UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

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Una historia de Europa (XXI)


La república romana, antaño virtuosa y ejemplar (ése fue el tópico acuñado por los historiadores de la época, que miraban atrás con nostalgia), se estaba yendo de las manos. Nuevas generaciones de políticos, todos ellos chicos pijos y ambiciosos, de buenas familias patricias, querían mayor tajada de pastel de la que les había tocado hasta entonces; así que, para garantizarse el trinque, hacían mucho la pelota a los militares con tropas bajo su mando. Eres de lo que no hay, Mario, le decían a uno. Lo tuyo es de ganar concursos, Sila, le decían a otro. Quiero un hijo tuyo, Pompeyo, le soltaban al de más allá. Y los espadones aquellos, que no tenían abuela, se lo creían. Y entre batalla y batalla todos robaban a manos llenas. La peligrosa idea del hombre providencial, o sea, el individuo (militar, por supuesto) cuyo talento y audacia acabarían poniendo orden empezó a calar seriamente en la peña, con las previsibles consecuencias: soldadotes en plan flamenco, marcando el ritmo, y todos considerándose providenciales a sí mismos. La palabra dictador volvió a ponerse de moda, esta vez con resonancias siniestras. Encima, y para acabar de arreglarlo, el golferío de las élites ricas y frívolas, los intereses de clase y las costumbres disolutas se adueñaban de Roma, hasta el punto de que Catón el Joven escribió, o dijo: Esta ciudad ya no es más que una agencia de matrimonios políticos enmendada por los cuernos. Para mayor recochineo, las distintas facciones políticas, incluso los fulanos particulares que tenían viruta, pagaban a bandas de gentuza armada que ajustaban cuentas en su nombre. Aquello era ya un sindiós. La paz pública se fue al carajo y, según el historiador Apiano, Cada año se cometía un crimen abominable en el foro. Fue una verdadera guerra social, que no sólo tuvo lugar en las ciudades sino también en el campo, cada vez más devastado por la guerra civil que los jefes militares, convertidos en verdaderos señores de la guerra, libraban entre ellos. En cuanto un miles gloriosus ganaba una batalla en el exterior contra los germanos, por ejemplo, o contra los galos, o contra quien fuera, todos empezaban a darle palmaditas en la espalda y a decirle olé tus huevos, chaval, tú vales mucho. El resultado es que unos y otros se envidiaban y odiaban, se aliaban y se traicionaban; y cuando se les iba la olla y alguien pedía cuentas, soltaban en plan chuleta, como Mario, aquello de A causa del ruido de las armas no he podido oír el de las leyes. Por ahí iba el tono, pues ya eran las legiones las que, manu militari, legitimaban a los gobernantes. Pero no todas las personalidades eran de la milicia. Por esa época, casi a mediados del siglo I antes de Cristo, también destacó un fulano impresionante: un orador, abogado y político llamado Cicerón, intelectual de campanillas, listo y oportunista, uña y carne de financieros y millonetis romanos, al que todos los que estudiamos latín en el cole conocemos por su famoso Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? (discurso con el que hizo la puñeta a un tal Catilina, rival político que según él conspiraba contra la República, y al que obligó a echarse al monte y a ser liquidado en una batalla doméstica). Pero, bueno. La salud republicana, con Cicerón o sin él, tenía una pinta muy fea. Dicho en elegante, era una auténtica casa de putas. Y la había puesto peor, si cabe, la revuelta de esclavos más cinematográfica de la historia: la rebelión capitaneada por Espartaco (un gladiador tracio que era clavadito a Kirk Douglas) que en el año 73 a. C. dijo a los romanos «Se va a matar en el circo para que disfrutéis, vuestra puta madre». Así que él y otros setenta compañeros, al principio armados sólo con cuchillos de cocina, liaron un pifostio importante en Capua, huyeron al campo y en poco tiempo se les fueron juntando decenas de miles de esclavos, pastores, gente pobre y demás parias de la tierra, hasta formar un ejército impresionante que devastó las tierras, derrotó varias veces a las legiones y acojonó a Roma entera. La idea de Espartaco era pasar los Alpes y dispersarse en libertad, pero su gente prefirió el saqueo y la revancha en la península itálica. Al fin, un general llamado Marco Craso (rico y de buena familia que quería hacerse un prestigio militar) consiguió derrotarlo, y para dar ejemplo crucificó a seis mil prisioneros a lo largo de la Vía Apia. Lo cierto es que el tal Espartaco, novelas y películas aparte, era un tío muy interesante, listo y valiente como pocos. En sus Vidas paralelas, narrando la de Craso, el historiador Plutarco menciona a Espartaco con simpatía, incluso con admiración, cuando narra el heroico final del antiguo gladiador: Lanzóse contra el propio Craso entre muchos enemigos pese a las heridas que recibía, y aunque no logró llegar hasta él, mató a dos centuriones que le salieron al paso. Finalmente, aunque se quedó solo y rodeado de enemigos, siguió luchando hasta que lo mataron.

[Continuará].



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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

Mensaje por kekodi »

Una historia de Europa (XXII)


Durante los dos primeros tercios del siglo I antes de Cristo, Roma, poderosa en el exterior, fue un verdadero putiferio en el interior. La ambición de políticos y generales la sumió en una guerra civil muy desagradable, en la que espadones como Mario, Sila, Sertorio, Craso, Pompeyo y algún otro, respaldados por sus legiones, anduvieron de un lado para otro trincando cuanto podían, dando por saco y minando los cimientos de la antes (al menos así la recuerda la Historia) sobria y virtuosa república. Pero de todo aquel sindiós surgió una figura interesante, de ésas que los siglos alumbran de vez en cuando: un fulano a la altura de Aníbal o Alejandro Magno, o de lo que mucho más tarde serían Gengis Khan, Hernán Cortés, Napoleón y algún otro. Éste se llamaba César, Julio de nombre: un niño pijo de buena familia, político y militar que empezó repartiéndose el poder con dos de sus colegas (primer triunvirato) y acabó haciéndose dueño del cotarro. Conquistó y pacificó la vecina Galia, desembarcó en lo que hoy llamamos Inglaterra, y con un instinto extraordinario para la autopromoción, escribió en tercera persona un best-seller (Comentarios a la guerra de las Galias) que todavía hoy, veintiún siglos después, traducen en el cole los pocos alumnos a quienes los políticos analfabetos que nos gobiernan permiten estudiar latín: Gallia est omnis divisa in partes tres, etc. El caso fue que entre libro, hazañas bélicas, respaldo de sus fieles legionarios y reparto de dinero a senadores y otros golfos, César hizo encaje de bolillos. A la guerra civil le dio el finiquito librándose de su examigo y ahora enemigo Pompeyo, al que derrotó en la batalla de Farsalia. Asesinado Pompeyo y liquidados sus últimos seguidores en Munda (Montilla, España, ahí donde el vino), a partir del 44 a. C. no quedaba quien le hiciera sombra. Así que blindó su poder a perpetuidad, se nombró pontífice máximo, combinó dictadura con consulados, sobornó todo lo que se movía, impuso los magistrados que le salieron del cimbel y purgó de enemigos el Senado. Además, pagando juegos en el circo y con otros muchos gestos populistas (el tío era más listo que los ratones coloraos) se metió al populus romanus en el bolsillo. Incluso tuvo un sonado encame con Cleopatra, reina de Egipto, que era un trueno de señora, exótica y tal, clavadita a Elizabeth Taylor, y a la que en un episodio digno del Hola (revista que entonces se habría llamado Ave), le hizo una criatura llamada Cesarión (recomiendo la serie televisiva Roma, donde se cuenta todo eso de maravilla). Pero claro. Aquello era demasiado para el cuerpo de senadores insatisfechos con el personaje, unos porque ya no trincaban como antes y otros más honrados (digo yo que alguno habría), cabreadísimos por ver cómo César se pasaba por el arco del triunfo las antiguas y dignas costumbres republicanas, y por cómo sus compadres, ojo al dato, lo tentaban con la corona real. Así que entre varios montaron una conspiración preciosa, y el año 44 a. C. le dieron a don Julio las suyas y las de un bombero. O sea, que los conspiratas lo apuñalaron hasta darle matarile en plena calle (ya saben, Kaì sú téknon, Brute? y todo eso). Para disfrutar más del episodio, recomiendo una novela cojonuda de Thornton Wilder que se titula Los idus de marzo. Y, bueno. El caso fue que muerto César, o sea, el hombre providencial a la vieja usanza, padre de la plebe y otros camelos, la huérfana república se convirtió en un problema político. Aquella Roma tan extensa y poderosa no podía volver a una monarquía a la antigua, ni la aristocracia podía ya hacerse cargo, ni la democracia cívica funcionaba. Era como con doña Ana de Pantoja en el Tenorio: Don Juan, yo la amaba, sí / más con lo que habéis osado / imposible la hais dejado / para vos y para mí. O sea, que tras la guerra civil y el episodio cesariano la cosa no tenía arreglo. Surgió entonces un nuevo triunvirato para repartirse el poder entre unos jóvenes amigos de César: Lépido, Marco Antonio y Octavio. Pero este último, que era el listo de la pandi, les jugó a los otros la del chino. Dejó a Lépido, el más pardillo, fuera de circulación, y luego le hizo la cama a Marco Antonio, que también se había enrollado con Cleopatra. Los derrotó a uno y a otra en la batalla de Actium, y Marco Antonio se suicidó poco después. Por su parte, Cleopatra quiso repetir la jugada habitual con Octavio, haciéndose un triplete de romanos. Pero aquel, jovencito, frío como la madre que lo parió, era de otra pasta. Pasó por completo de la egipcia tentadora, que también acabó suicidándose, hizo que asesinaran al Cesarito junior para despejar el paisaje, y se convirtió en lo que hoy llamaríamos puto amo de Roma. Lo que me propongo contarles en el próximo capítulo.

[Continuará].



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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

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Una historia de Europa (XXIII)


Con poco más de 30 años de edad, Octavio se hizo dueño del mundo. Aquel cabroncete que con tanta habilidad se había quitado de encima a la competencia, criado entre guerras civiles y conspiraciones senatoriales, era muy inteligente y tenía horchata en las venas. Dicho en términos taurinos, sabía torear a Roma por los dos pitones. Y así lo hizo, pese a su juventud. Las formas republicanas se habían ido al carajo tiempo atrás y el senado era una piltrafa corrupta. Le habría sido fácil hacerse proclamar rey, pero era más listo que todo eso. Después de tanto Catilina, tanto Espartaco, tanto César y tanto soponcio, lo que los romanos anhelaban era paz, tranquilidad y trabajo. Y si el precio era la democracia, pues se pagaba y santas pascuas. Roma quería un amo. Así estaban las cosas, y el lince de Octavio lo vio claro. También vio que era necesario guardar las formas: hacer como que no. Así que se fue arrimando al poder absoluto con mucha maña y mucho tiento. Benefició a los legionarios jubilados y creó una burocracia administrativa eficaz que resolvió no pocas papeletas. Al senado se lo metió en el bolsillo con privilegios y enjuagues, transformándolo en un consejo que le era por completo adicto; y en el año 27 antes de Cristo les jugó a todos la de Fumanchú, o sea, hizo una maniobra magistral: de pronto devolvió los poderes al senado (que como digo, comía de su mano), dijo que volvía la República y que él se retiraba a su casa a ver la tele, o lo que se viera entonces. Por supuesto, el senado y Roma entera dijeron que ni se le ocurriera eso, por Dios. Que le daban todos los poderes habidos y por haber, que pidiera por esa boca. Así que a partir de ahí lo tuvo fácil. Ayudaba mucho que era hombre sobrio y cumplidor, trabajador, familiar, más bien soso, de costumbres moderadas y con gran sentido patriótico y del estado. Procuró, sobre todo al principio, comportarse como un ciudadano más, no como un jefe absoluto, aunque lo fuera. Y realmente era un tipo valioso. Su sistema administrativo resultó formidable, construyó ciudades, carreteras y hermosos edificios en la capital (se jactaba de que encontró una Roma de ladrillo y la dejaba de mármol), y comprendiendo que la religión era una manera de atar en corto a la peña, defendió y potenció aquélla, construyendo además uno de los más hermosos lugares de la ciudad: el Panteón o templo de todos los dioses. Como era hombre culto, supongo que había leído lo escrito un siglo antes por Polibio: Si fuera posible un estado que habitaran sólo personas inteligentes, la religión no sería necesaria. Pero la muchedumbre es tornadiza, y alberga pasiones injustas, falta de razón e impulsos violentos. La única solución es contenerla con el miedo a cosas desconocidas. Así que se introdujo él mismo en el concepto. Comprendiendo, perspicaz, que una religión vinculada a lo oficial facilitaba las cosas, se puso a ello, relacionando con gran habilidad el culto a los dioses con el culto al estado. Y claro, de ahí a trasladar ese culto a quien regía el estado, el imperator augustus, sólo mediaba un paso, que dio sin despeinarse. A partir de entonces, Octavio se convirtió en el divino Augusto, cabeza militar, civil y religiosa de un extenso estado multicultural, la Roma eterna, aglutinada bajo su imperium y gobernada con su personal y paterna bondad (Por un dios presente entre nosotros será tenido Augusto, escribió Horacio, que además de gran poeta era un pelota). Inventó así, ese pedazo de artista político, el truco del almendruco: el poder te hace dios. O sea, el culto casi religioso, o sin casi, al líder divinizado, que tanto éxito tendría en la historia, y del que notables ejemplos serían veinte siglos después Stalin y Mao Tsé-Tung, o Zedong, o como se escriba ahora. Con el tiempo, todo eso fue fraguando en instituciones sólidas y en el largo período de prosperidad que (sobresaltos y guerras menores aparte) se acabó llamando pax romana. Una consolidación del imperio, aquélla, a la que contribuyó la política de los emperadores que sucedieron a Augusto, y a la que no fue ajena la extensión de la ciudadanía a provincias lejanas: a quien pagaba impuestos sin rechistar y ponía su lealtad a Roma, a sus dioses e instituciones, por encima de querencias locales. Y además, detalle clave, la nueva identidad, que otorgaba igualdad de derechos sociales, políticos y fiscales, se transmitía de padres a hijos. Muy pocos dejaban de querer eso, de modo que la cada vez mayor población del imperio se fue aglutinando y fundiendo bajo la común etiqueta. Durante los tres y hasta cuatro siglos siguientes, pese a las muchas peripecias, resquebrajamientos y sobresaltos que jalonarían la historia, millones de ciudadanos iban a pronunciar con orgullo la famosa (y bella) frase Civis romanus sum.

[Continuará].



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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

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Una historia de Europa (XXIV)

A punto de moverse la bisagra que, al contar los siglos, separa las fechas a. C. y d. C., o sea, antes y después del nacimiento de Cristo, Roma era dueña del mundo entonces conocido. El imperio, establecido de forma sólida bajo Augusto y sus sucesores, gozaba de extraordinaria salud. El asunto consistía ahora en asegurarlo, pues la prosperidad romana atraía, como moscas a un panal de miel (y tal vez les suene a ustedes el asunto), tanto a inmigrantes pacíficos como a invasores violentos. Para más seguridad, Augusto quería llevar las fronteras (el limes, bonita palabra) del Rhin hasta el Elba, y sus sucesores siguieron dale que te pego: pacificada la Galia, establecieron provincias en las actuales Baviera, Suiza, Austria y Eslovenia. Después ocuparon el Danubio medio y reanudaron campañas contra los germanos, amenaza norteña a los que el historiador Tácito (No es misión de los dioses procurar nuestra seguridad, sino nuestro castigo) menciona como heer-mann, hombres de guerra: o sea, una panda de cabrones. Sin embargo, el avance hacia el Elba se paralizó cuando el jefe querusco Arminio (ciudadano romano, por cierto, que había mandado tropas auxiliares en las guerras de Panonia) se pasó por la piedra a tres legiones romanas, de las que no dejó ni los rabos, en el bosque de Teotoburgo. Aun así, percances aparte, Roma consolidó sus fronteras repartiendo leña o pactando con los pueblos bárbaros vecinos, de un modo que Apiano describió con buen pulso: Han situado alrededor del imperio grandes campamentos militares que custodian una extensión tan enorme de tierra y mar como si de una plaza fuerte se tratara. Para ese despliegue no había, naturalmente, suficientes romanos de pata negra, pues buena parte de ellos prefería dedicarse a otras cosas en vez de estar todo el día con el escudo y la lanza, vigilando que el bárbaro de turno no se colase por el Rhin, el Danubio o el Sáhara. Que le grite el centurión a su puto padre, decían. Así empezó algo que con el tiempo daría problemas, pero que entonces era buena solución: cada vez hubo más soldados de la periferia, incluso bárbaros reclutados en las fronteras mismas, que legionarios de origen italiano. Y lo mismo ocurría con los oficios duros o bajos, que se dejaban a los inmigrantes: tendencia habitual en todos los imperios que en el mundo han sido, y que según el historiador y filósofo Carlo Cipolla (apellido que tiene rima), siempre acaban contribuyendo a su decadencia (me parece que lo escribió él, aunque no me acuerdo bien). Pero hasta los tiempos oscuros de bárbaros y todo a tomar por saco faltaban todavía unos siglos; y la Roma de aquel momento, la de Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón y otros emperadores cuyas vidas contó Suetonio en sus Doce césares, era el non plus ultra de dinero y poderío. De robar al mundo, los romanos pasaban a ser productores, importadores y exportadores del mundo. Todos querían pertenecer al imperio o comerciar con él, y la viruta entraba a chorros. Eso dio pie a un auge científico y cultural de larga duración y enormes consecuencias, comparable al de Atenas en los buenos tiempos del cuplé. Un poeta genial llamado Virgilio compuso la única obra épica a la altura de la Ilíada y la Odisea, que es la Eneida; donde figuran, por cierto, dos de mis frases favoritas de la literatura universal: Nox atra cava circunvolat umbra (la oscura noche nos envuelve con su cóncava sombra) y Una salus victis nullam sperare salutem (la única salvación de los vencidos es no esperar salvación alguna). Pero no sólo Virgilio, claro. Horacio fue otro poeta latino enorme (Qué campo no atestigua / fecundado con sangre romana / nuestro furor), como lo fueron Ovidio (¿Quién, sino un soldado o un amante / arrostrará los fríos de la noche?) y el viciosillo Catulo (Por ti las vírgenes sueltan / el ceñidor del seno); y más tarde, Marcial, que fue quien mejor retrató la Roma cotidiana, los cotilleos y las desvergüenzas públicas y privadas (Cada vez que me pillas con un muchacho, esposa mía / me censuras y dices que tú también tienes un culo). Añadamos la intensa vida social, los espectáculos públicos y el teatro, donde autores como Plauto y Terencio llenaban las gradas, y el peso cultural de historiadores como los antes mencionados y el gran Tito Livio (Ab urbe condita); y también de pensadores y filósofos como el emperador Marco Aurelio, cuyas Meditaciones son un libro clave en la cultura occidental, o el estoico e influyente Séneca (nacido en Hispania, por cierto), preceptor del emperador Nerón y autor, entre otras muchas cosas, de unas Cartas a Lucilio que se cuentan entre las grandes obras de la filosofía y la literatura universal. No es bondad ser mejor que los peores, escribió el tío. Y también: Ocio sin letras es muerte y sepultura en vida. Así que, oigan. Pues eso.

[Continuará].


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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

Mensaje por kekodi »

Una historia de Europa (XXV)

Y entonces, justo entre el día 1 antes de Cristo y el día 1 después de Cristo, en la provincia romana de Judea, lejos de una Europa y un Occidente en los que iba a influir como nadie influyó jamás, nació un hombre extraordinario llamado Jesús. Tanto se ha dicho y escrito sobre él que resulta imposible deslindar la verdad de la mentira, lo cierto de la leyenda y lo humano de lo divino. Eso dejémoslo a otros; que ellos aten, si pueden, tan difícil mosca por el rabo. Lo que para esta historia importa es que Jesús era judío, hijo de un carpintero, y que tras una infancia y una juventud oscuras, a partir de los 30 años, mostrando un carácter, una personalidad y un encanto extraordinarios, empezó a predicar lo que hoy conocemos por cristianismo o religión cristiana (del griego xristos, que significa ungido, o mesías). Se basaba la cosa en el amor al prójimo, la fraternidad del género humano, la existencia de una vida eterna tras la muerte (para la que la vida terrena sería sólo preparación), y la omnipresencia de un dios supremo, paternal y bondadoso, del que Jesús, sin cortarse un pelo, se proclamaba hijo. Y tan elocuente fue, tan persuasivo y magnético, que arrasó entre los suyos. A lo mejor sólo era un tío al que se le había ido la olla, o un manipulador muy listo, o un fulano que se creía de verdad lo que predicaba; o tal vez, simplemente, una buena persona. Posiblemente fuera esto último, pero lo que importa es que su discurso, nuevo en la historia de la Humanidad, funcionaba de maravilla. A los ricos ofrecía reparación, esperanza a los desgraciados y consuelo a todos. Lo seguían los pobres y hasta redimía a las prostitutas. Como entonces no había tele, ni radio, ni internet, predicaba en vivo, cara a cara. Y empezaron a seguirlo centenares y miles de personas. Eso no tardó en causar problemas, pues por un lado los sacerdotes de la religión judía oficial se indignaron con aquel muerto de hambre que les robaba la clientela; y por otro, los romanos, que eran quienes cortaban el bacalao, se mosquearon porque algunos seguidores de Jesús, que no comprendían su mensaje o lo interpretaban de otra manera, afirmaban que era el jefe que los libraría del yugo de Roma. De todas formas, y para ser justos, quien de verdad hizo la cama a Jesús fueron los curas de allí: el clero judío, fariseos, saduceos y fulanos de similar pelaje, que tragaban bilis negra cada vez que lo oían largar por aquella boca. Todo eso está muy bien contado (con adornos, fantasías y camelos, pero de forma interesantísima) en cuatro libros llamados Evangelios, o Nuevo Testamento, cuya lectura, además de divertida, conmovedora y fascinante, permite comprender buena parte de las claves remotas de la historia no sólo europea, sino universal. Y claro, la película acabó como tenía que acabar. Los sacerdotes le jugaron a Jesús la del chino, montándole un complot que ni los de Fantomas. Sin embargo, pese a las ganas que le tenían, ellos no podían condenarlo a muerte; así que le pasaron el marrón a los romanos, en concreto al gobernador imperial, que se llamaba Poncio Pilatos, asegurándole que aquel tocapelotas quería proclamarse rey. A Pilatos, práctico como todos sus compatriotas, le importaba un carajo la religión que predicara Jesús, sobre todo porque los romanos eran gente ecléctica que aceptaba toda clase de creencias de los países conquistados; y una más se la traía, dicho en corto, bastante floja. Sin embargo, para quitarse de encima a los sacerdotes judíos, dijo que allá ellos mismos con sus mecanismos, y organizó la primera Semana Santa. A Jesús, recién cumplidos los 33 años, lo crucificaron, etcétera. Lo han visto ustedes en el cine, en Rey de reyes y otras pelis. Unos dicen que resucitó a los tres días y otros dicen que no, y en eso no me meto. Lo importante es que antes de que le dieran matarile, Jesús había elegido a doce amigos especiales, los llamados doce apóstoles; y éstos, que mientras apresaban al maestro no se portaron precisamente como tigres de Bengala ni leones de Judea, después hay que reconocer que sí le echaron huevos a la vida, pues se dedicaron a recorrer la tierra predicando lo que les había enseñado. Algunos lo pagarían con la prisión y la muerte, pero la nueva religión, llamada cristianismo, creció imparable, convirtiéndose en el mayor prodigio religioso y cultural en la historia no sólo de Roma y Europa, sino del mundo conocido y por conocer. Contribuyó mucho la intervención de un judío ciudadano romano llamado Saulo, o Pablo, que no llegó a tiempo de ser uno de los compadres íntimos de Jesús; pero que al apuntarse luego al asunto dio al cristianismo una estructura y un vigor intelectual cuyos resultados, veintiún siglos después, aún tenemos a la vista. Pero, bueno. De eso hablaremos más despacio, cuando toque.

[Continuará].


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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

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Una historia de Europa (XXVI)

Una película de romanos, o sea. Clavadito a una superproducción de Hollywood de las de antes. Así fue el Imperio del siglo I después de Cristo: emperadores, intrigas cortesanas, gladiadores, últimos días de Pompeya, Quo vadis Domine, legiones luchando en las fronteras, cristianos echados a los leones y demás elementos clásicos del género. Lo sabemos porque historiadores, filósofos, dramaturgos, poetas y escritores costumbristas dejaron extenso relato de todo aquello. Nunca la modernidad había llegado tan arriba, y el sello que Roma imprimió marcaría el mundo durante veinte siglos. La primera tanda de emperadores desde Augusto, vinculada a la misma familia, aportó personajes interesantes de ambos sexos, no siempre por sus virtudes: el viejo y detestado Tiberio, el populista y al fin majareta Calígula, que recibió un Imperio sano y acabó arruinándolo (en un año dilapidó 2.700 millones de sestercios), el sorprendente Claudio, de pasión insaciable hacia las mujeres pero ajeno a los hombres (eso dice el historiador Suetonio), el pelirrojo y contradictorio Nerón, adorado al principio y odiado al final, y también señoras de rompe y rasga como Livia, Mesalina, Agripina, Popea y alguna otra. Entre esa peña, propensa a intrigas familiares, incestos, envenenamientos y otras delicias domésticas, fue Claudio (que parecía el tonto de la familia) quien más aportó en grandeza estatal. Conquistó Britania, lo que no es ninguna tontería; y aunque el senado fue poco más que una herramienta en sus manos, pues hizo dar matarile a quien rechistaba (liquidó a 35 senadores y a 300 equites o caballeros, sin despeinarse), creó una administración moderna, sólida y estable en la que intervenían empleados de la casa imperial, pero sobre todo los llamados liberti, o libertos. Y eso de los libertos, ojo al dato, sería decisivo para Roma, pues eran antiguos esclavos manumitidos: preceptores, letrados, técnicos, gente eficaz que ocupó puestos importantes, enriqueciéndose hasta el punto de que algunos amasaron fortunas y, por su triple condición de ricos, influyentes y advenedizos, despertaron la envidia de la antigua y zángana aristocracia de sangre, que siempre que pudo los despreció e hizo la puñeta. Sin embargo, ser rico en Roma no era del todo una ventaja; pues cuando los emperadores iban tiesos de viruta, que era casi siempre, recurrían al truco de condenar a un senador o a un millonetis que les cayera gordo, confiscándole los bienes (La fuerza y la riqueza en los particulares son enemigas de los príncipes, escribió el historiador Tácito, que tenía buen ojo). De los emperadores de la primera época, quien aplicó el sistema confiscatorio con mayor crueldad fue Nerón, quizá el más famoso de todos ellos. Llegó al poder a los 16 años con buenas intenciones, aficionado a la técnica y la economía moderna, las obras públicas, el helenismo oriental, la cultura y los espectáculos no sangrientos (tuvo como preceptor y consejero a un brillante cordobés, el escritor y filósofo Séneca), y fue adorado por el pueblo, al que halagó en detrimento de los grandes y poderosos. Sin embargo, la necesidad de recursos para financiar la grandeza de aquella Roma en la que sinceramente creía acabó por llevarlo a un callejón sin salida, haciéndole saquear cuanto produjera ingresos al Estado. Su rapiña fiscal fue tan voraz que primero puso en contra a los ricos que pagaban la fiesta y luego al público en general, que empezó a verse sin pan ni circo. Llegaron entonces las conjuras, las represalias y el terror. Para rematar la cosa, el año 64 se incendió Roma. La oposición usó el asunto para azuzar al pueblo contra el emperador, y éste pasó la pelota a los cristianos, que andaban por allí reclutando gente y a los que Claudio había dado ya un toque de atención (eso de que el Reino de los Cielos fuese más importante que la Roma imperial no lo veía nada claro). El caso es que Nerón, en busca de chivos expiatorios, hizo que fuesen los cristianos quienes se comieran el marrón, desencadenando la primera gran persecución contra ellos. Pero ni así pudo solucionar los problemas: abandonado, paranoico, vio cómo los militares se sublevaban en las provincias y todo se le volvía insostenible. Tenía sólo 30 años cuando, despreciado por el pueblo, odiado por el senado, más zumbado que un cencerro, se suicidó haciéndose matar por un liberto secretario que, para más recochineo, se llamaba Hepafrodito. ¡Qué gran artista pierde el mundo!, fueron sus últimas palabras. O eso dicen. Después de aquello, el general Galba (un duro veterano apoyado por las legiones de Hispania) entró en la ciudad, ocupó la silla imperial y puso fin a la dinastía de Julios y Claudios que había hecho de Roma la nación más moderna y poderosa de la tierra.

[Continuará].


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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

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Una historia de Europa (XXVII)

Enviado Nerón ad penates, como se decía entonces, llegó a Roma el tiempo de los que podríamos llamar emperadores-soldados, porque procedían del ejército y eran respaldados por las legiones. Curiosamente, salvo excepciones, entre esa peña hubo más de bueno que de malo. Liquidada una guerra civil que en el año 69 enfrentó a los generales Otón, Vitelio y Galba, surgió una estrella llamada Vespasiano (veterano del Danubio y Palestina, apoyado por las legiones de Hispania) que resultaría un emperador bastante potable. Austero, sobrio en el comer y vestir al modo antiguo, Vespasiano moderó los excesos de lujo imperiales y emprendió una campaña de obras públicas destinada a dar trabajo a la gente. Su extensión del derecho romano hizo posible un estado más homogéneo y facilitó la llegada de hombres nuevos, procedentes de las provincias y las colonias, integrándolos en los oficios y dignidades imperiales. También organizó un sistema público de enseñanza, eximió de impuestos a médicos e intelectuales y fue el primero en destinar 100.000 sestercios anuales para pagar a los maestros. Eso sí: con él, duro soldadote, se acabó la ficción de que un emperador no era otra cosa que defensor de la antigua república romana. Eso ya no se lo tragaba nadie, así que terminaron los paños calientes. Para financiarse resucitó viejos impuestos e inventó otros nuevos, incluido uno sobre recogida de la orina, que tenía un uso industrial (El único reproche justificado que se le puede hacer es su amor al dinero, escribió el historiador Suetonio). El caso es que, desde entonces, los emperadores romanos se mostraron sin disimulo como eran: dueños del asunto. Dominus, dicho en bonito. Por lo demás, dispuesto tanto a moralizar Roma como a hacerla suya, Vespasiano purgó el senado de indeseables y corruptos, y también de desafectos a su persona, apoyándose en una clase rica y poderosa, formada en gran parte por senadores y millonetis hispanos. Del apoyo de esa oligarquía iban a salir varios emperadores, entre ellos los cinco más interesantes de este período: Tito (hijo de Vespasiano, había aplastado una rebelión en Palestina, destruyendo Jerusalén y dando lugar a la primera diáspora judía), Domiciano (pésimo militar pero excelente organizador de la administración del imperio), Trajano, Adriano y Marco Aurelio. En lo que a Tito se refiere, era un chaval razonable, generoso, que nunca firmó como emperador una sentencia de muerte. Estuvo poco tiempo, pero le pasó de todo: el Vesubio destruyó Pompeya y Roma se incendió otra vez. En cuanto a Trajano, es uno de mis emperadores favoritos no sólo porque nació en Itálica, Hispania, sino porque aunque ejercía de modo férreo el poder mantuvo excelente relación con el Senado. A él se deben las últimas colonizaciones hechas por las legiones, con una política exterior agresiva y conquistadora (aún lo conmemora en Roma la famosa Columna Trajana), mientras que en el interior mantuvo la paz social reduciendo impuestos y favoreciendo el interés público con una especie de despotismo ilustrado que podríamos llamar humanitas: un estado más o menos de bienestar, dentro de lo posible en esa época. Le sucedió otro hispano, Adriano, que pasó de una política exterior agresiva a una defensiva, aplastó otra sublevación en Palestina dando pie a la segunda diáspora judía, y (anécdota social curiosa) fue el primer emperata en aceptar de modo público la homosexualidad con los jóvenes. El último grande fue Marco Aurelio, claro. Con buena formación intelectual, practicante de la filosofía estoica, su libro Las Meditaciones es un extraordinario código moral y una joya de la cultura europea (Si no participas de la razón, has nacido esclavo). Aunque para conocer la Roma real de entonces, mucho más canalla, convenga leer los Epigramas de otro hispano, Marcial (No pido que no te follen, Lesbia, sino que no te pillen). Marco Aurelio vivió tiempos muy convulsos, como una pandemia que procedente de Asia (lo que parece nuevo sólo es lo olvidado) causó siete millones de muertos. También hizo frente a las primeras grandes invasiones del este de Europa: marcomanos, longobardos, germanos y sármatas se acercaban al Rhin y el Danubio empujando fuerte. El futuro y sus sombras tardarían en llegar, pero llamaban a la puerta; y a la muerte de Marco Aurelio, esa puerta iba a entreabrirla su hijo Cómodo (el villano de la película Gladiator): un megalómano criminal e incapaz (acabó estrangulado por un atleta del circo, lo que tiene su puntito), cuyo gobierno clavó el historiador Casio Dión con estas acertadas palabras: Su reinado marcó la transición de un reino de oro y plata a uno de hierro y moho. Aunque a finales de ese siglo II aún quedaba cuerda para rato, por el imperio romano empezaban a doblar las campanas.

[Continuará].


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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

Mensaje por kekodi »

Una historia de Europa (XXVIII)

Es precisamente ahí, cuando el imperio romano alcanza la cima y empieza un lento declive que iba a prolongarse un par de siglos, cuando conviene considerar el auge de una religión originalmente judía, la de los cristianos, que iba a influir de modo asombroso en la historia de Roma, de Europa y del mundo conocido y por conocer. Al principio eran cuatro gatos que se reunían de forma clandestina; luego fueron objeto de persecuciones y matanzas, y al final acabaron siendo más audaces y predicando abiertamente sus creencias. El mensaje, revolucionario para la época, sostenía la igualdad y el amor entre los seres humanos, el perdón de los pecados cometidos y la compensación, mediante una vida futura y eterna, de los sufrimientos terrenales. Aquello atrajo al principio a los más pobres y desgraciados, pero poco a poco fue ampliándose la concurrencia. El hecho de ponerse a menudo chulitos frente a la autoridad de los emperadores contribuyó a darles publicidad y prestigio, y hasta en el ejército empezaron a infiltrarse. Frente a una administración imperial cada vez más rígida y elitista, ellos ofrecían ayuda mutua para el presente, esperanza para el futuro y consuelo en la muerte. Además, los pobres iban a ser dueños del Reino de los Cielos, así que no vean cómo se apuntaba la peña y cómo se mosqueaban las clases dirigentes, porque eso era ácido sulfúrico para las jerarquías y valores tradicionales. A finales del siglo II, las asambleas o ecclesiae de los cristianos tenían ya mucha fuerza social, y que en el siglo siguiente se desataran duras persecuciones contra ellos (Decio, Valeriano y Diocleciano les dieron hasta en el carnet de identidad) indica que el poder empezaba a acojonarse de verdad. El éxito acabó requiriendo una organización; y se pasó así, como siempre ocurre en estos casos, de una estructura horizontal anárquica a otra vertical, jerarquizada en jefes llamados obispos, en plan tranquilos, hermanos, que yo os represento (supongo que les suena a ustedes el mecanismo). Así entró el cristianismo en la vida social y las iglesias se convirtieron en lugares importantes. Eso hizo que las relaciones entre esa comunidad y el Estado, aunque cambiantes según las épocas, se fueran ajustando en plan vamos a llevarnos bien y entre bomberos no nos pisemos la manguera. Llegado a este punto, el cristianismo era ya una fuerza poderosa, y no sólo espiritual (un bonito ejemplo es el obispo Calixto, la quiebra de cuya banca en Roma, con fondos de viudas y huérfanos, lo había mandado una temporada a picar azufre en las minas de Cerdeña). Lo interesante de este proceso es cómo un movimiento que por impulso natural tendía hacia una especie de anarquismo (igualdad, fraternidad, rechazo de bienes terrenales, insumisión al orden establecido y otros etcéteras) acabó transformándose no sólo en fuerza política, sino también en poderosa herramienta del Estado. El truco del almendruco hay que apuntárselo al más brillante intelectual cristiano de la época, un judío y ciudadano romano llamado Saulo, hoy conocido como San Pablo. Con una visión genial de la jugada, en sus famosas cartas (epistulae) a las congregaciones cristianas, aquel fulano frenó la tendencia al desmadre de sus correligionarios, llamó a la paz social, pidió respeto a la propiedad privada e insistió –punto clave– en que el deber para con Dios era perfectamente compatible con los deberes sociales dentro del imperio. Hasta a los esclavos les dijo obedeced en todo a vuestros amos según la carne. Pero todavía fue más allá, y el paso fue decisivo: Toda alma se someta a las autoridades superiores, porque no hay autoridad que no sea instituida por Dios, escribió el tío. Y eso tiene tela marinera, porque significaba un nuevo y original enfoque de los Evangelios. Nulla potestas nisi a Deo: todo poder constituido viene de Dios, y éste participa en el poder político del mundo. Eso era, literalmente, una bomba. Nada menos que pasar de mi Reino no es de este mundo a un revolucionario (o más bien contrarrevolucionario) todos los reinos del mundo son de Dios. Tan hábil juego de manos iba a abrir un debate de casi veinte siglos; pero de momento permitiría a emperadores, reyes medievales, monarcas cristianísimos y cuantos dirigentes vinieron luego, declararse con legitimación divina (por la gracia de Dios) en el ejercicio del poder. Y también, de paso, a los jerarcas de la Iglesia cristiana convertirse en intermediarios, cómplices y hasta propietarios del poder terrenal. Así que, imagino, allá en el Cielo, sentado a la derecha del padre, a Jesucristo tenían que estársele poniendo unos ojos como platos. Para esto –pensaría, desilusionado– baja uno a la tierra y permite que lo crucifiquen esos cabrones.

[Continuará].


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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

Mensaje por kekodi »

Una historia de Europa (XXIX)


Más o menos desde mediados del siglo III después de que naciera Jesucristo, el Imperio Romano se iba al carajo. El siglo IV ya sería luego la pera limonera, pero todavía estábamos en el otro, cuando el cadáver aún se descomponía despacio. Lo bueno (o lo malo) que tienen los imperios es que tardan en caer del todo, y mientras caen ocurren muchas cosas. En cualquier caso, para la antes omnipotente Roma todo el pescado estaba vendido, o casi. El imperio era la descojonación de Espronceda: se fragmentaba en parcelas locales medio autónomas y cada cual iba a su bola. La ciudad de Roma, teóricamente caput mundi, era cabeza nominal de un mundo cada vez menos romano. Los emperadores, que ni siquiera vivían todos en ella, compartían poder con otros emperadores, repartiéndose las zonas hasta el punto de que hubo varios al mismo tiempo. De esa época data un hecho importante: la creación en el año 285 de un mando doble sobre la zona occidental y la oriental del imperio, con dos emperadores (augustos) y dos ayudantes (césares). A eso se llamó tetrarquía, o gobierno de cuatro (si Octavio Augusto o Tiberio hubieran levantado la cabeza y visto eso, les habría dado un derrame cerebral). El caso es que entre el siglo III y el IV, además de dividirse administrativamente en dos, el imperio ya era una confederación de ciudades autónomas y amuralladas, cada una por su cuenta, mientras los bárbaros apretaban en el limes. Y tal era la presión de germanos, sármatas y otros inmigrantes por las bravas, que se cambió la táctica defensiva rígida y atrincherada por otra elástica, con legiones retiradas de las fronteras y situadas en el interior, dispuestas a intervenir donde se las requería. De aquellos legionarios y sus jefes, pocos nacían en la península itálica y muchos eran reclutados entre los mismos bárbaros. Para tenerlos contentos, pues eran el auténtico poder, a los soldados se les permitía dormir fuera del cuartel y organizarse como en sindicatos, con lo que la disciplina se relajaba mucho. Los emperadores eran militares profesionales de oscuro origen que ni siquiera tenían que hacer política en la capital: salían elegidos por la cara, directamente de la tropa. Nombrados por sus legiones, se enfrentaban a otros emperadores y algunos duraron tan poco que la Historia apenas retuvo sus nombres. Los hubo que reinaron tres semanas, y uno (escándalo para la época) era hijo de un esclavo liberto. Por lo demás, el imperio se tambaleaba tanto por la presión exterior como por la anarquía interior. Con el derrumbe de las estructuras estatales, todo era un sindiós difícil de administrar y la economía iba al desastre (El tiempo se nos escapa sin remedio, habría escrito otra vez Virgilio, de ver aquello). Exhausta la plata de las minas hispanas, sin riquezas que saquear mediante nuevas conquistas, con una feroz competencia de los imperios que en Oriente crecían ajenos al romano (Persia, la India), la forma de ingresar viruta eran los impuestos, abusivos y con multas escalofriantes a quien el Estado trincaba en sus fauces; hasta el punto de que bajo el dálmata Diocleciano (uno de los pocos emperadores competentes de esa época, quien retrasó veinte años la decadencia) se dieron los primeros casos documentados de evasión fiscal: ciudadanos romanos, tanto millonetis como gente modesta, cruzaron la frontera para instalarse en tierras bárbaras. La clase media fue machacada y el campo se despobló entre campesinos arruinados, desertores, bandoleros y recaudadores de impuestos más malos que el sheriff de Nottingham. La palabra democracia era ya pretérito pluscuamperfecto. La distancia social entre los emperatas y el pueblo fue tan enorme que empezó a darse un curioso fenómeno de igualdad por abajo, entre gentes hermanadas en la pobreza. Junto a la falta de confianza en la vida terrenal, eso favoreció la extensión del cristianismo, que aparte de perdonar culpas y dar de comer, que no era ninguna tontería (las comunidades cristianas practicaban la asistencia social), prometía una feliz vida eterna (lo que tampoco era moco de pavo). Y así, entre pitos y flautas, llegaron un momento y un personaje decisivos. El momento fue a comienzos del siglo IV, cuando el imperio tenía siete emperadores que andaban puteándose y asesinándose entre sí. Y uno de ellos, proclamado emperador en Britania y la Galia, iba a dar un toque decisivo a la historia de Roma y la futura Europa. El fulano se llamaba Flavio Valerio Constantino (Constantino para los amigos). Y el 28 de octubre de 312 derrotó a su rival más poderoso, un tal Majencio, con tropas que llevaban la cruz cristiana y la consigna In hoc signo vinces (con esta señal vencerás) en los estandartes. Pero eso, señoras y señores, requiere un capítulo aparte.

[Continuará].


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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

Mensaje por kekodi »

Una historia de Europa (XXX)

El único emperador romano del siglo IV en el que todavía vale la pena detenerse se llamó Constantino, y fue importante por varios motivos. El principal es que, sin ser cristiano (no se convirtió oficialmente hasta que estuvo en el lecho de muerte), fue el primero que vio las ventajas de unir aquella nueva religión a su política. Andaba el hombre en plena guerra civil con otros emperadores (recordemos que Roma era para entonces un desmadre imperial) cuando tuvo la inspiración, que él atribuyó a un sueño donde se le apareció Jesús, de combatir bajo el signo cristiano y ganar así la batalla de Puente Milvio a su enemigo Majencio. Hay quien atribuye el asunto a la influencia de su madre, que se llamaba Helena y era cristiana y bastante beata; pero la razón real fue que los cristianos habían crecido (ya eran seis millones y medio en esa época) hasta convertirse en un verdadero poder, y podían ser un pegamento adecuado para unir el imperio, que a esas alturas estaba fragmentado entre la zona de oriente y la de occidente. Así que Constantino empezó a comerse el pico con los papas y los obispos de entonces: a Silvestre I le regaló un palacio donde hoy está San Juan de Letrán y construyó una basílica en la colina del Vaticano, donde habían crucificado a San Pedro. Pero el verdadero golpe de efecto fue el llamado Edicto de Milán, que dio libertad de culto a todas las religiones pero benefició en especial a la que estaba de moda, que era la cristiana; a la que además se devolvieron todos los bienes confiscados por los anteriores emperadores, lo que no era ninguna tontería. Aún tardó el cristianismo medio siglo, ya con el emperador Teodosio, en convertirse en religión del imperio (año 380, Edicto de Tesalónica), pero el nuevo rumbo estaba claro. Desde entonces, cercanos al poder oficial y crecidos en el suyo propio, los jefes cristianos, o sea, los papas y obispos, a cambio de garantizar la lealtad de sus feligreses y controlarlos como Dios mandaba, influyeron cada vez más en la política general, con una íntima relación iglesia-estado que habría de tener toda clase de consecuencias para Europa y el mundo (una relación, o injerencia, que se prolongaría durante dieciséis siglos y que todavía hoy colea de vez en cuando). De cualquier modo, como prueba de lo que es la hijoputez humana (cristiana y no cristiana) es que, apenas instaurada oficialmente la nueva religión, sus dirigentes empezaron a machacar a la competencia azuzando a sus fieles contra los paganos, destruyendo templos, derribando estatuas y asesinando a sacerdotes rivales. Y ya en la temprana fecha de 324, sólo diez años después de su puesta de largo, los obispos ordenaron la destrucción del Logoi katá kristianón (Discursos contra los cristianos) del filósofo neoplatónico Porfirio y de cuantas obras de éste y otros autores consideraron heréticas. El hecho de que el tal Porfirio fuese un cabrón venenoso que había alentado las persecuciones en tiempos de Diocleciano, aunque explica el asunto, es lo de menos: lo interesante es que se consagró así la molesta costumbre de prohibir y quemar libros adversos (y a ser posible, también a los autores) que durante muchos siglos la iglesia cristiana, en sus diversas derivaciones católicas y no católicas, practicaría con leña, cerillas e ígneo entusiasmo. Por lo demás, mientras el cristianismo crecía y se enfrentaba ya a las primeras disidencias internas (arrianos y otras heterodoxias), Constantino hacía méritos para pasar (como en efecto pasó) a la historia como Constantino el Grande. Fundó lo que podríamos llamar monarquía europea hereditaria, hizo una importante reforma administrativa, mantuvo a raya a los invasores francos, germanos y sármatas dándoles las suyas y las del pulpo, y recuperó alguna provincia perdida por anteriores emperadores. También creó un protocolo cortesano a la manera oriental (el monarca como figura sagrada, súbditos que debían arrodillarse y otros etcéteras) que luego sería imitado hasta la exageración por las monarquías medievales europeas. Pero lo que iba a tener mayores consecuencias fue el desplazamiento del centro de poder desde la península itálica, prácticamente abandonada por los emperadores, al oriente griego. Eso dejó la antigua capital del imperio en manos de los representantes de la iglesia cristiana: papas y obispos que desarrollaron a fondo el ritual de la Iglesia y sus mecanismos de influencia política, convirtiéndose a partir de entonces en los dueños de Roma. Pero es que, además, al cambiar de sitio la capital imperial, Constantino la trasladó a la ciudad de Bizancio, refundada en el año 330 con el nombre de Nueva Roma y que acabaría llamándose Constantinópolis. La Constantinopla que hoy todos conocemos como Estambul.

[Continuará].


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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

Mensaje por kekodi »

Una historia de Europa (XXXI)

A mediados del siglo V, Roma terminó yéndose al carajo. Primero en su forma monárquica, luego en la republicana y finalmente en la imperial, la otrora dueña del mundo europeo y mediterráneo había estado muchas veces al borde del abismo; pero siempre tuvo hombres excepcionales (César, Augusto, Vespasiano, Diocleciano y varios más) que la habían salvado o impulsado de algún modo. Ahora, sin embargo, el tiempo de los grandes personajes ya era pretérito pluscuamperfecto. Incluso a un emperador, Valente, lo habían matado los godos al destrozar su ejército en la batalla de Adrianópolis (escabechina ocurrida finales del siglo IV). El caso es que cuando la noche del 31 de diciembre del año 406 (bonita fecha) contingentes de guerreros suevos, vándalos y alanos cruzaron el Rhin para desparramarse por el oeste de Europa y llegar a Hispania, los emperadores y generales romanos estaban más ocupados en asegurar sus parcelas de poder que en defender las fronteras; y el imperio, despoblado y arruinado, era un caos. Los mismos ciudadanos habrían terminado liquidando aquello por hambre y desesperación; pero no les dio tiempo, pues fueron los bárbaros (recordemos que eso sólo significaba al principio extranjero), en su mayor parte tribus germánicas, quienes hicieron el trabajo guarro. Además, unos empujaban a otros. Llegaban los hunos, por ejemplo, que eran más bien asiáticos, a dar por saco a los godos. Y éstos, para alejarse de la amenaza, se movían hacia el oeste, que era la parte floja. Y así, obligados o con ganas, avanzaban los bárbaros dentro del Imperio Romano, aprovechando en muchas ocasiones que ellos mismos ya formaban parte de él en plan mercenario, pues Roma les confiaba la custodia de las fronteras (Bella gerant alii, había escrito el poeta Ovidio: en traducción libre, que la guerra la haga su puta madre). De ese modo, el panorama europeo fue cambiando con relativa rapidez. Dos de aquellas tribus germánicas, los anglos y los sajones, acabaron por invadir Bretaña y los romanos se largaron de allí ciscando virutas. Mientras tanto, los vándalos se habían metido en la Galia y pasado los Pirineos para saquear Hispania antes de irse al norte de África, que ya era llegar lejos; pero es que tras ellos llegaba repartiendo estopa la tribu de los francos, que al establecerse en la Galia dio a ésta el nombre con que la conocemos hoy. En cuanto a los godos de los que antes hablamos (los que se habían cargado a Valente en Adrianópolis), inventaron el turismo de masas invadiendo el norte de Italia, que saquearon e incendiaron más a gusto que un arbusto. De este desparrame sólo quedó a salvo la parte oriental del imperio, que tenía su capital en Constantinopla (antes llamada Bizancio) y se convirtió en depositaria del legado cultural y político de lo que habían sido Grecia y Roma, mientras los invasores hacían picadillo Europa occidental. Uno de ellos, visigodo y cristiano por más señas, era un antiguo militar romano, o bárbaro romanizado, que respondía al simpático nombre de Alarico, al que podríamos considerar primer rey godo digno de ese nombre, o precursor de los más tarde monarcas medievales. Harto de que un emperador llamado Honorio incumpliera promesas y le diera largas, el tal Alarico empleó sus conocimientos profesionales para dirigirse a Roma con un ejército de los suyos, reforzado por antiguos esclavos y romanos cabreados que se le juntaban. Y así, por la cara, entró en Roma el año 410 después de Cristo. Sus tropas saquearon buenamente lo que pudieron, pero ojo al dato: como Alarico era cristiano bautizado, las basílicas de San Pedro y San Pablo y los principales bienes de la Iglesia fueron respetados, dentro de lo que cabe. En aquel desmadre, el poder de los obispos de Roma, ya conocidos como papas, era lo único sólido en lo que iba quedando del imperio; así que la cristianización de los invasores, iniciada en el siglo IV, puso relativamente a salvo a la Iglesia, sentando el fundamento religioso de monarquías romano-germanas que con el tiempo se convertirían en los reinos medievales europeos. A la Italia imperial le quedaban dos telediarios; pero, más que una invasión en regla, lo que ocurrió allí fue que los contingentes bárbaros al servicio de Roma acabaron adueñándose del poder. En el año 476, el último emperador, un niño de 14 primaveras irónicamente llamado (con poca vista o mala leche por parte de sus papás) Rómulo Augústulo, fue destituido por un señor de la guerra llamado Odoacro. Día más o día menos, desde su fundación (Ab urbe condita, Tito Livio) en el siglo V antes de Cristo, Roma había durado la friolera de 1229 años. Y lo que fue o fuimos, pues éramos parte de ella, condiciona todavía hoy nuestra cultura, nuestra inteligencia y nuestras vidas.

[Continuará].


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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

Mensaje por kekodi »

Una historia de Europa (XXXII)

Había empezado la edad de las tinieblas, o eso se diría de la primera Edad Media durante mucho tiempo. Aunque, vista desde dentro, esas tinieblas no eran tantas. A principios del siglo V después de Cristo, quienes vivían en Europa despertaban cada día bajo la luz del sol y conocían bien su mundo. Lo que pasa es que la destrucción del imperio romano arrastró con él, entre otras cosas, las grandes fuentes escritas y los testimonios que daban fe de la época. Simplificando la cosa (que la detallen los historiadores serios, que para eso están), a los fulanos semianalfabetos o analfabetos del todo, vestidos con pieles y ropas rústicas, con ganas de comerse cuanto los romanos habían disfrutado durante siglos, les importaba un plátano frito una escultura del viejo Fidias, un poema de Horacio o que sus hijos aprendieran Historia en el cole. Lo urgente era comer, calentarse en invierno y procrear. No estaba el tiempo para tonterías. Los nuevos dueños del cotarro dedicaron su escaso tiempo (solían vivir poco, porque eran muy brutos y se descuartizaban entre ellos) a cosas prácticas como obtener poder, riqueza, esclavos, señoras o señores guapos y territorios que dominar. Las antiguas familias romanas que pudieron hacerlo conservaron la memoria gatopardesca del ilustre pasado (la Iglesia católica fue decisiva en el asunto, y de eso hablaremos cuando toque); pero aquellos que habían soportado en sus vidas y posesiones los excesos y estragos del imperio extinguido, o simplemente quienes necesitaban buscarse los garbanzos, daban palmas con las orejas y se apuntaban en masa a lo nuevo, como suele ocurrir, dejándose el pelo largo y usando calzones en vez de túnicas, cosa que antes no se permitía ni a los esclavos. Yo soy bárbaro de toda la vida, decían los hijoputas. Pero, bueno. Indumentaria aparte, lo importante es que los recién llegados traían ideas, costumbres y maneras que cambiaron mucho el paisaje, con el valor añadido de que hubo una fragmentación administrativa que hizo florecer infinidad de núcleos urbanos independientes que fueron creciendo con el tiempo. O sea, que eso de que las invasiones bárbaras ocasionaron una crisis general de la inteligencia es un cuento chino. Lo que ocurrió fue que la inteligencia, que siempre la hubo, se aplicó a otros menesteres prácticos. Y mientras la parte oriental del antiguo imperio, la griega o bizantina, se convertía (con grandes emperadores como Justiniano) en depositaria de la tradición cultural clásica, en la parte occidental empezó a dibujarse, aunque todavía despacito, un panorama diferente. Ocurrió en Italia, en Hispania, en Britania y en la Galia, que son los sitios que ahora nos interesan. Los britanos, ya por entonces a su rollo, recuperaron las antiguas culturas locales que habían sido arrinconadas por los romanos más allá del muro de Adriano. En Italia, un godo llamado Teodorico, aunque destruyó casi todo el sistema administrativo antiguo, mantuvo lo suficiente para una especie de reino local que, al menos, salvó los muebles. En la vieja Hispania se asentaron los todavía brutales visigodos, refinándose lo justo (reyes y nobles se escabechaban entre sí para no perder sus simpáticas costumbres), y el rey Leovigildo estaba cerca de dictar, o recopilar de los antecesores, romanos incluidos, trescientas y pico leyes que más tarde se agruparían en el importante Liber judiciorum. Pero lo más decisivo de ese momento resultó ser el reino germano de los francos, instalado en la antigua Galia romana. El rey de entonces se llamaba Clodoveo, pertenecía a la dinastía merovingia, vivió en la bisagra entre el siglo V y el VI, y le gustaba más la guerra y el poder que a un político salir en el telediario. Y además, era listo de cojones. Aunque pagano de los de Thor, Odín, las valkirias y todo eso (andaba todavía en los errores de su idolatría, dicen las Crónicas de San Denís), estaba casado con una chica llamada Clotilde, cristiana devota. Y ella, que como suele ocurrir era más lista que él, le comió el tarro con las ventajas de olvidar chorradas teutónicas e ir a lo práctico. Lo práctico se llamaba obispo de Tours (intelectual de la época, dentro de lo que cabe), capaz de presentar a Clodoveo ante sus feligreses no como invasor bárbaro, sino como rey aprobado por Dios y heredero de la parte salvable de las tradiciones romanas. De manera que, como el emperador Constantino (el de In hoc signo vinces) dos siglos atrás, el rey de los francos vio con claridad las ventajas del asunto. El día de Navidad del año 508, Clodoveo (Clovis para su señora y los amigos) se bautizó e instaló la residencia oficial en el París de la futura Francia. Poquito a poco, la Europa que hoy conocemos empezaba a tomar forma, que ya iba siendo hora. Así que no se pierdan ustedes los próximos episodios de tan apasionante historia.

[Continuará].


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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

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Una historia de Europa (XXXIII)

No hagamos caso a los manipuladores, a los ignorantes ni a los simples. Da igual ser creyente o no serlo: sin el cristianismo, primero, y la Iglesia católica, después, resulta imposible comprender la Edad Media y el nacimiento de la futura Europa. Se trata de un hecho histórico que los europeos del siglo XXI debemos asumir con naturalidad, tanto en lo bueno, que fue mucho, como en lo malo, que no fue poco. Ya entre los siglos V y VI después de Cristo, el proceso estaba siendo complejo y azaroso, aunque imparable. El derrumbe del imperio romano apenas perjudicó a la Iglesia, que además de adaptarse a lo nuevo supo beneficiarse de ello. Fin del imperium político, comienzo de la auctoritas religiosa: había nacido una estrella, y estaba allí para quedarse. Empezó con una crucifixión en Palestina, siguió con persecuciones y catacumbas, se hizo oficial bajo Constantino el Grande y estuvo a punto de caramelo con la conversión de los jefes bárbaros y sus respectivas tribus. Y ahora, en el desmadre general, crecían el prestigio social y la influencia de los obispos de Roma. De una parte, por dos veces habían evitado, con arte y mojarra, el saqueo de la ciudad, tanto por parte de los hunos de Atila (año 452) como por los vándalos de Genserico (455), y eso les daba una imagen popular extraordinaria: la gente se los comía a besos por la calle. Además, los obispatas romanos tenían una carta en la manga que les daba ventaja sobre el resto de colegas de otros lugares: allí estaba la tumba del apóstol y mártir San Pedro, a quien el propio Jesucristo, en plan compadre pescador de Galilea, había llamado piedra fundacional de su Iglesia (Tu es Petrus, etcétera). Por eso, pese a la competencia de fulanos de postín como Ambrosio, obispo de Milán, y otros rivales de Alejandría, Jerusalén, Antioquía y Constantinopla (muy mimados éstos por los emperadores bizantinos), los de Roma fueron haciéndose los gallos del corral y acabaron llamándose papas. Su mejor baza fue que, a medida que la extensión del cristianismo suscitaba disidencias y herejías entre los ideólogos del gremio, convirtiendo el asunto en una jaula de grillos donde opinaba todo hijo de vecino (y menos mal que aún no existía Twitter), los obispos romanos tuvieron el detalle de convertir la ciudad en sede de reuniones de una especie de comités de expertos que analizaban las disputas teológicas. Esas reuniones se llamaron concilia, o sea, concilios. Y como Jesucristo había dicho sed hermanos pero no había dicho sed primos, sus organizadores (que eran los que soltaban la viruta, dietas incluidas) procuraban barrer para casa. Y así, tacita a tacita, el prestigio y la influencia de Roma crecieron hasta convertir al papa de turno en pontifex maximus. O sea, en árbitro de la cristiandad. Pero es que, para completar la jugada, las familias con posibles, o sea, la nueva aristocracia romano-bárbara o como queramos llamarla, empezó a meter a sus criaturas en la carrera eclesiástica, que ofrecía seguridad, influencia y futuro. Eso ocurrió en toda Europa, favorecido por la cristianización no sólo de las élites, sino de la sociedad en general. Los esclavos seguían siendo esclavos y los pobres seguían siendo pobres a pesar del buen rollito de la igualdad fraterna y otros camelos; y ahí se introdujo una jugada maestra de las clases superiores, al patentar éstas un invento que iba a dar juego durante los doce o catorce siglos siguientes: lo que podríamos llamar caridad aristocrática. Una nueva forma de dominio social que relacionaba de arriba abajo las clases dominantes civiles y religiosas, bien avenidas entre ellas, con las masas de creyentes a los que se imponía, a cambio de la vida eterna y otros premios espirituales y materiales, la sumisión al poder político y religioso, así como la renuncia a los placeres sexuales (idea recuperada de algunos filósofos griegos) como nueva moral. Pero cuidado: tampoco es que las autoridades políticas y las religiosas anduvieran dándose besos con lengua. Las tensiones eran muchas, pues cada cual iba a lo suyo. Ahí se pusieron al tajo mentes brillantes para ver quién se llevaba el gato al agua, pero la Iglesia estaba mejor dotada y metía goles hasta de chilena: San Agustín, San Ambrosio, los papas Gelasio I y Gregorio el Grande, así como otros secundarios de tronío, pulieron la óptica para enfocar el asunto. Y el resultado fue la famosa teoría de las dos espadas, resumible en que había en la tierra dos grandes poderes, uno espiritual y otro temporal: los reyes y los papas, vale, de acuerdo. Pero, por designio de Dios, los reyes debían estar sometidos a los papas. O sea, que donde había patrón no mandaba marinero. Y aunque ahora parezca absurdo, en aquel momento no fue ninguna tontería, sino todo lo contrario. Durante muchísimo tiempo, la historia de Europa iba a decidirse en torno a eso.

[Continuará].


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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

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Una historia de Europa (XXXIV)

Desde el principio del cristianismo oficial, cuando aún se extendía éste por el imperio romano, hubo un detalle que acabó teniendo importantes consecuencias: peña que aspiraba a la salvación manteniéndose lejos de las tentaciones se retiraba a lugares aislados para vivir en soledad, meditación y oración. A esos margis se les llamó con el término griego monakos monos, o sea, monjes de toda la vida. Con el tiempo, muchos solitarios se fueron juntando en grupos y surgió la idea del monasterium (eso ya es latín), o lugar de convivencia donde un jefe electo, el abad, regía la comunidad. La primera idea de organizarse así la tuvo un fulano llamado Pacomio en el siglo IV, pero quien patentó en serio el asunto fue el abad Benito de Nursia, san Benito para los amigos, que fundó en Montecassino (Italia, año 543) el primer monasterio chachi de verdad. Nacía así un clero monástico sometido a los votos de pobreza, castidad y obediencia, dispuesto a realizar para sí y para el prójimo su ideal de existencia cristiana. Ora et labora, o sea. Reza y trabaja. Y fue un papa genial, Gregorio I el Grande, quien entre los siglos VI y VII supo ver el enorme potencial de una red de órdenes monásticas y monasterios puestos bajo su protección y sometidos a su autoridad: una franquicia de clérigos repartidos por una Europa donde se afirmaban nuevas monarquías a las que la Iglesia toreaba por los dos pitones en asuntos de influencia y poder. Todavía reciente el desparrame de las invasiones bárbaras, aquellos eran malos tiempos para todos; pero los papas estaban bien situados, pues los nuevos amos del cotarro habían respetado la mayor parte de sus posesiones. Ellos eran los únicos que tenían organización y recursos. Además, su clientela crecía con la evangelización de Irlanda, Inglaterra y las tierras más allá del Rhin. Y así, los tiempos oscuros del gran colapso acabaron alumbrando una Iglesia convertida en reina del mambo: principal fuerza política, social y económica de aquella nueva Europa, y también fuerza cultural, pues los restos de la tradición grecorromana que sobrevivieron al colapso imperial encontraron asilo y continuidad en la Iglesia y sus monasterios (lean el libro o vean la película El nombre de la rosa y se harán idea del ambiente). El caso es que aquellos papas, obispos y monjes se vieron en posesión, casi de chiripa y sin haberlo buscado, del monopolio de las ciencias. Como escribiría mil cuatrocientos años después el historiador Pirenne, sus escuelas, salvo raras excepciones, fueron las únicas escuelas; y sus libros, los únicos libros. De ese modo, los monasterios medievales salvaron lo que pudieron de la quema; y lo paradójico es que muchos de aquellos monjes ni siquiera eran cultos, o no demasiado. Tras la ducha fría del desastre, no todos en la Iglesia tenían la potencia intelectual de Isidoro de Sevilla (comienzos del siglo VII, más conocido por san Isidoro), cuyas Etimologías leemos hoy con placer y asombro. Su coetáneo el papa Gregorio I, por ejemplo, considerado uno de los mejor preparados de su época, escribía un latín cutre en sintaxis, gramática y vocabulario. Y se dio el caso de escribas de monasterio, amanuenses que copiaban textos antiguos (a la imprenta le quedaba un rato para ser inventada), que eran analfabetos de buena mano y se limitaban a reproducir con mucho arte y bonita caligrafía textos que eran incapaces de leer. Aun así, a pesar de que no siempre el alto y el bajo clero llevaban una vida ejemplar, fueron los monjes medievales quienes perpetuaron la tradición romana e impidieron, con su callado y admirable trabajo, que la Europa occidental (la oriental estaba de momento a salvo con el imperio bizantino) recayese en la barbarie. Y claro, fue a la Iglesia a quien las nuevas monarquías europeas, aún con el pelo bárbaro de la dehesa, recurrieron en busca de escribas, educadores, consejeros, cancilleres y otros altos cargos donde la cultura resultaba imprescindible. Uno de esos monarcas, decisivo para su tiempo, sería un rey de los francos llamado Carlos, más conocido por Carlomagno. De él hablaremos en su momento, pero antes registremos la aparición de alguien que, aunque no nació en Europa, iba a sacudirla como nadie desde las invasiones bárbaras: un camellero que en el siglo VII vivía en una ciudad de Arabia llamada La Meca, casado con una señora rica que le permitía tumbarse a la bartola y retirarse al desierto a meditar sus cosas. Y allí, por lo visto, se le apareció en sueños el arcángel Gabriel y le dijo que Dios le encargaba predicar una nueva religión. El caso es que, hacia el año 622, aquel elemento se puso en serio a la faena. Y ya ven ustedes. En el siglo XXI, o sea ahora mismo, aún sigue la cosa. El nombre lo habrán adivinado, claro. Se llamaba Muhammad y lo conocemos por Mahoma.

[Continuará].


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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

Mensaje por kekodi »

Una historia de Europa (XXXV)

Fue tan rápida la expansión del Islam, tan asombroso el reguero de conversiones y entusiasmo suscitado por la doctrina de Mahoma, que sólo puede explicarse con la certeza de que la peña estaba hasta los mismísimos huevos de los monarcas y religiones que los habían gobernado hasta la fecha. No puede explicarse de otra forma que, con el posterior descubrimiento de América y poco más, la expansión musulmana del siglo VII fuese uno de los hechos más trascendentales en la historia del Mediterráneo, de Europa y del mundo. En sólo setenta años llegó de las costas de China al océano Atlántico, pasándose por el filo del alfanje al imperio persa, parte del bizantino, Siria, Egipto, el norte de África y la Hispania visigoda. Y eso lo consiguió, a pulso y por la cara, un pueblo de árabes nómadas analfabetos y muertos de hambre pero con una idea fija: Alá ilah-lah, ua Muhamad rasul Alá. O sea, y dicho en cristiano: No hay otro dios que Dios y Mahoma es su profeta. Partiendo de esa idea básica, fanatizados y con ganas de comerse el mundo, los mahometanos emprendieron la Yihad o guerra santa, que se basaba en tres o cuatro ideas más elementales que el mecanismo de unas maracas del Caribe, aunque precisamente por eso, muy eficaces: los infieles debían convertirse o morir, el guerrero musulmán que palmaba en combate iba derecho al Paraíso, a ponerse hasta las trancas de dátiles y señoras guapas, etcétera. El éxito fue espectacular y la conquista imparable, y hacia el primer tercio del siglo VIII, más o menos, tres cuartas partes de las orillas del viejo Mare Nostrum (disculpen el chiste malo pero inevitable) ya no eran nostrum, sino suyum. Y se habrían zampado también la otra cuarta parte, sin despeinarse el turbante, de no haberse interpuesto dos percances serios. Uno fue Constantinopla, la capital de Bizancio, que resistió como gato panza arriba, deteniendo así el avance musulmán por Oriente. El otro percance tuvo lugar al otro extremo, en la actual Francia, cuando tras pasar los Pirineos los invasores islámicos fueron derrotados por Carlos Martel (un destacado noble y guerrero del reino franco) en la batalla de Poitiers, el año 732. Aquello estableció las fronteras entre el mundo cristiano y el musulmán, y situó a Europa en la verdadera Edad Media. Eso tuvo aspectos negativos y positivos, claro. Porque si es cierto que el Islam se adueñó del Mediterráneo, cuna del mundo grecolatino y luego cristiano, desplazando éste a la orilla norte, el viejo mar se convirtió también en lugar mestizo, escenario de sucesos bélicos, económicos y culturales que con el tiempo enriquecieron a ambas civilizaciones. Los nuevos amos se pasaron por el forro del asunto el derecho romano y las lenguas griega y latina, sustituyéndolos por la lengua árabe y la ley islámica, o sea, la religión pura y dura como norma social. Las mujeres quedaron sometidas y con el correspondiente velo (y ahí siguen ellas, catorce siglos después) y toda disidencia religiosa era castigada con la muerte. Pero también hubo aspectos muy positivos. Como señala el historiador Henri Pirenne, los pueblos vencidos estaban más civilizados que sus vencedores (había ocurrido lo mismo con los bárbaros y el imperio romano), y a éstos les vino eso de perlas, porque las influencias culturales persa, egipcia, siria y grecolatina enriquecieron la civilización árabe-musulmana, refinándola y dándole el calado que no tenía: arquitectura, pensamiento, ciencia, industria, comercio, se beneficiaron del mestizaje. Hay historiadores que, como el propio Pirenne, niegan una excesiva influencia del Islam en Europa, asegurando que ésta le debe poco; pero es que Pirenne era belga, y no nació junto a la mezquita de Córdoba, la Alhambra de Granada o la Aljafería de Zaragoza. Y, bueno. Lo que importa señalar es que ese desplazamiento del mundo cristiano hacia el centro y norte europeos dejó para varios siglos casi todo el Mediterráneo en manos islámicas; pero también contribuyó, por eso mismo, a que los reinos cristianos, aislados del resto del mundo, cuajaran en una personalidad orientada más allá del Rhin y hacia el mar del Norte, rebasando el antiguo limes, las fronteras del desaparecido imperio romano. Empezó así a formarse, aunque todavía en pañales, una nueva Europa cuya civilización (la que hoy todavía llamamos civilización occidental) llegaría a ser la más influyente del mundo. Todo eso iba a moverse en el siglo VIII en torno a un reino, el de los francos, donde el vencedor de Poitiers, ese Carlos Martel que en el año 732 dio a los musulmanes las suyas y las del pulpo, se había convertido en amo del cotarro. Y su nieto, llamado Carlomagno (introduzcan aquí sonar de trompetas medievales y galope de caballos), iba a dar mucho de qué hablar en el futuro.

[Continuará].


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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

Mensaje por kekodi »

Una historia de Europa (XXXVI)

El día de Navidad del año 800 después de Cristo entró en la gran historia de Europa, por la puerta grande y con las bendiciones de la Iglesia de Roma, un fulano interesante: se llamaba Carlomagno y lo coronó el papa León III. Aquélla fue una jugada maestra por parte de Su Santidad, que así mataba varios pájaros de un tiro. Por una parte ponía bajo su control, el de la Iglesia romana, las palabras imperio y Occidente; lo que no era ninguna tontería porque en la parte oriental, Bizancio, había heredado el trono Irene de Atenas, una mujer a la que complicaban la vida y el futuro revueltas políticas y disensiones religiosas. Con un emperador adicto a su persona en la parte occidental, el papa se lavaba las manos del imperio bizantino, dejándoselo a los griegos en plan tú mismo con tu mecanismo, y consolidaba su poder en poniente, que era el verdadero núcleo importante de Europa. Además, Carlomagno era listo, valiente y tenía carisma. En la Vita Caroli, el monje Eginardo lo describió alto, guapo, con el pelo blanco, autoritario y digno: Cultivó con extraordinario celo las artes liberales y veneraba a quienes las enseñaban. Por lo demás, el nuevo emperata combinó el espíritu guerrero de los pueblos germánicos (era rey de los francos) con una religiosidad que lo convertía en prototipo del caballero cristiano según el canon de la época. Y realmente era de armas tomar: dominó el reino de los lombardos, puso los pavos a la sombra a los sajones, ocupó Frisia y Panonia, y no hizo lo mismo con Hispania porque en Roncesvalles los guerreros, pastores y montañeses locales (imagínense a esos animales vestidos de pieles tirando piedras desde arriba) le escabecharon al caballero Roldán con toda su retaguardia, haciéndole comerse una derrota como el sombrero de un picador. Pero Roncesvalles aparte, el imperio carolingio, denominado pomposamente Sacro Imperio Romano, se estableció bajo el padrinazgo (espiritual pero también temporal) del papa de Roma, en mutua complicidad y más amigos que cochinos, convirtiéndose en el primer gran intento de reorganizar Europa occidental tras la caída de Roma. Al reino franco, más o menos la actual Francia, se añadían el norte de Italia y buena parte de lo que hoy llamamos Alemania, Austria, Suiza y Polonia. La capital se estableció en Aquisgrán, con una corte montada por todo lo alto con chambelanes, senescales y esa clase de títulos, y se dividía administrativamente en condados o reinos locales (que eran los territorios seguros) y marcas o zonas fronterizas (que hacían funciones defensivas). La idea resultaba estupenda, pero verdes las habían segado; era demasiado pronto para la Europa que barruntaban algunos. La extensión territorial resultaba excesiva para los medios de entonces, y los pueblos reunidos bajo el imperio eran diferentes entre sí. La religión católica con sus obispos, monjes y monasterios daba cierta unidad, pero no era suficiente (como nueve siglos más tarde escribió Voltaire: El Sacro Imperio Romano no fue sagrado, ni romano, ni fue un imperio). Así que el tinglado carolingio duró lo que Carlomagno: a su muerte se fragmentó de nuevo, dividido entre tres nietos que no tenían, ni hartos de sopas, la talla del abuelo; y otra vez fue la Iglesia Católica, con el papa de turno moviendo los hilos desde Roma, la que mantuvo unidos, aunque fuese relativamente, los restos del naufragio. Pero lo que más complicó el paisaje fueron las llamadas segundas invasiones (las primeras habían sido las de los bárbaros contra Roma) que devastaron Europa occidental entre los siglos IX y X: vikingos, magiares y sarracenos. Los primeros, primos hermanos de los germanos, procedían de Escandinavia (eran suecos, noruegos y daneses, llamados normandos en general), y además de expertos en navegación resultaron ser unas auténticas malas bestias, cuyo objetivo no era conseguir tierras, aunque en alguna se establecieron, sino saquear para conseguir botín. Por su parte, los magiares, o húngaros, eran una especie de bandoleros de las llanuras del este de Europa, buenos jinetes dedicados al robo y captura de esclavos, por la cara. En cuanto a los sarracenos (piratas musulmanes muy cabroncetes), asolaron el Mediterráneo y sus orillas, llegando a saquear las afueras de Roma. El caso es que, entre pitos y flautas, unos y otros devastaron regiones enteras con feroces incursiones, incendiaron pueblos, saquearon monasterios y llevaron la zozobra a aquella nueva y medieval Europa que empezaba a respirar tras el colapso imperial romano. No es casual que muchas poblaciones, costeras o no, se construyesen en lo alto de montañas fortificadas, y que ahí sigan. Ni que en los libros de oraciones de entonces figurase a menudo la significativa plegaria: Del terror normando (o magiar, o sarraceno) líbranos, Señor.

[Continuará].


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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

Mensaje por kekodi »

Una historia de Europa (XXXVII)

Entre los siglos IX y X, el mundo más o menos mediterráneo en torno al que se articulaba la historia tenía tres espacios geográficos: la Europa occidental, el imperio bizantino de oriente y los países musulmanes. Pero a diferencia de los dos últimos (Constantinopla, Córdoba y Bagdad eran ciudades importantes), el territorio que podríamos llamar europeo era más bien rural: pocas ciudades, casi todas arruinadas; y en el campo, mercadillos locales, castillos de señores feudales más analfabetos que otra cosa, monasterios dedicados al ora et labora y población campesina. No es raro, con ese panorama, que en las crónicas de los musulmanes españoles de la época, intelectualmente muy refinados para su tiempo, se mencionara a los cristianos como bestias pardas y bárbaros del norte, cosa que (tampoco vamos a tirarnos pegotes con eso) en realidad eran, o éramos. En esencia, la vida en los estamentos sociales más bajos era una auténtica cabronada: los monjes rezaban y comían caliente y los nobles hacían la guerra y violaban a mujeres e hijas de sus siervos sin preguntar si sí es sí, o si no es no, mientras la mayoría de la gente echaba los hígados trabajando en el campo como animales. El comercio de esclavos como botín de guerra e incursiones piratescas se mantenía activo (también musulmanes y bizantinos lo practicaban con entusiasmo), y una crónica de la época señala, para no dejar dudas, que en Marsella se vendían hombres y mujeres, según la costumbre. Casi todos los campesinos medievales curraban tierras que no eran suyas sino de los reyes, la nobleza o la Iglesia. Y tanto les apretaban las tuercas con impuestos y abusos, que estallaron muchas revueltas, todas con menos futuro que hoy, en España, la biblioteca del Congreso de los Diputados. Por ejemplo, el Roman de la Rose detalla un estallido revolucionario que en el año 997 fue ahogado en sangre: A varios mandó el duque arrancar los dientes y a otros los ojos, y muchos fueron quemados vivos. Tal era, sin paños calientes, el mundo feudal: palabra que procede de feudo, o sea, concesión de un rey o señor a un vasallo a cambio de ayuda, respaldo político y asistencia en la guerra. Visto desde abajo no todo era malo, y también el sistema tenía sus ventajas; pues a cambio de impuestos, derechos de pernada y otros privilegios, el señor feudal contraía la obligación de impartir justicia, atender a su gente y protegerla de enemigos, saqueadores, bandoleros y otros incordios. Dicho esto, lo más destacable (basta consultar los textos de la época para comprobarlo) es que aquellos señores feudales eran una pandilla de hijos de la notoria y grandísima puta, que practicaban el asesinato político, la venganza, el atropello y el reventar al vecino con una naturalidad pasmosa. Pérfidos, brutales, sanguinarios, aquellos fulanos vivían (y morían) pendientes de quedarse con las tierras de otros mediante matrimonios, herencias, asesinatos y comidas de oreja al duque o al rey de turno. Hasta el siglo XII más o menos (a partir de ahí los fueron domando a estacazos) los monarcas toleraron ese estado de cosas y esa chulería feudal, porque necesitaban a aquellos animales con caballo y armadura, ligados a su rey por juramentos de lealtad, para verse respaldados o para hacer la guerra. Así, a cambio de ese apoyo político y militar, el noble no pagaba impuestos y era en su tierra señor de horca y cuchillo. Conferidas al clero las labores intelectuales, el oficio de las armas era el que daba prestigio, riqueza y poder. Y de ese modo, convertida en ejército profesional cuya distinción se legaba de padres a hijos, la nobleza feudal se convirtió en principal fuerza y símbolo de la Alta Edad Media. Si la Iglesia poseía las almas, ella poseía los cuerpos. Lo del refinamiento caballeresco, el amor espiritual y otras mariconadas cortesanas vendría más tarde. En aquella primera etapa, la cultura se dejaba a las mujeres (las de clase privilegiada, por supuesto), mientras que los varones de la nobleza eran educados desde niños exclusivamente en el arte de la guerra: toda su formación era el combate, y toda su cultura, romances y canciones bélicas. De ese modo, los guerreros de Francia y España (esta última ya con dos siglos de acuchillarse con la morisma local, lo que no era mala escuela) se convirtieron en los mejores del mundo de entonces. Volviendo al historiador Pirenne, que (pese a ser belga y estar hoy un poquito superado) lo resumió bastante bien: Violentos, toscos, supersticiosos pero excelentes soldados, esos caballeros practicaban comúnmente la perfidia, pero jamás faltaban a la palabra dada. Y, bueno. Así fue. Mientras tanto, en torno a ellos, con sus virtudes y defectos, fraguaba despacio la futura Europa.

[Continuará].



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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

Mensaje por kekodi »

Una historia de Europa (XXXVIII)

De ese modo, los guerreros de Francia y España (esta última ya con dos siglos de acuchillarse con la morisma local, lo que no era mala escuela) se convirtieron en los mejores del mundo de entonces. Volviendo al historiador Pirenne, que (pese a ser belga y estar hoy un poquito superado) lo resumió bastante bien: Violentos, toscos, supersticiosos pero excelentes soldados, esos caballeros practicaban comúnmente la perfidia, pero jamás faltaban a la palabra dada. Y, bueno. Así fue. Mientras tanto, en torno a ellos, con sus virtudes y defectos, fraguaba despacio la futura Europa. Lo definió por escrito el clérigo Adalberón a finales del siglo X, en plena alta Edad Media: La ciudad de Dios es triple; unos rezan, otros combaten y otros trabajan. Y ahí se resume el asunto. Estructurada así la población europea, iba a mantenerse de ese modo mientras, poco a poco, los descendientes de los antiguos bárbaros (lombardos, francos, visigodos, normandos, etcétera) se convertían en futuros italianos, franceses, alemanes, ingleses y españoles. Los intentos de consolidar un imperio extenso según la idea del abuelo Carlomagno se habían ido al carajo y todo estaba fragmentado, pero la idea seguía viva. Unos reyes alemanes llamados Otón (uno apodado el grande y otro el breve, pues murió jovencito) quisieron reanimar el Sacro Imperio, esta vez llamándolo Germánico, haciéndose coronar por los papas de turno; pero les salió el cochino mal capado y la cosa no fue más allá. Los papas, sin embargo, pese a dimes, diretes y reveses de la fortuna, estaban que se salían del mapa, porque la debilidad y sobresaltos del poder político en los diversos reinos reforzaban la autoridad de los obispos locales, que acabaron cediendo su poder a Roma. Se convirtió así el Sumo Pontífice en una especie de don Corleone europeo, padrino y máxima autoridad en un momento crucial por varias razones. De un lado, a partir de 1013 los normandos pusieron el ojo en las islas británicas, que acabarían conquistando tras dar a los anglosajones y su rey Harold la del pulpo en la famosa batalla de Hastings (1066). Por otra parte, espachurrada la herencia carolingia, un fulano muy listo llamado Hugo Capeto accedió al trono de Francia e instauró una dinastía duradera, bajo el principio de que los reyes ya no pretendían ser emperadores de la cristiandad, sino simples gobernantes de su reino. Y en la belicosa España, los pequeños núcleos cristianos de resistencia a la invasión musulmana se convertían poco a poco en reinos poderosos, ganando terreno a la morisma. Sin embargo, el gran acontecimiento político y cultural europeo, iniciado en el siglo X pero que hizo sentir sus efectos en el XI, fue la aparición de los monjes negros de la abadía de Cluny, en Francia. La orden cluniacense, que llegó a tener 2.000 monasterios en Europa, resultó decisiva para la cristiandad: reformó a los monjes benedictinos, dejó en segundo plano el trabajo manual y potenció la oración, la creación de escuelas, la copia de libros, la arquitectura, la ciencia y el pensamiento intelectual (la idea era menos labora y más reza y piensa, chaval, que a Dios también se llega con la inteligencia). Pero la guinda del pastel, el detalle que convirtió Cluny en herramienta utilísima para los papas, fue que, como decía su documento fundacional (No estarán sometidos al yugo de ningún poder terrenal, o sea, son intocables), los monjes negros sólo rendían cuentas al pontífice. Dicho en corto, que el hombre consagrado a Dios, monje o sacerdote, sólo podía pertenecer a la Iglesia y no estaba sujeto a reyes ni príncipes. Tampoco convenía que se viera lastrado por una familia, así que su matrimonio (hasta entonces más o menos tolerado en ciertos lugares) quedaba prohibido. De este modo, a la casta caballeresca de la antigua nobleza acabó oponiéndose la casta eclesiástica. Con un detalle importantísimo que atrajo a los mejores cerebros de la época: la gente de clase baja, siervos y campesinos, no podía entrar en la casta militar; sin embargo, para la eclesiástica bastaban la tonsura y aprender latín. Convertida en árbitro de la vida espiritual e intelectual, intermediaria entre lo divino y lo humano, la Iglesia consiguió así inmensa riqueza en tierras, limosnas, privilegios e influencia, hasta el punto de que se hizo costumbre que las grandes familias destinaran a los segundones, hijos no herederos, a la carrera eclesiástica, a fin de estar en misa y repicando. Y no es casual que en esta época empezaran a abundar los llamados espejos de príncipes: una literatura con antecedentes griegos y latinos (Isócrates y Marco Aurelio), ahora escrita por autores eclesiásticos, destinada a establecer las virtudes de los buenos gobernantes. A partir de ahí es la Iglesia quien arbitra, aprueba o rechaza, dando a los monarcas que son amiguetes suyos un respaldo espiritual que garantice la lealtad de los súbditos, e incluso atribuyéndoles poderes taumatúrgicos (según el historiador Marc Bloch, los reyes de Francia e Inglaterra pasaban incluso por curar ciertas enfermedades con el contacto de sus manos). Ese apoyo contribuyó a eliminar los residuos feudales y crear monarquías fuertes; pero es verdad que la Iglesia supo cobrárselo bien, mostrándose implacable cuando no le abonaban la factura. En los siguientes capítulos veremos cómo eran esos pulsos y quién los ganaba.

[Continuará].


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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

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Una historia de Europa (XXXIX)

Amediados del siglo XI, los intentos de los emperadores germánicos por que su anhelado Sacro Imperio cuajase en una realidad se fueron definitivamente al carajo. En verdad se trataba de un reino alemán con un poquito de Italia, porque el resto de Europa iba a su propio rollo. Hasta el reino de Francia parecía más estable, pues desde Hugo Capeto se limitaban allí a gobernar el reino. Por su parte, los emperadores alemanes ni siquiera tenían corte fija; iban de acá para allá, hoy en Sajonia, mañana en Franconia y cosas así, y tampoco influían fuera de sus fronteras: Bohemía y Hungría se independizaron, y fueron los daneses-normandos instalados en Inglaterra, no los emperadores alemanes, quienes acabaron cristianizando Dinamarca, Suecia y Noruega. Aun así, la pretensión imperial era asegurar la influencia sobre los papas de Roma para asegurar la lealtad de sus súbditos, y sobre todo controlar a los obispos locales, que eran quienes cortaban el bacalao en sus respectivas diócesis. La costumbre era que los emperadores nombrasen a los obispos a su conveniencia; pero un papa llamado Gregorio VII dijo hasta aquí hemos llegado, chavales, y en lo mío mando yo. Iglesia no hay más que una, y al emperata me lo encontré en la calle. No hay dos poderes (terrenal y espiritual) iguales, sino uno divino al que se subordina el humano. Y fue de ese modo cómo un joven rey alemán, Enrique IV, emperador nominal, se metió en un buen jardín al enfrentarse al tal Gregorio, ignorante de con quién se jugaba el bigote. Aquel pifostio se llamó Guerra de las Investiduras: Enrique reunió un consejo de obispos adictos para que declarasen a Gregorio indigno del papado (falso papa, monje pecador, desertor de su convento, aseguraba Petrus Craso); pero Gregorio, en vez de acojonarse, subió la apuesta excomulgando al emperador y dispensando de obediencia a sus súbditos. Eso ya eran palabras mayores: viéndose solo y tirado como una colilla, a Enrique IV no le quedó otra que humillarse pidiendo cuartelillo al papa en el castillo de Canosa, y lo hizo bajo una nevada tremenda, vestido de penitente y con ceniza en la cabeza (papelón ridículo que no olvidaría en su puta vida). Siguieron una serie de dimes y diretes, de incidentes y zafarranchos que acabaron con los siguientes papas reforzados en su poder con toda Europa detrás, y un Sacro Imperio poco sacro, tan agobiado por sublevaciones, traiciones y aislamiento que no le cabía un cañamón por el ojete. Así que, amanecido el siglo XII (año 1122, para ser exactos), se firmó el concordato de Worms, mediante el que los emperadores renunciaban a nombrar obispos y cada mochuelo a su olivo. Hay que señalar la importancia que Gregorio VII, aquel papa chuleta y peleón, tuvo para la Iglesia y el futuro de Europa; pues, además de emancipar (en líneas generales) al clero del poder laico, inició un proceso irreversible de centralización, prestigio e influencia. El pobre papa no llegó a ver los resultados, porque Enrique IV, que tenía buena memoria, nunca perdonó lo de Canosa y le hizo la puñeta hasta aprisionarlo y hacerlo morir exiliado (Amé la justicia y aborrecí la iniquidad; por eso muero en el destierro, dijo Gregorio mientras palmaba). Pero sus sucesores se beneficiaron de todo eso; y a partir de entonces, aunque con altibajos propios de tan turbulenta época, los obispos de Roma se convirtieron realmente en sumos pontífices. Dios no se ha servido de los reyes para regir a los sacerdotes (lo escribió Anselmo de Luca) sino de los sacerdotes para dirigir a los reyes. Pasó la Iglesia católica, a partir de entonces, a una fase ofensiva del papado en la que grandes pontífices, desde Inocencio III a Bonifacio VIII, consolidaron el enorme poder de la institución. Entre los siglos XI y XIII los papas y su espectacular organización europea sobrevolaron la totalidad de un Occidente donde la idea de imperio se desvanecía en favor de una res publica christiana de naciones soberanas. Intelectuales de campanillas como Bernardo de Claraval (hoy san Bernardo) aseguraron a la Iglesia una sólida base doctrinal, y los predicadores y órdenes mendicantes garantizaron el fervor del pueblo analfabeto mientras una burguesía cada vez más influyente crecía en las ciudades. Según la Iglesia, fuera de ella no había pensamiento ni salvación posibles; y los disidentes, herejes e infieles podían ser legítimamente masacrados. Para contrarrestar ese poder y ejercer el suyo, reyes y príncipes se pertrecharon de abogados, juristas y representantes del pueblo. Dos modelos distintos, abocados al enfrentamiento empezaban a verse en el horizonte. La Europa moderna iba estando a punto de caramelo; pero antes viviría momentos apasionantes con la lucha contra el Islam y las Cruzadas.

[Continuará].


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kekodi
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS

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Una historia de Europa (XL)


Durante siglos, la España medieval fue la frontera del occidente de Europa ante el Islam. Pero no fue barrera hermética, sino espacio móvil, fluido, que lo mismo facilitó escabechinas a troche y moche que intercambios y relaciones fértiles. La ocupación musulmana no había sido total, pues quedaron zonas no conquistadas en el norte, y la península era un complejo escenario donde se entrecruzaban antiguos visigodos, árabes de Arabia, bereberes del norte de África, conversos de variopinto pelaje y cuantas combinaciones raciales y religiosas pueden imaginarse. Arrinconados al principio en las montañas, los cristianos norteños aprovecharon las guerras civiles que los moros de abajo libraban entre sí para ir creciendo, formar reinos propios, ganar territorios y librar sus propias guerras civiles marca de la casa; y poco a poco, convertida en tierra de nadie, la frontera se fue desplazando hacia el sur. Aquello tuvo sus fases, claro. Al principio, mientras los reinos cristianos, fieles al puntito cainita hispánico, se puteaban entre sí, los califas del reino de Córdoba alcanzaron un momento de gloria militar, social y cultural con Abderramán III, que fue grande entre los grandes (en el siglo X, Córdoba era la más deslumbrante y moderna ciudad europea), y con Almanzor, caudillo que varias veces les dio a los cristianos las suyas y las de un bombero. En aquella edad de oro del Islam español (un reproche a los reinos escuálidos y mugrientos del norte de Europa, según el historiador Andrew Marr), los musulmanes no sentían sino desprecio por sus vecinos norteños, a los que el geógrafo Almasudi, con muy mala leche, definió como groseros, de entendimiento escaso y lenguas torpes. Sin embargo, a partir del siglo XI (la época del Cid y todo eso), los cristianos, aquellas malas bestias del norte convencidas de que la tierra era plana y de que cortando pescuezos se resolvía todo, cogieron carrerilla, impregnándose tanto de la cultura de sus enemigos (o amigos, según las necesidades de cada momento) como de las tendencias políticas, económicas, sociales y religiosas de la Europa cristiana cada vez más sólida que tenían a la espalda. Se daba la paradoja de que en la frontera se asentaban guerreros y hombres libres, pero eso favorecía la aparición de jefes militares que acababan imponiéndose a los hombres libres y acaparaban tierras y poder. Por otro lado, la cristianización de esos lugares hacía nacer monasterios y sedes episcopales que terminaban poseyendo tierras y vidas; de modo que la propiedad iba a manos de la nobleza guerrera y de la Iglesia. De cualquier modo, hacia el siglo XII y entre altibajos, victorias y derrotas, alianzas y rivalidades, el espacio ibérico estaba más o menos definido: Al Andalus fragmentada en taifas morunas que se llevaban fatal entre ellas, y un creciente territorio cristiano donde adquirían personalidad propia los reinos de Castilla y León, Portugal, Navarra, Aragón y los condados de Cataluña (un reino exclusivamente catalán no existió jamás). Al principio el mundo musulmán español era brillantemente urbano; y el cristiano, campesino. De cualquier modo, la superioridad andalusí fue indiscutible: de Oriente se traían poetas, médicos, filósofos, mercaderes, artesanos, técnicas agrícolas e industriales. El astrolabio (invento griego) se convirtió en símbolo cool de la ciencia para los musulmanes pijos: una especie de computadora universal utilizada lo mismo para la arquitectura que para la astronomía. A diferencia del Islam de nuestro siglo XXI, tan reaccionario y oscuro, el de entonces se mostraba joven, ávido de conocimiento y modernidad. Las grandes ciudades, con palacios como Medina Azahara o mezquitas como la de Córdoba, eran formidables, y buena parte del pensamiento y la ciencia clásicos recuperados por Europa, así como importantes aportaciones persas e hindúes, se debió a la traducción de las obras conservadas y desarrolladas en España por pensadores musulmanes como el ultramoderno Averroes (La incoherencia de la incoherencia fue una patada en los huevos al inmovilismo ortodoxo islámico), Avicena, el judío Maimónides (Guía de perplejos) y otros que tal, con unos enfoques racionalistas de la filosofía clásica tan influyentes en el pensamiento occidental como siglos después lo serían Descartes, Hume, Voltaire o Montesquieu. En contacto con todo eso y con las corrientes culturales transpirenaicas, los reinos cristianos, sin dejar de ser sociedades guerreras, fueron refinándose y pasaron de una vida basada en el botín de guerra, la agricultura y la ganadería a sistemas económicos y culturales más complejos; sobre todo el reino de Aragón y los condados catalanes, donde, por su mayor contacto con el resto de Europa y el Mediterráneo, empezaron a cuajar verdaderas ciudades artesanales y comerciales con una burguesía local digna de ese nombre.

[Continuará].


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