Una historia de Europa (XLI)
Tampoco, mucho ojo con eso, hay que tirarse demasiados pegotes con Europa y sólo Europa. Seamos razonablemente humildes. Por aquí todo iba bien y aún iría mejor con el tiempo y los siglos, hasta convertirnos en referente cultural y moral del mundo; pero no era en absoluto el único lugar interesante, ni el más avanzado. La brillante Al-Andalus de entonces, la cultura de los monasterios y otros etcéteras ya estaban ahí, por supuesto; pero mientras en los castillos medievales norteños todavía se cantaban burdas gestas guerreras, a los constructores se les caían las primeras catedrales y señores feudales medio analfabetos se hacían picadillo entre sí, en otros lugares del mundo mayas y toltecas desarrollaban su arquitectura, los chinos usaban papel moneda, la civilización jemer levantaba Angkor Wat y Murasaki Shikibu (una japonesa elegante y refinada) escribía la Novela de Genji. Lo que pasa es que, como es Europa lo que nos interesa, pues aquí estamos. O estábamos. En Inglaterra, por ejemplo, después de la victoria contra los anglosajones, Guillermo el Conquistador había situado una familia de reyes normandos que, tras largas y sangrientas guerras civiles y de echarle el ojo a Escocia, Gales e Irlanda, acabaría convirtiéndose en esa dinastía Plantagenet que sale mucho en el teatro de Shakespeare y en las novelas de Walter Scott. Como detalle pintoresco señalaremos que ya por esa época hubo en Inglaterra un amago de monarca femenina (Matilde, se llamaba la criatura) que estuvo a punto de caramelo pero no llegó a cuajar, aunque sí anunció un estilo que luego, con Isabel I, Victoria I e Isabel II, consagraría el modelo tradicional, clásico, de grandes reinas británicas adecuadas para salir en el ¡Hola! Por lo demás, el sistema de dividir parte del poder real entre los nobles que participaban en la dirección del país (privilegio garantizado por la famosa Carta Magna a partir de 1215) acabó haciendo más fuerte a Inglaterra que a otras potencias europeas, lo que iba a notarse mucho con el tiempo. Entra aquí en escena, por cierto, mi rey inglés favorito desde que siendo niño leí la novela El talismán: Ricardo I, más conocido como Ricardo Corazón de León; aunque, en realidad, el tal Ricardo era un cantamañanas peliculero que en vez de gobernar bien Inglaterra, como era su obligación, se pasó la vida haciendo posturitas en plan romántico, luchando en las Cruzadas (de las que hablaremos muy pronto) y contra la Francia de la dinastía Capeto, que todavía no era un estado moderno y centralizado, sino un conjunto de condados, ducados y grandes señoríos feudales que se choteaban del poder real. El caso es que Ricardo de Inglaterra murió pronto, gracias a Dios, legando a su hermano Juan (el sufrido Juan Sin Tierra, malo habitual de las novelas y películas de Robin Hood) el marrón de resolver los problemas financieros que la frivolidad del difunto hermano le dejó como herencia, además de broncas continuas con los nobles de allí, dimes y diretes con los franceses, dificultad para cobrar impuestos (peripecias del sheriff de Nottingham y otros villanos novelescos) y problemas con el arzobispado de Canterbury que acabarían, incluso, con una excomunión por parte del papa Inocencio III, que de inocente tenía lo justo. Al final, para conseguir apoyos y que dejaran de moverle la silla en aquel circo donde hasta le crecían los enanos, Juan el Pupas acabó otorgando a sus barones la antedicha Carta Magna, que garantizaba los derechos y privilegios de la nobleza inglesa (Nadie será arrestado o encarcelado excepto por el juicio de sus iguales y las leyes del país) y, sobre todo, aportaba un importantísimo detalle a la hora de atribuir responsabilidades a quienes ejercían el poder: también un rey (metan aquí sonido de trompetas, tambores y hacha de verdugo) podía ser considerado culpable de delitos. Y eso, que hasta aquel momento y circunstancias había sido inimaginable, fue una novedad revolucionaria en lo que a monarquías se refiere. Por primera vez en la historia de Occidente, un rey (emérito o sin emeritar) podía ser sometido al castigo de la ley. Eso era pura modernidad de la buena, y durante los siguientes siglos aquel invento inglés iba a estar en el cimiento y desarrollo de numerosas naciones de todo el mundo: Oliverio Cromwell, Thomas Jefferson, la Revolución Francesa, la Revolución Rusa, Mahatma Gandhi y una larga nómina de personajes y sistemas políticos del futuro lo tendrían presente. Aunque lleve corona, quien la hace la paga. Algunas cabezas de monarcas que con el tiempo acabarían en un cesto real o simbólico iban a tener su justificación en aquella Inglaterra medieval del siglo XII. Lo que no deja de tener su morbo. O sea. Su puntito.
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[Continuará].
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UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XLII)
Antes de hablar de las cruzadas (que fueron el acontecimiento más espectacular y peliculero entre los siglos XI y XIII), o para situarlas en el contexto adecuado, hay que señalar dos elementos decisivos para la época: el imperio bizantino y la conquista de Sicilia por los normandos. Lo de Bizancio venía de antiguo: de cuando, dividido el imperio romano en plan tú a Boston y yo a California, la mitad occidental fue hecha bicarbonato de sosa por las invasiones bárbaras, mientras que la oriental aguantaba intacta (y siguió así hasta que en el siglo XV los turcos pasaron a los bizantinos por el filo del alfanje, tomaron Constantinopla y la llamaron Estambul). En aquella mitad oriental que se salvó del desastre de Roma se refugiaron la cultura, el pensamiento, las artes y las ciencias, mientras casi todo a poniente se iba al carajo; lo que dio a los bizantinos un aire de niños pijos, sofisticados, que desdeñaban a los catetos de la otra mitad europea. Luego, cuando las nuevas monarquías y el papado de Roma levantaron cabeza, se mantuvieron ese distanciamiento y esa enemistad; acentuados (cómo no) por las cuestiones religiosas, con una división del mundo cristiano que continúa hoy, diez siglos después. Como idiomas cultos y religiosos se establecieron el griego por una parte y el latín por la otra, y frente al papa de Roma se alzó la figura del patriarca de Constantinopla, en plan cada perro con su ciruelo: credo o no credo de Nicea, ritos e iconografías diferentes, hostias de pan sin levadura para unos y con levadura para otros, ideas sobre la naturaleza de Jesucristo (en plan que si era hijo del Padre, no lo era, o sólo pasaba por allí), sexo de los ángeles y otras chorradas que daban de comer a los teólogos. Hubo, en fin, mucho mentarse a la madre y mutuas excomuniones, durante un siglo y medio fracasaron todos los intentos de reconciliación y unidad, y el pifostio acabó en lo que los historiadores llaman Gran Cisma: dos iglesias principales en el mundo cristiano, católica romana y ortodoxa oriental, que todavía colean y, aunque ahora (siglo XXI) se hallan en razonable relación, aún se miran por encima del hombro. En cuanto al otro acontecimiento notable de entonces, también relacionado de refilón con Bizancio, es la hazaña impulsada por cuarenta caballeros normandos que, volviendo de peregrinar a Tierra Santa (la gente con pasta viajaba a Palestina en plan turista, visitando los lugares donde había nacido y padecido Jesucristo), decidieron apuntarse por su cuenta a la lucha contra los sarracenos que entonces asediaban Salerno y las posesiones bizantinas de la región. Los cuarenta de marras acabaron tomándole el gusto a la cosa, se corrió la voz por Normandía, y una peña de paisanos ansiosos de aventuras y botín se les fueron uniendo hasta crear unas mesnadas mercenarias que, al servicio de Bizancio o en su contra, según les pagaban, y aprovechando el barullo, se hicieron tan amos del cotarro que llegaron a capturar al papa León IX en la batalla de Benevento, con un par de huevos. Luego, consumado el Gran Cisma y ahora a favor de otro papa romano, Nicolás II, ayudaron a expulsar de Italia a los últimos bizantinos que allí quedaban. Uno de esos normandos, fulano listo, duro y peligroso llamado Roberto Guiscardo, se adueñó de Calabria y Apulia, se metió en Sicilia, que estaba en manos islámicas, tomó la ciudad de Mesina e hizo picadillo a los moros de la isla y sus cercanías (cuando viajas allí y ves a gente rubia y con ojos claros, no puedes evitar acordarte de Guiscardo y el resto de su pandilla). El caso es que en treinta años, con el aplauso de los papas de Roma, los normandos despejaron de musulmanes y bizantinos el sur de Italia, pusieron pie al otro lado del Adriático, en la costa de Albania, y no fueron más lejos porque Roberto Guiscardo palmó en 1085. Aun así, aquel estado militar y aventurero instalado en el corazón del Mediterráneo, encrucijada de tres grandes civilizaciones, tendría enorme influencia. Por esas fechas, los musulmanes habían renunciado a más conquistas y se conformaban con vivir tranquilos pirateando, comerciando y tal; pero se habían extendido demasiado y no tenían fronteras defendibles: Italia, Cerdeña y Sicilia volvían a manos cristianas, en España los nacientes reinos locales les estaban arrimando candela, y cada vez navegaban por el Mediterráneo más barcos genoveses (muy pronto también lo harían los de Venecia y los de la corona de Aragón). Para complicar las cosas, el 27 de noviembre de 1095, en la ciudad de Clermont, el papa Urbano II proclamó la Cruzada para liberar los santos lugares de Palestina. Y la cristiandad casi entera, al grito de «Dios lo quiere», se embarcó en esa portentosa y caballeresca aventura.
[Continuará].
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Antes de hablar de las cruzadas (que fueron el acontecimiento más espectacular y peliculero entre los siglos XI y XIII), o para situarlas en el contexto adecuado, hay que señalar dos elementos decisivos para la época: el imperio bizantino y la conquista de Sicilia por los normandos. Lo de Bizancio venía de antiguo: de cuando, dividido el imperio romano en plan tú a Boston y yo a California, la mitad occidental fue hecha bicarbonato de sosa por las invasiones bárbaras, mientras que la oriental aguantaba intacta (y siguió así hasta que en el siglo XV los turcos pasaron a los bizantinos por el filo del alfanje, tomaron Constantinopla y la llamaron Estambul). En aquella mitad oriental que se salvó del desastre de Roma se refugiaron la cultura, el pensamiento, las artes y las ciencias, mientras casi todo a poniente se iba al carajo; lo que dio a los bizantinos un aire de niños pijos, sofisticados, que desdeñaban a los catetos de la otra mitad europea. Luego, cuando las nuevas monarquías y el papado de Roma levantaron cabeza, se mantuvieron ese distanciamiento y esa enemistad; acentuados (cómo no) por las cuestiones religiosas, con una división del mundo cristiano que continúa hoy, diez siglos después. Como idiomas cultos y religiosos se establecieron el griego por una parte y el latín por la otra, y frente al papa de Roma se alzó la figura del patriarca de Constantinopla, en plan cada perro con su ciruelo: credo o no credo de Nicea, ritos e iconografías diferentes, hostias de pan sin levadura para unos y con levadura para otros, ideas sobre la naturaleza de Jesucristo (en plan que si era hijo del Padre, no lo era, o sólo pasaba por allí), sexo de los ángeles y otras chorradas que daban de comer a los teólogos. Hubo, en fin, mucho mentarse a la madre y mutuas excomuniones, durante un siglo y medio fracasaron todos los intentos de reconciliación y unidad, y el pifostio acabó en lo que los historiadores llaman Gran Cisma: dos iglesias principales en el mundo cristiano, católica romana y ortodoxa oriental, que todavía colean y, aunque ahora (siglo XXI) se hallan en razonable relación, aún se miran por encima del hombro. En cuanto al otro acontecimiento notable de entonces, también relacionado de refilón con Bizancio, es la hazaña impulsada por cuarenta caballeros normandos que, volviendo de peregrinar a Tierra Santa (la gente con pasta viajaba a Palestina en plan turista, visitando los lugares donde había nacido y padecido Jesucristo), decidieron apuntarse por su cuenta a la lucha contra los sarracenos que entonces asediaban Salerno y las posesiones bizantinas de la región. Los cuarenta de marras acabaron tomándole el gusto a la cosa, se corrió la voz por Normandía, y una peña de paisanos ansiosos de aventuras y botín se les fueron uniendo hasta crear unas mesnadas mercenarias que, al servicio de Bizancio o en su contra, según les pagaban, y aprovechando el barullo, se hicieron tan amos del cotarro que llegaron a capturar al papa León IX en la batalla de Benevento, con un par de huevos. Luego, consumado el Gran Cisma y ahora a favor de otro papa romano, Nicolás II, ayudaron a expulsar de Italia a los últimos bizantinos que allí quedaban. Uno de esos normandos, fulano listo, duro y peligroso llamado Roberto Guiscardo, se adueñó de Calabria y Apulia, se metió en Sicilia, que estaba en manos islámicas, tomó la ciudad de Mesina e hizo picadillo a los moros de la isla y sus cercanías (cuando viajas allí y ves a gente rubia y con ojos claros, no puedes evitar acordarte de Guiscardo y el resto de su pandilla). El caso es que en treinta años, con el aplauso de los papas de Roma, los normandos despejaron de musulmanes y bizantinos el sur de Italia, pusieron pie al otro lado del Adriático, en la costa de Albania, y no fueron más lejos porque Roberto Guiscardo palmó en 1085. Aun así, aquel estado militar y aventurero instalado en el corazón del Mediterráneo, encrucijada de tres grandes civilizaciones, tendría enorme influencia. Por esas fechas, los musulmanes habían renunciado a más conquistas y se conformaban con vivir tranquilos pirateando, comerciando y tal; pero se habían extendido demasiado y no tenían fronteras defendibles: Italia, Cerdeña y Sicilia volvían a manos cristianas, en España los nacientes reinos locales les estaban arrimando candela, y cada vez navegaban por el Mediterráneo más barcos genoveses (muy pronto también lo harían los de Venecia y los de la corona de Aragón). Para complicar las cosas, el 27 de noviembre de 1095, en la ciudad de Clermont, el papa Urbano II proclamó la Cruzada para liberar los santos lugares de Palestina. Y la cristiandad casi entera, al grito de «Dios lo quiere», se embarcó en esa portentosa y caballeresca aventura.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XLIII)
Las cruzadas no cambiaron la historia de Europa ni la del mundo, pero durante dos siglos fueron una empresa aventurera, desordenada, caballeresca y sangrienta. Con ese nombre oficial hubo ocho, aunque ni siquiera los historiadores se ponen de acuerdo sobre su número exacto. Los turcos seljúcidas se habían apoderado de Tierra Santa, incordiando a los peregrinos que turisteaban por allí (eso es lo que dijo el papa Urbano II para calentar el ambiente), y en el año 1095 se hizo un llamamiento a la cristiandad para recuperar aquello. Un monje llamado Pedro el Ermitaño emprendió viaje arengando multitudes, y tras él fueron millares de hombres, mujeres y niños (la parte folklórica del asunto) y caballeros franceses, alemanes e italianos (la parte seria). A los primeros los hicieron picadillo los turcos apenas asomaron por allí, pero los segundos tomaron Jerusalén a sangre y fuego, haciendo una escabechina espantosa de mahometanos (y de paso, de cuanto judío encontraron por el camino). Aquella fue la Primera Cruzada, que creó pequeños estados o reinos cristianos en Palestina que no tardarían en volver a manos musulmanas. Eso dio lugar a otras cruzadas, de la que la más famosa y pinturera es la tercera (inmortalizada por Walter Scott en su novela El talismán). En ella participaron tres reyes: Ricardo de Inglaterra, Felipe de Francia y Federico de Alemania. El alemán se ahogó en el viaje y los otros se llevaron fatal, aunque el protagonismo fue del inglés, más conocido por Ricardo Corazón de León. Al uso caballeresco de la época, éste se hizo amiguete del rey musulmán de allí, un tal Saladino, con quien llegó a treguas y pactos que, eso sí, duraron poco tiempo. Hubo luego otras cruzadas, algunas más disparatadas que otras (incluso una de niños, lo juro, que acabaron todos esclavos de los piratas y los mahometanos), y otra en la que en vez de recuperar Jerusalén los cruzados saquearon Constantinopla, que era capital del imperio cristiano bizantino pero les quedaba más cerca. Resumiendo: aquella prolongada aventura (que duró de 1095 a 1291) fue un fracaso de campeonato. El espíritu caballeresco se diluyó en las ansias de botín y los intereses particulares de cada cual, y Europa no se benefició casi nada. Como todo se hizo a espadazo limpio, cortando cabezas, tampoco sirvió para que los reinos medievales obtuviesen conocimientos económicos ni científicos de Oriente, que por esa época llegaban sólo a través de Sicilia y España (aquí pasamos mucho de las cruzadas porque teníamos nuestra propia carnicería privada entre moros y cristianos). El caso es que esos dos siglos de sangre y barbarie en nombre de Dios no cristianizaron Palestina, ni domeñaron a los musulmanes, ni aseguraron Jerusalén para la cristiandad, ni garantizaron la supervivencia de Constantinopla, que siglo y medio después caería en manos turcas. En cuanto a lo positivo, y dentro de lo que cabe, aquella frustrada empresa alumbró el nacimiento de las órdenes de monjes-soldados hospitalarios y templarios (estos últimos darían pie a muchas leyendas y literatura) y, sobre todo, al exigir los establecimientos militares en Tierra Santa un importante apoyo logístico, hizo que la navegación cristiana se extendiera por el Mediterráneo, facilitando el enriquecimiento de las burguesías italianas con la expansión hacia Levante de los imperios comerciales de Venecia y Génova. Éstas fueron las auténticas beneficiarias de aquella peripecia, y también la única consecuencia positiva de las cruzadas en el futuro de Occidente, por la Italia estupenda que iban a poner a punto de caramelo. Sin embargo, como sombrío reverso de la moneda, el espíritu de cruzada, o sea, el concepto de Guerra Santa que tan ineficaz había sido frente al Islam, iba a volverse ahora contra los propios europeos, cual si la frustración religiosa por no haber conseguido Palestina se vengara en las disidencias y herejías locales. Hacían falta (y nunca mejor dicho) otras cabezas de turco. La cruzada interior es aún más justa y conforme a razón, escribió el Hostiense con un par de huevos. Y es que ya no se trataba de convertir al pagano, al cismático o al heterodoxo, sino de exterminarlos por la cara. Eso justificó las matanzas de cátaros, husitas, prusianos, vendos y lithanianos: todo se acabó planteando también como cruzada, pues todo cabía en tan fanático cajón de sastre. Y nada resume mejor la intransigencia ambiental que lo dicho por el abad del Císter Arnaldo Amalric (un verdadero hijo de puta con terraza y balcones a la calle) durante la guerra contra los albigenses, cuando al pasar a cuchillo a los 60.000 habitantes de Beziers le comentaron que había católicos entre ellos: Matadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos.
[Continuará].
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Las cruzadas no cambiaron la historia de Europa ni la del mundo, pero durante dos siglos fueron una empresa aventurera, desordenada, caballeresca y sangrienta. Con ese nombre oficial hubo ocho, aunque ni siquiera los historiadores se ponen de acuerdo sobre su número exacto. Los turcos seljúcidas se habían apoderado de Tierra Santa, incordiando a los peregrinos que turisteaban por allí (eso es lo que dijo el papa Urbano II para calentar el ambiente), y en el año 1095 se hizo un llamamiento a la cristiandad para recuperar aquello. Un monje llamado Pedro el Ermitaño emprendió viaje arengando multitudes, y tras él fueron millares de hombres, mujeres y niños (la parte folklórica del asunto) y caballeros franceses, alemanes e italianos (la parte seria). A los primeros los hicieron picadillo los turcos apenas asomaron por allí, pero los segundos tomaron Jerusalén a sangre y fuego, haciendo una escabechina espantosa de mahometanos (y de paso, de cuanto judío encontraron por el camino). Aquella fue la Primera Cruzada, que creó pequeños estados o reinos cristianos en Palestina que no tardarían en volver a manos musulmanas. Eso dio lugar a otras cruzadas, de la que la más famosa y pinturera es la tercera (inmortalizada por Walter Scott en su novela El talismán). En ella participaron tres reyes: Ricardo de Inglaterra, Felipe de Francia y Federico de Alemania. El alemán se ahogó en el viaje y los otros se llevaron fatal, aunque el protagonismo fue del inglés, más conocido por Ricardo Corazón de León. Al uso caballeresco de la época, éste se hizo amiguete del rey musulmán de allí, un tal Saladino, con quien llegó a treguas y pactos que, eso sí, duraron poco tiempo. Hubo luego otras cruzadas, algunas más disparatadas que otras (incluso una de niños, lo juro, que acabaron todos esclavos de los piratas y los mahometanos), y otra en la que en vez de recuperar Jerusalén los cruzados saquearon Constantinopla, que era capital del imperio cristiano bizantino pero les quedaba más cerca. Resumiendo: aquella prolongada aventura (que duró de 1095 a 1291) fue un fracaso de campeonato. El espíritu caballeresco se diluyó en las ansias de botín y los intereses particulares de cada cual, y Europa no se benefició casi nada. Como todo se hizo a espadazo limpio, cortando cabezas, tampoco sirvió para que los reinos medievales obtuviesen conocimientos económicos ni científicos de Oriente, que por esa época llegaban sólo a través de Sicilia y España (aquí pasamos mucho de las cruzadas porque teníamos nuestra propia carnicería privada entre moros y cristianos). El caso es que esos dos siglos de sangre y barbarie en nombre de Dios no cristianizaron Palestina, ni domeñaron a los musulmanes, ni aseguraron Jerusalén para la cristiandad, ni garantizaron la supervivencia de Constantinopla, que siglo y medio después caería en manos turcas. En cuanto a lo positivo, y dentro de lo que cabe, aquella frustrada empresa alumbró el nacimiento de las órdenes de monjes-soldados hospitalarios y templarios (estos últimos darían pie a muchas leyendas y literatura) y, sobre todo, al exigir los establecimientos militares en Tierra Santa un importante apoyo logístico, hizo que la navegación cristiana se extendiera por el Mediterráneo, facilitando el enriquecimiento de las burguesías italianas con la expansión hacia Levante de los imperios comerciales de Venecia y Génova. Éstas fueron las auténticas beneficiarias de aquella peripecia, y también la única consecuencia positiva de las cruzadas en el futuro de Occidente, por la Italia estupenda que iban a poner a punto de caramelo. Sin embargo, como sombrío reverso de la moneda, el espíritu de cruzada, o sea, el concepto de Guerra Santa que tan ineficaz había sido frente al Islam, iba a volverse ahora contra los propios europeos, cual si la frustración religiosa por no haber conseguido Palestina se vengara en las disidencias y herejías locales. Hacían falta (y nunca mejor dicho) otras cabezas de turco. La cruzada interior es aún más justa y conforme a razón, escribió el Hostiense con un par de huevos. Y es que ya no se trataba de convertir al pagano, al cismático o al heterodoxo, sino de exterminarlos por la cara. Eso justificó las matanzas de cátaros, husitas, prusianos, vendos y lithanianos: todo se acabó planteando también como cruzada, pues todo cabía en tan fanático cajón de sastre. Y nada resume mejor la intransigencia ambiental que lo dicho por el abad del Císter Arnaldo Amalric (un verdadero hijo de puta con terraza y balcones a la calle) durante la guerra contra los albigenses, cuando al pasar a cuchillo a los 60.000 habitantes de Beziers le comentaron que había católicos entre ellos: Matadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XLIV)
En realidad la Guerra de los Cien Años duró ciento dieciséis (de 1337 a 1453, que ya es tener guerra); pero dicho así queda más bonito, y con ese nombre se conoce un largo conflicto bélico, aliviado por algunos períodos de tregua, que hubo entre Inglaterra y Francia; y en el que, por cierto, España participó de refilón. También se vio interrumpido por una epidemia, la Peste Negra, que dejó a Europa tiritando (la película El séptimo sello de Ingmar Bergman, el caballero que juega al ajedrez con la Muerte, tiene mucho que ver con eso). En cuanto a las causas del conflicto, fueron tan variadas y complejas que dejo su explicación a los historiadores serios, que también tienen que ganarse el jornal. Aquí lo resumiré en corto: los reyes de Francia y de Inglaterra necesitaban dinero (lo que suele ser causa de casi todas las escabechinas que en el mundo han sido). Y como la presión fiscal sobre los súbditos no era suficiente, querían ampliar territorios para obtener más pasta. Tres regiones europeas eran peritas en dulce para unos y otros: Flandes (tejidos y paños), la Guyena (vinos y riqueza agrícola) y Bretaña (que ahora no recuerdo lo que tenía). Y ahí se fueron liando, primero con empujoncitos de vecinos y luego a sartenazo limpio. La casa reinante en Inglaterra era la de los Plantagenet; pero en la francesa, que hasta entonces había sido la de los Capetos, hubo cambios notables. Uno de los últimos de esa familia, Felipe IV alias el Hermoso (por lo visto era un guaperas), había liquidado la orden del Temple, quemando en la hoguera al gran maestre Jacques de Molay. Y el templario, que tenía mal perder, mientras se convertía en churrasco de barbacoa maldijo al rey y a su pastelera madre, profetizando la extinción de la dinastía. El rey se partió de risa al oírlo, o eso cuentan; pero, fuese visión de futuro o simple chiripa, el franchute murió aquel mismo año (1328), no dejó varones para heredar (eran otros tiempos) y entre pitos y flautas la dinastía Capeto se extinguió con él, subiendo al trono la casa de Valois. La Guerra de los Cien Años, que como dije se calentaba de antiguo, puede clasificarse en tres o cuatro grandes períodos. El primero, de superioridad claramente inglesa, lo empezó el rey Eduardo III al reclamar derechos frente a la corona de Francia. Tenía un hijo que era un figura, el legendario Príncipe Negro, y éste y los arqueros galeses dieron las suyas y las del pulpo a la crema de la nobleza francesa, con su orgullosa caballería, a la que hicieron picadillo en lata en las batallas de Crézy y Poitiers, lugar este último donde cayó prisionero el rey Juan II de la Frans. Y, por si fuera poco, una revuelta campesina (la Grande Jacquerie, la llamaron) complicó mucho la retaguardia gabacha. Todo eso acabó por dar a Inglaterra amplias extensiones territoriales en suelo francés; y de ese modo unos y otros entraron en la segunda etapa de la guerra. Ésta, por cierto, incluyó la intervención de Francia e Inglaterra en una contienda civil, muy española ella, que tuvo lugar en Castilla entre Pedro I el Cruel y su hermano Enrique de Trastámara (eso dio pie a la batalla naval de la Rochela, 1372, cuando las naves castellanas hicieron astillas a la escuadra inglesa, episodio que los historiadores británicos procuran soslayar con mucho cuidado). En esa segunda fase bélica la cosa anduvo más equilibrada, con ataques y contraataques que, al terminar por agotamiento y tras la muerte de Eduardo III y del Príncipe Negro (el equivalente francés de éste era otro famoso guerrero llamado Beltrán Duguesclin), dejaron a los ingleses con sus posesiones en suelo francés reducidas a la ciudad de Calais y a una pequeña porción de la Guyena situada entre Bayona y Burdeos. Siguió una tregua que se fue al carajo más o menos hacia 1396, debido al apoyo de Francia al reino de Escocia (que se resistía como gato panza arriba a ser anexionado por Inglaterra) y a las intrigas inglesas en Flandes (que se resistía a quedar bajo la influencia de Francia). Esta tercera etapa es la más teatral, pues a Shakespeare le daría cuartel, dos siglos después, para algunas de sus mejores tragedias. Tras luchar contra escoceses, galeses e irlandeses, Enrique V, el nuevo rey de los pelos de zanahoria, desembarcó en Normandía (inaugurando esa costumbre) con un ejército más bien modesto que, aliado con el duque de Borgoña, que no tragaba al rey francés, hizo pedazos al ejército enemigo en la batalla de Agincourt. Luego tomó Caen pasando a cuchillo a todos los hombres sin que le temblara el pulso, y mediante el tratado de Troyes (1420) y un matrimonio con Catalina de Valois (hija del rey Carlos VI, que ya estaba para los tigres) lo dejó todo a punto de caramelo para que su hijo, si lo tenía, fuese rey simultáneo de Francia e Inglaterra. Jugada magistral, si hubiera salido bien. Pero no le salió.
[Continuará].
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En realidad la Guerra de los Cien Años duró ciento dieciséis (de 1337 a 1453, que ya es tener guerra); pero dicho así queda más bonito, y con ese nombre se conoce un largo conflicto bélico, aliviado por algunos períodos de tregua, que hubo entre Inglaterra y Francia; y en el que, por cierto, España participó de refilón. También se vio interrumpido por una epidemia, la Peste Negra, que dejó a Europa tiritando (la película El séptimo sello de Ingmar Bergman, el caballero que juega al ajedrez con la Muerte, tiene mucho que ver con eso). En cuanto a las causas del conflicto, fueron tan variadas y complejas que dejo su explicación a los historiadores serios, que también tienen que ganarse el jornal. Aquí lo resumiré en corto: los reyes de Francia y de Inglaterra necesitaban dinero (lo que suele ser causa de casi todas las escabechinas que en el mundo han sido). Y como la presión fiscal sobre los súbditos no era suficiente, querían ampliar territorios para obtener más pasta. Tres regiones europeas eran peritas en dulce para unos y otros: Flandes (tejidos y paños), la Guyena (vinos y riqueza agrícola) y Bretaña (que ahora no recuerdo lo que tenía). Y ahí se fueron liando, primero con empujoncitos de vecinos y luego a sartenazo limpio. La casa reinante en Inglaterra era la de los Plantagenet; pero en la francesa, que hasta entonces había sido la de los Capetos, hubo cambios notables. Uno de los últimos de esa familia, Felipe IV alias el Hermoso (por lo visto era un guaperas), había liquidado la orden del Temple, quemando en la hoguera al gran maestre Jacques de Molay. Y el templario, que tenía mal perder, mientras se convertía en churrasco de barbacoa maldijo al rey y a su pastelera madre, profetizando la extinción de la dinastía. El rey se partió de risa al oírlo, o eso cuentan; pero, fuese visión de futuro o simple chiripa, el franchute murió aquel mismo año (1328), no dejó varones para heredar (eran otros tiempos) y entre pitos y flautas la dinastía Capeto se extinguió con él, subiendo al trono la casa de Valois. La Guerra de los Cien Años, que como dije se calentaba de antiguo, puede clasificarse en tres o cuatro grandes períodos. El primero, de superioridad claramente inglesa, lo empezó el rey Eduardo III al reclamar derechos frente a la corona de Francia. Tenía un hijo que era un figura, el legendario Príncipe Negro, y éste y los arqueros galeses dieron las suyas y las del pulpo a la crema de la nobleza francesa, con su orgullosa caballería, a la que hicieron picadillo en lata en las batallas de Crézy y Poitiers, lugar este último donde cayó prisionero el rey Juan II de la Frans. Y, por si fuera poco, una revuelta campesina (la Grande Jacquerie, la llamaron) complicó mucho la retaguardia gabacha. Todo eso acabó por dar a Inglaterra amplias extensiones territoriales en suelo francés; y de ese modo unos y otros entraron en la segunda etapa de la guerra. Ésta, por cierto, incluyó la intervención de Francia e Inglaterra en una contienda civil, muy española ella, que tuvo lugar en Castilla entre Pedro I el Cruel y su hermano Enrique de Trastámara (eso dio pie a la batalla naval de la Rochela, 1372, cuando las naves castellanas hicieron astillas a la escuadra inglesa, episodio que los historiadores británicos procuran soslayar con mucho cuidado). En esa segunda fase bélica la cosa anduvo más equilibrada, con ataques y contraataques que, al terminar por agotamiento y tras la muerte de Eduardo III y del Príncipe Negro (el equivalente francés de éste era otro famoso guerrero llamado Beltrán Duguesclin), dejaron a los ingleses con sus posesiones en suelo francés reducidas a la ciudad de Calais y a una pequeña porción de la Guyena situada entre Bayona y Burdeos. Siguió una tregua que se fue al carajo más o menos hacia 1396, debido al apoyo de Francia al reino de Escocia (que se resistía como gato panza arriba a ser anexionado por Inglaterra) y a las intrigas inglesas en Flandes (que se resistía a quedar bajo la influencia de Francia). Esta tercera etapa es la más teatral, pues a Shakespeare le daría cuartel, dos siglos después, para algunas de sus mejores tragedias. Tras luchar contra escoceses, galeses e irlandeses, Enrique V, el nuevo rey de los pelos de zanahoria, desembarcó en Normandía (inaugurando esa costumbre) con un ejército más bien modesto que, aliado con el duque de Borgoña, que no tragaba al rey francés, hizo pedazos al ejército enemigo en la batalla de Agincourt. Luego tomó Caen pasando a cuchillo a todos los hombres sin que le temblara el pulso, y mediante el tratado de Troyes (1420) y un matrimonio con Catalina de Valois (hija del rey Carlos VI, que ya estaba para los tigres) lo dejó todo a punto de caramelo para que su hijo, si lo tenía, fuese rey simultáneo de Francia e Inglaterra. Jugada magistral, si hubiera salido bien. Pero no le salió.
[Continuará].
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XLV)
Sobre la última etapa de la guerra de los Cien Años campea una figura asombrosa: Juana de Arco (Jeanne d’Arc para los de allí), alias la Doncella (la pucelle, o sea, que era y murió virgen) de Orléans. Se hizo famosa a los 17 años y la quemaron en la hoguera a los 19, visto y no visto; pero en ese poco tiempo tuvo ocasión de convertirse en leyenda y cambiar por completo el curso de la historia de Francia; lo que no está mal para una campesina jovencita y analfabeta. Casi todo el país estaba en manos de Inglaterra y sus aliados borgoñones, y el delfín Carlos, heredero del trono, era un tiñalpa debilucho y asustado que no tenía media hostia. Los ingleses estaban a pique de tomar la ciudad de Orléans y la cosa pintaba negra para la Frans, cuando Juana salió a escena. Según dijo, y acabaron creyéndola, se le habían aparecido el arcángel San Miguel y Santa Margarita (y alguna santa más que ahora no recuerdo) para decirle que ayudara a echar de su tierra a los ingleses. Tomándose a sí misma en serio y tras varios intentos, Juana logró conectar con el delfín; que a esas alturas, de perdidos al río, era capaz de agarrarse a un clavo ardiendo. La chica resultó lista de narices, tenía una labia, un valor y un carisma fascinantes, y se los trajinó a todos de maravilla. Luego, ciñendo espada y revestida de armadura, fue a ponerse al frente de las tropas franchutes, con dos ovarios. Su presencia y el hecho de que fuera una muchacha vestida de soldado enardeció al ejército; y para más morbo, resultó herida de un flechazo entre el cuello y el hombro mientras sostenía el estandarte frente al enemigo. Aquello fue ya el delirio. Orléans quedó liberada y Juana aconsejó atacar Reims, en cuya catedral se coronaban los reyes de Francia, así que allá fue con toda la peña. Se dio el asalto, Juana participó en primera línea y resultó herida de nuevo (una pedrada certera que alguien con buen ojo le tiró desde la muralla). La ciudad se rindió en julio de 1429 y Carlos VII fue coronado rey mientras Juana, siempre vestida de hombre con su armadura y su espada, ocupaba el lugar de honor en la ceremonia. Luego, con ella en estrecha colaboración con los jefes militares, los franceses siguieron dando candela a los ingleses (en el asalto a París resultó herida por tercera vez, ahora con un ballestazo en una pierna), y una vez firmada la tregua con éstos (que ya estaban de la doncellita hasta los cojones y pedían un respiro), las tropas de Carlos VII se volvieron contra las de Borgoña para ajustarles las cuentas. Pero, cosas de la vida, el ambiente local estaba cambiando para Juana. Los reyes suelen ser ingratos, los cortesanos envidiosos, la pucelle de Orléans se había engrandecido mucho y a los enemigos ya no sólo los tenía enfrente, en los campos de batalla, sino también montados en la chepa. El rey ya no la necesitaba como antes, y además empezaron a comerle la oreja («Cuidado, majestad, que la niña anda muy chula, a ver quién se ha creído esa zorrita que es, a saber si es tan virgen como dice») y se acabaron enfriando las relaciones entre el monarca y la espléndida chica a la que debía el trono. En 1430, en Compiègne, a ella se le acabó la suerte: los borgoñones la capturaron en una emboscada. Encarcelada en sucesivos castillos de los que intentó fugarse sin éxito, Carlos VII pasó bastante de su futuro. Entonces los borgoñones se la vendieron por 10.000 libras a los ingleses, que le tenían unas ganas fáciles de imaginar (Shakespeare, como inglés que era, le tiró luego pullitas en su tragedia Enrique VI). En prisión fue maltratada y sufrió un intento de violación. Después, un tribunal de clérigos pro-borgoñones y pro-ingleses, ilustres comepollas gabachos asociados a la universidad de París, la procesó por herejía, por vestirse de hombre y por todo cuanto se les ocurrió colocarle. El juicio fue una farsa y una infamia reconocida luego por los propios jueces, a quienes los ingleses exigieron sentencia condenatoria. Así que el 30 de mayo de 1431, la joven que en sólo veinticuatro meses había salvado a Francia, derrotado a Inglaterra, acojonado a Borgoña y hecho coronar a un rey, fue quemada en la ciudad de Rouen y arrojados sus restos al Sena, apenas cumplidos los 19. La guerra de los Cien Años aún iba a durar veintidós, pero al acabar ésta los ingleses habrían perdido todas sus posesiones continentales a excepción de la ciudad de Calais, y la monarquía francesa quedaba a punto de caramelo para entrar en la modernidad europea de finales del siglo XV y comienzos del XVI. En cuanto a la doncella de Orléans, la iglesia católica acabó rehabilitando su memoria: el juicio se declaró injusto e infame en 1456, fue beatificada en 1909 y canonizada como Santa Juana de Arco en 1920. Hoy es considerada la más grande heroína en la historia de esa Francia que la dejó morir.
[Continuará].
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Sobre la última etapa de la guerra de los Cien Años campea una figura asombrosa: Juana de Arco (Jeanne d’Arc para los de allí), alias la Doncella (la pucelle, o sea, que era y murió virgen) de Orléans. Se hizo famosa a los 17 años y la quemaron en la hoguera a los 19, visto y no visto; pero en ese poco tiempo tuvo ocasión de convertirse en leyenda y cambiar por completo el curso de la historia de Francia; lo que no está mal para una campesina jovencita y analfabeta. Casi todo el país estaba en manos de Inglaterra y sus aliados borgoñones, y el delfín Carlos, heredero del trono, era un tiñalpa debilucho y asustado que no tenía media hostia. Los ingleses estaban a pique de tomar la ciudad de Orléans y la cosa pintaba negra para la Frans, cuando Juana salió a escena. Según dijo, y acabaron creyéndola, se le habían aparecido el arcángel San Miguel y Santa Margarita (y alguna santa más que ahora no recuerdo) para decirle que ayudara a echar de su tierra a los ingleses. Tomándose a sí misma en serio y tras varios intentos, Juana logró conectar con el delfín; que a esas alturas, de perdidos al río, era capaz de agarrarse a un clavo ardiendo. La chica resultó lista de narices, tenía una labia, un valor y un carisma fascinantes, y se los trajinó a todos de maravilla. Luego, ciñendo espada y revestida de armadura, fue a ponerse al frente de las tropas franchutes, con dos ovarios. Su presencia y el hecho de que fuera una muchacha vestida de soldado enardeció al ejército; y para más morbo, resultó herida de un flechazo entre el cuello y el hombro mientras sostenía el estandarte frente al enemigo. Aquello fue ya el delirio. Orléans quedó liberada y Juana aconsejó atacar Reims, en cuya catedral se coronaban los reyes de Francia, así que allá fue con toda la peña. Se dio el asalto, Juana participó en primera línea y resultó herida de nuevo (una pedrada certera que alguien con buen ojo le tiró desde la muralla). La ciudad se rindió en julio de 1429 y Carlos VII fue coronado rey mientras Juana, siempre vestida de hombre con su armadura y su espada, ocupaba el lugar de honor en la ceremonia. Luego, con ella en estrecha colaboración con los jefes militares, los franceses siguieron dando candela a los ingleses (en el asalto a París resultó herida por tercera vez, ahora con un ballestazo en una pierna), y una vez firmada la tregua con éstos (que ya estaban de la doncellita hasta los cojones y pedían un respiro), las tropas de Carlos VII se volvieron contra las de Borgoña para ajustarles las cuentas. Pero, cosas de la vida, el ambiente local estaba cambiando para Juana. Los reyes suelen ser ingratos, los cortesanos envidiosos, la pucelle de Orléans se había engrandecido mucho y a los enemigos ya no sólo los tenía enfrente, en los campos de batalla, sino también montados en la chepa. El rey ya no la necesitaba como antes, y además empezaron a comerle la oreja («Cuidado, majestad, que la niña anda muy chula, a ver quién se ha creído esa zorrita que es, a saber si es tan virgen como dice») y se acabaron enfriando las relaciones entre el monarca y la espléndida chica a la que debía el trono. En 1430, en Compiègne, a ella se le acabó la suerte: los borgoñones la capturaron en una emboscada. Encarcelada en sucesivos castillos de los que intentó fugarse sin éxito, Carlos VII pasó bastante de su futuro. Entonces los borgoñones se la vendieron por 10.000 libras a los ingleses, que le tenían unas ganas fáciles de imaginar (Shakespeare, como inglés que era, le tiró luego pullitas en su tragedia Enrique VI). En prisión fue maltratada y sufrió un intento de violación. Después, un tribunal de clérigos pro-borgoñones y pro-ingleses, ilustres comepollas gabachos asociados a la universidad de París, la procesó por herejía, por vestirse de hombre y por todo cuanto se les ocurrió colocarle. El juicio fue una farsa y una infamia reconocida luego por los propios jueces, a quienes los ingleses exigieron sentencia condenatoria. Así que el 30 de mayo de 1431, la joven que en sólo veinticuatro meses había salvado a Francia, derrotado a Inglaterra, acojonado a Borgoña y hecho coronar a un rey, fue quemada en la ciudad de Rouen y arrojados sus restos al Sena, apenas cumplidos los 19. La guerra de los Cien Años aún iba a durar veintidós, pero al acabar ésta los ingleses habrían perdido todas sus posesiones continentales a excepción de la ciudad de Calais, y la monarquía francesa quedaba a punto de caramelo para entrar en la modernidad europea de finales del siglo XV y comienzos del XVI. En cuanto a la doncella de Orléans, la iglesia católica acabó rehabilitando su memoria: el juicio se declaró injusto e infame en 1456, fue beatificada en 1909 y canonizada como Santa Juana de Arco en 1920. Hoy es considerada la más grande heroína en la historia de esa Francia que la dejó morir.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XLVI)
En el último tercio del siglo XIV, los papas regresaron a Roma. Suena raro, pero es que durante sesenta y ocho años, entre 1309 y 1377, los sucesores de Pedro habían ido a instalarse en una ciudad francesa llamada Avignon, o Aviñón. Alemania e Inglaterra andaban en sus cosas, en España seguían escabechándose moros y cristianos, y el reino bizantino resistía como gato panza arriba la presión turca. En ese momento, pese a la prolongada rivalidad con Inglaterra, el reino de Francia era el rien ne va plus del prestigio y la cultura, y sus reyes los más elegantes y pijolines de Occidente. El papa de turno era el arzobispo de Burdeos, que tenía excelentes relaciones con la monarquía de allí. Además, los Estados Pontificios no se bastaban solos para mantener el esfuerzo militar y económico del papado (de los 300.000 florines de oro anuales que ingresaba el papa, sólo la cuarta parte procedían de Italia). Roma era estratégicamente incómoda y desde allí se controlaba mal la vasta estructura de la Iglesia católica, mientras que en Aviñón se estaba más cerca de todo, en especial del flujo de dinero que proporcionaban los conventos, monasterios y obispados repartidos por Europa. Con la llegada de los papas, la ciudad francesa se convirtió en una cosmopolita capital administrativa y financiera con cientos de funcionarios, cardenales, banqueros y embajadores extranjeros. Durante ese período de papas franceses, en la nueva sede pontificia se hizo encaje de bolillos cuidando al mismo tiempo los intereses italianos, el buen rollo con Francia y la relación con el mundo católico en general. Hubo un momento de gran brillantez que el historiador George Holmes calificó de amalgama de poder principesco y autoridad espiritual, con zorros astutos y eficientes como Juan XII y sobre todo con Clemente VI, que fue el más grande de todos ellos: un artista en política internacional y tan grand seigneur que hasta fundó una dinastía, pues años después llegaría al papado Gregorio XI, que era su sobrino (un lindo botón de muestra del nepotismo de los pontífices de aquellos tiempos del cuplé: canónigo a los 11 años y cardenal a los 19). Ese tinglado funcionó durante mucho tiempo, hasta que en Italia empezaron a mosquearse por el descarado chauvinismo de los papas, por tenerlos a ellos tan lejos y a sus recaudadores de impuestos tan cerca. Al final, viendo venir el nublado, Gregorio XI devolvió la sede papal a Roma; pero murió dos años después y se lió la de Dios es Cristo porque, en el cónclave para elegir al nuevo, los cardenales franceses y los italianos se mordían los higadillos. Salió elegido un italiano, pero los otros no lo aceptaron; así que, montando un segundo cónclave por su cuenta, eligieron a un gabacho que hizo de nuevo las maletas para Aviñón. Había ahora dos papas, uno en Italia y otro en Francia. Eso también dividió a los monarcas y príncipes europeos, cada cual barriendo para casa: Inglaterra, Portugal, la Italia central y la del norte apoyaban al papa de Roma, mientras a Castilla y Aragón, Austria, la Italia del sur, Francia, Irlanda y Escocia les caía más simpático el otro. Y cada vez se enredó más la madeja, porque a la muerte del aviñonés se nombró a un sucesor —español, aragonés por más señas, Pedro de Luna— que tampoco aceptaron los otros. Para deshacer el empate, en el año 1409 se nombró a un tercero sobre el que tampoco hubo acuerdo, porque los otros dos dijeron verdes las has segado, colega, éramos pocos y parió la abuela. Europa se vio con tres papas chungos en vez de uno (andaban excomulgándose entre sí como locos) y aquello fue ya la descojonación de Espronceda. Semejante pifostio se llamó Cisma de Occidente y duró cuarenta años, hasta que en 1417 el concilio de Constanza dijo hasta aquí hemos llegado, mandó a los tres papas a hacer puñetas y eligió a uno nuevo, Martín V, para zanjar el asunto. Éste se quedó en Roma, volviendo todo a la normalidad. Y era buen momento porque, en aquel siglo XV que empezaba, Europa iba a conocer los más notables cambios desde la caída del Imperio Romano. Ya en la centuria anterior, tres grandes poetas y humanistas italianos, Dante, Petrarca y Boccaccio, habían devuelto el interés por el mundo clásico griego y latino. En Venecia, un comerciante llamado Marco Polo se había hecho famoso con un libro sobre Asia que era un bestseller mundial. En la ciudad alemana de Maguncia, un impresor llamado Gutenberg estaba a punto de inventar la imprenta moderna de tipos móviles. Y en la próspera Florencia y otras ciudades italianas cuajaba lo que, un siglo más tarde, el escritor, pintor y arquitecto Giorgio Vasari definiría con la hermosa palabra Rinascita: Renacimiento.
[Continuará].
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En el último tercio del siglo XIV, los papas regresaron a Roma. Suena raro, pero es que durante sesenta y ocho años, entre 1309 y 1377, los sucesores de Pedro habían ido a instalarse en una ciudad francesa llamada Avignon, o Aviñón. Alemania e Inglaterra andaban en sus cosas, en España seguían escabechándose moros y cristianos, y el reino bizantino resistía como gato panza arriba la presión turca. En ese momento, pese a la prolongada rivalidad con Inglaterra, el reino de Francia era el rien ne va plus del prestigio y la cultura, y sus reyes los más elegantes y pijolines de Occidente. El papa de turno era el arzobispo de Burdeos, que tenía excelentes relaciones con la monarquía de allí. Además, los Estados Pontificios no se bastaban solos para mantener el esfuerzo militar y económico del papado (de los 300.000 florines de oro anuales que ingresaba el papa, sólo la cuarta parte procedían de Italia). Roma era estratégicamente incómoda y desde allí se controlaba mal la vasta estructura de la Iglesia católica, mientras que en Aviñón se estaba más cerca de todo, en especial del flujo de dinero que proporcionaban los conventos, monasterios y obispados repartidos por Europa. Con la llegada de los papas, la ciudad francesa se convirtió en una cosmopolita capital administrativa y financiera con cientos de funcionarios, cardenales, banqueros y embajadores extranjeros. Durante ese período de papas franceses, en la nueva sede pontificia se hizo encaje de bolillos cuidando al mismo tiempo los intereses italianos, el buen rollo con Francia y la relación con el mundo católico en general. Hubo un momento de gran brillantez que el historiador George Holmes calificó de amalgama de poder principesco y autoridad espiritual, con zorros astutos y eficientes como Juan XII y sobre todo con Clemente VI, que fue el más grande de todos ellos: un artista en política internacional y tan grand seigneur que hasta fundó una dinastía, pues años después llegaría al papado Gregorio XI, que era su sobrino (un lindo botón de muestra del nepotismo de los pontífices de aquellos tiempos del cuplé: canónigo a los 11 años y cardenal a los 19). Ese tinglado funcionó durante mucho tiempo, hasta que en Italia empezaron a mosquearse por el descarado chauvinismo de los papas, por tenerlos a ellos tan lejos y a sus recaudadores de impuestos tan cerca. Al final, viendo venir el nublado, Gregorio XI devolvió la sede papal a Roma; pero murió dos años después y se lió la de Dios es Cristo porque, en el cónclave para elegir al nuevo, los cardenales franceses y los italianos se mordían los higadillos. Salió elegido un italiano, pero los otros no lo aceptaron; así que, montando un segundo cónclave por su cuenta, eligieron a un gabacho que hizo de nuevo las maletas para Aviñón. Había ahora dos papas, uno en Italia y otro en Francia. Eso también dividió a los monarcas y príncipes europeos, cada cual barriendo para casa: Inglaterra, Portugal, la Italia central y la del norte apoyaban al papa de Roma, mientras a Castilla y Aragón, Austria, la Italia del sur, Francia, Irlanda y Escocia les caía más simpático el otro. Y cada vez se enredó más la madeja, porque a la muerte del aviñonés se nombró a un sucesor —español, aragonés por más señas, Pedro de Luna— que tampoco aceptaron los otros. Para deshacer el empate, en el año 1409 se nombró a un tercero sobre el que tampoco hubo acuerdo, porque los otros dos dijeron verdes las has segado, colega, éramos pocos y parió la abuela. Europa se vio con tres papas chungos en vez de uno (andaban excomulgándose entre sí como locos) y aquello fue ya la descojonación de Espronceda. Semejante pifostio se llamó Cisma de Occidente y duró cuarenta años, hasta que en 1417 el concilio de Constanza dijo hasta aquí hemos llegado, mandó a los tres papas a hacer puñetas y eligió a uno nuevo, Martín V, para zanjar el asunto. Éste se quedó en Roma, volviendo todo a la normalidad. Y era buen momento porque, en aquel siglo XV que empezaba, Europa iba a conocer los más notables cambios desde la caída del Imperio Romano. Ya en la centuria anterior, tres grandes poetas y humanistas italianos, Dante, Petrarca y Boccaccio, habían devuelto el interés por el mundo clásico griego y latino. En Venecia, un comerciante llamado Marco Polo se había hecho famoso con un libro sobre Asia que era un bestseller mundial. En la ciudad alemana de Maguncia, un impresor llamado Gutenberg estaba a punto de inventar la imprenta moderna de tipos móviles. Y en la próspera Florencia y otras ciudades italianas cuajaba lo que, un siglo más tarde, el escritor, pintor y arquitecto Giorgio Vasari definiría con la hermosa palabra Rinascita: Renacimiento.
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Re: UNA HISTORIA DE EUROPA, POR CAPÍTULOS
Una historia de Europa (XLVII)
El siglo XV, que los italianos llaman Quatroccento, alumbró una Europa que dos o tres centurias atrás no habría imaginado ni la madre que la parió. Los cambios se venían dando desde unos siglos antes, cuando del limitado baluarte intelectual de los monasterios medievales (ora et labora) se pasó a las primeras universidades, y cuando el arte románico de muros espesos y bóveda de cañón, oscuro y con aire de fortaleza, que difundido desde la abadía francesa de Cluny había dado unidad de estilo a Europa, cedió lugar a una nueva arquitectura impulsada por los monjes del Císter (también ésos eran gabachos), con su luminosa verticalidad, bóvedas de crucería y decoración innovadora que pronto se extendió a lo civil. Así, entre los siglos XII y XIII y coleando hasta el XIV, el occidente europeo se llenó de esas extraordinarias biblias de piedra y cristal llamadas catedrales góticas (Nôtre Dame, Burgos, Colonia, Milán y numerosos etcéteras), que hoy siguen dando personalidad y postín a las afortunadas ciudades que cuentan con ellas. El caso es que soplaban aires nuevos en la política, la sociedad, la ciencia, el arte y la literatura. Después de los estragos causados por la Peste Negra y la escabechina de los Cien Años, con la frontera oriental (Bizancio) a la defensiva ante el Islam y la frontera occidental (España) a la ofensiva y ganando terreno a espadazos a la morisma, Europa entraba en un período de equilibrio dentro de lo que cabe: afianzamiento de nacionalidades, aumento de población (lo que beneficiaba a una burguesía cada vez más poderosa y con pasta), y secularización de la cultura, poco a poco menos dependiente de la Iglesia. Lo que hoy llamaríamos modernidad estaba a punto de caramelo (invento de la brújula, invento de la pólvora aplicada al arte militar, invento de la imprenta de tipos de madera que permitía mejorar la producción de libros). Numerosos indicios anunciaban, o confirmaban, ese nuevo ambiente que se colaba por todas partes; y uno de tales indicios tenía nombre y apellidos, pues se llamó Marco Polo: un veneciano que iba a cambiar mucho la concepción que los europeos tenían del mundo. Hasta entonces, más o menos, Oriente y en concreto China se consideraban en el quinto carajo. Lejísimos, o sea, y no sólo en sentido geográfico. Quienes mantenían los tenues lazos de Occidente con aquella remota parte del mundo eran los comerciantes, italianos muchos de ellos, que iban y venían buscándose la vida con viajes atrevidos y aventureros. Una de aquellas familias comerciantes era de Venecia, se apellidaba Polo, y tres de sus miembros (un padre, un hermano y el hijo del primero) tuvieron las santas agallas de aventurarse tan al este que acabaron llegando a Pekín, donde reinaba el emperador Kublai Kan. No fueron los primeros que llegaban allí, pero sí los más afortunados. Le cayeron simpáticos al emperata de allí, pasaron veintitrés años con él y regresaron a Venecia cargados de mercancías y novedades por contar; cosa que Marco, hijo y sobrino de los que realizaron el viaje, que había ido con ellos, hizo en un libro (Los viajes de Marco Polo o libro de las maravillas) que se convirtió en el pelotazo más leído de su tiempo, dio a conocer las tierras, gentes y civilizaciones de Asia, y alentó que, olfateando las posibilidades lucrativas del asunto, los comerciantes europeos (sobre todo de Génova, Venecia y Pisa, pero también de la corona de Aragón, que se expandía con rapidez por el Mare Nostrum) aumentaran la importación de seda, especias y otros productos a través de la llamada ruta de la seda, que discurría a través de las tierras ocupadas por el Islam y cruzaba el Mediterráneo hasta los puertos de Italia. Eso propició un auge del corso y la piratería del que hablaremos en otro episodio; pero sobre todo enriqueció a la burguesía de algunas ciudades italianas (sobre todo a las grandes familias de comerciantes y banqueros, acostumbradas a conchabarse entre ellas concertando matrimonios), que establecieron consulados y colonias por todo el Mediterráneo oriental. Y como cuando sacas destacas, en las urbes con viruta fraguó al fin aquella modernidad que llevaba tiempo queriendo romper aguas. Lo hizo encarnada, o simbolizada, en una figura social decisiva para el futuro intelectual de Europa, la del mecenas (nombre inspirado en el romano Mecenas, protector de literatos en tiempos del emperador Augusto): fulanos podridos de pasta que, aunque sin condiciones personales para ser genios de nada, amaban la ciencia y la cultura (o el prestigio social que éstas daban) lo suficiente para costear la carrera y obra de científicos y artistas de los que se convertían en protectores. Y eso, vinculado a la bella palabra Renacimiento, iba a hacer famosos los nombres de la ciudad de Florencia y de una familia de banqueros apellidada Médici.
[Continuará].
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El siglo XV, que los italianos llaman Quatroccento, alumbró una Europa que dos o tres centurias atrás no habría imaginado ni la madre que la parió. Los cambios se venían dando desde unos siglos antes, cuando del limitado baluarte intelectual de los monasterios medievales (ora et labora) se pasó a las primeras universidades, y cuando el arte románico de muros espesos y bóveda de cañón, oscuro y con aire de fortaleza, que difundido desde la abadía francesa de Cluny había dado unidad de estilo a Europa, cedió lugar a una nueva arquitectura impulsada por los monjes del Císter (también ésos eran gabachos), con su luminosa verticalidad, bóvedas de crucería y decoración innovadora que pronto se extendió a lo civil. Así, entre los siglos XII y XIII y coleando hasta el XIV, el occidente europeo se llenó de esas extraordinarias biblias de piedra y cristal llamadas catedrales góticas (Nôtre Dame, Burgos, Colonia, Milán y numerosos etcéteras), que hoy siguen dando personalidad y postín a las afortunadas ciudades que cuentan con ellas. El caso es que soplaban aires nuevos en la política, la sociedad, la ciencia, el arte y la literatura. Después de los estragos causados por la Peste Negra y la escabechina de los Cien Años, con la frontera oriental (Bizancio) a la defensiva ante el Islam y la frontera occidental (España) a la ofensiva y ganando terreno a espadazos a la morisma, Europa entraba en un período de equilibrio dentro de lo que cabe: afianzamiento de nacionalidades, aumento de población (lo que beneficiaba a una burguesía cada vez más poderosa y con pasta), y secularización de la cultura, poco a poco menos dependiente de la Iglesia. Lo que hoy llamaríamos modernidad estaba a punto de caramelo (invento de la brújula, invento de la pólvora aplicada al arte militar, invento de la imprenta de tipos de madera que permitía mejorar la producción de libros). Numerosos indicios anunciaban, o confirmaban, ese nuevo ambiente que se colaba por todas partes; y uno de tales indicios tenía nombre y apellidos, pues se llamó Marco Polo: un veneciano que iba a cambiar mucho la concepción que los europeos tenían del mundo. Hasta entonces, más o menos, Oriente y en concreto China se consideraban en el quinto carajo. Lejísimos, o sea, y no sólo en sentido geográfico. Quienes mantenían los tenues lazos de Occidente con aquella remota parte del mundo eran los comerciantes, italianos muchos de ellos, que iban y venían buscándose la vida con viajes atrevidos y aventureros. Una de aquellas familias comerciantes era de Venecia, se apellidaba Polo, y tres de sus miembros (un padre, un hermano y el hijo del primero) tuvieron las santas agallas de aventurarse tan al este que acabaron llegando a Pekín, donde reinaba el emperador Kublai Kan. No fueron los primeros que llegaban allí, pero sí los más afortunados. Le cayeron simpáticos al emperata de allí, pasaron veintitrés años con él y regresaron a Venecia cargados de mercancías y novedades por contar; cosa que Marco, hijo y sobrino de los que realizaron el viaje, que había ido con ellos, hizo en un libro (Los viajes de Marco Polo o libro de las maravillas) que se convirtió en el pelotazo más leído de su tiempo, dio a conocer las tierras, gentes y civilizaciones de Asia, y alentó que, olfateando las posibilidades lucrativas del asunto, los comerciantes europeos (sobre todo de Génova, Venecia y Pisa, pero también de la corona de Aragón, que se expandía con rapidez por el Mare Nostrum) aumentaran la importación de seda, especias y otros productos a través de la llamada ruta de la seda, que discurría a través de las tierras ocupadas por el Islam y cruzaba el Mediterráneo hasta los puertos de Italia. Eso propició un auge del corso y la piratería del que hablaremos en otro episodio; pero sobre todo enriqueció a la burguesía de algunas ciudades italianas (sobre todo a las grandes familias de comerciantes y banqueros, acostumbradas a conchabarse entre ellas concertando matrimonios), que establecieron consulados y colonias por todo el Mediterráneo oriental. Y como cuando sacas destacas, en las urbes con viruta fraguó al fin aquella modernidad que llevaba tiempo queriendo romper aguas. Lo hizo encarnada, o simbolizada, en una figura social decisiva para el futuro intelectual de Europa, la del mecenas (nombre inspirado en el romano Mecenas, protector de literatos en tiempos del emperador Augusto): fulanos podridos de pasta que, aunque sin condiciones personales para ser genios de nada, amaban la ciencia y la cultura (o el prestigio social que éstas daban) lo suficiente para costear la carrera y obra de científicos y artistas de los que se convertían en protectores. Y eso, vinculado a la bella palabra Renacimiento, iba a hacer famosos los nombres de la ciudad de Florencia y de una familia de banqueros apellidada Médici.
[Continuará].
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