Apsley
03-03-2004, 02:46 PM
Ayer dejé la historia de los Elefantes en Lyon, y perdonarme si no la continuo hoy, pero es que después de 1200 k.m del tirón necesito dormir un buen rato. Permitirme, eso sí, que mientras descanso os cuente otra historia:
Tuvo lugar en 1988. Aquel año tuve la suerte (gracias a un favor personal de Javier Herrero, por entonces director de la revista Motociclismo) de viajar a los EE.UU para asistir al G.P de ese pais acompañando a Diego Muñoz, corresponsal y fotógrafo en los Grandes Premios para la misma revista.
La verdad es que lo que viví durante aquellos nueve días, inmerso en el complicado mundo de las carreras, y conviviendo con las estrellas de la época (Eddy Lawson, Luca Cadalora, Kocinski, Carlos Lavado, Kevin Schwantz...) me proporciono tantas vivencias que podría estar semanas escribiendo acerca de ellas, pero no os quiero aburrir. Por ello, me ceñiré a un episodio muy simpático que tuvo lugar en el circuito de Laguna Seca, en el estado de California, a unos treita kilómetros de Monterey.
En todos los Grandes Premios se organizan eventos promocionales, bien sea para recaudar fondos para una buena causa -niños pobres de Äfrica-, o para publicitar un determinado artículo. Y los protagonistas de estos eventos -partidos de fútbol, carreras de bicis, unos cuantos hoyos de golf- suelen ser los pilotos profesionales, aunque en ocasiones también participan los periodistas que cubren la información de las carreras, amén de los mecánicos y personal auxiliar de todos y cada uno de los equipos de Gran Premio. Con ello rompen un poco la monótonía del trabajo en el padock, pasan un buen rato con la actividad programada, y divierten de paso al público presente.
Pues bien: cuando yo fuí a Laguna Seca, el acto promocional del viernes, finalizada la última tanda de entrenamientos libres, la organizó Yamaha y consistía en una carrera de motos a dos mangas entre los periodistas que quisiesen apuntarse. Las motos para tal competición eran las por entonces novedosas Yamaha TZR 80, unas réplicas preciosas -rojas y blancas- de motos de G.P. Vi la nota que anunciaba la carrera en la sala de prensa, y sin pensarmelo dos veces me apunté. Es de entender que tras dos días de ver a los pilotos rodar, mi “calentón” era de aupa y el “mono” de montar moto incontenible.
Yamaha EE.UU nos proporcionó todo lo necesario, pero nos hizo firmar un papel en el que declinaba cualquier tipo de responsabilidad si en el transcurso de las carreras nos haciamos daño. Aquello me dió igual, y como un montón de gente ansiosa por desahogarse en el circuito, firmé mi inscripción. Total, con una moto de ochenta tampoco uno puede hacerse demasiado daño...
Había “pilotos” de los cinco continentes, -llenabamos la parrilla- y todos nos lo tomamos como un verdadero cachondeo hasta que el semáforo se puso en verde. Cuando llegamos a final de recta, amontonados en un inmenso pelotón de motos identicas, me di cuenta de que entre aquella gente había muchas deudas pendientes. ¡Qué pasada! Hubo, en plena apurada de frenada, patadas, codazos, cierres premeditados, amagos de caída...Fué un caos...
Yo aproveché la confusión general para situarme en primera posición, -¡coño, voy el primero!- pero mi alegría duró poco, pues un periodista japonés me adelantó en la frenada de la segunda curva y fuí incapaz de seguirle.
Durante un buen rato rodé en segunda posición, seguido de cerca por un nutrido grupo, que a cada vuelta, trabajosamente, me ganaban terreno. Donde más tiempo perdía era en la recta, y es que me era muy complicado meter mi metro ochenta y cinco en el pequeño carenado de la Yamaha. Aquellas motillos corrían una barbaridad en las curvas, pero eran un coñazo en las rectas...
A poco del final, cuando tenía en mi mano la segunda posición, vi como un piloto se acercaba al colin de mi TZR a toda velocidad, y tras estar un instante a mi rebufo, seseaba un poco y me adelantaba sin darme tiempo ni de verle el dorsal. ¿De dónde había salido aquel tipo? Literalmente, me arrancó las pegatinas... Era un piloto muy pequeño, tan pequeño que pensé que era un niño. Y rodaba tan rápido, que en un “pis pas” cazó al japones y lo perdió de vista sin pestañear.
Finalmente, entré en tercera posición y subí al podium. No estaba mal. Mi trofeo me lo dió una azafata minifaldera de Marlboro y consistió en una bolsa de plástico llena de chucherías de Yamaha: pegatinas, gorras, postales. Pero mi verdadero trofeo, fué que, por primera vez en mi vida, había rozado con la rodilla en el suelo, y aquello me llenaba de una intima satisfación. Fué todo muy gracioso, pero lo impactante vino cuando subió al cajón el vencedor de la manga, entre los aplausos de todos. Subió torpemente las escaleras que llevaban al podium, tímidamente, poniéndose una gorra de Yamaha... ¡y era realmente un niño! ¡era un niño pecoso! No debía tener más de nueve años, y os aseguro que si no hubiese sido por el mono de cuero -que le daba un aspecto graciosísimo y con el cual casi no podía ni caminar- le hubiera mordido en las mejillas, pues era un crío tiernisimo.
Una hora después, cuando ya habíamos descansado y nos habíamos reido en todos los idiomas un buen rato, tuvo lugar la segunda manga. Esta fué un calco de la primera, a diferencia de que en esta ocasión no perdí de vista al niño de marras. Bueno, en realidad si le perdí de vista...y fué cuando, cansado de jugar con nosotros, tiró hacia delante y se marchó.
Fueron unos días maravillosos que jamás olvidaré. Quizás en otra ocasión os cuente algo más de aquella mi aventura en el mundillo de los Grandes Premios, pero eso será otra historia.
Saludos.
Apsley.
P.d: ¡Se me olvidaba! El niño se llamaba Kenny, Kenny Roberts J.r, y unos cuantos años después, aquel crío pecoso se proclamó Campeón del Mundo de 500 c.c.
Tuvo lugar en 1988. Aquel año tuve la suerte (gracias a un favor personal de Javier Herrero, por entonces director de la revista Motociclismo) de viajar a los EE.UU para asistir al G.P de ese pais acompañando a Diego Muñoz, corresponsal y fotógrafo en los Grandes Premios para la misma revista.
La verdad es que lo que viví durante aquellos nueve días, inmerso en el complicado mundo de las carreras, y conviviendo con las estrellas de la época (Eddy Lawson, Luca Cadalora, Kocinski, Carlos Lavado, Kevin Schwantz...) me proporciono tantas vivencias que podría estar semanas escribiendo acerca de ellas, pero no os quiero aburrir. Por ello, me ceñiré a un episodio muy simpático que tuvo lugar en el circuito de Laguna Seca, en el estado de California, a unos treita kilómetros de Monterey.
En todos los Grandes Premios se organizan eventos promocionales, bien sea para recaudar fondos para una buena causa -niños pobres de Äfrica-, o para publicitar un determinado artículo. Y los protagonistas de estos eventos -partidos de fútbol, carreras de bicis, unos cuantos hoyos de golf- suelen ser los pilotos profesionales, aunque en ocasiones también participan los periodistas que cubren la información de las carreras, amén de los mecánicos y personal auxiliar de todos y cada uno de los equipos de Gran Premio. Con ello rompen un poco la monótonía del trabajo en el padock, pasan un buen rato con la actividad programada, y divierten de paso al público presente.
Pues bien: cuando yo fuí a Laguna Seca, el acto promocional del viernes, finalizada la última tanda de entrenamientos libres, la organizó Yamaha y consistía en una carrera de motos a dos mangas entre los periodistas que quisiesen apuntarse. Las motos para tal competición eran las por entonces novedosas Yamaha TZR 80, unas réplicas preciosas -rojas y blancas- de motos de G.P. Vi la nota que anunciaba la carrera en la sala de prensa, y sin pensarmelo dos veces me apunté. Es de entender que tras dos días de ver a los pilotos rodar, mi “calentón” era de aupa y el “mono” de montar moto incontenible.
Yamaha EE.UU nos proporcionó todo lo necesario, pero nos hizo firmar un papel en el que declinaba cualquier tipo de responsabilidad si en el transcurso de las carreras nos haciamos daño. Aquello me dió igual, y como un montón de gente ansiosa por desahogarse en el circuito, firmé mi inscripción. Total, con una moto de ochenta tampoco uno puede hacerse demasiado daño...
Había “pilotos” de los cinco continentes, -llenabamos la parrilla- y todos nos lo tomamos como un verdadero cachondeo hasta que el semáforo se puso en verde. Cuando llegamos a final de recta, amontonados en un inmenso pelotón de motos identicas, me di cuenta de que entre aquella gente había muchas deudas pendientes. ¡Qué pasada! Hubo, en plena apurada de frenada, patadas, codazos, cierres premeditados, amagos de caída...Fué un caos...
Yo aproveché la confusión general para situarme en primera posición, -¡coño, voy el primero!- pero mi alegría duró poco, pues un periodista japonés me adelantó en la frenada de la segunda curva y fuí incapaz de seguirle.
Durante un buen rato rodé en segunda posición, seguido de cerca por un nutrido grupo, que a cada vuelta, trabajosamente, me ganaban terreno. Donde más tiempo perdía era en la recta, y es que me era muy complicado meter mi metro ochenta y cinco en el pequeño carenado de la Yamaha. Aquellas motillos corrían una barbaridad en las curvas, pero eran un coñazo en las rectas...
A poco del final, cuando tenía en mi mano la segunda posición, vi como un piloto se acercaba al colin de mi TZR a toda velocidad, y tras estar un instante a mi rebufo, seseaba un poco y me adelantaba sin darme tiempo ni de verle el dorsal. ¿De dónde había salido aquel tipo? Literalmente, me arrancó las pegatinas... Era un piloto muy pequeño, tan pequeño que pensé que era un niño. Y rodaba tan rápido, que en un “pis pas” cazó al japones y lo perdió de vista sin pestañear.
Finalmente, entré en tercera posición y subí al podium. No estaba mal. Mi trofeo me lo dió una azafata minifaldera de Marlboro y consistió en una bolsa de plástico llena de chucherías de Yamaha: pegatinas, gorras, postales. Pero mi verdadero trofeo, fué que, por primera vez en mi vida, había rozado con la rodilla en el suelo, y aquello me llenaba de una intima satisfación. Fué todo muy gracioso, pero lo impactante vino cuando subió al cajón el vencedor de la manga, entre los aplausos de todos. Subió torpemente las escaleras que llevaban al podium, tímidamente, poniéndose una gorra de Yamaha... ¡y era realmente un niño! ¡era un niño pecoso! No debía tener más de nueve años, y os aseguro que si no hubiese sido por el mono de cuero -que le daba un aspecto graciosísimo y con el cual casi no podía ni caminar- le hubiera mordido en las mejillas, pues era un crío tiernisimo.
Una hora después, cuando ya habíamos descansado y nos habíamos reido en todos los idiomas un buen rato, tuvo lugar la segunda manga. Esta fué un calco de la primera, a diferencia de que en esta ocasión no perdí de vista al niño de marras. Bueno, en realidad si le perdí de vista...y fué cuando, cansado de jugar con nosotros, tiró hacia delante y se marchó.
Fueron unos días maravillosos que jamás olvidaré. Quizás en otra ocasión os cuente algo más de aquella mi aventura en el mundillo de los Grandes Premios, pero eso será otra historia.
Saludos.
Apsley.
P.d: ¡Se me olvidaba! El niño se llamaba Kenny, Kenny Roberts J.r, y unos cuantos años después, aquel crío pecoso se proclamó Campeón del Mundo de 500 c.c.