la Roma del papa de turno y Venecia se pusieron de acuerdo para pararles los pies, o los remos. Entre las tres potencias católicas juntaron 300 barcos, sobre todo galeras, llenos de marineros y soldados (entre ellos, un joven español llamado Miguel de Cervantes), y el 7 de octubre de 1571, en el golfo de Lepanto, dieron a los turcos las suyas y las del pulpo, mandando al paraíso de Mahoma, a disfrutar de las huríes prometidas por el profeta, a unos 30.000 fulanos con turbante. Aquella fue la final de copa más espléndida de la historia naval europea, y desde ese momento los turcos anduvieron más suaves y dieron menos por saco en un mar que ya era, de nuevo, más nostrum que suyum. Sin embargo, aparte de frenar a los otomanos, aquel exitazo no tuvo especiales consecuencias positivas para Occidente, porque no se supo o no se quiso aprovechar. Lepanto fue un derroche medio inútil, ya que al papa y a los venecianos, que mordían con la boquita cerrada, les preocupaba que España y su entonces poderoso imperio triunfaran en exceso; así que se desmarcaron rápido de la coalición. A la media hora de la batalla, Venecia (cuyo comercio marítimo estaba muy afectado por la guerra, y eso era tocarle lo más sagrado) firmaba con los turcos un tratado de paz tan desfavorable que unos y otros podían haberse ahorrado la batalla, los muertos y el pifostio (y Cervantes el brazo que le estropearon allí). Al final salió lo comido por lo servido y la cosa quedó en tablas: la Sublime Puerta, preocupada por sus conflictos con Persia, aflojó la presión sobre Europa; mientras que la España de Felipe II, con la sangre y el dinero puestos en Flandes, dedicó la mayor parte de sus esfuerzos, como escribió John Elliott, a un enemigo que estaba empezando a mostrarse todavía más peligroso que el Islam: la pugna entre el católico sur y el norte protestante. Además, Lepanto tuvo una consecuencia negativa para los viejos países mediterráneos, aunque positiva para los nuevos cabroncetes del norte; porque, al atenuarse un poco la amenaza islámica, crecientes potencias navales como Holanda e Inglaterra (y también los navegantes hanseáticos de más arriba) se animaron a pasar a este lado del estrecho de Gibraltar, por la cara, practicando una hábil especialidad suya, a medio camino entre el comercio y la piratería. Eso cambiaría el paisaje económico de la Europa del sur. La itálica Toscana, con su floreciente puerto de Livorno, fue hacia arriba y Venecia (a esas alturas más esclerótica que Joe Biden), acosada por corsarios ingleses, neerlandeses, españoles, florentinos, malteses y adriáticos, fue cuesta abajo en su rodada, perdiendo la influencia de antaño. Hubo mucho trajín de mercancías, comercio y dinero que benefició a los viejos países mediterráneos; pero la pauta de Europa ya no la marcaban ellos, cada vez más subordinados a los competidores guiris y con el imperio español malgastando energías y recursos en romperse los cuernos en la Europa de arriba. A finales del siglo XVI y principios del XVII, el antiguo mar de los griegos y los romanos, el del vino tinto, el mármol, los dioses y el aceite de oliva, se transformó en lago anglo-holandés. Eso tuvo una importancia enorme: fluyeron de un lado a otro el dinero, la cultura y las ideas. Como siempre ocurre entre conquistadores y conquistados, los rubios se sintieron cada vez más fascinados por el sol, la pizza y la paella, decidieron que de allí no los despegaban ni con agua caliente, y ahí siguen: Gibraltar, Benidorm, tirarse a la piscina desde los balcones de Ibiza, etcétera. La colonización guiri del Mediterráneo trajo al sur muchas novedades, aunque no la más deseable. Situando la actividad mercantil y la prosperidad comercial por encima de la ortodoxia religiosa, bendecida por un Dios práctico y moderno para su tiempo, cuajaba en algunos lugares de la Europa norteña una nueva clase dirigente cuya principal virtud (al menos, guardando las apariencias) era la seriedad política, económica y social: gente destacada por su respeto a las leyes, amor al trabajo, ejemplaridad moral, integridad y prestigio. Ciudadanos libres, en fin, elegidos entre sus iguales. Para lo bueno y lo malo (calculen ustedes mismos lo bueno y lo malo), dos Europas estaban en camino. Y una tenía más futuro que la otra.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXIV)
Las chicas de antes, para su desdicha y la de Europa en general, no eran como las de ahora. Con raras excepciones (Hipatia de Alejandría, Safo de Lesbos, Juana de Arco y pocas más), desde las humildes campesinas hasta las damas de alta cuna, lo que se imponía era la sumisión al padre, hermano o esposo, labores del hogar, observancia religiosa y mantenerse lejos de las ciencias, las artes y las letras que, según sus piadosos confesores, hija mía, os trastornan la cabeza. Ni siquiera se les suponía capacidad intelectual comparable a la de los varones. Qué va a saber de eso una tía, era la idea. Como mucho, a las pijas burguesas, nobles y tal, o sea, a las afortunadas, se les concedían diversiones menores: música, lecturas adecuadas para su sexo y poco más. Así fue durante mucho tiempo, hasta que desde el siglo XV el Renacimiento empezó a cambiar algo las cosas. A partir de entonces los azares de la Historia situaron a mujeres en lugares destacados, y su presencia y personalidad acabaron influyendo mucho. Tal fue el caso de Isabel de Castilla, que cambió no sólo el futuro de España sino también el universal; y además de ella (la más brillante y con más huevos de su tiempo) hubo otras señoras notables en lo de cambiar la seda por el percal: la italiana Catalina de Médicis, que fue reina de Francia (magistralmente interpretada por Virna Lisi en la peli La reina Margot); María Estuardo, infeliz reina de Escocia (la noveló Walter Scott y la encarnó en el cine Katharine Hepburn); María Tudor (que dio nombre al Bloody Mary) y su hermanastra Isabel, aquella pelirroja solterona (le dieron rostro y voz actrices como Bette Davis, Glenda Jackson y Cate Blanchett) que acabó siendo reina de Inglaterra y pesadilla perpetua del monarca español Felipe II. Pero no sólo hubo reinas, claro. Si las mencionamos a todas, nos dan aquí las uvas. La veneciana Cristina de Pizán, por ejemplo (primera escritora profesional de la historia, cinco siglos antes de Ágatha Christie), acabó instalada en Francia, donde escribió una novela titulada La Ciudad de las Damas, soberbia respuesta intelectual a la famosa afirmación hecha en el Roman de la Rose por Jean de Meung: Todas son, fueron o serán putas por acción o intención. En España, entonces en la cumbre del mundo, salieron varias de rompe y rasga; pero es ineludible mencionar a tres: una fue Beatriz Galindo, alias La Latina, humanista y filántropa; y las otras dos, religiosas: Isabel de Villena (en su Vita Christi es el propio Jesucristo quien defiende a las mujeres) y Teresa de Cartagena (La arboleda de los enfermos fue un libro tan bueno que los hombres de su época no creían que lo hubiese escrito una mujer). Esas mujeres, como otras en España y fuera de ella, desbrozaron el camino para las que vendrían después, como santa Teresa de Jesús o María de Zayas, la mexicana sor Juana Inés de la Cruz o, ya en el siglo XVIII, la francesa Madame de La Fayette con su deliciosa novela La princesa de Clèves. Etcétera, etcétera. De todas formas, ya que hablamos de libros y antes hemos hablado de reinas, sería delito de lesa historia no mencionar a la también española Catalina de Aragón, primera y luego repudiada esposa del rey inglés Enrique VIII. Hija de Isabel y Fernando, los reyes católicos, creció a la sombra de su espléndida madre y se tomó muy en serio el trono de Inglaterra, derrotando a los escoceses en la famosa batalla del año 1513 cuando su legítimo (que luego la repudió, el hijoputa), se hallaba en el extranjero. Catalina cuidó mucho la educación de Mary o María, su hija anglohispana, y para ello encargó a Luis Vives, humanista español de campanillas (entre lo máximo de su época, todo un figura) un libro titulado La educación de una mujer cristiana. Aquella respetable reina Catalina, que era una señora y no una lagarta intrigante como su sucesora en el lecho regio, Ana Bolena (aquélla a la que después afeitó en seco el verdugo de Londres), no sólo se ocupó de la formación intelectual de su hija María, sino que fue entusiasta patrocinadora, siguiendo la tradición real inglesa, del Colegio de la Reina de Cambridge y del Colegio Saint John. Con todo y con ello, tanto en Inglaterra como en Francia, España, Italia y el resto de Europa, en el siglo XVI las mujeres seguían apartadas del núcleo duro de las ciencias, las artes y las letras, y se les prohibía el acceso a las universidades. Eso no iba a ser obstáculo, sin embargo, para que una reina sin título universitario ni nada que se pareciera (incluida una absoluta falta de escrúpulos heredada de su papi Enrique), mucho menos culta pero más lista que otros y que otras, se convirtiera en la más importante y poderosa de su tiempo, transformando a Inglaterra en gran potencia. Me refiero, claro, a Isabel I de Inglaterra. Y de ella hablaremos en el próximo capítulo.
[Continuará].
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Las chicas de antes, para su desdicha y la de Europa en general, no eran como las de ahora. Con raras excepciones (Hipatia de Alejandría, Safo de Lesbos, Juana de Arco y pocas más), desde las humildes campesinas hasta las damas de alta cuna, lo que se imponía era la sumisión al padre, hermano o esposo, labores del hogar, observancia religiosa y mantenerse lejos de las ciencias, las artes y las letras que, según sus piadosos confesores, hija mía, os trastornan la cabeza. Ni siquiera se les suponía capacidad intelectual comparable a la de los varones. Qué va a saber de eso una tía, era la idea. Como mucho, a las pijas burguesas, nobles y tal, o sea, a las afortunadas, se les concedían diversiones menores: música, lecturas adecuadas para su sexo y poco más. Así fue durante mucho tiempo, hasta que desde el siglo XV el Renacimiento empezó a cambiar algo las cosas. A partir de entonces los azares de la Historia situaron a mujeres en lugares destacados, y su presencia y personalidad acabaron influyendo mucho. Tal fue el caso de Isabel de Castilla, que cambió no sólo el futuro de España sino también el universal; y además de ella (la más brillante y con más huevos de su tiempo) hubo otras señoras notables en lo de cambiar la seda por el percal: la italiana Catalina de Médicis, que fue reina de Francia (magistralmente interpretada por Virna Lisi en la peli La reina Margot); María Estuardo, infeliz reina de Escocia (la noveló Walter Scott y la encarnó en el cine Katharine Hepburn); María Tudor (que dio nombre al Bloody Mary) y su hermanastra Isabel, aquella pelirroja solterona (le dieron rostro y voz actrices como Bette Davis, Glenda Jackson y Cate Blanchett) que acabó siendo reina de Inglaterra y pesadilla perpetua del monarca español Felipe II. Pero no sólo hubo reinas, claro. Si las mencionamos a todas, nos dan aquí las uvas. La veneciana Cristina de Pizán, por ejemplo (primera escritora profesional de la historia, cinco siglos antes de Ágatha Christie), acabó instalada en Francia, donde escribió una novela titulada La Ciudad de las Damas, soberbia respuesta intelectual a la famosa afirmación hecha en el Roman de la Rose por Jean de Meung: Todas son, fueron o serán putas por acción o intención. En España, entonces en la cumbre del mundo, salieron varias de rompe y rasga; pero es ineludible mencionar a tres: una fue Beatriz Galindo, alias La Latina, humanista y filántropa; y las otras dos, religiosas: Isabel de Villena (en su Vita Christi es el propio Jesucristo quien defiende a las mujeres) y Teresa de Cartagena (La arboleda de los enfermos fue un libro tan bueno que los hombres de su época no creían que lo hubiese escrito una mujer). Esas mujeres, como otras en España y fuera de ella, desbrozaron el camino para las que vendrían después, como santa Teresa de Jesús o María de Zayas, la mexicana sor Juana Inés de la Cruz o, ya en el siglo XVIII, la francesa Madame de La Fayette con su deliciosa novela La princesa de Clèves. Etcétera, etcétera. De todas formas, ya que hablamos de libros y antes hemos hablado de reinas, sería delito de lesa historia no mencionar a la también española Catalina de Aragón, primera y luego repudiada esposa del rey inglés Enrique VIII. Hija de Isabel y Fernando, los reyes católicos, creció a la sombra de su espléndida madre y se tomó muy en serio el trono de Inglaterra, derrotando a los escoceses en la famosa batalla del año 1513 cuando su legítimo (que luego la repudió, el hijoputa), se hallaba en el extranjero. Catalina cuidó mucho la educación de Mary o María, su hija anglohispana, y para ello encargó a Luis Vives, humanista español de campanillas (entre lo máximo de su época, todo un figura) un libro titulado La educación de una mujer cristiana. Aquella respetable reina Catalina, que era una señora y no una lagarta intrigante como su sucesora en el lecho regio, Ana Bolena (aquélla a la que después afeitó en seco el verdugo de Londres), no sólo se ocupó de la formación intelectual de su hija María, sino que fue entusiasta patrocinadora, siguiendo la tradición real inglesa, del Colegio de la Reina de Cambridge y del Colegio Saint John. Con todo y con ello, tanto en Inglaterra como en Francia, España, Italia y el resto de Europa, en el siglo XVI las mujeres seguían apartadas del núcleo duro de las ciencias, las artes y las letras, y se les prohibía el acceso a las universidades. Eso no iba a ser obstáculo, sin embargo, para que una reina sin título universitario ni nada que se pareciera (incluida una absoluta falta de escrúpulos heredada de su papi Enrique), mucho menos culta pero más lista que otros y que otras, se convirtiera en la más importante y poderosa de su tiempo, transformando a Inglaterra en gran potencia. Me refiero, claro, a Isabel I de Inglaterra. Y de ella hablaremos en el próximo capítulo.
[Continuará].
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXV)
Elizabeth Tudor, o sea Isabel I, alias la Reina Virgen (no se tomen ustedes muy en serio el epíteto), fue la señora más interesante del siglo XVI, como Isabel de Castilla lo había sido del XV. Llegó aquella guiri (pelirroja era, la muchacha) a reinar un poco por casualidad, porque era hija de Enrique VIII, el decapitador de esposas, hermana del rey Eduardo VI, muerto a los 15 años, y hermanastra de María Tudor, la reina católica que se había ganado el apodo de María la Sanguinaria y el odio ciudadano por su feroz represión de la religión anglicana (Bloody Mary, de ahí viene el nombre del cóctel). Pero el caso es que reinó al fin, y nada menos que durante 45 tacos de almanaque (1558-1603) en los que, además de convertir de nuevo a Inglaterra en gran potencia, hizo minuciosamente la puñeta al español Felipe II y sus dominios imperiales, para quien se convirtió en un grano allí donde la espalda pierde su honesto nombre. Y encima, para más recochineo, reinó sobre una nación próspera, de una razonable educación dentro de lo que cabe en esa época, que vivió un siglo de oro cultural bajo la sombra benéfica del dramaturgo William Shakespeare, al que los escolares británicos siguen hoy estudiando (a diferencia de España, donde a su coetáneo Cervantes, el otro gran genio de su tiempo, se le oculta y se le olvida). En realidad, todo el prestigio de la monarquía inglesa a partir de Isabel I se acabó basando en su hostilidad, primero disimulada y luego abierta, hacia el enorme imperio español de entonces. Fría, dura, cabrona, cruel cuando convenía, hizo cuanto pudo por ayudar a los protestantes europeos en su lucha contra España, porque así minaba el enorme poder de ésta; y lo hizo con sagacidad, eficacia y una absoluta falta de escrúpulos (la misma con que hizo ejecutar a su prisionera María Estuardo, desventurada reina de Escocia), potenciando con suma inteligencia y pulso firme la navegación, el comercio y la creación de un imperio colonial propio. El obstáculo natural para todo eso era España, que con un territorio tan extenso, ocupada en el Mediterráneo con los turcos, en Europa con el berenjenal de Flandes, con América al otro lado del Atlántico y con el Pacífico en el quinto carajo, no tenía arroz para tanto pollo. Así que a finales del siglo XVI empezó la guerra de verdad, ya sin disimulo. Las dos circunnavegaciones del mundo hechas por Francis Drake constituyeron, según el historiador John Elliott, una prueba de que el imperio español no estaba a prueba de corsarios. Y realmente no lo estaba. En 1584, otro marino y pirata, Walter Raleigh, fundó en América la primera colonia inglesa. Y en los años siguientes, con el apoyo de Isabel I, que también era mujer de negocios y trincaba de los beneficios, Drake (héroe nacional para los ingleses, para los españoles un hijo de la gran puta) atacó los puertos de Vigo, Cádiz y Santiago de Cuba, inaugurando así dos largos siglos de piratería oficial británica (y holandesa, de rebote) a costa del imperio español. Al fin, harto de agacharse a coger el jabón en la ducha, Felipe II decidió que aquello sólo se arreglaba coordinando una invasión de Inglaterra con levantamientos católicos en Irlanda y Escocia, y se puso a ello: 65 navíos, 11.000 tripulantes, 19.000 soldados; la Armada mal llamada (por los ingleses, en plan de cachondeo) Invencible. Pero todo se fue al diablo para España, porque el asunto estuvo mal concebido y pésimamente ejecutado; y el mal tiempo, con temporales y tal, acabó dando la puntilla. Aquel desastre dejó a los de aquí cortos de barcos y tripulantes cualificados; aunque, como Felipe estaba podrido de pasta con el oro y la plata americanos, la recuperación fue rápida y las consecuencias materiales no llegaron a ser demasiado graves. El daño fue, sobre todo, político y psicológico, pues el prestigio de España en el mar quedó por los suelos y el de Inglaterra se puso por las nubes, hasta el punto de que Isabel I, aplaudida por los enemigos del imperio hispano, que eran casi todos, goteaba agua de limón. Todo se resume en la carta que el francés La Noue escribió a su amigo inglés Walsingham: Los españoles querían apoderarse de Flandes a través de Inglaterra, y ahora os corresponde a vosotros apoderaros de España a través de América. Al salvaros vosotros nos salvaréis a los demás. Y hasta el papa Sixto V, que aprobaba de boquilla el afán español por restaurar el catolicismo en Inglaterra y Europa, se alegró en privado de que a Felipe II le rompieran los cuernos. No lo tragaba, el pontífice, angustiado por la idea de que se mantuviera como líder todopoderoso de la cristiandad. Así que, al enterarse del fracaso de la Armada, Su Santidad aplaudió hasta con las orejas.
[Continuará].
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Elizabeth Tudor, o sea Isabel I, alias la Reina Virgen (no se tomen ustedes muy en serio el epíteto), fue la señora más interesante del siglo XVI, como Isabel de Castilla lo había sido del XV. Llegó aquella guiri (pelirroja era, la muchacha) a reinar un poco por casualidad, porque era hija de Enrique VIII, el decapitador de esposas, hermana del rey Eduardo VI, muerto a los 15 años, y hermanastra de María Tudor, la reina católica que se había ganado el apodo de María la Sanguinaria y el odio ciudadano por su feroz represión de la religión anglicana (Bloody Mary, de ahí viene el nombre del cóctel). Pero el caso es que reinó al fin, y nada menos que durante 45 tacos de almanaque (1558-1603) en los que, además de convertir de nuevo a Inglaterra en gran potencia, hizo minuciosamente la puñeta al español Felipe II y sus dominios imperiales, para quien se convirtió en un grano allí donde la espalda pierde su honesto nombre. Y encima, para más recochineo, reinó sobre una nación próspera, de una razonable educación dentro de lo que cabe en esa época, que vivió un siglo de oro cultural bajo la sombra benéfica del dramaturgo William Shakespeare, al que los escolares británicos siguen hoy estudiando (a diferencia de España, donde a su coetáneo Cervantes, el otro gran genio de su tiempo, se le oculta y se le olvida). En realidad, todo el prestigio de la monarquía inglesa a partir de Isabel I se acabó basando en su hostilidad, primero disimulada y luego abierta, hacia el enorme imperio español de entonces. Fría, dura, cabrona, cruel cuando convenía, hizo cuanto pudo por ayudar a los protestantes europeos en su lucha contra España, porque así minaba el enorme poder de ésta; y lo hizo con sagacidad, eficacia y una absoluta falta de escrúpulos (la misma con que hizo ejecutar a su prisionera María Estuardo, desventurada reina de Escocia), potenciando con suma inteligencia y pulso firme la navegación, el comercio y la creación de un imperio colonial propio. El obstáculo natural para todo eso era España, que con un territorio tan extenso, ocupada en el Mediterráneo con los turcos, en Europa con el berenjenal de Flandes, con América al otro lado del Atlántico y con el Pacífico en el quinto carajo, no tenía arroz para tanto pollo. Así que a finales del siglo XVI empezó la guerra de verdad, ya sin disimulo. Las dos circunnavegaciones del mundo hechas por Francis Drake constituyeron, según el historiador John Elliott, una prueba de que el imperio español no estaba a prueba de corsarios. Y realmente no lo estaba. En 1584, otro marino y pirata, Walter Raleigh, fundó en América la primera colonia inglesa. Y en los años siguientes, con el apoyo de Isabel I, que también era mujer de negocios y trincaba de los beneficios, Drake (héroe nacional para los ingleses, para los españoles un hijo de la gran puta) atacó los puertos de Vigo, Cádiz y Santiago de Cuba, inaugurando así dos largos siglos de piratería oficial británica (y holandesa, de rebote) a costa del imperio español. Al fin, harto de agacharse a coger el jabón en la ducha, Felipe II decidió que aquello sólo se arreglaba coordinando una invasión de Inglaterra con levantamientos católicos en Irlanda y Escocia, y se puso a ello: 65 navíos, 11.000 tripulantes, 19.000 soldados; la Armada mal llamada (por los ingleses, en plan de cachondeo) Invencible. Pero todo se fue al diablo para España, porque el asunto estuvo mal concebido y pésimamente ejecutado; y el mal tiempo, con temporales y tal, acabó dando la puntilla. Aquel desastre dejó a los de aquí cortos de barcos y tripulantes cualificados; aunque, como Felipe estaba podrido de pasta con el oro y la plata americanos, la recuperación fue rápida y las consecuencias materiales no llegaron a ser demasiado graves. El daño fue, sobre todo, político y psicológico, pues el prestigio de España en el mar quedó por los suelos y el de Inglaterra se puso por las nubes, hasta el punto de que Isabel I, aplaudida por los enemigos del imperio hispano, que eran casi todos, goteaba agua de limón. Todo se resume en la carta que el francés La Noue escribió a su amigo inglés Walsingham: Los españoles querían apoderarse de Flandes a través de Inglaterra, y ahora os corresponde a vosotros apoderaros de España a través de América. Al salvaros vosotros nos salvaréis a los demás. Y hasta el papa Sixto V, que aprobaba de boquilla el afán español por restaurar el catolicismo en Inglaterra y Europa, se alegró en privado de que a Felipe II le rompieran los cuernos. No lo tragaba, el pontífice, angustiado por la idea de que se mantuviera como líder todopoderoso de la cristiandad. Así que, al enterarse del fracaso de la Armada, Su Santidad aplaudió hasta con las orejas.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (LXVI)
Los primeros nacionalismos europeos serios, en el sentido moderno de la palabra, habían cuajado en el siglo XVI en España, Inglaterra y los Países Bajos; y la prolongada mano de hostias que se dieron Felipe II e Isabel I contribuyó mucho a eso. La unidad religiosa bajo uno y otra (católico el zorro español, anglicana la zorra inglesa, ambos proclamándose elegidos por Dios) contribuyó a la solidez interna de ambos estados; pero eso fue al precio de mucha sangre, mucha carne asada y mucha mano dura. Por su parte, situada entre unos y otros y con sus propios intereses europeos, en Francia se intentaba lo mismo pero en plan quiero y no puedo, pues allí todavía no estaba resuelta la murga religiosa (católicos contra hugonotes y viceversa) y había graves conflictos relacionados con el asunto. Lo mismo, más o menos, ocurría en todo el continente, y todas esas tensiones tuvieron costes muy altos. Entre nacionalismo y religión (que todavía hoy, parece mentira, siguen destruyendo la concordia entre los seres humanos) aprovechados por gentes fanáticas, estúpidas o perversas, aquel tiempo turbulento no fue cómodo para la razón y la inteligencia, sino todo lo contrario. La más noble (y rara) nacionalidad, ajena a las fronteras y fraguada en el siglo anterior, el del Renacimiento, fue la de los humanistas: la de la cultura y la inteligencia. Una cofradía internacional cuya lingua franca era el latín, pero también el griego y el hebreo, y cuyos principios de fraternidad y respeto al pensamiento ajeno quedaban por encima de fronteras, religiones y nacionalismos. Sin embargo, esa independencia pagó muy altos precios. Lo mismo que el orden social y el político, el mundo intelectual de Europa sufrió horrores, aplastado por las bestias pardas o los canallas sutiles que desde un bando u otro pretendían, como nunca dejan de hacerlo, el monopolio de la Verdad con Mayúscula. En todas partes cocieron habas, naturalmente: Felipe II, el nuestro, prohibió a los estudiantes viajar a universidades extranjeras (a excepción de tres controladas por España o por el papa), para evitar que se contagiasen de doctrinas perniciosas; a Giordano Bruno lo hicieron churrasco por hereje en una plaza pública italiana; al gabacho Pierre Ramus le dieron matarile en la matanza de San Bartolomé; a fray Luis de León lo enchiqueró la Inquisición, y a Michel de Montaigne (mi favorito con Cervantes y Shakespeare, la Santísima Trinidad de las letras en esa época) no le pasó nada porque, escéptico, horaciano y sabio, al oler la chamusquina tuvo la prudencia de retirarse a su torre y, escribiendo sus formidables Ensayos, indagar sobre sí mismo, que eso apenas molestaba a nadie. Y hasta el rey francés Enrique IV (del que hablaremos con más detalle en el próximo episodio), hugonote convertido al catolicismo por razones políticas, que empezó a idear un proyecto de Union Européenne basado en el respeto a la diversidad religiosa, resultó asesinado por un fanático que lo puso de puñaladas hasta las cejas. Y, bueno. Ya que hablamos de religión, intelecto y cultura, no podemos obviar el nacimiento y ascenso de una orden religiosa que, con sus luces y sombras, fue decisiva en el paisaje intelectual europeo. Me refiero a los jesuitas: polémicos soldados de Cristo, fundados por el español Ignacio de Loyola para combatir las ideas heterodoxas, paladines de la Contrarreforma católica, su brillantez, sus métodos educativos, su asombrosa actividad científico-viajera y su búsqueda del poder les abonaron prestigio internacional y también odio mortal, incluso entre sus correligionarios (los dominicos estuvieron entre sus más notorios enemigos). Ellos introdujeron la geografía y las matemáticas en sus escuelas, trabajaron la psicología de los alumnos, reivindicaron la autoridad de la filosofía de Aristóteles frente a Platón (Pimienta de todas las herejías, Platón es peligroso justamente porque al principio no lo es), multiplicaron sus colegios en toda Europa y la América hispano-portuguesa, accedieron a la intimidad de reyes y poderosos, y durante los dos siglos siguientes fueron influyente perejil de todas las salsas (hasta el papa de ahora es jesuita, calculen lo que dio de sí el invento). La nueva orden se puso de moda y se infiltró con mucho garbo en Roma, donde el papa Sixto V, que como Toscana y Venecia esperaba que entre Inglaterra y la cada vez más fuerte Francia le aliviaran la dominación española (Felipe II tenía a Italia férreamente agarrada por el pescuezo), había reorganizado los Estados Pontificios concentrando en sus manos la suma autoridad católica, que ya era hora después de tanto sobresalto. Creando, además, un cuerpo diplomático vaticano que acabaría siendo el más eficaz del mundo; y que ahí donde lo ven, con sus cardenales, nuncios, obispos y tal, cinco siglos y pico después lo sigue siendo.
[Continuará].
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Los primeros nacionalismos europeos serios, en el sentido moderno de la palabra, habían cuajado en el siglo XVI en España, Inglaterra y los Países Bajos; y la prolongada mano de hostias que se dieron Felipe II e Isabel I contribuyó mucho a eso. La unidad religiosa bajo uno y otra (católico el zorro español, anglicana la zorra inglesa, ambos proclamándose elegidos por Dios) contribuyó a la solidez interna de ambos estados; pero eso fue al precio de mucha sangre, mucha carne asada y mucha mano dura. Por su parte, situada entre unos y otros y con sus propios intereses europeos, en Francia se intentaba lo mismo pero en plan quiero y no puedo, pues allí todavía no estaba resuelta la murga religiosa (católicos contra hugonotes y viceversa) y había graves conflictos relacionados con el asunto. Lo mismo, más o menos, ocurría en todo el continente, y todas esas tensiones tuvieron costes muy altos. Entre nacionalismo y religión (que todavía hoy, parece mentira, siguen destruyendo la concordia entre los seres humanos) aprovechados por gentes fanáticas, estúpidas o perversas, aquel tiempo turbulento no fue cómodo para la razón y la inteligencia, sino todo lo contrario. La más noble (y rara) nacionalidad, ajena a las fronteras y fraguada en el siglo anterior, el del Renacimiento, fue la de los humanistas: la de la cultura y la inteligencia. Una cofradía internacional cuya lingua franca era el latín, pero también el griego y el hebreo, y cuyos principios de fraternidad y respeto al pensamiento ajeno quedaban por encima de fronteras, religiones y nacionalismos. Sin embargo, esa independencia pagó muy altos precios. Lo mismo que el orden social y el político, el mundo intelectual de Europa sufrió horrores, aplastado por las bestias pardas o los canallas sutiles que desde un bando u otro pretendían, como nunca dejan de hacerlo, el monopolio de la Verdad con Mayúscula. En todas partes cocieron habas, naturalmente: Felipe II, el nuestro, prohibió a los estudiantes viajar a universidades extranjeras (a excepción de tres controladas por España o por el papa), para evitar que se contagiasen de doctrinas perniciosas; a Giordano Bruno lo hicieron churrasco por hereje en una plaza pública italiana; al gabacho Pierre Ramus le dieron matarile en la matanza de San Bartolomé; a fray Luis de León lo enchiqueró la Inquisición, y a Michel de Montaigne (mi favorito con Cervantes y Shakespeare, la Santísima Trinidad de las letras en esa época) no le pasó nada porque, escéptico, horaciano y sabio, al oler la chamusquina tuvo la prudencia de retirarse a su torre y, escribiendo sus formidables Ensayos, indagar sobre sí mismo, que eso apenas molestaba a nadie. Y hasta el rey francés Enrique IV (del que hablaremos con más detalle en el próximo episodio), hugonote convertido al catolicismo por razones políticas, que empezó a idear un proyecto de Union Européenne basado en el respeto a la diversidad religiosa, resultó asesinado por un fanático que lo puso de puñaladas hasta las cejas. Y, bueno. Ya que hablamos de religión, intelecto y cultura, no podemos obviar el nacimiento y ascenso de una orden religiosa que, con sus luces y sombras, fue decisiva en el paisaje intelectual europeo. Me refiero a los jesuitas: polémicos soldados de Cristo, fundados por el español Ignacio de Loyola para combatir las ideas heterodoxas, paladines de la Contrarreforma católica, su brillantez, sus métodos educativos, su asombrosa actividad científico-viajera y su búsqueda del poder les abonaron prestigio internacional y también odio mortal, incluso entre sus correligionarios (los dominicos estuvieron entre sus más notorios enemigos). Ellos introdujeron la geografía y las matemáticas en sus escuelas, trabajaron la psicología de los alumnos, reivindicaron la autoridad de la filosofía de Aristóteles frente a Platón (Pimienta de todas las herejías, Platón es peligroso justamente porque al principio no lo es), multiplicaron sus colegios en toda Europa y la América hispano-portuguesa, accedieron a la intimidad de reyes y poderosos, y durante los dos siglos siguientes fueron influyente perejil de todas las salsas (hasta el papa de ahora es jesuita, calculen lo que dio de sí el invento). La nueva orden se puso de moda y se infiltró con mucho garbo en Roma, donde el papa Sixto V, que como Toscana y Venecia esperaba que entre Inglaterra y la cada vez más fuerte Francia le aliviaran la dominación española (Felipe II tenía a Italia férreamente agarrada por el pescuezo), había reorganizado los Estados Pontificios concentrando en sus manos la suma autoridad católica, que ya era hora después de tanto sobresalto. Creando, además, un cuerpo diplomático vaticano que acabaría siendo el más eficaz del mundo; y que ahí donde lo ven, con sus cardenales, nuncios, obispos y tal, cinco siglos y pico después lo sigue siendo.
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