EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

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alapues
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por alapues »

Que buenísimo! Espero ansioso la continuación! :plas: :plas: :plas: :plas: :plas:

Entretanto me he hecho un copia pega de todo el relato (y el del anterior de nuestro motero freaky favorito) para poder leerlos de tirón en un viaje que tengo en dos semanas (a ver si llega antes la próxima entrega) :$

:XX: :XX: :XX: :XX: :XX:



Si hay que ir, se vá.....!

He rodado en el Jarama, subido Stelvio, buceado en el Thistlegorm y con tiburones, y ahora......
pate
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por pate »

CAPÍTULO CUATRIGÉSIMO SEGUNDO



“Increíble. Segunda parte”



Doce días más tarde.


Clemente entreabrió los ojos levemente. Le dolía el cuerpo espantosamente, pero seguía teniendo picores inaguantables en el lado derecho de su cabeza. Intentaba aliviarlos rascándose, pero una fuerza superior a su voluntad lo impedía. No era capaz de elevar la mano y satisfacer uno de los placeres corporales mas gratificantes que un ser humano puede realizar, rascarse.

No era la primera vez que la visión de la que disfrutaba en ese instante se había producido. La misma mujer negra sentada al fondo de la sala, junto a una ventana fumando un cigarro habano.

También podía ver que no estaba solo en la habitación. Una mampara le separaba de, al parecer, otro paciente, del cual podía ver la parte inferior de las piernas y unos peludos pies. Gimió ligeramente y se movió en la cama de color blanco desconchado.

La mujer se levantó y dejó su habano en un frasco que alguna vez contuvo mermelada y que ahora ejercía de cenicero. Se llamaba Catalina Grantomat, aunque era una información que Clemente desconocía. Lentamente, con un andar pesado, se acercó y le miró de cerca con unos ojos de sapo, y una cara extremadamente arrugada. Olía a tabaco, lo cual le traslado a Clemente a alguno de sus bares. Echaba de menos el cargado olor intenso a tabaco, a un cigarrillo Ducados, el tintineo de los vasos, el aroma lejano de una buena cerveza en manos de un cliente y chasquido de un paladar satisfecho, el chirriar de la puerta cuando un parroquiano salía tambaleante hacia su domicilio, o cuando un ávido bebedor se incorporaba al establecimiento con el objetivo inicial de saciar la sed, pero con la certeza de que le aguardaba una buena melopea. También el olor a perfume barato de muchas de sus clientas que para no parecer adictas, tomaban peppermint o una copa de Marie Brizard.

La mujer suspiró y dio la vuelta sobre sus pasos y se dirigió hacia la puerta. Cuando esta se abrió, Clemente pudo ver un pasillo pintado de color verde pastel, y una enfermera que empujaba una silla de ruedas con un paciente, al igual que ella, de raza negra. A pesar de su estado de adormecimiento, se percató que el hombre llevaba en su regazo una gallina decapitada sin desplumar. La puerta se cerró tras ella y desapareció.

El habano humeaba en el improvisado cenicero y dibujaba en el aire figuras que se iban retorciendo hasta desaparecer. Un sol magnifico inundaba la estancia de luz. De nuevo Clemente intentó en vano poder llevarse la mano a la oreja y rascarse, y notó como esa fuerza que se lo impedía era ni mas ni menos que unas correas que sujetaban sus manos a la estructura de la cama. Se adormeció de nuevo. Luchaba por abrir los ojos, pero el sopor lo mantuvo de nuevo inconsciente una media hora.

Al recobrar la presencia de ánimo Clemente volvió a tener la misma visión que antes. El habano consumido apenas humeaba, el sol seguía brillando, los pies peludos del vecino de cama seguían allí, y las irrefrenables ganas de tener un papel de lija gruesa y rascarse la cabeza hasta el agotamiento, también.

-¡Me cago en la puta!- fue lo primero que acertó a decir- me voy a cagar e todo lo que se menea.

Y su boca parecía esparto. Y tenía el aliento tan apestoso que podría tumbar un elefante de un soplo.

-¿Es que no hay nadie que me explique que coño está pasando?, ¡mecagón la leche!......- medio gritó.

-Tranquilo compañero.....-se oyó una voz al otro lado de la mampara- todo está en orden. Ahora vendrá la jodida negra y te soltará......-.

-Pues como no me explique que coño hago atado, le voy a sacudir un par de ostias que se va a enterar-.

-Tuvieron que atarle. No paraba de intentar tocarse le oreja y no debía. Mónica ordenó que le ataran o su operación de cirugía corría el riesgo de malograrse,- de nuevo contestó el otro lado de la separación- por cierto, me llamo Salvador.

-Clemente Guerra Tapiz......¿ y tu que haces aquí, si se puede saber?-.

-¡Oh¡, ¿yo?, un cambio de apariencia. Unos retoques aquí o allá.....no conviene que me reconozcan. Tengo alguna mala gente que me busca-.

Se oyó nítidamente el sonido de un reactor. Las turbinas de los motores se aceleraban como cuando un avión va a tomar tierra. Cuando el ruido se apagó, Clemente descubrió que otras sinfonías se apreciaban en el ambiente. Ruido de gente de un lado para otro, risas, algún que otro coche, y sin duda el sonar de los motores de motos de dos tiempos de pequeña cilindrada.

La puerta se abrió y entró de nuevo Catalina Grantomat.

-Veo que está despierto. Ya en poco llegará la señorita Mónica y le pondrá al corriente de todo. ¿Se han hecho amigos ya?- dejó caer la lenta mujer negra al tiempo que entraba en el cuarto de baño, cerrando la puerta.

Se oyó un gemido, como de alguien que hace un esfuerzo sobrehumano, el caer de algo pesado, una gran ventosidad y un resoplido de alivio. Un nuevo pedo y el correr del agua tras tirar de la cadena del inodoro. Al poco la señora Grantomat, se sentaba de nuevo en su butaca y prendía fuego a la colilla de su puro habano que se había extinguido.

Mónica apareció en ese instante. Venía acompañada de un tipo alto, con gafas de sol y que no dejaba de mirar a todas partes. Este último se dirigió donde la señora Grantomat y se plantó frente a ella.

-¡Largo de aquí, vieja guarra!-. Y la señora Grantomat se fue como si el mismo diablo se lo hubiera ordenado.

El paciente de la cama de al lado, Salvador, se rio con ganas.

-Eres incorregible Ernesto-.

-No la soporto. ¿Se encuentra bien jefecito?-.

-Si, ¡muy bien!. Y ahora ya tengo con quien charlar, ¿viste?- y señaló en dirección a Clemente-.

-¿Cómo le va?- dijo cortesmente Ernesto.

Y fue Mónica quien tomó la palabra.

-¡Me alegro de verles bien a los dos!. Señor Clemente ahora mismo le soltaré las amarras de las manos. Fue algo necesario, no paraba de intentar arrancarse su nueva oreja. Y por cierto, ¡a quedado estupenda!. Y usted Salvador, hoy le quitaré los vendajes de la cara que estará igual de estupenda...ya lo verá....- espetó con un acento anglosajón más que evidente.

Una hora más tarde Clemente se incorporaba de la cama con la ayuda de una enfermera, también negra. Su vecino de habitación estaba en otra estancia para serle retirados los vendajes que le recorrían todo el rostro. Clemente se mareó y tuvo que tumbarse de nuevo. Se fijo que tenía las uñas de los pies muy largas, del tipo aguilucho culebrero, al serle levantadas sus piernas extremadamente delgadas.

Al reponerse se quiso levantar por segunda vez. Lo consiguió con ayuda de la enfermera, a la cual le indicó que le llevara a la ventana. Necesitaba ver los hermosos jardines de la Clínica Palo Alto, ya que las habitaciones estaban muy alejadas del lujo que él había imaginado. Cuando pudo ver lo que la ventana le enseñaba se quedó perplejo.

No estaba en California, eso seguro, aquello no era San Francisco ni de lejos, aquella gente que paseaba con sandalias y ropa barata no eran los ciudadanos que había visto en las bonitas calles de la ciudad, no. La vegetación que se veía era exuberante, de intenso color verde botella, de amarillos vibrantes, de rojos cegadores, a lo lejos un mar turquesa y pequeñas embarcaciones de múltiples colores salpicaban la inmensidad de la bahía.

De nuevo el atronador rugido de unas turbinas lo invadió todo. Primero la sombra pasó sobre la ventana de Clemente y luego la inmensidad de la masa de acero dejó ver su tripa a escasos metros de donde se encontraba. Lo vio alejarse en el horizonte mientras alzaba el vuelo en busca de la altitud de crucero. Era un avión de Air France según pudo leer en su lateral.

-¿Donde coño estoy?- preguntó inocentemente.

-Digamos que está en el Caribe. Mejor que no sepa donde. Ahora se lo explico- dijo Mónica.

Le relató que tras su operación, una serie de acontecimientos que le explicó, algunos ciertos y otros falsos, le obligaron a ser trasladado allí. Era un hospital privado y muy íntimo, donde podría restablecerse con mayor sosiego y paz. Al igual que su compañero de habitación, ambos necesitaban de privacidad para una más rápida incorporación a la vida cotidiana.

-¿Puedo ver mi oreja?-.

-Por supuesto. Ha sido todo un éxito- y le acercó al cuarto de baño, donde había un espejo de cuerpo entero.

Clemente no daba crédito a lo que veía. Y no era por su nueva oreja, que era la perfección quirúrgica, y que tan sólo mostraba en su alrededor una rojez perceptible pero ya muy mitigada. Si se acercaba uno, podía ver las pequeñas marcas de donde estuvieron los puntos de sutura, pero en si misma, la oreja tenía un aspecto magnifico. Lo que le perturbó, fue el resto. Había adelgazado de manera perceptible, su enorme tripa cervecera, apenas se dejaba ver, le habían afeitado la cabeza y ahora sólo tenía pelos de un centímetro de longitud, parecía un chorta de Cerro Muriano, y tampoco aparecía en su cara inexpresiva, el insustituible bigote español orgullo de un buen patriota. Su cara lucía una media barba, del tipo de hombre que su mujer calificaba de “abandonao”, y estaba mucho mas pálido que antes. Se asustó. Tuvo que tumbarse a descansar.

-Descanse señor Clemente. Le diré a Catalina Grantomat que le traiga algo ligero para comer. Estará harto de alimentarse por vía intravenosa- y rió como si hubiese contado un chiste de Pepe da Rosa.

-¿Han informado a mi familia?-.

-Por supuesto. Saben que en su estado no puede ponerse al aparato. Todo está en orden. En pocos días podrá estar con su mujer........creo que esperan un bebé ¿no es así?- preguntó Mónica.

-Si. Un pequeño......si es macho se llamará Estroncio.....si es hembra, elige ella....miedo me da el nombre que pueda elegir. Ya sabe como son las mujeres-.

La puerta se abrió y entro en silla de ruedas su compañero de fatigas. Traía la cara amoratada y llena de marcas de todo tipo. Venía sonriente, o eso creía Clemente, aunque pudiera ser que fuese el resultado de un exceso de tensión en algún musculo tras la cirugía estética.

Tuvo que acostarse a descansar. No quisieron enseñarle el resultado de su transformación, es más, recibió la orden estricta de no acercarse a un espejo hasta pasada una semana. Taparon el espejo del aseo con una gran sábana. Según Clemente, su aspecto se asemejaba a un ser de otro mundo, un marciano, que salía en una película que cuando era niño le asustó sobremanera. En las inmediaciones de una base del polo sur, se estrellaba un platillo volante y los científicos encontraban a un ser horripilante en su interior, lo rescataban y era tan feo que uno de ellos lo cubrió con una manta para no verle la cara, y lo que logró fue que el marciano volviera a la vida y fuese poco a poco cepillandose a todo el que topaba con él. Ni los tiros le afectaban. Así era el aspecto de Salvador, claro que, Clemente era un hombre reservado y nunca se lo dijo, aunque no le faltaron ganas, para echar unas risas, pero pensó que quizás eso le pudiera provocar alguna molestia a su nuevo amigo y calló.

Pasada una semana, la apariencia de su vecino de habitación mejoraba a pasos agigantados. Había pasado de ser de color morado y de estar hinchado como un globo de feria, a un color amarillento con aureolas rojizas, a un tono berenjena, no del color de la piel, no, de lo dentro, y a estar desinflándose dejando ver diminutas arrugas.

Clemente no podía precisar la edad del hombre. Pudiera ser un cincuentón rejuvenecido, o un treintañero avejentado. Lo que si había provocado la última semana era un conocimiento mutuo intenso.

Clemente le puso al día de su vida, de sus proyectos, de su afición a las motos y a los boquerones en vinagre, su devoción por la cerveza, le dio clases magistrales de elaboración de fermentados, del cultivo de la cebada, de la malta, del lúpulo, de la conveniencia de encontrar un agua con escaso contenido en sales. De ser un hombre sencillo, de dejar a su mujer “jugar” con unos ahorros que a todas luces no proporcionarían jamás beneficios, pero ella era feliz. Le mostró el disgusto enorme de ver a su querida Pepi adelgazar hasta parecer una mujer del montón, y no una señora oronda capaz de cubrir su menudo cuerpo con la flacidez de sus carnes y grasas. Se explayó en la suerte que tenía con sus amigos, uno de ellos permanentemente dormido, otro que se hacia cargo de sus negocios con diligencia y robando lo justo de la caja, pero sobre todo no consintiendo que los camareros y camareras, que sus negocios eran muy modernos, lo hicieran, y le habló asimismo de otro amigo inglés, adicto a la velocidad y a los coches rápidos, coches donde en muchas ocasiones habían esquivado la muerte segura, donde la sucesión de frenazos, de volantazos, derrapes al límite y conducción suicida les había unido de una manera especial, y le dijo que lo veía en sueños repetitivos alejarse riendo y saludando con la mano mientras espantaba abejas. Sin duda alucinaciones producto de la medicación.

Salvador también le había contado su historia. Una versión trufada de mentiras y de exageraciones, pero que básicamente distorsionaba los sucesos desagradables a su favor, pero que en lo esencial se parecía a la verdad. Le contó que su padre, un militar de alta graduación de algún país sudamericano, tuvo que derrocar al Gobierno corrupto, y tomar el poder de la nación. Omitió que fue un baño de sangre, que en la asonada mandó fusilar a sus enemigos y a dos cuñados que no soportaba, y que vació la reserva nacional de divisas. Era cierto que a los pocos meses amañó unas elecciones y colocó al frente del país a un abogado manejable, que obedecía sin rechistar a su padre a cambio de su mordida correspondiente. Y ahora los graves disturbios por una creciente hambruna, habían terminado con su padre siendo arrastrado por las calles atado a un tractor y con sus hermanas violadas junto al cadáver de su madre.

Sin embargo, él había podido huir a bordo de un bimotor de su propiedad, con el que solía hacer contrabando de cocaína valiéndose de su pasaporte diplomático, cargado de maletas llenas de dólares y con el espacio justo para su guardaespaldas Ernesto.

Por eso necesitaba un nuevo aspecto. Para no llamar la atención. Obviamente la identidad falsa ayudaba también lo suyo, y aunque los servicios secretos de las grandes naciones lo tenían localizado, no lo consideraban importante. Además el sentido practico de países como Suiza, Liechtenstein, Barbados, la isla de Jersey o Andorra, acogían de buen grado los cientos de millones expoliados de su pobre país, y los utilizaban para enriquecerse con ellos invirtiendo en negocios donde se explotaban a niños o de nuevo se asolaba la economía de países del tercer mundo. Una especie de tiovivo macabro donde los poderosos, o los más ricos, giran y giran vomitando su codicia sobre los ciudadanos.

-Has hecho bien en retocarte Salvador. El mundo está lleno de mala gente.....y si te buscan para “suavizarte” la existencia, estás en tu pleno derecho. Gentuza.- dijo Clemente con aplomo- y deberías pasar una temporada en algún sitio tranquilo.

-Si. Estaba pensando en pasar una temporada en Mónaco......-.

-Nada, nada. Ahí está todo lleno de ricachones, tu eres más sencillo.....Ya sabes, donde hay mucho rico fanfarrón, hay mucha policía controlando- sentenció Clemente-. Deberías buscar algo tranquilo, pero que esté a un par de horas de algo con marcha.

-¿Y.....?- dejó caer Salvador.

-Yo te diría que Albacete. A un par de horas de Benidorm. ¿Que quieres marcha?, en dos horas en la Penelope, cubata de ron, y a bailar. Plagao de inglesas, se les reconoce por dos cosas, pelo en el sobaco, y suelen ir muy borrachas. No te extrañe que en una noche ligues con dos o tres. O con tres a la vez......Yo soy fiel y nunca lo haría, pero tu estás libre, joder. Y puede que alguna sueca te eche el guante, canela fina, esas no se cortan en la coyunda, eso dicen, y le pegan al vodka ruso que da gusto. ¡Eh!, y no descartes el producto nacional. Mujeres hechas y derechas, de fundamento, conforme a ley. Y si te toca una un poco bruta, te hará ver las estrellas, y además son muy de cerveza y regüeldo. Y ya sabes lo que yo digo, los de cerveza son de fiar. Ahora, si le ponen gaseosa, alejate.

-¿Albacete dices?-.

-Si. Comerás de lujo....atascaburras, pisto manchego, ajo mataero, migas ruleras.....puede ser menos refinado que el caviar, pero te chupas los dedos.....

-Le diré a Ernesto que se mueva y busque algo.......además es un lugar discreto, ¿no?...-.

Si, si. A ver. Hay otros sitios “sosegaos”, Zamora, Teruel, Badajoz, pero más alejaos de la marcha. Alguna fiesta de pueblo.....pero si eres forastero, olvidate de mirar a las paisanas, o te pondrán la cara como cuando te quitaron las vendas, o te tirarán a un barranco o al pilón. No conviene molestar, que allí no vale que Ernesto saque la pistola, ellos sacan la escopeta, la guadaña y la hoz y estás jodido. Y si sales corriendo, una buena pedrada en la cabeza. Mejor lo que yo te digo. Y a dos horas de Madrid.

-Okay amigo-.

-Y te pasas por mis bares y tendrás todo pagado. Cerveza fría, helada, boquerones, ensaladilla rusa, y ahora croquetas de calamar y de gambas.


Entró Mónica en la habitación. Salvador estaba sentado en la butaca que usaba Catalina Grantomat, y Clemente estaba mirando por la ventana. El camisón que llevaba dejaba su espalda y el culo al aire y fue lo primero que vio la médico americana.

-Señores, todo va estupendamente. En unos pocos días podrán marcharse a vivir sus nuevas vidas. Alguien vendrá a ponerles al corriente de los trámites pendientes y podrán volver con los suyos-.

-Yo tendré que volver a San Francisco. Tengo allí mis cosas. Y me gustaría saludar al doctor Buttuk....-.

-Me temo que eso no será posible, señor Clemente-.

-¿Y eso?, ¿está de viaje?-.

-Es complicado de explicar.......-.

-Empiece. Tengo tiempo y me come la curiosidad....-.

-Le cuento. Al menos le cuento lo que sucedió hace unos veinte días......-.



Continuará.
Era tan bello el instante, que para detenerlo, sólo quedaba una opción.......el silencio.
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por Antonio1968 »

Formidable Pate, de los mejores que has publicado
Con el tiempo un verdadero motero conoce la diferencia entre saber el camino y respetar el camino. ...
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albacete
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por albacete »

:plas: :plas: :plas: Cada vez me dejas con la boca abierta. :o
:= := mas , mas. :D :XX:
NO DEJES PARA MAÑANA LO QUE PUEDAS RODAR Hoy-

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alapues
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por alapues »

:popcorn: :popcorn: :popcorn:



Si hay que ir, se vá.....!

He rodado en el Jarama, subido Stelvio, buceado en el Thistlegorm y con tiburones, y ahora......
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por anibalga »

:plas: :plas: :plas:
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por pate »

CAPÍTULO CUATRIGÉSIMO CUARTO

“Increíble”


Tercera parte



El clima extremadamente tormentoso invitó a Stephanie “Scandal” Petersen a recortar el tiempo que iba a dedicar a visitar a su querido amigo de aventuras de semanas atrás. Estaba internado en una afamada clínica de Palo Alto para someterse a una intervención médica que le permitiera volver a tener un físico acorde a los cánones actuales de belleza y alejarse a pasos agigantados de la estética Rubeniana.

Había llegado en el momento preciso en que acababan de informarle de que su operación se cancelaba por una urgencia. La mujer china estaba fuera de sí, ya que le exigía al enfermero que retornase al quirófano asignado y este se negaba a desobedecer ordenes de sus nuevos jefes.

-No puedo contradecir a mis superiores. Obvio....-decía.

La mujer alta y delgada, de pechos generosos, de nariz puntiaguda, ojos verdes, graciosas pecas y dientes blancos, fue un bálsamo y puso paz en el conflicto. Abrazó a la mujer asiática y también al chico grueso y tras una breve conversación intrascendente se dirigió a la salida. Un fuerte trueno sonó en el exterior, donde la lluvia torrencial arreciaba de manera insistente. Una limusina le aguardaba en las puertas junto a la inmensa cristalera de cuatro pisos de altura. La estatua de la diosa Panacea “vigilaba” la escena. Un empleado de la rica mujer salió a su encuentro con un gran paraguas negro serigrafiado con dos enormes “R” entrelazadas y la condujo al Rolls Royce.

En el interior del coche, todo aquel espectáculo multicolor y de sensaciones que les envolvía mientras se alejaban ajenos a las inclemencias le recordó a la mujer de ojos verdes, dientes blancos, graciosas pecas y nariz respingona, lo vivido semanas antes con aquel extraordinario extranjero del cual no había ni un rastro. Estaría sin lugar a dudas a miles de millas de allí, quizás a bordo de un velero surcando las frías aguas de Cabo Esperanza, o escalando volcanes activos, o atravesando planicies desérticas sin apenas agua, viviendo desnudo en el Amazonas o donde fuera, pero sin duda, rompiendo corazones y siendo objeto de deseo de cientos de mujeres ávidas de hombres de verdad.

Su rostro de nuevo entristeció. Le añoraba.


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No muy lejos de allí un equipo de cinco cirujanos y asistentes se hacían cargo de dos pacientes ingresados simultáneamente en el mismo quirofano.

Sin demora uno de ellos tomó un bisturí y rebañó la oreja derecha del Doctor Buttuk con la precisión de un orfebre. Entretanto otro miembro del staff preparó la zona donde iba a ser implantada en el cuerpo de Clemente. Microcirugía de precisión.

-Maldito cabrón desorejado- dijo el primero de ellos- púdrete sin tu oreja.

Al cabo de media hora y tras unas breves faltas de energía eléctrica que hizo temer por la vida de los pacientes, la operación avanzaba a buen ritmo. Poco después llevarían al doctor Buttuk a una sala del sótano hasta recuperarlo, no convenía que el resto de empleados del hospital lo vieran por allí, al contrario que Clemente que sería exhibido convenientemente para certificar que el “doctor Buttuk” seguía entre ellos y que terminaba de darse un retoque en los pabellones auditivos para mejorar su aspecto. Algo nada extraño para los ya muy acostumbrados empleados que sabían del carácter caprichoso del médico y de su adicción a mejorar su aspecto.

El plan consistía en hacer ver que Clemente era el doctor, coger al verdadero doctor y hacerlo desaparecer, para lo cual ya estaba apalabrada una picadora industrial en una empresa de alimentos procesados, y que el cuerpo pasara a formar parte de un surtido de salchichas y con el paso de un par de semanas “empaquetar” a Clemente vía Madrid, con su verdadera identidad, y su nuevo y mejorado aspecto y luego comunicar que el doctor Buttuk, que ya formaría parte de una dieta a todas luces inapropiada, había cedido la propiedad del negocio a los interesados y que se retiraba como eremita a las estribaciones del Nanga Parbat en Pakistán para dedicar su vida a la oración y a la soledad.

Muchas cosas podían salir mal. Y salieron. Pero de algún modo no poder cumplir los planes del siniestro clan de médicos, facilitó mucho las cosas.



XXXXXXXXXXXXXXXXXXXX



-¡¡Maldita sea, Joe!!, trata de estabilizar el aparato- dijo uno de los componentes de la tripulación del helicóptero que trasladaba a los Cohen al hospital.

-¿Y que crees que intento?- contestó en medio de la peor tempestad de los últimos años en la zona de San Francisco, el piloto del aparato.

Era tan negro le cielo que parecía de noche. La aeronave se sacudía violentamente, estaba envuelta en medio de un vendaval y el abundante aparato eléctrico les rodeaba. En el interior los miembros de la tripulación rezaban en silencio, al menos los creyentes, y el resto permanecía callado. El señor Cohen seguía mirando a su esposa y no podía dejar de preguntarse el motivo de aquellos horribles pantalones y cual era el motivo de que su esposa estuviera rascandose con verdadera intensidad su entrepierna. Claro que desconocía que la abundante fauna de piojos y chinches que antes habitaban en el mugriento pantalón, se habían mudado a las peludas ingles de la mujer.

En cambio su mujer dormitaba ajena al desastre inminente. Había pasado de ser protagonista de un cuadro de Turner, “La Tempestad” a ser protagonista en femenino del cuadro del “El Borracho de Zarautz” de Sorolla. Y aquellos picores eran insoportables.

Un rayo alcanzó al aparato en el momento justo en que se divisaba en medio de la tempestad el helipuerto del complejo médico. Los relojes e indicadores del mismo empezaron a girar sin control. Un ruido ensordecedor se apoderó del interior a modo de pitido intenso. Era de suponer que aquel aviso debía dar tiempo a los tripulantes a prepararse para un impacto inminente, pero la creencia generalizada era que servía como timbre de acceso a una buena fosa de un cementerio cualquiera.

-¡¡Joe, por Dios, haz algo!!-

-Nos estrellamos, ¡¡Mayday, Mayday!!.....- fue su respuesta.



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Al Manzini y su equipo llegaron a la entrada principal del edificio. Un Rolls Royce en el que viajaba una chica delgada de nariz puntiaguda, dientes blancos, pecas graciosas y unos preciosos y tristes ojos verdes, acababa de dejar el lugar.

-Vzzotosss, ird azzzia vlosss zotannos. Ezzz muysszz pozibllleee que ezteayyii el fujjitiizzzbo. Tenezzd cuidzzado. Yozzz iddre con lzel Goberzznazddor.

Jennifer y Alí se encaminaron pistola en mano hacia los sótanos. Sin lugar a dudas sería el lugar ideal donde esconderse para perpetrar el ataque en el momento preciso. Los clientes de la clínica no necesitaban ver correr a dos tipos luciendo pistola y placa. Bastante tenían con la furia desatada de la naturaleza como para preocuparse de otras historias.

Una mujer china con bastante mala leche empujaba una silla de ruedas donde un chico obeso trataba de calmarla. Le seguía de cerca un enfermero que trataba de impedir que la mujer, fuera de si, guiara sin rumbo definido el artilugio. Para desesperación del muchacho, en su loca carrera, la china introdujo al pobre infeliz que transportaba a la zona del buffet del restaurante. Platos llenos de manjares se toparon con la mirada del gordo. Filetes de vaca, codillo de cerdo con choucrute, huevos benedictine, lasagnas de atún, puré de calabaza con jamón asado, montañas de fuentes de maíz asado y de guisantes, perritos calientes chorreantes de grasa, bandejas de tarta de queso con arándanos, bizcocho de zanahoria con topping de queso fresco, y pudding de vainilla y fresas.

-¡¡No, no,no!! te lo prohíbo......¡no!- gritó la china, a la vez que de una manera incomprensible el hasta ahora chico inmóvil que transportaba en la silla de ruedas se tiró de cabeza a un bol de ensalada de patatas con salsa de aceitunas y cebollino.

-¡Obvio!- espetó el enfermero con acento texano- era obvio.....

Jenny y Alí accedieron al sótano donde se percataron que el vigilante no estaba en su puesto. Según su información, nunca solía abandonar su puesto de trabajo. Estaba siempre dormido, excepto cuando alguien acudía al interior. Conocían todo sobre él. Era su trabajo. Incluso sabían del segundo embarazo gemelar de su mujer, cosa que el matrimonio aún desconocía. Por algo eran el mejor servicio secreto, de la mejor nación del mundo. Sabían todo de todos. O casi. El escurridizo asesino era un autentico misterio, y una mancha en el historial del cuerpo.

Con sigilo fueron reconociendo las estancias. En una de ellas encontraron al vigilante sangrando por una brecha de la frente. Estaba medio groggi y desorientado. Tan solo pudo hacerles un gesto señalando un cuarto contiguo, mientras se incorporaba y salía renqueando hacia su garita.

Alí y Jennifer amartillaron sus pistolas y de una patada certera abrieron la puerta de la estancia donde esperaban encontrar al bandido. Y se toparon con un tipo alto, con el labio superior irritado rebuscando entre un montón de bombonas de gas desperdigadas.

-¡Alto!. Levante las manos y deje eso en el suelo-.

Amos Van Cleef siguió las ordenes al pie de la letra. Conocía que aquella gente era de los que no se andaban con tonterías y si no levantaba las manos y dejaba caer la bombona, a buen seguro que nunca jamás tocaría ninguna de sus acordeones.

Al caer la bombona se oyó un “ssssssshhhhhhhhhhhh” que sin duda provenía de la llave de paso que se había abierto. Un agradable olor a heno se apoderó del lugar y daban ganas de aspirar fuertemente. Amos al ser consciente de que aquello les llevaría de la mano al tanatorio, no pudo reprimir las ganas de agacharse y cerrar la llave de aquella maldita bombona que llevaba largo rato buscando, y tal y como predijo, desobedecer a aquellos agentes desembocaría en una lluvia de balas.

El cuerpo acribillado de Amos Van Cleef yacía en el suelo.

-Debe ser algún tipo de ambientador- dijo Jeniifer enfundando su Colt.

-Seguro. Ya sabes, en estos sitios de élite cuidan hasta los mínimos detalles- contestó Alí-. Y además huele muy bien, me recuerda a mi infancia......

-Seguro. Seguro que en el desierto cortabais mucha hierba.....- dijo con sorna Jenny.

Estaban condenados a muerte. A dosis pequeñas el gas venenoso tardaba varias horas en hacer efecto y causar la muerte por asfixia, en las dosis por ellos ingeridas, sus expectativas de futuro no iban más allá de quince minutos.



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Un miembro del equipo trasladaba la camilla del doctor Buttuk hacia el lugar elegido para esconderle antes de formar parte de un lote de Bratwurst con destino a un Grill de la Florida. Un corte de luz impidió que usaran el ascensor y tuviera que ser trasladado por la recepción del hospital. No era lo ideal para pasar desapercibidos, pero si procuraban tapar con unas gasas y unas toallas la mutilada cara del doctor Buttuk, nadie se percataría de ello.

De la misma manera, Clemente y su renovado aspecto, tuvo que ser desviado hacia un lugar discreto. A pulso bajaron la camilla por las escaleras hasta las cámaras de producto fresco de las cocinas. Lo introdujeron en la que guardaba las langostas de Maine. Dos de los usurpadores se quedaron montando guardia y sacando a Clemente cada media hora para evitar que muriera congelado. Esperarían el momento oportuno cuando el verdadero doctor estuviese siendo molido junto a pedazos de otros cerdos y multitud de especias y cebolla y ajo, para llevarlo a su habitación, recuperarlo con todos los honores, hacer que la señorita Sullivan lo pudiera ver para certificar que estaba allí, hasta poder embarcarlo en un Jumbo de la Pan Am rumbo a España.


-¿Y España está muy lejos de México?- preguntó uno de los guardianes al otro.

-¡Claro que si!. Está junto a Chile, frontera con Panamá, creo- afirmó el otro.

-Aha. Tiene lógica-.


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Las aspas del helicóptero colisionaron con un inmenso depósito de agua en la azotea izquierda del complejo. El colapso de veinte mil litros de agua se vertió directamente contra el cuadro eléctrico principal del edificio, lo que provocó un apagón generalizado. Algunas personas que estaban en las inmediaciones de algún enchufe sufrieron una desagradable sacudida, y una empleada de las cocinas que estaba haciendo zumo de piña murió electrocutada al instante. Sus compañeras encontraron su cadáver humeante y con el pelo rizado.

-¡Con la envidia que me daba su pelo tan liso!- dijo una afroamericana.

-Nunca estamos contentos con lo que tenemos...-.

-Sobre todo tu, que eres calva......¡dios la bendiga!. Era una buena mujer. Me dan pena sus cinco hijos........ahora también sin madre........El padre murió en la Surprise......era camarero.....¡que tragedia!.


El helicóptero cayó girando como una peonza hacia la entrada principal. En su loca carrera un reguero de queroseno regaba todo a su paso. Afortunadamente la incesante y torrencial lluvia actuaba de extintor de lo que hubiera sido una bonita hoguera de millones de dólares.

Un segundo antes de terminar la caída la cola del aparato golpeó la cabeza de la estatua de Panacea que salió despedida a gran velocidad para terminar incrustada en un Oldsmobile, y luego chocó contra la enorme cristalera del edificio principal.

El impacto de la cola del helicóptero no supuso un daño grave en la estructura que retembló un poco, pero contribuyó a que el gran SUV de Al Manzini si saliese catapultado contra la viga central, que era la espina dorsal de la misma.

Se oyó un leve quejido, un chirriar metálico, que pasó ser un sonido lastimero pero pronunciado. Una de las moles de cristal que sujetaba, se desprendió y cayó sobre el negro coche oficial. El gran peso y la superficie cortante convirtió al GMC en dos coches de la mitad de tamaño.

Dentro, Al Manzini que limpiaba sus caros zapatos de ante sentado en un banco de recepción, primero oyó el rugido de la turbina de la aeronave, luego puesto en pie observó como Panacea perdía la cabeza, y como su coche era lanzado contra la fachada. Zapato en mano, pero a cámara lenta vio como un enfermero que atravesaba el hall con una camilla que transportaba un enfermo con la cara tapada, se detenía a actuar de espectador de lo que sucedía.

Sus dotes de investigador de culo pelado, le indicaron que algo raro ocultaba aquella camilla. De un salto, descalzo se acercó a la camilla. Desenfundó su arma, la misma que acabó con la vida de aquel perro, y simultaneamente destapó la cara del enfermo. Tuvo tiempo de ver unos segundos la cara del individuo. Era exacto a los retratos robot de los expertos a indicaciones de los testigos. Indicaciones siempre vagas que hablaban de un rostro impersonal y fácil de olvidar. Y certificó que carecía de oreja. Lo tenía. Lo tenía. “Al, por fin lo tienes”, se dijo antes de que toda la ingente masa de cristal y acero se colapsara y se viniera abajo en una caída estruendosa acompañada por el trueno mayor que se recordara en la ciudad.

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Una furgoneta cargada con carne y con la camilla de Clemente salía por la parte trasera del recinto hospitalario a toda velocidad. Florencio sabía que todos sus planes se habían desbaratado, pero era ágil y resolutivo. Mónica se dirigía hacia un aeródromo de las afueras y solicitaba a un paciente que recién acababa de abandonar la Clínica tras una intervención total de rostro, y que se dirigía a una casa de reposo concertada en el Caribe, que les dejara viajar con ellos a otro paciente vip, y a ella misma, en el avión bimotor de su propiedad. Avión que además gozaba de inmunidad diplomática.

No hubo inconveniente. Esperarían a que llegara el otro paciente y a que las condiciones atmosféricas permitieran el vuelo. Contribuyó de manera decisiva en la decisión el hecho de que Ernesto, que era el guardaespaldas del operado, y la doctora hubiesen tenido encuentros tórridos dentro y fuera de la clínica en el periodo de recuperación del señor Salvador. Aunque bien sabía que ese no era su nombre real. Ni siquiera él se llamaba Ernesto, pero poco importaban los detalles en este tipo de trabajos confidenciales.

Al llegar la furgoneta con Clemente a bordo completamente sedado y francamente frío, fue introducido en uno de los asientos. A su lado se acomodó Salvador que tenía el rostro absolutamente vendado y que no veía nada en absoluto, y a los mandos del aparato Ernesto y a su derecha Mónica. El resto del espacio, lo ocupaban docenas de maletas y de bolsas de golf de gran tamaño.



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Comenzaba a despuntar algún rayo de sol. La lluvia había cesado. De los desagües cercanos caía el agua con fuerza. Balsas de agua inundaban el parking, donde un señor con pintas de dentista, se lamentaba de los daños causados en su coche por la cabeza de piedra de una estatua. Un agente de los centenares que habían acudido al lugar tomaba notas de lo sucedido y asentía con la cabeza. En realidad el hombre era un director de cine que visitaba a una de las actrices de moda que se había realizado una mamoplastia y ahora de pronto se había convertido en indeseado peatón al perder su Cutlass Supreme del 83.

-No puedo caminar. Los juanetes me matan y tengo las uñas encarnadas. Por Dios, esto es inhumano-.

Los bomberos se afanaban en limpiar de la mejor manera posible los accesos a la Clínica. Esperaban una enorme grúa que retirara los restos del helicóptero, de donde milagrosamente habían salido indemnes todos los tripulantes y ocupantes. Incluso la señora Cohen había sufrido los benefactores resultados de ser empapada con el queroseno, que terminaron con la existencia de todos los parásitos que en ella moraban.

El señor Cohen lloraba desconsolado. Nunca un avión ni un barco. Y cuando se restableciera, ni siquiera un coche, regresaría a casa caminando. A pesar de vivir a decenas de millas de allí.

Un enorme camión del ejercito tiraba con un winch de una de las partes del vehículo de Al Manzini, para dejar lo más expedita posible la entrada.

El mismo Al Manzini estaba siendo atendido de múltiples golpes y cortes en las plantas de los pies. Al ver caer la cristalera hacia el interior de la recepción, su entrenamiento de fuerzas especiales, le impulsó a buscar cobijo debajo de la camilla del asesino. Ese acto le salvó la vida. No podía decir lo mismo una de las recepcionistas, que debido a su sobrepeso exigido, no pudo sacar sus posaderas de la silla en la estaba sentada y no pudo adquirir la velocidad necesaria para esquivar la enorme viga que sostenía parte de los enormes vidrios del edificio. Cruel pero grotesco, su cuerpo aparecía aplastado debajo de la viga, y los brazos y las piernas en forma de aspa sobresalían por los costados.

El cuerpo del fugitivo seguía en la camilla, o en lo que quedaba de ella. Estaba horriblemente mutilado por cientos de pedazos del quebradizo cristal. Prácticamente la cara había desaparecido. Días mas adelante los forenses militares la reconstruyeron y certificaron la declaración del único hombre que había sido testigo de que el tipo aquel era la persona buscada, Al Manzini. También encontraron en el interior del reventado cuerpo del bandido un zapato de ante italiano de origen desconocido.

Al Manzini tardó varios días en recobrar el ánimo suficiente para declarar. Juró y perjuró que el hombre que había visto era el fugitivo. Los superiores le informaron que aquel hombre era el doctor Buttuk. Estaba constatado plenamente. Infinidad de fotos del individuo lo confirmaban. Y los exámenes biológicos también.

Era compatible con los atroces ataques que se le atribuían sus continuas ausencias de su negocio. Decía trasladarse a algún lugar de México para descansar. Había constancia de que así era. Pero las autoridades locales no tenían ningún motivo para investigar a todos los aprendices de gigolos que veraneaban en Puerto Vallarta y nadie podía descartar que una vez allí, aquel individuo fuese a perpetrar cualquiera de los actos terroristas atribuidos, o recibir entrenamiento militar.

No encontraban conexión entre un individuo alto que usó bigote postizo y gafas de pega que murió a manos de sus dos agentes más cercanos. Desgraciadamente ambos también murieron envenenados y no podían declarar nada. Cabía la posibilidad de que actuara como cómplice, aunque se barajaba como posibilidad mas acertada que fuese un suministrador de armas y explosivos.

Se le siguió el rastro y se averiguó que era un hombre solitario, con una amistad a todas luces interesada con el hijo del Gobernador, coleccionista de acordeones, y de coches y de disfraces, y se supo que en su antiguo ejercicio pastoral había incitado a la prostitución al menos a una menor. Esta mujer era ahora la primera dama en ocupar un alto cargo en su país. Los contactos de su trabajo como meretriz le habían aupado a puestos de responsabilidad junto al resto de borrachos, violadores, asesinos, ladrones, banqueros y jueces que ahora dirigían su país.

Saber que este individuo responsable de la muerte de dos agentes conocía de largo a Raymond, el hijo del Gobernador, hacía sospechar que todo el cúmulo de actos terroristas llevaba años preparándose. Lamentablemente el individuo tenía en su poder uno de los pocos ordenadores portátiles del mercado, inequívocamente otra muestra de la sofisticación del trabajo, pero se había frito al estar conectado a la red en el momento de la gran descarga eléctrica del edificio.

Un guarda jurado estaba siendo atendido de un fuerte golpe en la cabeza. Era considerado un héroe al poner su vida en riesgo para salvar la de docenas de ciudadanos. El Gobernador que estaba dando una declaración informal en las puertas, o lo que quedaba de ellas, de la Clínica lo quería para su escolta personal. Y también le daría la medalla de honor del Estado y sería tratado con los máximos privilegios.

-Me gustaría tener un Chrysler Voyager.....tengo dos hijos....necesito espacio-.
-Pronto serán cuatro.....-dijo alguien del servicio secreto.

-¿Cuatro Chrysler?.....-.

-No, no, cuatro niños....-.

-¿Y usted que sabe?-.

-Lo sabemos todo hijo....todo....tendrá su Voyager, pero no pregunte....-.

Estas palabras no se oyeron con claridad, ya que un avión bimotor sobrevolaba el escenario del desastre rumbo al Caribe.

Todo el jaleo había estresado sobremanera al chico gordo que tras dar cuenta de la fuente de ensalada de patata, estaba ahora sentado en el suelo con una fuente de pavo relleno de ciruelas y una gran botella de 7Up a su lado. La china se conformaba con una zanahoria cruda y el enfermero se lamentaba de que no hubiera un buen asado tejano.



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Dos pisos más arriba, Florencio informaba a Pepi de la intervención de Clemente. Se hizo pasar por el doctor Buttuk y le dijo que todo iba fenomenal. Que era un paciente modelo, que la operación había sido un éxito y que para una mejor y pronta recuperación habían decidido trasladarlo a un lugar más tranquilo, alejado de la gran ciudad.

Le informaría regularmente de su estado, que no debía presentar ningún problema relevante. Que obviamente no se podía poner al aparato, que era mejor dejar descansar el pabellón auditivo. Y que en tres o cuatro semanas lo tendría de vuelta allí, con un aspecto claramente mejorado en todos sus matices.

Pepi sollozaba.

-¡Ay Nancy!. Todo ha ido bien. Que alegría. Tengo ganas de que vuelva.

-Enseguida cariño.....shhhhh, shhhhhh, no llores. Enseguida. La verdad es que se necesita un hombre. Y él es un hombre de verdad. Ya está....ya está......no llores.

Y el bebé soltó una patadita en el interior del vientre de Pepi.
Era tan bello el instante, que para detenerlo, sólo quedaba una opción.......el silencio.
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Antonio1968
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por Antonio1968 »

Muy bueno
Con el tiempo un verdadero motero conoce la diferencia entre saber el camino y respetar el camino. ...
anibalga
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por anibalga »

8-) Eres un fenómeno 8-)
pate
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por pate »

CAPÍTULO CUATRIGÉSIMO QUINTO


Caribe, consejos y carreras. Parte l.



-Hermanos........abramos el libro por la página 67 y leámos el Salmo 46, del 1 al 3........-dijo con tono solemne el párroco, un hombre muy bajo y con sobrepeso manifiesto, que sudaba abundantemente.....


“Dios es nuestro amparo y fortaleza,

Nuestro pronto auxilio en las tribulaciones.

Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida,

Y se traspasen los montes al corazón del mar;

Aunque bramen y se turben sus aguas,

Y tiemblen los montes a causa de su braveza.”


-¡Amén!- contestaron los feligreses que todavía permanecían despiertos.



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Pasados veinte días desde la captura fortuita del terrorista, Al Manzini había comenzado a comer con cierta normalidad. Su boca ya no era un catálogo de heridas y abrasiones, y su esófago, bastante acostumbrado a lidiar con comidas repletas de picante, ya admitía sin demasiadas protestas comida sólida.

Las pruebas que se la habían practicado al cadáver recuperado, entre otros muchos, de los escombros de la cristalera principal del edificio, no eran determinantes, por eso la palabra del agente Manzini si lo era. Se había probado que las reiteradas ausencias del doctor, coincidían con algunos de los atentados o hechos luctuosos presuntamente fortuitos de las últimas semanas. No obstante en algunos otros, se tenía la certeza de que el doctor Buttuk no había participado.

Cuando el juez Reginald Bronston sufrió el ataque que posteriormente terminaría con su vida y con unos violentos conflictos raciales, el médico se encontraba recibiendo un premio a su dilatada carrera profesional por parte de del gremio de fabricantes de prótesis mamarias a tres mil kilómetros de distancia.

Como era costumbre en los servicios secretos de cualquier país, cuando algo parecido sucedía, o bien se buscaba un chivo expiatorio, o bien se clasificaba el informe y se guardaba de miradas ajenas durante décadas, para evitar responsabilidades y preguntas incómodas. Si algún medio de comunicación recalcitrante insistía en su investigación, era probable que alguno de sus redactores sufriera un accidente, o que las rotativas del periódico se vieran envueltas en una huelga salvaje inesperada o terminaran destruidas por un siniestro.

A petición del Gobernador, Al Manzini, recibió de manos George P. Shultz. Vicesecretario de Estado, la medalla de honor del Congreso. A pesar de tener serias dudas en cuanto a la resolución del caso, dudas más que razonables, Al Manzini pensó de modo práctico. Se jubilaría inmediatamente, con honores, con una paga considerable y dormiría a pierna suelta. Además gozaría del reconocimiento de sus aborrecibles vecinos y se vería colmado de invitaciones y agasajos. No dejaba de ser consciente que esos favores caducaban al poco tiempo ya que la memoria es muy corta en hechos meritorios y persistente en sucesos antisociales.

En el discurso de agradecimiento, Al recordó a sus colaboradores fallecidos envenenados, como “dos valladares inexpugnables, o casi, al servicio de su país, abnegados, resolutivos, inteligentes y comprometidos con la paz mundial y en hacer de los Estados Unidos un lugar mejor para nuestros hijos y la comunidad”, derramó unas lágrimas producto de la alergia que le provocaba un enorme ramo de peonías que tenía justo delante del estrado, y conmovió al auditorio repleto de nombres importantes del gobierno del Estado y de la Nación, alguno de los cuales uso disimuladamente el pañuelo para enjuagarse lágrimas de tristeza.

En cuanto hubo terminado el acto, se dirigió en busca de un teléfono para reactivar la compra del barco y se compró un nuevo par de zapatos de ante italianos, ya que uno de los que ya tuvo , desaparecido el día de la tormenta, estaba guardado como prueba en una bolsa de plástico, dentro de una caja de cartón, en la inmensidad de una estantería y convenientemente etiquetado como “alto secreto”, en un gigantesco almacén de un lugar perdido.

Un vuelo lo acercaría a Tampa, y de allí a su retiro soñado. Nada ni nadie pondría un sólo obstáculo al final que se merecía. Jornadas inacabables de pesca con abundantes cervezas, bocadillos enormes de pastrami y noches de lujuria en tugurios de ambiente de la zona.

Nada ni nadie.



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Las explicaciones, todas absolutamente distorsionadas que Mónica había dado a Clemente, y que se prolongaron durante horas, consiguieron que éste diera alguna cabezada en algún momento, perdiéndose parte de las mentiras que la médico le estaba contando.


-........y ahora el doctor, que ha decidido dar un nuevo sentido a su vida, se encuentra en un lugar remoto de Pakistán, meditando, ayudando como siempre al desamparado...........difícilmente alguien podrá volver a verlo- decía la mujer mientras Clemente despertaba de un duermevela, en donde se preguntaba como los gusanos de seda eran capaces de engullir tal cantidad de hojas de morera y no explotar en el intento.

-.........ahora, la clínica, está siendo remodelada; los nuevos propietarios, entre los cuales me encuentro, hemos decidido darle un nuevo aire más chic.............- y Clemente ahora se debatía entre si era más arriesgado limpiar unas letrinas en un campo militar, o atravesar un campo minado completamente borracho.

-Por cierto, hice llegar su equipaje que estaba en un hotel de la ciudad, para que no tenga que molestarse en ir a recogerlo. Lo tiene guardado en el armario, junto al equipaje de su compañero Salvador, que también nos abandonara en breve. En tres días, podrá regresar a su país. Tengo todo preparado. Su oreja está estupendamente, le convendría tomar el sol, eso provocaría una mejor cicatrización, y que la piel se igualara en color y aspecto al resto del rostro- añadió la galena-, debería salir y callejear. Es un lugar encantador, muy pintoresco. Cuando llegue el momento de partir, volará a Florida, y de allí directamente a Madrid. Después será cosa suya llegar a casa si quiere, ahora es usted un galán, jajajaja.......-.

No pudo contarle, ya que lo ignoraba, que sus amigos del pequeño hotel Frienship, los Stewart, habían sido bendecidos con un magnifico golpe de suerte. Días después de la catástrofe del Surprise, está se puso en venta. Los hermanos Baldomero y Lincoln, se hicieron con la propiedad del mismo, por un precio de auténtica ganga, con intención de explotarlo como lugar de encuentro cultural y deportivo. Creían que la ciudad necesitaba de un gimnasio donde poder relacionarse y donde poder tomar refrescantes baños en piscinas de hielo y sudar en saunas y jacuzzis, mientras en salas anexas eruditos conferenciantes ilustrarían a una nutrida audiencia sobre temas de actualidad, del estilo “La depilación de cera en la zona inguinal, ¿mito o realidad?” o “¿Influyó Mark Twain en la era dorada del mostacho poblado?”.

Los peritos del seguro certificaron que el edificio se encontraba en perfectas condiciones y lo tasaron al alza convencidos de que la zona, ahora suburbial, sería con el tiempo de alto standing. La póliza, asimismo, sería escandalosamente cara y los beneficios para su compañía exponenciales.

Una semana más tarde los cimientos, que eran de madera, parcialmente sumergidos en el mar, y que no fueron inspeccionados, no soportaron las tensiones de las obras de desescombro, y precipitaron todo el edificio al mar. Afortunadamente sucedió de noche y no había nadie en el interior, exceptuando un grupo mendigos que buscaba colillas y botellas de alcohol en las ruinas del garito.

El desplome causo cierta alarma en la ciudad, ya asustada del siniestro, y volcó una inmensa barcaza de basura que fue víctima del oleaje del mismo. Se tardó varias semanas en limpiar la bahía de toneladas de desperdicios, el mismo tiempo en que los hermanos Stewart tardaron en cobrar la póliza del seguro que les hizo millonarios al instante. Habían multiplicado por cien, la inversión realizada y ahora pensaban en mudarse a Malibú.

Una vez hubo terminado la exposición ficticia de los acontecimientos, Mónica se fue a dar un paseo, o eso dijo, ya que su ausencia coincidió con la de Ernesto y Clemente consideró la propuesta de la doctora de visitar la pequeña ciudad y tomar el aire.

De su bolso de viaje sacó la ropa y comprobó con espanto que le quedaba enorme. Cogió un par de billetes de diez dólares y mandó a Catalina Grantomat a comprarle algo de su talla para poder salir. Una hora más tarde la negra parsimoniosa regresó con unas bermudas de color claro, un bañador muy colorido con estampado de tucanes y palmeras, y un par de camisetas de tirantes de color marrón oscuro. También añadió unas chancletas de goma y un bote de bronceador Piz Buin. En el bolsillo guardó un par de puros habanos y quiso devolver el dinero que había sobrado, pero Clemente se negó a aceptarlo “el dinero y los cojones, para las ocasiones”, y se fue al baño con intención de ponerse el conjunto que consideró más apropiado. El bañador y una camiseta, y las chanclas que dejaban ver unas uñas necesitadas de un buen recorte, tipo poda otoñal.

Cuando atravesó el umbral de la puerta principal, el sol le dio de lleno. Su cara que ya empezaba a recuperar el bigote, agradeció el benefactor influjo de sus rayos. La oreja recibió sus primeros efectos y se podría pensar que de algún modo se hizo notar en forma de picores. No lucía su pelo largo habitual pero era algo de agradecer, la temperatura era alta, alrededor de treinta grados centigrados, y precisaba de mucha comodidad y pocas parafernalias.

Se sorprendió al ver que la mayor parte de los habitantes de aquel sitio eran extranjeros. También eran extranjeros la cantidad considerable de turistas que deambulaban por las calles estrechas, con casas bajas, como mucho tres alturas, de variados colores. En los bajos de los edificios, multitud de negocios destinados a la venta de cualquier cosa inútil que se pudiera necesitar, desde abanicos de plástico, bidones de metal, sartenes, o pulseras de mil colores fabricadas con hilos de algodón. Puestos de venta de carne, que estaba expuesta debajo de las moscas, o de pescado recién traído del pequeño puerto. Un dentista atendía a sus pacientes en la calle. Era curioso observar como usaba el mismo instrumental para todos los pacientes, no sin antes lavarlo en una lata vieja de Ovomaltine, que contenía agua, que tiempo atrás debió ser cristalina. El matasanos vestía una bata descolorida y fumaba una gran pipa a la vez que estiraba con fuerza para extraer la muela de una pobre anciana que gritaba sordamente a la vez que el hombre apoyaba una de sus rodillas en el pecho de la vieja para poder ser mas contundente. Una vez conseguida su misión, le dio un trago a una botella de ron, y se la pasó a la pobre mujer que se amorró a ella y la dejó vacía.

La bonita escena le dio un ataque de sed feroz a Clemente. La mirada experta de éste descubrió en la lejanía un letrero pintado a mano donde se podía leer “Bar París”. Desde el encuentro extravagante que tuvo con aquellos seres de luz en el desierto, era sorprendente la calidad visual que había recuperado, y pensó que en el fondo todo aquel jaleo de implantarse una oreja, era para poder usar lentes, y ya no las necesitaba. Así era la vida.

Callejeó en dirección al bar y la multitud de personas se movían de un puesto a otro. Puestos de verduras, de fruta fresca, otro donde se practicaba algo que se llamaba “voodoo” y que exponía unos muñecos atravesados por agujas muy peculiares. Una niña de no más de doce años, negra como todos, negra como el tizón, partía cocos y los ofrecía a los turistas blancos y rojos. Rojos de las tremendas quemaduras del sol, y estos a cambio de unas monedas los aceptaban diciendo “Oh, la, la” o “mignonne la petite”.

La calle bajaba en dirección al puerto y era muy larga. Parecía la calle principal y en la parte baja, mas allá del bar, estaba llena de hoteles que ocupaban los edificios mejor restaurados y con mejor aspecto. Las calles aledañas no tenían tanta concurrencia y es donde vivían los aborígenes de aquella isla. La ropa tendía de las cuerdas de una casa a otra, compartiendo espacio con cables de luz y alguna que otra bombilla.

Llegó al umbral de la puerta del bar. Afuera unos hombres jugaban al domino en unas mesas rodeados de sillas cada una diferente a las demás, y bebían ron. Todos vestían prendas frescas raídas por el uso y el sol. La mayor parte usaba sombrero de paja y todos eran absolutamente negros. Fumaban como carreteros grandes puros habanos e inundaban el entorno con el olor fuerte y penetrante del tabaco de calidad. Nadie le prestó atención. No había nada en él que supusiera un riesgo o que necesitase una observación más exhaustiva. Era un turista más, de aspecto normal, si acaso ya bronceado y no quemado, con una cara impersonal, con bigote incipiente y pelo corto, y de haber podido ver, unos dientes con necesidad de mejora.

Era un bar como todos. Al menos como se espera que sea un bar de barrio, un bar del populacho, un bar de vaso de vino, de tercio de cerveza y de tapa de callos. Aunque allí no parecía haber ni callos ni nada por el estilo.

El negro que servía le vio llegar a la barra y tuvo el detalle de pasar un trapo sucio donde se iba a instalar Clemente. Sus dientes blancos deslumbraban y le dijo algo que no pudo entender.

-Yo español. Yo no entiendo extranjero- dijo en tono muy alto y despacio.

-Olé, ¡Viva Donosti!, Butragueño, Barsa........- replicó el tipo.

-Nos vamos a entender. Pon una cerveza, anda- dijo Clemente.

-Une bière, oui. Cergbesa pour el señor.....-.

El botellín de Kronenburg duró poco menos de diez segundos lleno. El profundo chasqueo que siguió a la ingesta fue seguido por un golpe en la mesa que un camarero avezado sabría entender como “ponme otra, ya”. Y aquel tipo era un artista de la barra. Media hora más tarde y diez botellines vacíos después Clemente salía de nuevo a la calle, un poco mareado, pero con la templanza de quien ya ha saboreado los efectos secundarios de una dosis excesiva de alcohol.

La calle seguía fresca, dentro de la alta temperatura ambiental y una brisa llegaba del fondo de la calle con olor a mar. Por una de las bocacalles que cruzó, una moto estuvo a punto de atropellarle. Se tuvo que tirar sobre el capot de un viejo Peugeot 203. Lejos de enfadarse, sintió el impulso de volver a montar en moto. ¿Sería posible alquilar o comprar una moto para visitar la isla?. Aún tenía un enorme fajo de billetes para gastar y regresó al bar.

Salió con la información que necesitaba, y con dos cervezas más en la barriga. Dos calles arriba, seguir por la derecha y a dos minutos, el taller de Benoit Renoir, un excombatiente de Indochina, que se había establecido en la ciudad como mecánico, oficio que ejerció en el ejercito donde era uno de los encargados de la reparación de los motores de los tanques del conflicto.

Clemente entró al local un poco escorado a su lado derecho. El tiempo que hacía que no ingería bebidas de verdad y no agua o zumos, le estaba afectando más de lo imaginado. Nunca antes doce cervezas le habían afectado, y ahora le costaba guardar las compostura.

Al fondo del local, entre cantidad de motores fuera borda desmontados, motos desguazadas, el puzzle de lo que un día fue un Citroën Dyane 6, y varios coches tapados con lonas que parecían en buen estado de conservación, y sentado en una mesa plagada de papeles y periódicos, estaba Benoit Renoir. Una botella de Pastis 51 y una jarra de agua tenían un sitio de honor en el enjambre de porquería acumulada.

Al ver entrar al hombre, le hizo un gesto para que se acercara donde él estaba. Le habló en extranjero, para variar, y al poco ya charlaban los dos en español fluido.

-¿Quiere un vaso de Pastis?- dijo Benoit.

-No, no......-dijo con ímpetu.

-¿No bebe alcohol?- sorprendido de la respuesta, ya que sospechaba que aquel hombre ya había llegado mareado al taller.

-¡Por Dios!, claro que soy bebedor, es más, soy un gran bebedor, pero no tolero bien esa bebida. Si acaso, si no hay otro remedio, soy mas de pacharán. Lo mío es la cerveza, soy especialista, además tengo varias cervecerías en España. Soy un catador excelente, amigo mío........pero ponerle agua a una bebida alcohólica, debería estar penado con cien latigazos....-concluyó Clemente.

Lejos de ofenderse, el señor Renoir, preguntó que se le ofrecía a Clemente.

-Quisiera alquilar una moto. Quiero visitar la isla. Parece un lugar apacible. Voy a estar unos tres días por aquí, antes de regresar a mi país, y ya que soy motorista, prefiero la calma y la paz que otorga el manejo de una moto, además el médico me ha recomendado que le de el aire a mi cara. Quizás pueda ayudarme....-.

-Veamos que podemos hacer......- y se dirigió hacia un patio trasero. Le hizo un gesto para que le siguiera.

Le mostró una pequeña moto descolorida, una Motobecane de 125 cc. No parecía estar en su mejor momento, aunque debajo del oxido puede que hubiera una moto honesta y fiable, pero no le gustó y puso mala cara. Destapó una lona y le dijo que aquello era ideal, una moto económica, dura y capaz de llevarle al fin del mundo sin problemas. Era una Honda Cub de 110 cc.

-¿Acaso me ve cara de pardillo?-.

El francés no acabó de comprender la frase, pero sí supo que no le había gustado la moto, así que no tuvo otra opción que ofrecerle su moto personal. Y así lo hizo. Era una “magnifica” Jawa de 350 cc, como su añorada Ossa Yankee, una bicilíndrica de dos tiempos, con fama de ser sólida y sencilla de reparar. La sonrisa que se dibujó en la cara de Clemente hizo que el precio que tenía pensado el mecánico, subiera un veinte por ciento.

Minutos más tarde Clemente estaba en la calle dispuesto a gozar de las emociones moteras que comenzaba a añorar de manera intensa. La moto humeaba abundantemente, lo que trasladó su recuerdo a las curvas de Penarara, al aullido de los escapes modificados de su Yankee, al aroma inconfundible del aceite quemado y a la ropa impregnada de pequeños puntitos del mismo a modo de tatuaje.

-¡Siempre llegas con la ropa sucia!, no paro de poner lavadoras, parezco una esclava...- decía Pepi, y él no podía menos que sonreir.

-Las motos son así-.


Volvió callejeando hacia el hospital. Necesitó un par de minutos de adaptación a la máquina, al tacto de sus mandos, a la posición de los estribos y sobre todo a reencontrarse con un manillar en el lugar adecuado.

Mónica la aguardaba en recepción.

-¡Buenos días señor Clemente!- dijo con una sonrisa -. Tengo una sorpresa para usted. Ya no necesita estar en la clínica, está usted recuperado. Me he permitido la licencia de reservarle una habitación en ese pequeño hotel que está justo al lado. No se preocupe por nada, la estancia está incluida en la tarifa de su intervención. Estará más cómodo y tienen un jardín con una piscina estupenda. Puede llevar su equipaje caminando.

Clemente esbozó una leve sonrisa. Prefería un hotel con la certeza de que allí siempre había bar y un camarero conocedor de los gustos de los clientes. En los hospitales nunca hay un bar y eso retrasa la recuperación de los pacientes.

Subió a recoger su equipaje.



XXXXXXXXXXXXXX


Un hombre con aspecto huraño, claramente disfrazado de médico, ya que debajo de una bata descolorida comprada minutos antes en la calle a una especie de sacamuelas de opereta, dejaba ver algo similar a un uniforme militar, se disponía a poner en hora un despertador que estaba adosado a unos cartuchos de dinamita.

El armario de aquella habitación vacía, estaba repleto de bolsas y maletas. Abrió una al azar y la encontró llena de ropa arrugada. Camisetas de Los Ramones, de AC/DC, un pantalón atigrado de color rojo y negro y varios andrajos más. Al abrir otra supo que formaba parte del equipaje de la persona que andaba buscando. Estaba repleta de fajos de billetes de cien dólares. Sacó media docena de ellos, guardó uno en el bolsillo de la bata, y cuando se disponía a hacer lo mismo con el resto, oyó las pisadas de alguien que se acercaba. Tuvo que meter precipitadamente los cinco restantes en la primera bolsa, la de la ropa arrugada, y los tapó con una de las camisetas. Introdujo el artefacto en el lugar que ocupaba el dinero, y cerró de nuevo el equipaje.

Los pasos que se acercaban se detuvieron de pronto. Oyó como la persona entablaba conversación con otra y eso le dio tiempo a salir del cuarto. Lo hizo con una tablilla que contenía los informes de Clemente y toda suerte de documentos.

Con disimulo pasó al lado de dos hombres que se abrazaban y que parecían despedirse con palmadas en la espalda.




XXXXXXXXXXXXXX



Clemente se encontró con Salvador en uno de los pasillos. En la breve conversación que tuvieron, se despidieron con cercanía. Su amigo iba en busca de Ernesto para indicarle que debían recoger el equipaje, ya que podían marcharse en dirección a Estados Unidos con el bimotor que aguardaba en el aeropuerto junto a grandes aviones de aerolíneas comerciales.

-Yo también me marcho a un hotel. Ha sido un placer conocerte. Si vas a Albacete no dudes en llamarme. Quedaremos para tomar algo-.

-Así será “amigo”- y se abrazó a Clemente dando fuertes palmadas en la espalda mientras este la agarraba fuertemente de la nuca.

-¡Cagon tó!, que majo eres …..- y Clemente se dirigió a por su equipaje.

Cogió la bolsa negra, salió del hospital, y en poco más de quince minutos hacia su aparición en la recepción del coqueto hotel.

-Señor Guerra- dijo la chica – le hemos reservado una suite con vistas a la piscina.....-.

-¿No tiene con vistas al bar?-.

-Si, claro......una con vistas al bar de la piscina-.

-Perfecto. Es que las piscinas me dan sed.....-.

Ya instalado en su habitación, cosa que le ocupo el tiempo necesario para colocar su bolsa negra dentro del armario, se dirigió al bar de la piscina. Una camarera negra, de nombre Bárbara, le sonrió la verle llegar. Como todo el mundo le habló en extranjero y solo cuando este les decía que era español, se dirigían a él en castellano.

La chica descubrió que al contrario de la mayoría de huéspedes, que eran de origen francés, no era partidario de coktails ni de combinados. Era de cerveza muy fría. De muchas cervezas muy frías. Simple pero efectivo. Nada de rodajas de limón, ni de coco, ni de guindas ni palmeritas de adorno. Vaso frío, un quinto de espuma al servir, y de un trago para adentro.

En otro extremo de la barra un hombre con cara triste pidió un té con limón. La camarera se lo sirvió al instante.

-Aquí tiene su té, señor Vázquez-.

-¡Anda!, ¿no será usted español?- preguntó Clemente.

-No, no- contestó en un más que aceptable castellano, que no disimulaba su acento inglés.

Al poco ambos hombres se encontraban codo con codo en la barra. Allí el hombre se presentó de manera formal.

-Me llamo Pluto Vázquez-.

-Clemente Guerra. Para servirle. ¿Que hace bebiendo eso?, le invito a una cerveza-.

-Ni hablar-. Dijo el hombre triste.

Y pasó a contarle a Clemente su pequeña historia. Había acudido a la isla con intención de olvidar.
Era hijo de un inmigrante español, nacido en Reboredo, al lado de Monforte de Lemos. Su padre se había visto obligado a emigrar en busca de un porvenir. Pasó de ser tramoyista en un teatro a trabajar para los estudios Disney como ayudante de electricista. Al morir electrocutado uno de los especialistas, pasó a ocupar su puesto. Hombre habilidoso e inteligente, fue ascendiendo en la compañía y llegó a ser conserje de las oficinas principales. Allí se casó con una cubana que ejercía de secretaria, y tuvo tres hijos. Una chica llamada Daisy, su hermano Donald, y el pequeño llamado Pluto, en honor al señor Walt Disney.

Con el paso de los años, él, Pluto, había estudiado en un instituto de formación profesional y terminó por tener un pequeño negocio de desinfección y desratización, con una decena de empleados. En uno de los servicios conoció a la que sería su esposa, una mujer hermosa y cultivada. Pasó de ser un muchacho juerguista y parrandero, a comportarse de manera formal. Eso si, su pasión por la bebida, no había disminuido.

El día de su boda, hacía exactamente cinco años, cuatro meses, y seis días, con el gozo y la felicidad que sentía, no midió bien la ingesta de alcohol. El resultado fue que tras el banquete cayó en coma durante tres días. Al despertar juró a su esposa sollozante, “creí que te perdía”, que nunca más volvería a tomar alcohol. Tal era su amor. Y hacía cinco años, cuatro meses y seis días que no había sucumbido a la tentación de una copa. Ni siquiera ahora que su relación se tambaleaba. Por eso estaba allí, para olvidar.

Una semana antes, él y su esposa fueron de vacaciones a las Bahamas. Celebraban un contrato de la empresa con las oficinas centrales de una distribuidora de alimentos, que deseaba terminar con la plaga de ratones que asediaba sus almacenes.

Una vez en Nasáu, disfrutaron del Caribe. Una noche que tenían concertado un espectáculo en un nigth club, su mujer sufrió una indisposición repentina.

-Ve tu cariño. Yo me quedaré descansando....-.

-Ni hablar. Me quedaré contigo por si te pasa algo....-.

-¿Que me va a pasar, tonto?. Si necesito algo llamaré a recepción, No te pierdas el show de esta noche, creo que es mágico y único- replicó su amada y bella esposa.

Y Pluto fue al cabaret a ver el show. A mitad de función, le entraron remordimientos y abandonó el lugar, tomó un taxi, y subió los escalones del Sheraton de tres en tres ansioso por ver que su amada mujer se encontraba bien.

Y estaba de maravilla. Un tipo enorme con uniforme del hotel la tenía a cuatro patas sobre la cama y le estaba dando un “tratamiento especial” con gran dedicación. Nadie podría decir quien de todos ellos estaba más conmocionado. Si su esposa al verse sorprendida con otro hombre, si el hombre del hotel al verse sorprendido por el marido de la clienta, o el cliente al ver con sorpresa que su mujer era capaz de ofrecer a un desconocido cosas que a él le negaba.

-¡¡Por Dios!!, ¿quien es este tipo?- preguntó Pluto.

-No le llames “tipo”, se llama Atila Pasitenkinismas. Quiero el divorcio, me he enamorado. Lo hice el primer día que llegamos. Amor a primera vista. Y sal de nuestro cuarto, tenemos algo que terminar- contestó para asombro de Pluto.

Y sí es como Pluto había llegado a la isla. Con intención de olvidar, quizás de perdonar. No lo sabía.

-Normal-dijo Clemente- A las mujeres les gustan los hombres que saben estar en su sitio. ¿Que crees que piensa tu mujer cuando salís por ahí y tu pides un agua con hierbas, eh?. A las mujeres les gusta que el hombre mande. Les gusta que su marido rebañe el plato con la lengua si la comida es buena. Que insulte a cualquiera que le falte el respeto, o si es caso un par de ostias. Les gusta que su marido vaya a los toros o al fútbol, no a jugar a la petanca o al ajedrez. Un hombre que sepa tomarse un par de copas después de cada comida, y no un zumo de naranja, eso es para los enfermos de tisis. Les gusta que conduzcan rápido y no a paso de abuelo, ¿como conduces tu, eh?, ¡písale, coño!, que cada vez que se suba al coche sepa que tu eres quien controla, no el coche ni las normas de circulación, y les gusta que su marido eructe, y se tire pedos. En la cocina no, que ese es su territorio y eso es sagrao. Por eso se ha tirado al fulano ese. Y coge las riendas de la situación. Vuelve allí y dale un par de leches al Atila ese......-.

-¡¡Pero si mide dos metros!!.....-.

-¡¡Calla coño!!, tu vas allí, coges a tu mujer, le das lo que le estaba dando el pichafloja ese...-.

-No tenía pinta de eso.......-.

-Que te calles ya hombre. Camarera, ponga ahora mismo una copa de whisky para el caballero. Del caro, y deje aquí la botella, por favor. Y a mi otra cerveza. Cárguelo a su cuenta- siguió Clemente – Y cuando le hayas dao lo que le estaba dando ese fulano, se lo vuelves a dar. Y luego descuelgas un candelabro o una lámpara, o lo que tengas a mano y vas a buscar al idiota ese. Cuando le hayas partido la cabeza, sacas la chorra y le meas encima. Marcas territorio y se lo dejas claro. Y cuando salgas del calabozo, vas a buscar a tu mujer, que será una malva. Captan enseguida el mensaje, te lo digo yo. Y para reconciliarte, le dices que está todo olvidao y que además le vas a cambiar la cocina de casa. Y a comer de tu mano......¿que coño hace mirando el vaso de whisky?, enga, dale. Levanta el codo......-.

-Cinco años, cuatro meses y seis días..........joder......-.

-Ta, ta, ta, ta, dale con las fechas. Levanta ese codo.....muy bien, buen chico. De un trago, como los hombres. Aquí te dejo. Camarera, que no le falte una botella, ¿ok?.Venga Goofy, te dejo que tengo que hacer unos mandaos. Te dejo siendo un hombre. Hace media hora eras un crio....si es que.....-.

-No es Goofy, es Pluto......-.

-Ves. Lo importante no es el detalle, es lo otro.......Pluto púes, ¿contento?, enga otro trago.....¡muy bien!, hasta dentro....¿a que reconforta, jodido?- y salió Clemente en busca de su moto con ganas renovadas de dar un paseo por la isla.

Quería acercarse al puerto, visitar la montaña que tenía a lo lejos, que no sabía que era un volcán inactivo desde hacía dos siglos, pero que debía tener buenas vistas, y encontrar algún nuevo bar donde aplacar la sed.

Cuando salió del hotel en busca de su moto, que estaba en la puerta de la Clínica, un bimotor surcó ruidosamente el cielo de la ciudad. Hora y media más tarde el avión se estrellaría en medio del mar Caribe trás una explosión en una de las maletas que abarrotaban el aparato. Sus dos ocupantes sobrevivieron al siniestro, pero no pudieron soportar el ataque de un tiburón que se había molestado por su presencia.


Continuará.
Era tan bello el instante, que para detenerlo, sólo quedaba una opción.......el silencio.
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por davscram »

:plas: :plas:
Simplemente, "genial"
Muchas gracias, Sr. Pate
Seguiré a la espera de la próxima entrega y con la pena de que el final se aproxima......................
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por anibalga »

Después de no se cuántos capítulos sigo enganchado
8-)
alapues
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por alapues »

Es desternillante, alucino con tu imaginación 8O 8O

:lol: :lol: :lol: :lol: :clap: :clap: :clap: :clap:



Si hay que ir, se vá.....!

He rodado en el Jarama, subido Stelvio, buceado en el Thistlegorm y con tiburones, y ahora......
pate
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por pate »

CAPÍTULO CUATRIGÉSIMO SEXTO


Caribe, consejos y carreras. Parte ll.


Los pocos metros, apenas cien, que separaban el hotel de la clínica podían ser un paseo muy agradable. Situados en la parte alta de la ciudad, en una zona de expansión de la antigua metrópoli, gozaban de una distribución moderna. Calles asfaltadas y no adoquinadas, con un trazado lo más lineal posible, y salpicado de viviendas unifamiliares de gente adinerada. Solían ser extranjeros, franceses en su mayoría, que tenían una segunda residencia en el Caribe. Podían gozar de todos los privilegios de la vida moderna, rodeados de miseria, y además hacerlo a precios ridículos. La conciencia particular, quedaba aparcada de puertas afuera, y los veranos transcurrían felices y tranquilos.

En aquella zona se ubicaban asimismo consulados de los países con mayor aporte de turistas. Por supuesto, Francia, Holanda, Canadá, Reino Unido y sin lugar a dudas Estados Unidos. Vivían también los directivos de grandes bancos, dedicados a evadir impuestos y a blanquear capitales de dudosa procedencia. En un enclave privilegiado, con vistas a la bahía y al vieja ciudad colonial, tenía su residencia el Gobernador con un inmenso jardín plagado de palmeras y topos que arruinaban el trabajo de los jardineros incapaces de terminar con la plaga, aunque desde la adquisición de media docena de Teckel, más conocido como “perro salchicha”, la población invasora iba en claro decrecimiento. Esos perros de carácter amigable, pero extremadamente tercos, especialistas en la caza de alimañas de madriguera diezmaban la cabaña de topos, pero a su vez, destrozaban los bonitos parterres y el césped, dada su natural tendencia a escarbar profundos hoyos sin motivo aparente.

-¡Son unos perros extraordinarios!, ¿no crees mi amor?- preguntó la mujer del gobernador sentada en el porche mientras tomaba una copa de vino francés- aunque creo que los jardineros no están muy contentos.

-Lo que tu digas, cariño- respondió el gobernador sin ni siquiera recordar cual había sido la pregunta. Hojeaba el Herald Tribune, donde se hacía referencia a la disminución de siniestros y violencia en el país desde que resultara abatido un terrorista pakistaní, que se hacía pasar por médico.

Pensó lo afortunados que eran en la isla por no tener que lidiar con semejantes individuos. Bastante tenían con proporcionar seguridad y cobijo a toda suerte de ladrones de oficina, de banqueros y traficantes.

Clemente topó en el corto recorrido con un hombre que empujaba un carro cargado de pescado, que despachaba en la clínica, en viviendas de lujo y que se dirigía sin duda al hotel. De un lateral del carro colgaban un gran machete, y unas grandes tijeras, junto a un pequeño cubo mugriento.

Clemente se miró las uñas de los pies que sobresalían de sus chanclas, miró las tijeras y supo que debía hacer. Al poco, en agradable conversación con el negro, le iba explicando el motivo de tener las uñas tan largas. El hombre no comprendía el empeño de aquel tipo bajito en hablarle en extranjero, y no dejaba de comparar las uñas con las de las gallinas criollas que su mujer criaba en el balcón de su casa.

-.......no me creerá si le digo que uno se siente liberado, como si Se quitara un peso de encima, además los pedales de la moto exigen precisión, y el contrapeso que hacen es perjudicial para....- y siguió explayándose en detalles mientras una de las durezas salía despedida y caía en el lugar donde yacía un pez espada.

Cuando hubo terminado de cortarlas, cogió el cuchillo, y con la punta y cargado de precauciones, rebañó el espacio entre ellas y la carne de los dedos, liberando las extremidades de toda suerte de impurezas. Un billete de diez dólares, contribuyó a que el hombre diera un salto de felicidad y se abrazara fuertemente a Clemente. Acostumbrado a tratar con gente de dinero, estaba también acostumbrado a la tacañería intrínseca de las clases pudientes.

Allí estaba la moto estacionada, a su vista. En ese instante una ambulancia y un viejo Jeep de la Policía iban en dirección al hotel. Pasaron desapercibidos para Clemente que se encontraba dando un repaso visual a su nueva amiga. Observó que la placa de matrícula estaba sujeta con un alambre a punto de partirse y lejos de repararlo, arrancó la placa y la tiró debajo de un arbusto de aligustre. Al volver de su paseo, la recogería y ya habría tiempo de volver a colocarla en condiciones.

La moto cobró vida a la primera patada. Clemente ya gozaba de la inigualable destreza de quien está acostumbrado a poner en marcha motores de dos tiempos, motores recalcitrantes, dispuestos a hacerte pasar un mal rato a base de ahogos, y engrase de bujías.

Pasó la pierna con habilidad y energía renovada por encima del asiento, y la chancla salió despedida del pie. Tuvo que volver a apearse, subir la moto al caballete, sentir el dolor del mismo en la planta desnuda del pie e ir a calzarse de nuevo y repetir la maniobra de subirse con más delicadeza.

Metió primera, entrecerró los ojos, puso su vista en el horizonte de asfalto, dio dos acelerones, “fiuuuuu, fiuuuuuuuu”, y soltó el embrague dirección al pueblo histórico, de casitas multicolor, ropa tendida, gente extranjera de color negro, y multitud de comercios al aire libre. Llegaría al puerto en apacible paseo, disfrutando del paisaje y de allí, pondría rumbo a lo alto de la montaña del horizonte. Ese era su plan para las próximas dos horas. Pero no siempre se cumplen los planes. A veces son incluso mejores.



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En cambio los planes vitales de Pluto Vázquez se centraban en sobrevivir. Un equipo de primeros auxilios se afanaba en intentar reanimarlo. Bárbara, la camarera negra del bar de la piscina, abandonó su puesto unos minutos para reponer las dos botellas de Cardhu que el señor de cara triste se había bebido después de tener una conversación con otro huésped.

Al volver, éste había abandonado la barra del bar. No le dio importancia, era otro de los clientes que una vez borrachos como cubas, iban a su habitación a dormir la mona. Algo habitual y que obligaba a la dirección del hotel a tener un equipo de limpieza especializado en vómitos y un cargamento de suero fisiológico y pomada para las hemorroides.

Sin embargo esta vez no había sido así. Fue a la llegada de una clienta, la rubia teñida que tomaba el sol en top less, que ya rozaba los sesenta, que advirtieron la presencia de lo que en principio parecía un hombre practicando submarinismo, pero que en realidad era el tipo taciturno ahogándose. Con ayuda de varios miembros del staff del hotel consiguieron sacarlo de la piscina y comenzar las maniobras de reanimación.

La ambulancia ya se oía a lo lejos y también las sirenas del viejo coche de policía.




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Marcos y la hermana de Clemente aguardaban en la sala del notario. Con el dinero del divorcio, iban a crear una empresa de nueva factura. Le habían echado el ojo a unos terrenos cerca del mar, un tanto alejados del pueblo más cercano, unos terrenos con abundantes palmeras y vegetación. El lugar ideal para ubicar un camping de características un tanto peculiares. Un camping naturalista, donde los clientes pudieran disfrutar de su afición a la desnudez. Un lugar pionero en la zona.

La noticia había corrido como la pólvora, y ya, meses antes de la inauguración, recibían llamadas de futuros clientes daneses, suecos, alemanes, franceses, para reservar fecha y parcela. Asimismo, decenas de mirones y obsesos sexuales de todas las calañas, buscaban ya alojamiento en los alrededores para cuando el camping estuviera en funcionamiento. Se preveía un éxito grandioso.

La ya notable barriga de la mujer sentía los movimientos del bebé que estaba en su interior. Marcos acariciaba la tripa y ambos se besaban felices.

-Le pondré de nombre Adán si es chico, o Eva si es chica- dijo ella, cogiendo por la nuca a su joven pareja y besando de nuevo sus labios.



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Ahora Clemente disfrutaba ya del aire en el rostro. El efecto benefactor del sol contribuía a su rápida recuperación. Le picaban la cabeza, carente de la protección del pelo abundante que solía tener, y la cicatriz de la oreja.

Unas suaves vibraciones llegaban al extremo del manillar. El único espejo retrovisor proporcionaba una visión perfecta del hombro y si uno se movía un poco, de parte de la carretera. Era una moto espartana. Su construcción estaba alejada de la finura de modelos como los japoneses, y reflejaba con exactitud el tipo de sociedad que la construía. Eso incluía una capacidad enorme de soportar malos tratos y miserias.

El francés que la alquilaba, era un hombre precavido. Usaba más aceite en la mezcla que el recomendado. De este modo se aseguraba que el calor continuo que se disfrutaba en la isla, hiciera el menor daño posible a la mecánica. Es cierto que si observabas la moto desde la trasera, de vez en cuando se podía ver la máquina y a el piloto aparecer en medio de la gran nube de humo blanco que soltaban los dos tubos de escape.

Calle abajo, el asfalto se tornó en pavimento adoquinado. La amplia calle de grandes mansiones, daba paso a la estrechez propia de la arquitectura colonial, con viviendas anexas y callejuelas retorcidas.

Se podía identificar todo tipo de olores. A sucio, a pescado, a hierbas, al humo del tabaco, a guisos que salían de las ventanas de los lugareños. Y se podía ver gente sonriente, tranquila, sin mas aspiración que encontrar algo para poner el plato ese día, y encontrar un buen lugar donde poder sestear, o compartir charla y juego con otros paisanos. Algunos también, y sin disimulo, pasaban el tiempo entre holganza y holganza, buscando con quien tener un roce carnal. No era extraño ver a muchachas paseando delante de jóvenes llamando la atención de estos y fingiendo avergonzarse cuando eran piropeadas.

Clemente pensaba que eso era ir en moto. Manejar la máquina con soltura, y a la vez empaparse de lo que a uno le rodeaba. Vio a lo lejos el cartel del Bar París, y se preguntó si tenía sed, “¿te apetece una cervecita fresca Clemente?” y la respuesta de su subconsciente no se hizo esperar, “¡¡¡si, si, si!!!”.

Junto a un puesto de comida tuvo que detener su marcha. Varios metros más adelante una furgoneta Renault Estafette bloqueaba el paso. Media docena larga de hombres aguardaba en los alrededores junto a la verja de un local. Uno de ellos abrió las tres puertas traseras del vehículo. Primero la parte superior que basculó hacia arriba, y luego las dos pequeñas puertas inferiores de apertura convencional. Sin duda esperaban a introducir algún bulto grande en ella.

De la gran verja salió un rostro que le era familiar. La señora Catalina Grantomat, con su habitual andar pesado y cansino, lideraba una procesión de personas que empujaban y tiraban a la vez de una gran vaca de cuernos largos y afilados. Era una res que la señora Grantomat y su esposo, un hombre extremadamente delgado, negro como ningún otro, desdentado y con la cabeza cubierta con un gran, y raído, sombrero de paja, habían adquirido con el dinero ganado en cuidar a dos extranjeros en el hospital.

Unos seis años antes, y por azar, la señora Grantomat había comenzado a cuidar pacientes que provenían de un hospital americano. Se le exigía discreción y se le pagaba bien por ello. Y la señora Grantomat cumplía con creces su tarea. La gente no solía preguntar mucho por aquellos lares, y mucho menos preguntaba a quien era reconocida como una de las grandes maestras en el arte del Voodoo, no fuera a ser que se molestara y se entretuviera en clavar agujas en una figura y de aquello surgiera cualquier tipo de desgracia en forma de enfermedad, ruina, o cualquier otra calamidad.

La primera persona que cuidó, y que le permitió comprar una pareja de cerdos, fue a una madame de un famoso burdel de Boston, que tenía una merecida reputación de servir las mejores chicas del país. El inconveniente era que también era una de las más indiscretas cuando se le soltaba la lengua.

En cierta ocasión dijo en la peluquería, “chicas, hoy tengo una clientela muy selecta en mi club, jajajja, oye bonita, ponme otro Martini, no digáis nada, pero si se supiera, sería un escándalo”. Y la mujer que estaba sentada a su lado con la cabeza metida en el secador de pelo, era la fiscal del distrito. Así que a las diez de la noche, un gran equipo de las fuerzas del orden irrumpió con una orden judicial en mano en el lujoso lupanar, y se encontró que en la orgía que había organizada en uno de los salones, estaba la plana mayor de la policía, varios políticos de renombre, alguno de ellos venido de Washington, y el obispo con varios seminaristas intentando hacer méritos para conseguir una parroquia con grandes ingresos para asegurarse una buena vida.

Aquello supuso que la madame tuviera que huir de la ciudad, del estado, y del país. Se sabía perseguida por los peores asesinos a sueldo contratados por el obispado. Tuvo que adelgazar quince kilos de peso, cambiarse la cara en una Clínica de California que aceptó el encargo de transformar su aspecto de mujer bella, al de una mujer vulgar. Se retocó los labios, aumentó el tamaño de la nariz, consiguieron que tuviera ojos de sapo, y modificaron su dentadura.

Catalina Grantomat cuidó de la mujer durante dos meses, y recibió un buen salario. Eso le permitió emprender un negocio con el vago de su marido. Una granja para poder vender sus productos en el mercado local. Cerdos, gallinas, y varias cabras. Jean-Loup Grantomat nunca estuvo de acuerdo con tener que trabajar. De hecho, su intención hasta entonces conseguida, era no trabajar nunca, pero el empeño de su mujer iba en dirección contraria y tuvo que malgastar el resto de su vida hasta entonces haciéndolo. Pero no todo iban a ser pegas. Descubrió que los cerdos eran una buena compañía y pasaba horas y horas charlando con ellos. En todo caso era mejor estar con los marranos que con su mujer.

Clemente observó como tras la señora Grantomat, un hombre muy flaco tiraba de una gran vaca. Otros empujaban al animal que no parecía estar muy de acuerdo en abandonar el hasta entonces su hogar. Una vez en la trasera de la furgoneta, el señor Jean-Loup subió sujetándose el gran sombrero de paja con una mano mientras con la otra tiraba del animal. Consiguieron no sin esfuerzo que el bicho pusiera sus patas delanteras dentro del vehículo. Ahora el resto de asistentes empujaba la vaca para que entrara por completo en el interior.

La Renault Estafette, se bamboleaba apreciablemente y cuando los quinientos kilos de vacuno estuvieron dentro, se escachó de manera notable. Un señor que iba descalzo y sin camiseta, cerró las dos pequeñas puertas traseras y fue en el momento de cerrar la portezuela superior, cuando la vaca soltó una patada tremenda, que arrancó de cuajo una de las pequeñas puertas y que terminó su vuelo en los pies del señor, que minutos más tarde habían doblado su tamaño.

Era evidente que el animal no se encontraba cómodo. Cuando el señor Grantomat se puso al volante de la furgoneta, la vaca intentó darle una cornada defensiva, pero falló en el intento, y sólo consiguió reventar la luna delantera y sacar la cabeza al exterior. El aire fresco y la sensación de libertad apaciguó a la bestia que pareció tranquilizarse. Resultaba grotesco ver la furgoneta avanzar con la cabeza de la vaca en el exterior. La primera curva implicó que el gran animal se moviera y ocupara parte del espacio destinado al manejo del furgón. El señor Grantomat, estaba de todo menos cómodo, pero su experiencia trabajando (si, trabajando) con animales, le sugería no tocarles las narices. Y decidió sabiamente continuar el trayecto hasta la granja de aquella guisa.

Clemente tuvo la vía expedita y puso primera. Golpe de gas, desembragar y volver a sentir la sensación de paz y libertad. En ese instante algo pasó a su lado a velocidad de vértigo. Era la misma moto que horas antes casi le atropella. A sus mandos un joven larguirucho de piel no tan negra como la de los otros extranjeros de la isla.

No es que se sintiera ofendido por la pasada. En absoluto. De hecho estaba disfrutando del paisaje y de un placentero camino hasta el bar para tomar unas cervezas. Y al llegar al mismo, detuvo la moto, se apeó y entró para acodarse en la barra y saciar la natural necesidad de ingerir líquido del ser humano. Seis cervezas y quince minutos más tarde, y siguiendo los consejos del camarero, emprendió camino para visitar el puerto.



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En el hotel los médicos decidieron que el señor de cara triste, de nombre Pluto Vázquez, según constaba en el informe que estaban elaborando los tres policías que llegaron en el Jeep, debía ser trasladado a un hospital. Lo lógico hubiera sido que lo fuese al que estaba cien metros mas abajo, pero allí no tenían comisión por llevar pacientes.

Era práctica habitual que al llevar algún turista accidentado, o con insolación o algún tipo de enfermedad tropical, en algunos de los escasos hospitales, les dieran una buena propina a los enfermeros y policías. Luego se encargaban ellos de estafar a las compañías de seguros y cobrar sobreprecios por tratamientos no facilitados, y todos salían ganando.

Con sumo cuidado, ya que el paciente estaba en las últimas, introdujeron la camilla en la vieja ambulancia Chevrolet, y escoltados por el Jeep de la Policía pusieron rumbo al hospital que estaba más alejado, pero que solía dar las mejores mordidas de todos.


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Se sentía realmente bien. Fresco por fuera y por dentro. La moto le servía para su cometido, ir de un sitio a otro sin problemas, y con suma tranquilidad. La calle continuaba hasta el puerto. Apenas a doscientos metros de llegar tuvo que parar en una bocacalle para dejar paso a una ambulancia y a un coche de policía. La gente miraba con curiosidad y los niños imitaban el sonido de las sirenas, mientras jugaban con un palo o tiraban piedras a las ventanas que aún conservaban cristales.

“¡Clonk!”. Primera metida, vistazo a izquierda y derecha y, ¡oh!, allí a su lado el motorista mulato con su moto en paralelo. “Broooommmm, brooommmm”, sonaba el motor de aquella moto. “Fiuuuuu, fiuuuuuuuuuu”, la de Clemente. Y supo que debía hacer.

Posicionó el culo un poco más atrás en el asiento, inclinó el torso hacia delante, juntó los codos al cuerpo, metió la punta de los pies hacia el motor, miró de reojo al chico, que le miraba de reojo a él, frunció el ceño........y soltó el embrague con decisión. La nube de humo le llegó de lleno al chico que aceleró su moto con ansiedad, “broooooooooooooooomm”, y cuando Clemente ya ponía segunda, la otra moto estaba ya en paralelo, tercera y las motos seguían a la par. La gente corría para dejar la calle desierta o para no morir atropellada. Cuarta velocidad y no había manera de deshacerse de aquel individuo, que también se había agachado sobre el depósito de combustible.

Cuarta velocidad, y unos ciento diez por hora en aquella calle, que más que una calle, era un cúmulo de trampas mortales a su alcance. Clemente disfrutaba del “efecto pasillo”, su vista estaba puesta en el infinito, su instinto depredador en no dejarse adelantar, pero el esfuerzo de aquel motor no era suficiente para sostener el ataque del rival. Su moto empezaba a duras apenas a adelantarle, y entonces Clemente sacó el codo y empujó al chico.

La calle llegaba a su fin. De frente los muelles del puerto, con sus barcas de pesca, montones de redes y cajas de madera aguardando la pesca. Gente despavorida se refugiaba donde podía, y sólo dos opciones, girar a la derecha o a la izquierda. El chico controlaba la situación, iba en cabeza de la carrera. Clemente supo que tenía que coger el rebufo, se agachó aún más, deseaba encogerse, hacerse diminuto. El chico frenó con firmeza y por la trazada que tomó, Clemente supo que giraría a la izquierda. En un suspiro salió del rebufo, aguardó un segundo a frenar y clavó la maneta derecha, y el pedal del freno. Lo resbaladizo del adoquinado, hizo que la rueda trasera patinara, a la vez que se situaba en paralelo con su contendiente. Adoptó una postura que con el paso del tiempo se utilizaría en las carreras de velocidad de la máxima categoría, que no era otra que sacar la pierna del interior sin tocar el suelo, a modo de contrapeso, y con la moto cruzada.

Tercera, segunda, toque de embrague, la moto volvió a su posición natural, e inclinar a tope para coger la curva a izquierdas. Lamentablemente el rival no estaba dispuesto a perder posición e inclinando más que Clemente se puso paralelo por el exterior. Ahí fue cuando Clemente perdió la chancleta. Al soltar una hábil patada al mulato. Años después, décadas, otro piloto de élite usaría la misma estrategia para tirar a su rival, pero eso es otro relato. Y si Clemente perdió el calzado, el chico perdió el control de su moto y tras chocar violentamente contra unas redes amontonadas en el muelle, salió despedido en dirección al mar. Si bien se presagiaba una caída apacible en el agua, la casualidad quiso que en ese momento una pequeña embarcación surcara las aguas del puerto y el chico diera con sus huesos en ella. La barca volcó perdiendo toda su carga de pescado, el chico se fracturó la pelvis, y el pescador que regresaba feliz de su jornada de trabajo, y que no sabía nadar, estuvo a punto de perecer ahogado.

Clemente para evitar jaleos, puso rumbo al hotel y supuso que esconder la moto un rato y tumbarse a descansar y saborear la victoria le produciría el mismo efecto benefactor que una buena ducha y una cerveza fresca.

Los paisanos que fueron testigos del suceso, no pudieron facilitar demasiados datos a la policía portuaria. La moto que había abandonado el lugar no tenía matrícula, el conductor a pesar de ser extranjero, no estaba quemado por el sol, ni tenía ningún rasgo destacable. Nadie pudo dar una descripción fideligna de sus rasgos, más allá de que su vestimenta era compatible con la de cualquier aborigen de la isla. No había línea de investigación posible, y para evitar fatigas a los agentes, el comisario decidió circunscribir el suceso como un simple accidente de circulación, antes de ir a holgar en su despacho.


Continuará.
Era tan bello el instante, que para detenerlo, sólo quedaba una opción.......el silencio.
pate
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

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CAPÍTULO CUATRIGÉSIMO SEXTO


Caribe, consejos y carreras. Parte ll.


Los pocos metros, apenas cien, que separaban el hotel de la clínica podían ser un paseo muy agradable. Situados en la parte alta de la ciudad, en una zona de expansión de la antigua metrópoli, gozaban de una distribución moderna. Calles asfaltadas y no adoquinadas, con un trazado lo más lineal posible, y salpicado de viviendas unifamiliares de gente adinerada. Solían ser extranjeros, franceses en su mayoría, que tenían una segunda residencia en el Caribe. Podían gozar de todos los privilegios de la vida moderna, rodeados de miseria, y además hacerlo a precios ridículos. La conciencia particular, quedaba aparcada de puertas afuera, y los veranos transcurrían felices y tranquilos.

En aquella zona se ubicaban asimismo consulados de los países con mayor aporte de turistas. Por supuesto, Francia, Holanda, Canadá, Reino Unido y sin lugar a dudas Estados Unidos. Vivían también los directivos de grandes bancos, dedicados a evadir impuestos y a blanquear capitales de dudosa procedencia. En un enclave privilegiado, con vistas a la bahía y al vieja ciudad colonial, tenía su residencia el Gobernador con un inmenso jardín plagado de palmeras y topos que arruinaban el trabajo de los jardineros incapaces de terminar con la plaga, aunque desde la adquisición de media docena de Teckel, más conocido como “perro salchicha”, la población invasora iba en claro decrecimiento. Esos perros de carácter amigable, pero extremadamente tercos, especialistas en la caza de alimañas de madriguera diezmaban la cabaña de topos, pero a su vez, destrozaban los bonitos parterres y el césped, dada su natural tendencia a escarbar profundos hoyos sin motivo aparente.

-¡Son unos perros extraordinarios!, ¿no crees mi amor?- preguntó la mujer del gobernador sentada en el porche mientras tomaba una copa de vino francés- aunque creo que los jardineros no están muy contentos.

-Lo que tu digas, cariño- respondió el gobernador sin ni siquiera recordar cual había sido la pregunta. Hojeaba el Herald Tribune, donde se hacía referencia a la disminución de siniestros y violencia en el país desde que resultara abatido un terrorista pakistaní, que se hacía pasar por médico.

Pensó lo afortunados que eran en la isla por no tener que lidiar con semejantes individuos. Bastante tenían con proporcionar seguridad y cobijo a toda suerte de ladrones de oficina, de banqueros y traficantes.

Clemente topó en el corto recorrido con un hombre que empujaba un carro cargado de pescado, que despachaba en la clínica, en viviendas de lujo y que se dirigía sin duda al hotel. De un lateral del carro colgaban un gran machete, y unas grandes tijeras, junto a un pequeño cubo mugriento.

Clemente se miró las uñas de los pies que sobresalían de sus chanclas, miró las tijeras y supo que debía hacer. Al poco, en agradable conversación con el negro, le iba explicando el motivo de tener las uñas tan largas. El hombre no comprendía el empeño de aquel tipo bajito en hablarle en extranjero, y no dejaba de comparar las uñas con las de las gallinas criollas que su mujer criaba en el balcón de su casa.

-.......no me creerá si le digo que uno se siente liberado, como si Se quitara un peso de encima, además los pedales de la moto exigen precisión, y el contrapeso que hacen es perjudicial para....- y siguió explayándose en detalles mientras una de las durezas salía despedida y caía en el lugar donde yacía un pez espada.

Cuando hubo terminado de cortarlas, cogió el cuchillo, y con la punta y cargado de precauciones, rebañó el espacio entre ellas y la carne de los dedos, liberando las extremidades de toda suerte de impurezas. Un billete de diez dólares, contribuyó a que el hombre diera un salto de felicidad y se abrazara fuertemente a Clemente. Acostumbrado a tratar con gente de dinero, estaba también acostumbrado a la tacañería intrínseca de las clases pudientes.

Allí estaba la moto estacionada, a su vista. En ese instante una ambulancia y un viejo Jeep de la Policía iban en dirección al hotel. Pasaron desapercibidos para Clemente que se encontraba dando un repaso visual a su nueva amiga. Observó que la placa de matrícula estaba sujeta con un alambre a punto de partirse y lejos de repararlo, arrancó la placa y la tiró debajo de un arbusto de aligustre. Al volver de su paseo, la recogería y ya habría tiempo de volver a colocarla en condiciones.

La moto cobró vida a la primera patada. Clemente ya gozaba de la inigualable destreza de quien está acostumbrado a poner en marcha motores de dos tiempos, motores recalcitrantes, dispuestos a hacerte pasar un mal rato a base de ahogos, y engrase de bujías.

Pasó la pierna con habilidad y energía renovada por encima del asiento, y la chancla salió despedida del pie. Tuvo que volver a apearse, subir la moto al caballete, sentir el dolor del mismo en la planta desnuda del pie e ir a calzarse de nuevo y repetir la maniobra de subirse con más delicadeza.

Metió primera, entrecerró los ojos, puso su vista en el horizonte de asfalto, dio dos acelerones, “fiuuuuu, fiuuuuuuuu”, y soltó el embrague dirección al pueblo histórico, de casitas multicolor, ropa tendida, gente extranjera de color negro, y multitud de comercios al aire libre. Llegaría al puerto en apacible paseo, disfrutando del paisaje y de allí, pondría rumbo a lo alto de la montaña del horizonte. Ese era su plan para las próximas dos horas. Pero no siempre se cumplen los planes. A veces son incluso mejores.



XXXXXXXXXXXXXX



En cambio los planes vitales de Pluto Vázquez se centraban en sobrevivir. Un equipo de primeros auxilios se afanaba en intentar reanimarlo. Bárbara, la camarera negra del bar de la piscina, abandonó su puesto unos minutos para reponer las dos botellas de Cardhu que el señor de cara triste se había bebido después de tener una conversación con otro huésped.

Al volver, éste había abandonado la barra del bar. No le dio importancia, era otro de los clientes que una vez borrachos como cubas, iban a su habitación a dormir la mona. Algo habitual y que obligaba a la dirección del hotel a tener un equipo de limpieza especializado en vómitos y un cargamento de suero fisiológico y pomada para las hemorroides.

Sin embargo esta vez no había sido así. Fue a la llegada de una clienta, la rubia teñida que tomaba el sol en top less, que ya rozaba los sesenta, que advirtieron la presencia de lo que en principio parecía un hombre practicando submarinismo, pero que en realidad era el tipo taciturno ahogándose. Con ayuda de varios miembros del staff del hotel consiguieron sacarlo de la piscina y comenzar las maniobras de reanimación.

La ambulancia ya se oía a lo lejos y también las sirenas del viejo coche de policía.




XXXXXXXXXXXXXX





Marcos y la hermana de Clemente aguardaban en la sala del notario. Con el dinero del divorcio, iban a crear una empresa de nueva factura. Le habían echado el ojo a unos terrenos cerca del mar, un tanto alejados del pueblo más cercano, unos terrenos con abundantes palmeras y vegetación. El lugar ideal para ubicar un camping de características un tanto peculiares. Un camping naturalista, donde los clientes pudieran disfrutar de su afición a la desnudez. Un lugar pionero en la zona.

La noticia había corrido como la pólvora, y ya, meses antes de la inauguración, recibían llamadas de futuros clientes daneses, suecos, alemanes, franceses, para reservar fecha y parcela. Asimismo, decenas de mirones y obsesos sexuales de todas las calañas, buscaban ya alojamiento en los alrededores para cuando el camping estuviera en funcionamiento. Se preveía un éxito grandioso.

La ya notable barriga de la mujer sentía los movimientos del bebé que estaba en su interior. Marcos acariciaba la tripa y ambos se besaban felices.

-Le pondré de nombre Adán si es chico, o Eva si es chica- dijo ella, cogiendo por la nuca a su joven pareja y besando de nuevo sus labios.



XXXXXXXXXXXXXX


Ahora Clemente disfrutaba ya del aire en el rostro. El efecto benefactor del sol contribuía a su rápida recuperación. Le picaban la cabeza, carente de la protección del pelo abundante que solía tener, y la cicatriz de la oreja.

Unas suaves vibraciones llegaban al extremo del manillar. El único espejo retrovisor proporcionaba una visión perfecta del hombro y si uno se movía un poco, de parte de la carretera. Era una moto espartana. Su construcción estaba alejada de la finura de modelos como los japoneses, y reflejaba con exactitud el tipo de sociedad que la construía. Eso incluía una capacidad enorme de soportar malos tratos y miserias.

El francés que la alquilaba, era un hombre precavido. Usaba más aceite en la mezcla que el recomendado. De este modo se aseguraba que el calor continuo que se disfrutaba en la isla, hiciera el menor daño posible a la mecánica. Es cierto que si observabas la moto desde la trasera, de vez en cuando se podía ver la máquina y a el piloto aparecer en medio de la gran nube de humo blanco que soltaban los dos tubos de escape.

Calle abajo, el asfalto se tornó en pavimento adoquinado. La amplia calle de grandes mansiones, daba paso a la estrechez propia de la arquitectura colonial, con viviendas anexas y callejuelas retorcidas.

Se podía identificar todo tipo de olores. A sucio, a pescado, a hierbas, al humo del tabaco, a guisos que salían de las ventanas de los lugareños. Y se podía ver gente sonriente, tranquila, sin mas aspiración que encontrar algo para poner el plato ese día, y encontrar un buen lugar donde poder sestear, o compartir charla y juego con otros paisanos. Algunos también, y sin disimulo, pasaban el tiempo entre holganza y holganza, buscando con quien tener un roce carnal. No era extraño ver a muchachas paseando delante de jóvenes llamando la atención de estos y fingiendo avergonzarse cuando eran piropeadas.

Clemente pensaba que eso era ir en moto. Manejar la máquina con soltura, y a la vez empaparse de lo que a uno le rodeaba. Vio a lo lejos el cartel del Bar París, y se preguntó si tenía sed, “¿te apetece una cervecita fresca Clemente?” y la respuesta de su subconsciente no se hizo esperar, “¡¡¡si, si, si!!!”.

Junto a un puesto de comida tuvo que detener su marcha. Varios metros más adelante una furgoneta Renault Estafette bloqueaba el paso. Media docena larga de hombres aguardaba en los alrededores junto a la verja de un local. Uno de ellos abrió las tres puertas traseras del vehículo. Primero la parte superior que basculó hacia arriba, y luego las dos pequeñas puertas inferiores de apertura convencional. Sin duda esperaban a introducir algún bulto grande en ella.

De la gran verja salió un rostro que le era familiar. La señora Catalina Grantomat, con su habitual andar pesado y cansino, lideraba una procesión de personas que empujaban y tiraban a la vez de una gran vaca de cuernos largos y afilados. Era una res que la señora Grantomat y su esposo, un hombre extremadamente delgado, negro como ningún otro, desdentado y con la cabeza cubierta con un gran, y raído, sombrero de paja, habían adquirido con el dinero ganado en cuidar a dos extranjeros en el hospital.

Unos seis años antes, y por azar, la señora Grantomat había comenzado a cuidar pacientes que provenían de un hospital americano. Se le exigía discreción y se le pagaba bien por ello. Y la señora Grantomat cumplía con creces su tarea. La gente no solía preguntar mucho por aquellos lares, y mucho menos preguntaba a quien era reconocida como una de las grandes maestras en el arte del Voodoo, no fuera a ser que se molestara y se entretuviera en clavar agujas en una figura y de aquello surgiera cualquier tipo de desgracia en forma de enfermedad, ruina, o cualquier otra calamidad.

La primera persona que cuidó, y que le permitió comprar una pareja de cerdos, fue a una madame de un famoso burdel de Boston, que tenía una merecida reputación de servir las mejores chicas del país. El inconveniente era que también era una de las más indiscretas cuando se le soltaba la lengua.

En cierta ocasión dijo en la peluquería, “chicas, hoy tengo una clientela muy selecta en mi club, jajajja, oye bonita, ponme otro Martini, no digáis nada, pero si se supiera, sería un escándalo”. Y la mujer que estaba sentada a su lado con la cabeza metida en el secador de pelo, era la fiscal del distrito. Así que a las diez de la noche, un gran equipo de las fuerzas del orden irrumpió con una orden judicial en mano en el lujoso lupanar, y se encontró que en la orgía que había organizada en uno de los salones, estaba la plana mayor de la policía, varios políticos de renombre, alguno de ellos venido de Washington, y el obispo con varios seminaristas intentando hacer méritos para conseguir una parroquia con grandes ingresos para asegurarse una buena vida.

Aquello supuso que la madame tuviera que huir de la ciudad, del estado, y del país. Se sabía perseguida por los peores asesinos a sueldo contratados por el obispado. Tuvo que adelgazar quince kilos de peso, cambiarse la cara en una Clínica de California que aceptó el encargo de transformar su aspecto de mujer bella, al de una mujer vulgar. Se retocó los labios, aumentó el tamaño de la nariz, consiguieron que tuviera ojos de sapo, y modificaron su dentadura.

Catalina Grantomat cuidó de la mujer durante dos meses, y recibió un buen salario. Eso le permitió emprender un negocio con el vago de su marido. Una granja para poder vender sus productos en el mercado local. Cerdos, gallinas, y varias cabras. Jean-Loup Grantomat nunca estuvo de acuerdo con tener que trabajar. De hecho, su intención hasta entonces conseguida, era no trabajar nunca, pero el empeño de su mujer iba en dirección contraria y tuvo que malgastar el resto de su vida hasta entonces haciéndolo. Pero no todo iban a ser pegas. Descubrió que los cerdos eran una buena compañía y pasaba horas y horas charlando con ellos. En todo caso era mejor estar con los marranos que con su mujer.

Clemente observó como tras la señora Grantomat, un hombre muy flaco tiraba de una gran vaca. Otros empujaban al animal que no parecía estar muy de acuerdo en abandonar el hasta entonces su hogar. Una vez en la trasera de la furgoneta, el señor Jean-Loup subió sujetándose el gran sombrero de paja con una mano mientras con la otra tiraba del animal. Consiguieron no sin esfuerzo que el bicho pusiera sus patas delanteras dentro del vehículo. Ahora el resto de asistentes empujaba la vaca para que entrara por completo en el interior.

La Renault Estafette, se bamboleaba apreciablemente y cuando los quinientos kilos de vacuno estuvieron dentro, se escachó de manera notable. Un señor que iba descalzo y sin camiseta, cerró las dos pequeñas puertas traseras y fue en el momento de cerrar la portezuela superior, cuando la vaca soltó una patada tremenda, que arrancó de cuajo una de las pequeñas puertas y que terminó su vuelo en los pies del señor, que minutos más tarde habían doblado su tamaño.

Era evidente que el animal no se encontraba cómodo. Cuando el señor Grantomat se puso al volante de la furgoneta, la vaca intentó darle una cornada defensiva, pero falló en el intento, y sólo consiguió reventar la luna delantera y sacar la cabeza al exterior. El aire fresco y la sensación de libertad apaciguó a la bestia que pareció tranquilizarse. Resultaba grotesco ver la furgoneta avanzar con la cabeza de la vaca en el exterior. La primera curva implicó que el gran animal se moviera y ocupara parte del espacio destinado al manejo del furgón. El señor Grantomat, estaba de todo menos cómodo, pero su experiencia trabajando (si, trabajando) con animales, le sugería no tocarles las narices. Y decidió sabiamente continuar el trayecto hasta la granja de aquella guisa.

Clemente tuvo la vía expedita y puso primera. Golpe de gas, desembragar y volver a sentir la sensación de paz y libertad. En ese instante algo pasó a su lado a velocidad de vértigo. Era la misma moto que horas antes casi le atropella. A sus mandos un joven larguirucho de piel no tan negra como la de los otros extranjeros de la isla.

No es que se sintiera ofendido por la pasada. En absoluto. De hecho estaba disfrutando del paisaje y de un placentero camino hasta el bar para tomar unas cervezas. Y al llegar al mismo, detuvo la moto, se apeó y entró para acodarse en la barra y saciar la natural necesidad de ingerir líquido del ser humano. Seis cervezas y quince minutos más tarde, y siguiendo los consejos del camarero, emprendió camino para visitar el puerto.



XXXXXXXXXXXXXX


En el hotel los médicos decidieron que el señor de cara triste, de nombre Pluto Vázquez, según constaba en el informe que estaban elaborando los tres policías que llegaron en el Jeep, debía ser trasladado a un hospital. Lo lógico hubiera sido que lo fuese al que estaba cien metros mas abajo, pero allí no tenían comisión por llevar pacientes.

Era práctica habitual que al llevar algún turista accidentado, o con insolación o algún tipo de enfermedad tropical, en algunos de los escasos hospitales, les dieran una buena propina a los enfermeros y policías. Luego se encargaban ellos de estafar a las compañías de seguros y cobrar sobreprecios por tratamientos no facilitados, y todos salían ganando.

Con sumo cuidado, ya que el paciente estaba en las últimas, introdujeron la camilla en la vieja ambulancia Chevrolet, y escoltados por el Jeep de la Policía pusieron rumbo al hospital que estaba más alejado, pero que solía dar las mejores mordidas de todos.


XXXXXXXXXXXXXX



Se sentía realmente bien. Fresco por fuera y por dentro. La moto le servía para su cometido, ir de un sitio a otro sin problemas, y con suma tranquilidad. La calle continuaba hasta el puerto. Apenas a doscientos metros de llegar tuvo que parar en una bocacalle para dejar paso a una ambulancia y a un coche de policía. La gente miraba con curiosidad y los niños imitaban el sonido de las sirenas, mientras jugaban con un palo o tiraban piedras a las ventanas que aún conservaban cristales.

“¡Clonk!”. Primera metida, vistazo a izquierda y derecha y, ¡oh!, allí a su lado el motorista mulato con su moto en paralelo. “Broooommmm, brooommmm”, sonaba el motor de aquella moto. “Fiuuuuu, fiuuuuuuuuuu”, la de Clemente. Y supo que debía hacer.

Posicionó el culo un poco más atrás en el asiento, inclinó el torso hacia delante, juntó los codos al cuerpo, metió la punta de los pies hacia el motor, miró de reojo al chico, que le miraba de reojo a él, frunció el ceño........y soltó el embrague con decisión. La nube de humo le llegó de lleno al chico que aceleró su moto con ansiedad, “broooooooooooooooomm”, y cuando Clemente ya ponía segunda, la otra moto estaba ya en paralelo, tercera y las motos seguían a la par. La gente corría para dejar la calle desierta o para no morir atropellada. Cuarta velocidad y no había manera de deshacerse de aquel individuo, que también se había agachado sobre el depósito de combustible.

Cuarta velocidad, y unos ciento diez por hora en aquella calle, que más que una calle, era un cúmulo de trampas mortales a su alcance. Clemente disfrutaba del “efecto pasillo”, su vista estaba puesta en el infinito, su instinto depredador en no dejarse adelantar, pero el esfuerzo de aquel motor no era suficiente para sostener el ataque del rival. Su moto empezaba a duras apenas a adelantarle, y entonces Clemente sacó el codo y empujó al chico.

La calle llegaba a su fin. De frente los muelles del puerto, con sus barcas de pesca, montones de redes y cajas de madera aguardando la pesca. Gente despavorida se refugiaba donde podía, y sólo dos opciones, girar a la derecha o a la izquierda. El chico controlaba la situación, iba en cabeza de la carrera. Clemente supo que tenía que coger el rebufo, se agachó aún más, deseaba encogerse, hacerse diminuto. El chico frenó con firmeza y por la trazada que tomó, Clemente supo que giraría a la izquierda. En un suspiro salió del rebufo, aguardó un segundo a frenar y clavó la maneta derecha, y el pedal del freno. Lo resbaladizo del adoquinado, hizo que la rueda trasera patinara, a la vez que se situaba en paralelo con su contendiente. Adoptó una postura que con el paso del tiempo se utilizaría en las carreras de velocidad de la máxima categoría, que no era otra que sacar la pierna del interior sin tocar el suelo, a modo de contrapeso, y con la moto cruzada.

Tercera, segunda, toque de embrague, la moto volvió a su posición natural, e inclinar a tope para coger la curva a izquierdas. Lamentablemente el rival no estaba dispuesto a perder posición e inclinando más que Clemente se puso paralelo por el exterior. Ahí fue cuando Clemente perdió la chancleta. Al soltar una hábil patada al mulato. Años después, décadas, otro piloto de élite usaría la misma estrategia para tirar a su rival, pero eso es otro relato. Y si Clemente perdió el calzado, el chico perdió el control de su moto y tras chocar violentamente contra unas redes amontonadas en el muelle, salió despedido en dirección al mar. Si bien se presagiaba una caída apacible en el agua, la casualidad quiso que en ese momento una pequeña embarcación surcara las aguas del puerto y el chico diera con sus huesos en ella. La barca volcó perdiendo toda su carga de pescado, el chico se fracturó la pelvis, y el pescador que regresaba feliz de su jornada de trabajo, y que no sabía nadar, estuvo a punto de perecer ahogado.

Clemente para evitar jaleos, puso rumbo al hotel y supuso que esconder la moto un rato y tumbarse a descansar y saborear la victoria le produciría el mismo efecto benefactor que una buena ducha y una cerveza fresca.

Los paisanos que fueron testigos del suceso, no pudieron facilitar demasiados datos a la policía portuaria. La moto que había abandonado el lugar no tenía matrícula, el conductor a pesar de ser extranjero, no estaba quemado por el sol, ni tenía ningún rasgo destacable. Nadie pudo dar una descripción fideligna de sus rasgos, más allá de que su vestimenta era compatible con la de cualquier aborigen de la isla. No había línea de investigación posible, y para evitar fatigas a los agentes, el comisario decidió circunscribir el suceso como un simple accidente de circulación, antes de ir a holgar en su despacho.


Continuará.
Era tan bello el instante, que para detenerlo, sólo quedaba una opción.......el silencio.
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por Antonio1968 »

:plas: :plas: :plas: :XX: :XX: :XX:
Con el tiempo un verdadero motero conoce la diferencia entre saber el camino y respetar el camino. ...
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por Anherko »

ración doble :clap:
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por alapues »

:popcorn: :popcorn: :popcorn: :plas: :plas: :plas:



Si hay que ir, se vá.....!

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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por anibalga »

Ooohhh :o :ride:
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Re: EL NUEVO MUNDO DE CLEMENTE. RELATO

Mensaje por pate »

CAPÍTULO CUATRIGÉSIMO SÉPTIMO


Caribe, consejos y carreras lll



Ya instalado en la habitación del hotel, con la moto aparcada en un lugar poco visible, con la matrícula colocada en su lugar primigenio gracias a la ayuda del cable eléctrico arrancado de un foco que iluminaba la fachada del hotel, Clemente se dispuso a perder el tiempo ordenando la bolsa de viaje. Estaba dispuesto a tirar la ropa que ya no iba a utilizar.

Su sorpresa vino en el momento de descubrir que entre los harapos había una gran cantidad de dinero. Lejos de preguntarse como había llegado eso ahí, una mente simple siempre encontraba una respuesta simple, y se dijo que alguien lo habría puesto allí, y que ahora era suyo.

En el suelo un montón de ropa que le venía grande. En la cama la gran suma de dinero, una bolsa con sus pastillas milagrosas, una gorra de publicidad que tenía olvidada, un llavero, y varias camisetas de grupos musicales. Suficiente equipaje para el resto de su estancia. En un par de días tomaría el vuelo a Miami, y sin salir del aeropuerto, otro hasta Madrid. De allí a casa.

Podría abrazar a su mujer. La deseaba. Quería abrazar a su hijo, “médicos inútiles, que soy estéril decían, toma, niño al canto, jejeje”, deseaba que su rostro le mirara, que le dijera papá nada más nacer, su pequeño Estroncio. Y volver a dominar el arte de proporcionar la mejor cerveza del mundo, a su justa temperatura, con la presión exacta, con la espuma necesaria. Le inquietaba que Donato no hubiera sido capaz de asumir tan gran responsabilidad.

Y saborear los boquerones en vinagre. Recordaba con una especie de mueca que se diría una sonrisa, largos debates con otros hosteleros, de cual era la tapa por excelencia. No cabía duda que sus boquerones se llevaban la palma, pero los muy recalcitrantes insistían que no había nada como una ensaladilla rusa, “¡¡con guisantes, eso es innegociable!!”, o si acaso “unas bravas, de patata cocida y luego frita, con mayonesa casera y picante”, “sin mayonesa, eso es un invento francés, ¡por dios!”, y otros en completo desacuerdo “nada como unos torreznos grasientos, ¿y que decís de la tortilla española, eh?”, “si, pero con cebolla y una chispa de ajo de las pedroñeras”. Y él insistía en sus boquerones “y si no puede ser, con un platillo de altramuces, unas papas de bolsa y otro plato de garbanzos torraos, se hace un banquete”.

Necesitaba echar una cabezada y unas cervezas para coger el sueño. Salió al bar de la piscina y allí Bárbara le contó mientras le acercaba media docena de botellines en un cubo de hielo, que el otro huésped que había compartido barra con él, había sufrido un accidente en la piscina que le había llevado directo al hospital, donde luchaba por reponerse. Y pensó que era normal que estuviera mal, seguro que había tragado agua, y eso no era bueno para el organismo. Le pidió una botella de lo que estuviera tomando el hombre, creía recordar que se llamaba “Popeye”, y luego se la acercaría al hospital de la montaña, para que tuviera la oportunidad de dar un trago reconfortante y conseguir salir cuanto antes de aquel lugar lleno de prohíbiciones, que tanto conocía en carnes propias.

Se tumbó en la cama y comenzó a contar el dinero, al llegar a cien mil dólares, apenas a la mitad de billetes de cien del fajo, se durmió como un bebé. En el suelo desparramadas, las seis botellas de cerveza y toda su ropa. Una hora más tarde, un súbito temblor le despertó.



XXXXXXXXXXXXXX



Bernadette Beaujolais llegó a la isla hacía dos décadas, recién cumplidos los cincuenta. Un desengaño amoroso le hizo abandonar su Marsella natal y viajar a ultramar. En la isla se instaló en una pequeña casita de las afueras rodeada de paisanos sedientos de carne fresca, y donde una dama francesa era un plato para paladares exquisitos y podría decirse que dio de “comer” a todos los que quisieron cortejarla. Fue feliz. Trabajó en una oficina de una sociedad inversora británica como secretaria. Al jubilarse le hicieron una gran fiesta y tuvo la ocasión de comprar el coche de la esposa de uno de los encargados de blanquear dinero de dudosa procedencia.

Era un coche económico que no había cumplido con la función con la que había sido comprado. El señor Cardigan se lo había comprado a su esposa con la clara intención de que tuviera un accidente con él. Era conocida la fama del coche de ser terriblemente ingobernable, fruto de llevar un motor de cuatro cilindros basado en el motor de bombas contra incendios Coventry Climax en disposición trasera. Había pocas unidades que no hubiesen tenido un siniestro, y menos aún de que, de las accidentadas, hubiera salido ileso el conductor. Pero al parecer la señora Cardigan había sido muy diestra en el manejo del vehículo y apenas le había dado ningún susto, y ahora lo había sustituido por un Volvo nuevo, al conocer su marido que era la heredera universal de una moribunda tía abuela anciana propietaria de un latifundio inmenso en Ruanda, con sus propias minas de diamantes. El nuevo Volvo garantizaría que en caso de accidente, la señora Cardigan, saliera indemne.

Bernadette necesitaba ir al médico. Hacía unos meses que sentía mareos inesperados. El último le hizo caer por las escaleras y ahora le dolía la muñeca izquierda. Quizás fuese un esguince, o una rotura. El médico le daría un diagnostico certero. Sacó el coche del pequeño jardín y se dirigió hacia el centro de la ciudad. No manejaba con soltura el coche, de hecho, nunca había sido diestra en su conducción, y ahora le dolía el brazo terriblemente.

Bajando la colina donde residía, la carretera serpenteaba entre palmeras, pequeños muros de piedra, y alguna que otra construcción, que algunos llamaban casas. Los paisanos al verla pasar le saludaban, a la vez que se apartaban de su recorrido. Instinto de supervivencia. Hacía años que le veían dar volantazos de un lado a otro del camino, y preferían seguir algún tiempo más en el mundo de los vivos, antes de morir bajo las ruedas de aquel simpático coche.

Cuando llegó a la plaza que daba la bienvenida a la ciudad, la anciana se vio envuelta en un suceso lamentable.

Una furgoneta conducida por una vaca se cruzó en su camino. Que la Renault Estafette iba guiada por una res vacuna fue algo que certificaron multitud de testigos que no podían observar como el señor Jean-Loup Grantomat estaba aplastado contra el lateral interior de la furgoneta. En sus improbos esfuerzos por liberarse del suplicio, no hacía sino apretar a fondo el acelerador.

La señora Beaujolais, de nombre Bernadette, afectada por intensos dolores en su muñeca llegaba al cruce que delimitaba la bonita plaza de considerable tamaño. En el centro de la misma, rodeada de un pequeño seto y de preciosos rosales se erigía una enorme estatua de Luis XIV, el Rey Sol. Frenó levemente al incorporarse a la misma, y cuando vio como una furgoneta, de la cual asomaba la cabeza de una vaca, se dirigía a toda velocidad en trayectoria de impacto, se olvidó del dolor de muñeca y pego un gran volantazo. El coche entró a toda velocidad al jardín y realizó un trompo que le llevó a impactar contra la efigie del monarca con su parte trasera.

La furgoneta también atravesó el jardín y chocó violentamente en el otro extremo del mismo con una ambulancia y un Jeep de la policía que la escoltaba. Este último volcó y sus tres ocupantes dieron con sus huesos en el suelo. La ambulancia humeante perdió su carga. La camilla con Pluto Vázquez terminó dócilmente contra una palmera. En su malestar general, el hombre daba gracias a Dios de no añadir a sus padecimientos los que le hubieran podido ocasionar una multitud de fracturas como la de los tres policías que yacían en el suelo. La Renault Estafette tampoco estaba en mejores condiciones, y mucho menos el señor Grantomat, víctima de aplastamiento y con una gran brecha en la frente que sangraba.

Horas más tarde el comisario que había sido despertado de su siesta, maldecía tener que hacer otro parte de un siniestro. Sin duda era la jornada más agotadora desde que ocupaba su cargo. El accidente de un motorista y ahora uno múltiple de una ambulancia, de una furgoneta, de un pequeño coche y de uno de sus escasos coches patrulla.

En el atestado posterior no hubo manera de eludir las referencias a que uno de los vehículos implicados iba conducido por una vaca, que se había dado a la fuga, y había sembrado el pánico dentro del Hospital Mental en el que se había refugiado. Varios de los locos se habían tirado de las ventanas, y una de las monjas que cuidaba de los desdichados , había sufrido en sus carnes una tremenda cornada.

La señora Beaujolais, de nombre Bernadette, se apeó desorientada de los restos de su Hillman Imp. A pesar de la violencia del impacto, no sumaba ningún daño físico nuevo. Se tuvo que apoyar en los restos humeantes para no caer, y en ese preciso instante, un fuerte temblor hizo que la estatua del monarca, irónicamente perdiera la cabeza, que fue a caer con absoluta precisión en el lugar que hasta ese momento ocupaba, llena de vida, la mujer.




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Sobresaltado Clemente se levantó de la cama y acudió al jardín de la piscina. Había sido un fuerte temblor seguido del ruido de una explosión. Aquello no era normal en absoluto, como tampoco lo era que un huésped se paseara desnudo por el exterior del local. Tanto Bárbara como una señora mayor que solía tomar el sol sin sujetador, miraron a aquel hombre, insignificante hasta el momento, con un interés desmedido. Quizás fuese por la erección de la que hacía gala, ya que en el momento de despertar soñaba con su querida Pepi y sus carnes otrora desbocadas.

-¿Que sucede?- preguntó a las damas.

-No sabemos- dijeron al unisono sin poder dejar de mirar ciertas partes de la anatomía de Clemente- quizás haya sido el volcán, aunque lleva más de dos siglos inactivo.

En ese instante una lluvia de pequeñas piedras humeantes invadieron el entorno. Eran del tamaño de una canica, poco más, y llamaba la atención que las que caían en la piscina hacían un ruido como de freír sardinas y desprendían vapor. Clemente agarró a los dos señoras y las protegió con su cuerpo llevándolas fuera de peligro al interior de su habitación.

En el jardín del Gobernador también llovieron piedras. Una de ellas, del tamaño de un coco, redujo a cenizas la mesa donde desayunaban momentos antes. De los restos de un diario, se podía ver la cara del criminal asesino que había mantenido en jaque a todo el gobierno de la nación más grande del mundo. Los perros que tan mala vida habían dado a los jardineros, minutos antes de la explosión, se habían refugiado en una madriguera que habían excavado a toda velocidad. Uno de ellos asomaba el rostro a intervalos regulares, y en un momento dado olfateó el ambiente y se metió lo más profundo que pudo en el interior. Eso causo sorpresa y salvó la vida del gobernador y su mujer.

-¡¡Es increible!!. ¿Has visto que agujero han hecho estos malditos perros?- dijo él, levantándose de la mesa.

-Habrá un topo en la zona querido- respondió ella.

-¿Un topo?. ¡Debería haber miles!. Semejante agujero, ¡habráse visto!....-

-Voy a ver......la verdad es que es grande el agujero. ¿Están lo seis dentro?- preguntó ella.

-¡Si! Y de vez en cuando uno de ellos se asoma.....maldita sea. Se ríen de nosotros...si no fuera....-.

Y en ese instante un temblor lo sacudió todo. Miraron al horizonte y de la cima de la montaña salía una pequeña estela de humo. Y comenzó la lluvia de piedras calcinadas. Y terminó la existencia de la mesa de desayuno.




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El padre León Chevallier desempeñaba su ministerio en la isla desde hacía doce años. Recordaba vívidamente el momento en que su superior le asignó su nuevo destino.

-Padre León, le confió la misión de evangelizar a los ciudadanos de una pequeña isla del caribe....-dijo con cierta solemnidad el superior.

-¡Pero padre!, sabe usted perfectamente que no soporto el calor.....-replicó este.

-Los caminos del Señor son inescrutables, padre León-.

-¿Pero no ve mi color de piel padre?, soy blanco como la leche, y tengo alergia al sol...-.

-Seguro que encontrará el modo, padre....-

-¿Acaso no tiene ningún destino que se adapte mejor a mis condiciones?, Laponia, incluso Siberia me sería más conveniente......- suplicó el padre León.

Días más tarde embarcaría con destino a una isla perdida en medio del océano. En el trayecto, que realizó ciertamente abatido, recordó la llamada del Señor. Décadas antes, una noche sentado en la mesa cenando, les dijo a sus padres que había sentido la llamada de Dios y que quería ingresar en el seminario.

-¿Has perdido el juicio?, ¿acaso quieres avergonzarme?- gritó su padre.

-He sentido la llamada de Dios, padre- contestó asustado el muchacho.

-¡Sabes de sobra que en esta casa nuestra única religión es el comunismo!- siguió gritando el padre que militaba en el Partido Comunista, que era líder sindical ferroviario en Lyon, y devoto de Trotsky- Te bautizamos con el nombre de “nuestro dios” y tu lo vas a deshonrar....si persistes en tu actitud te irás ahora mismo de esta casa.......-.

-Si. Me marcho al seminario. Quiero servir a Jesús....- y recibió una sonora bofetada de su padre que estaba fuera de si, rojo de ira y babeando.

-¡¡Yo lo mato!!. Mi hijo cura. No quiero volver a verte.......¡cabrón!-.

Y León Chevallier no volvió a ver a su padre hasta una semana antes de partir a evangelizar caribeños. Fue éste quien le hizo llamar. Estaba moribundo y deseaba que su hijo fuese a verle y le diera la extrema unción y le perdonara todos sus pecados tras una confesión en el lecho de muerte.

León se presentó en el domicilio familiar de donde seguía colgando de la pared un retrato de Trotsky junto a una bandera con la hoz y el martillo. Vio a su padre de color cerúleo y con la mirada marchita.

-Hijo, dame la extrema unción, perdona mis pecados...... el comunismo es el fin de la humanidad, he estado equivocado toda mi vida, creo que creo en Dios.....- dijo en un hilo de voz apenas audible.

Y León le devolvió la bofetada recibida años atrás, escupió en su cara y le maldijo.

-¡Muérete cabrón!- y salió cerrando de un portazo que sacudió el muro de donde pendía el retrato del líder comunista, que se estrelló con estrépito contra el suelo.

Ahora sudaba de modo abundante en el púlpito de la Iglesia de Notre Dame de la Mer. Sus feligreses acudían a la iglesia ya que se podía estar un buen rato dormitando al fresco. No eran demasiados, una treintena. En su mayor parte mujeres y mendigos.

-Hermanos........abramos el libro por la página 67 y leamos el Salmo 46, del 1 al 3........-dijo con tono solemne el párroco, con sobrepeso manifiesto, que sudaba abundantemente.....


“Dios es nuestro amparo y fortaleza,

Nuestro pronto auxilio en las tribulaciones.

Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida,

Y se traspasen los montes al corazón del mar;

Aunque bramen y se turben sus aguas,

Y tiemblen los montes a causa de su braveza.”


-¡Amén!- contestaron los feligreses que todavía permanecían despiertos.

Y en ese momento la tierra tembló. En apenas un minuto el techo de la iglesia se vino abajo aplastando a los fieles que no pudieron salir corriendo, que eran mayoría. Cuando el polvo fue desapareciendo, tan solo quedaba en píe el púlpito con el padre León cubierto de polvo y paralizado con su dedo acusador apuntando a la zona donde antes estaban sus parroquianos. Tardó horas en poder moverse y meses en recuperar el habla. De un plumazo su vida se vino abajo del mismo modo que el techo de la iglesia.


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Las dos mujeres se echaron en brazos de Clemente. Las había rescatado de una muerte segura. Quizás fuese algo exagerada esa apreciación, pero infinidad de guijarros humeantes salpicaba el paisaje que se veía detrás de los cristales.

Un rato más tarde los tres habían dado buena cuenta de la botella de licor que antes había retirado del bar del hotel. Cuando Clemente la descorchó, pensó que sería buena idea introducir media pastilla de esas que tenía y que conseguían animar a un muerto.

La señora mayor, la rubia del top less, resultó ser una auténtica devoradora de hombres, y la encargada del bar, Bárbara, no le andaba a la zaga. Desafortunadamente las bebidas espirituosas no le sentaban bien a Clemente y le provocaban perdidas de memoria, como en esta ocasión. No recordaba nada de nada, pero estaba seguro que se había comportado con su innata elegancia y saber estar. Con lealtad y fidelidad.

El estado en que apareció la habitación podría ser el resultado de haber introducido en ella un tornado, o una manada de elefantes enloquecidos. No quedaba nada en píe, nada que recordara su apariencia anterior, y el aspecto de las mujeres no era mucho mejor.

Se miraban a la cara y con sus gestos confirmaban que lo vivido no era de este mundo.

-¡¡What a man!!- decía la señora mayor.

-¡¡Incredible!!. Jamais vu........- dijo Bárbara.

En el exterior un gran grupo de empleados se afanaban en dejar todo en las mejores condiciones posibles, pero el director del complejo se preguntaba donde diablos estaba el agua de la piscina. Se había volatilizado, o eso parecía. Clemente tenía la respuesta, pero de ningún modo iba a revelar su truco, que tanto éxito tenía con la gente.

Los turistas querían abandonar la isla a toda prisa. Al menos hasta el momento en que los expertos que salieron a explicar lo sucedido resolvieron todas sus dudas. Un geologo de prestigio, un par de sismologos y otro vulcanologo explicaron con todo lujo de detalles que lo acaecido era “un estornudo del antiguo volcán”, que no había motivos para la preocupación, y que tardaría otros doscientos años en suceder algo parecido.

Era cierto que la lluvia de piedras y el humo, y el temblor de tierra habían provocado algún que otro estropicio, sin ir más lejos el derrumbe del techo de Notre Dame de la Mer, o la destrucción de un nuevo Volvo y de su propietaria que conducía con la seguridad de estar en un coche indestructible, pero ahora todo había cesado y la columna de humo del volcán apenas era perceptible, y poco a poco la calma invadía de nuevo la isla. Si los expertos decían que no había que preocuparse había que creerles sin discusión. Para eso habían estudiado.

No muy lejos del hotel, media docena de Teckel, abandonaban la madriguera donde se habían refugiado y salían en desbandada buscando alejarse lo máximo posible del volcán. En su loca carrera iban comiendo todo lo que encontraban por el camino. Eran insaciables, tanto como tercos y desobedientes. Parecían tener prisa y solo se detenían para olfatear el ambiente mirando en dirección a la montaña de fuego, para volver a correr despavoridos.

Nada presagiaba que el día y medio que le quedaba a Clemente de permanencia en la isla fuese a ser penoso o trágico. Y puede que tuviera razón.


Continuara.
Era tan bello el instante, que para detenerlo, sólo quedaba una opción.......el silencio.
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